Las correcciones (61 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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No era prudente ser vista con Don Armour en su casa antes de que oscureciera, con muy observadores Root y muy curiosos Driblett por la calle arriba y por la calle abajo, de modo que lo llevó a la escuela primaria y lo condujo a la pradera de detrás. Se sentaron en mitad de un zoo electrónico de ruidos de bichos, la intensidad genital de ciertos arbustos fragantes, el calor languidecente de un hermoso día de julio. Don Armour la enlazó por la cintura y apoyó el mentón en su hombro. Escucharon los apagados taponazos de unos fuegos artificiales de pequeño calibre.

En casa de ella, ya de noche, al relente del aire acondicionado, trató de llevárselo rápidamente al piso de arriba, pero él se entretuvo en la cocina, se demoró en el comedor. Denise estaba como perforada por la injusta impresión que la casa evidentemente le producía. Sus padres no eran ricos, pero su madre tenía tales deseos de cierta elegancia y había puesto siempre tanto empeño en conseguirla, que a ojos de Don Armour la casa, en efecto, tenía que parecer una casa de ricos. Era como si le diese apuro pisar las alfombras. Hizo un alto para fijarse, como probablemente nadie se había fijado nunca, en las copas de Waterfold y en los platos de postre que Enid tenía exhibidos en el aparador. Sus ojos caían sobre cada objeto, las cajas de música, las escenas callejeras de París, los muebles haciendo juego, hermosamente tapizados, como antes habían caído sobre el cuerpo de Denise. ¿Había sido hoy? ¿Hoy a la hora de comer?

Denise puso su mano grande en la de él, mayor, entrelazó los dedos con los suyos, y tiró de él escaleras arriba.

En el dormitorio, puesto de rodillas, le plantó los pulgares en los huesos de la cadera y le apretó la boca contra los muslos y luego contra la cosita: se sintió devuelta a la infancia, al mundo de los Grimm y de C.S. Lewis, donde un solo contacto podía transformarlo todo. Las manos de Don convirtieron sus caderas en caderas de mujer, sus muslos en muslos de mujer, su cosita en cono. Ahí estaba la ventaja de ser deseada por alguien mayor que una: no sentirse tanto como una marioneta sin género, tener un guía que le enseñara las fincas de su propia morfología, descubrir su eficacia por medio de una persona para quien todo aquello no era más que lo justo y necesario.

Los chicos de su edad querían
algo,
pero no daba la impresión de que supieran exactamente qué. Los chicos de su edad querían por aproximación. A ella tocaba —ya le había tocado, más de una vez, en muy penosos encuentros— contribuir a que averiguaran con más precisión lo que querían, desabrocharse la blusa y proponerles algo donde pudieran tomar cuerpo (nunca mejor dicho) sus más bien rudimentarias nociones.

Don Armour la quería minuciosamente, centímetro a centímetro. No parecía encontrar nada en ella que no tuviera pleno sentido. El mero hecho de poseer un cuerpo nunca le había supuesto una gran ayuda, pero ver este cuerpo como algo que también ella podía desear, imaginarse en el papel de Don Armour, de rodillas, deseándola en todas sus partes, hacía más perdonable el hecho de poseerlo. Tenía lo que un hombre esperaba encontrar. No había ansiedad alguna en su localización y consiguiente reconocimiento de cada rasgo.

Cuando se desabrochó el sujetador, Don inclinó la cabeza y cerró los ojos.

—¿Qué te pasa?

—Puede uno morirse de lo guapa que eres. Eso le gustó de veras.

La sensación, cuando la tomó en sus manos, fue un anticipo de lo que había de sentir unos años más tarde, cuando emprendía su carrera como profesional de la cocina, al tocar las primeras trufas, el primer foie gras, la primera saca de huevas.

En su décimo octavo cumpleaños, sus compañeros del teatro le habían regalado una biblia ahuecada, dentro de la cual encontró un traguito de Seagram's y tres condones color caramelo, que ahora le iban a venir que ni pintados.

La cabeza de Don Armour, cerniéndose sobre ella, parecía una cabeza de león, una calabaza con ojos y boca. Al correrse, rugió. Los suspiros subsiguientes se le agolpaban, superponiéndose casi. Oh, oh, oh, oh. Denise nunca había oído nada semejante.

Hubo sangre en proporción al dolor, que había sido bastante grande, y en proporción inversa al placer, que, había estado, más que en ningún otro sitio, en su cabeza.

En la oscuridad, tras haber agarrado una toalla del cesto de la ropa sucia que había en el armario del pasillo, bombeó el aire con el puño cerrado, en un gesto de triunfo por haber perdido la virginidad antes de irse al
college.

Menos maravillosa era la presencia en su cama de un hombre de gran tamaño y algo ensangrentado. Era una cama individual —la que llevaba toda su vida usando—, y Denise tenía mucho sueño. Ello quizá explique por qué se puso en ridículo, ahí, en medio de su cuarto, envuelta en una toalla, echándose a llorar sin venir a cuento.

Amó a Don Armour por levantarse y por rodearla con sus brazos y por no importarle que fuera una niña pequeña. La llevó a la cama, le buscó un pijama, la ayudó a ponerse la parte de arriba. De rodillas junto a la cama, le subió la sábana hasta los hombros y le acarició la cabeza como solía hacer —Denise no tuvo más remedio que suponerlo así— con sus hijas. Siguió en ello hasta adormecerla casi por completo. Luego, el ámbito de sus caricias se extendió a regiones que —cabía suponer, también— excedían los límites de lo tolerable, con sus hijas. Denise trató de seguir medio dormida, pero él la abordó con más insistencia, con más uñas. La tocara donde la tocara, o le hacía cosquillas o le hacía daño; y, cuando llevó su osadía al extremo de quejarse, experimentó por primera vez la mano de un hombre apretándole la cabeza, empujándosela hacia atrás.

Afortunadamente, cuando estuvo servido no hizo ningún intento de pasar allí la noche. Salió del cuarto de Denise y ella permaneció totalmente inmóvil, tratando de averiguar qué hacía, si pensaba o no pensaba volver. Al final —quizá se le cerraran los ojos un segundo—, oyó el ruido de la puerta principal y el relincho de su enorme coche al arrancar.

Durmió hasta las doce de la mañana, y se estaba duchando en el servicio de la planta baja, tratando de asimilar lo que había hecho, cuando volvió a oír la puerta. Oyó voces.

Se secó el pelo como una loca, se pasó la toalla por el cuerpo como una loca, y salió escopetada del cuarto de baño. En el cuarto de estar vio a su padre, echado. En la cocina estaba su madre, lavando la nevera de picnic bajo el grifo del fregadero.

—¡Denise, ni siquiera has probado lo que te dejé de cena! —exclamó Enid—. ¡Ni un trocito!

—¿No ibais a volver mañana?

—El lago Fond du Lac no era lo que esperábamos —dijo Enid—. No sé qué le vieron Dale y Honey. Nada de nada.

Al pie de la escalera había dos bolsas de fin de semana. Denise pasó corriendo junto a ellas y subió a su dormitorio, donde nada más entrar lo primero que se veía eran los envoltorios de los condones y las sábanas manchadas de sangre. Cerró la puerta.

El resto del verano fue un desastre. Estuvo absolutamente sola, tanto en el trabajo como en casa. En su desesperación, porque no se le ocurría qué hacer con ellas, escondió en el armario de su cuarto la sábana y la toalla manchadas de sangre. Enid era vigilante por naturaleza y poseía mil sinapsis ociosas que consagrar a tareas tales como estar al corriente de los períodos de su hija. Denise contaba con poner cara de apuro y presentarle la sábana y la toalla echadas a perder, cuando llegara el momento, dos semanas más tarde. Pero Enid poseía un excedente de capacidad cerebral para llevar al día el recuento de la ropa blanca.

—Me falta una de las toallas de baño
buenas,
de las bordadas.

—Ay, corcho, me la he dejado en la piscina.

—Pero Denise, ¿por qué tienes que coger una toalla de las
buenas,
habiendo tantas en la casa? ¡Y encima perderla! ¿Has llamado por teléfono a la piscina?

—Volví a buscarla.

—Pues son unas toallas carísimas.

Denise jamás cometía errores como el que ahora afirmaba haber cometido. La injusticia le habría escocido menos si hubiera contribuido a algún goce mayor, como el de encontrarse con Don Armour y reírse juntos de la situación, y hallar consuelo en él. Pero ni ella quería a Don Armour, ni Don Armour la quería a ella.

Ahora, en el trabajo, la cordialidad de los demás delineantes resultaba muy sospechosa: todo parecía orientarse a la jodienda. Don Armour estaba demasiado avergonzado o era demasiado discreto como para mirarla cara a cara. Se pasaba el día en un letargo de desdichas por culpa de los hermanos Wroth y de destemplanzas con sus compañeros. No le quedaba a Denise, en el trabajo, más que trabajar, y ahora lo aburrido de la tarea se le convertía en una carga insoportablemente odiosa. Al final de la jornada le dolía la cara de tanto contener las lágrimas y de trabajar a unas velocidades a que sólo un operario feliz puede trabajar sin sentirse muy a disgusto.

Eso, se decía, es lo que pasa cuando se deja uno llevar por los impulsos. Le sorprendía no haber dedicado más allá de dos horas a su decisión. Le habían gustado los ojos y la boca de Don Armour, había llegado a la conclusión de que estaba obligada a darle lo que quería… Y eso era todo lo que recordaba haber pensado. Se le había presentado una oportunidad indecente (puedo perder mi virginidad
esta misma noche),
e ipso facto la había aprovechado.

Era demasiado orgullosa como para confesarse —y menos para confesárselo a él— que Don Armour no era lo que ella quería. La inexperiencia no le permitía ser consciente de que habría podido arreglarlo todo con un simple «Lo siento, ha sido un error». Se sentía en la obligación de seguir dándole lo que quería. Pensaba que un lío, una vez empezado, tenía que durar un poco más.

La hizo sufrir su propia renuencia. La primera semana, concretamente, mientras juntaba valor para proponerle a Don Armour que se vieran de nuevo el viernes, le estuvo doliendo la garganta sin parar, horas y horas. Pero le echó valor. Se vieron los tres viernes siguientes, diciéndoles ella a sus padres que había quedado con Kenny Kraikmeyer. Don Armour la llevaba a cenar a un restaurante familiar en un centro comercial y luego se recogían en su casita de tres al cuarto, en un callejón para tornados de una de las cincuenta localidades menores de su extrarradio que St. Jude iba devorando en su interminable expansión. La casa le daba tanta vergüenza, que la detestaba. En la zona de Denise no había casas con los techos tan bajos, ni con los accesorios tan baratos, ni con puertas tan ligeras que no se podía ni cerrarlas de un buen portazo, ni con los marcos de las ventanas hechos de plástico. Para apaciguar a su amado, impidiendo que se empecinara en el tema («tu vida contra la mía») que menos le gustaba a ella, y también para llenar unas cuantas horas que de otro modo habrían pasado con algún disgusto, lo mantenía en posición horizontal, jugando al escondite camero en aquel sótano atiborrado de cosas inútiles y aplicando su perfeccionismo a todo un mundo de nuevos talentos.

Don Armour nunca le contó cómo le había explicado a su mujer la cancelación de aquel fin de semana en Indiana. Denise no soportaba la idea de preguntarle nada sobre su mujer.

Tuvo que aguantar las críticas de su madre por otro error de los que jamás habría cometido en circunstancias normales: no meter inmediatamente en agua fría una sábana manchada de sangre.

El primer viernes de agosto, momentos después de haber empezado las dos semanas de vacaciones de Don Armour, Denise y él dieron media vuelta y se volvieron a meter en la oficina y se encerraron en el cuarto de depósitos. Ella lo besó y le llevó las manos a las tetas y trató de dirigirle los dedos, pero sus manos querían situarse en los hombros de Denise, querían empujarla hacia abajo y hacer que se pusiera de rodillas.

Su corrida se le subió por los conductos nasales.

—¿Te estás resfriando? —le preguntó su padre, minutos después, cuando salían de la ciudad.

Una vez en casa, Enid le dio la noticia de que Henry Dusinberre («tu amigo») había fallecido en St. Luke's el miércoles por la noche.

Denise se habría sentido aún más culpable si no hubiera visitado a Dusinberre hacía tan poco tiempo como el domingo pasado. Lo había hallado presa de una intensa irritación con el niño recién nacido de sus vecinos.

—Yo me las apaño sin leucocitos —dijo—, así que bien podrían ellos vivir con las ventanas cerradas. ¡Dios mío, qué pulmones tiene el niñito! Me da a mí que los padres presumen de ellos. Es como los motoristas que le quitan el silenciador a la moto. Una espuria prueba de virilidad.

El cráneo y los huesos de Dusinberre cada vez le tensaban más la piel. Estuvo dándole vueltas a cuánto podía costar el franqueo de un paquete de cien gramos. Le contó a Denise una enrevesada e incorrecta historia sobre una «ochavona» con quien estuvo brevemente comprometido. («Yo me llevé una sorpresa cuando supe que sólo tenía siete octavos de blanca, pero imagina la suya cuando vio que yo sólo tenía un octavo de macho»). Habló de su cruzada de toda la vida a favor de las bombillas de cincuenta vatios. («Sesenta se pasa de luz», decía, «y cuarenta no llega»). Llevaba años viviendo con la muerte, y la mantenía a raya por el procedimiento de trivializarla. Aún se las componía para lanzar alguna risita aceptablemente malvada, pero, en última instancia, la lucha por aferrarse a lo trivial resultaba tan desesperada como cualquier otra. Cuando Denise se despidió de él con un beso, dio la impresión de no aprehenderla como persona. Sonrió mirando al suelo, como si hubiera sido un niño especial, tan admirable en su belleza como muy digno de piedad en su tragedia.

Tampoco volvió a ver a Don Armour.

El lunes 6 de agosto, tras todo un verano de tira y afloja, Hillard y Chauncy Wroth llegaron a un acuerdo con los principales sindicatos ferroviarios. Éstos hicieron sustanciosas concesiones a cambio de la promesa de una administración menos paternalista y más innovadora, endulzando así los 26 dólares por acción que ofrecían los Wroth por la Midland Pacific con una reducción potencial de gastos a corto plazo que podía calcularse en 200 millones de dólares. El Consejo de Administración de la Midland Pacific estuvo otras dos semanas sin comunicar oficialmente su decisión, pero el asunto ya estaba hecho. Con el caos encima, llegó una carta del despacho del presidente aceptando la dimisión de todos los contratados de período estival, con validez a partir del viernes 17 de agosto.

Como la única mujer de la sala de delineantes era Denise, sus compañeros de trabajo convencieron a la secretaria del Ingeniero de Señalización para que le preparase un pastel de despedida. Se lo ofrecieron en su última tarde de trabajo.

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