Las correcciones (65 page)

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Authors: Jonathan Franzen

Tags: #Narrativa

BOOK: Las correcciones
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—¿Te refieres —dijo Denise— a una diferencia como la que hay entre mi madre y la de Cindy?

—No, no, yo no conozco a tu madre.

—Sí que la conoces, Klaus —dijo Cindy—. La conociste hace tres Días de Acción de Gracias, cuando la fiesta en casa. ¿Te acuerdas?

—Bueno, pues ¿ves? Todo el mundo es igual —explicó Klaus—. A eso me refiero. ¿Cómo puede uno distinguir a nadie, cuando todo el mundo pretende ser igual?

Regresó Annerl con la deprimente bandeja y otro tipo de pan.

—Prueba el pescado éste —le propuso Cindy a Denise—. ¿Verdad que el champán es maravilloso? ¡Verdaderamente distinto! Klaus y yo lo bebíamos más seco, antes, pero descubrimos éste y nos encantó.

—El seco tiene su
snob appeal
—dijo Klaus—. Pero los verdaderos entendidos en Sekt saben que este emperador, este
Extra-Trocken,
va totalmente desnudo.

Denise cruzó las piernas y dijo:

—Mi madre me dice que eres médico.

—Sí, me dedico a la medicina deportiva —dijo Klaus.

—¡Todos los mejores esquiadores vienen a verlo! —dijo Cindy.

—Es así como pago mi deuda con la sociedad —dijo Klaus.

Cindy le rogó que se quedara más tiempo, pero Denise escapó de la Ringstrafie antes de las nueve y de Viena a la mañana siguiente, con rumbo este, a través del valle, blanco de neblina, del Danubio central. Consciente de estar gastándose el dinero de Brian, trabajaba muchas horas al día, caminando por Budapest de barrio en barrio, tomando notas de cada plato, pasando revista de panaderías y establecimientos diminutos y restaurantes cavernosos salvados al borde del abandono irreversible. Siempre hacia el este, llegó incluso a Rutenia, cuna de los padres de Enid, trocito transcarpaciano, ahora, de Ucrania. En los paisajes que atravesaba no había rastro de pueblos judíos. Ni ningún judío, salvo en las grandes ciudades. Todo tan duradera y monótonamente gentil como —ya se había hecho a la idea— ella misma. La cocina, en general, era más bien basta. Las tierras altas de Carpacia, por doquier acribilladas de minas de carbón y de pechblenda, parecían las mejores para enterrar cadáveres rociados de cal en grandes fosas comunes. Denise vio caras semejantes a la suya, pero más cerradas, prematuramente envejecidas, sin una sílaba de inglés en los ojos. No tenía raíces. Éste no era su país.

Voló a París y se encontró con Brian en el vestíbulo del Hôtel des Deux Îles. En junio había hablado de viajar con toda su familia, pero venía solo. Llevaba unos pantalones khakis y una camisa blanca muy arrugada. Denise se sentía tan sola, que estuvo a punto de arrojársele a los brazos.

¿A qué idiota se le ocurre,
pensó,
permitir que su marido se vaya a París
con una mujer como yo?

Cenaron en La Cuillère Curieuse, un establecimiento con dos estrellas Michelin que, en opinión de Denise, se pasaba un pelo. No le apetecía comer carpas plateadas crudas ni confitura de papaya, estando en Francia. Por otra parte, estaba hasta las mismísimas narices de gulash.

Brian, delegando enteramente en ella, la hizo elegir el vino y pedir por él. Servidos los cafés, Denise le preguntó que por qué no había venido Robin.

—Ha coincidido con la primera cosecha de calabacines del Proyecto Huerta —dijo Brian, con una amargura impropia de él.

—Hay personas a quienes se les hace muy cuesta arriba viajar —dijo Denise.

—No era ese el caso de Robin, antes —dijo Brian—. Hemos viajado mucho juntos, por todo el oeste. Y ahora que de verdad podemos permitírnoslo, no le apetece. Es como si se hubiera puesto en huelga contra el dinero.

—Debe de quedarse uno conmocionado. Tanta riqueza, de pronto.

—Mira, yo lo único que quiero es para pasarlo bien con el dinero —dijo Brian—. No quiero ser otra persona. Pero tampoco me voy a poner un hábito de penitente.

—¿Es eso lo que hace Robin?

—No ha vuelto a ser feliz desde el día en que vendí la compañía.

Vamos a poner en marcha un reloj de cocer huevos, pensó Denise, a ver cuánto dura este matrimonio.

Aguardó en vano, andando por un muelle del Sena, después de cenar, que la mano de Brian rozara la suya. La miraba como esperando algo, como para convencerse de que no había objeción por su parte cuando se paraba a ver un escaparate o torcía por alguna bocacalle. Tenía una forma feliz y perruna de buscar aprobación sin dar muestras de inseguridad. Le contó sus proyectos sobre El Generador como hablando de un fiesta a la que ella, seguramente, le gustaría asistir. Claramente convencido, también, de que estaba haciendo una Buena Obra que ella deseaba, se apartó higiénicamente de Denise cuando se despidieron por la noche en el vestíbulo del Deux Îles.

Aguantó su afabilidad durante diez largos días. Al final, no soportaba verse en un espejo: tenía el rostro devastado, las tetas caídas, el pelo hecho una bola de rizos, la ropa pasada de uso. Básicamente, se hallaba en estado de conmoción ante el hecho de que aquel marido infeliz se le estuviese resistiendo de tal modo. Y no es que le faltaran buenas razones para resistírsele. Tenía dos niñas encantadoras. Denise era, a fin de cuentas, empleada suya. Respetaba su resistencia, estaba convencida de que así era como tenían que comportarse las personas mayores; y se sentía extremadamente desdichada por todo ello.

Orientó su fuerza de voluntad a la tarea de no pensar que estaba demasiado gorda y matarse de hambre. No era de gran ayuda, a tal efecto, que ya estuviese harta de almuerzos y cenas y que sólo le apetecieran las meriendas campestres. Quería baguettes, melocotones blancos, queso de cabra curado y café. Estaba harta de ver disfrutar a Brian mientras comía. Odiaba a Robin por tener un marido en quien podía confiar. Odiaba a Robin por su grosería en Cape May. Maldecía a Robin en su cabeza, llamándola gilipollas y amenazándola con tirarse a su marido. Varias noches, después de la cena, se le pasó por la cabeza infringir sus retorcidos principios morales y tomar la iniciativa con Brian (porque lo más probable era que confiase en su criterio; que, una vez autorizado, se le metiera en la cama de un brinco y jadeara y sonriera y le lamiese la mano); pero la desmoralizó el estado de su pelo y de su ropa. Le había llegado el momento de volver a casa.

Dos noches antes de partir, llamó a la puerta de Brian antes de cenar y él la hizo entrar en la habitación y la besó.

No le había transmitido ningún aviso de tal cambio en su corazón. Hablando mentalmente con el confesor de su cabeza, Denise se veía capacitada para decirle: «¡Nada! ¡Yo no hice nada! Llamé a la puerta y antes de darme cuenta se me puso de rodillas».

De rodillas, le apretó la cara con las manos. Ella lo miró como había mirado a Don Armour, muchos años antes. El deseo de Brian aportó un fresco alivio tópico a la sequedad y a las grietas, al malestar físico, de su persona. Lo siguió a la cama.

Como cabía esperar de alguien que era tan bueno en todo, Brian sabía besar. Poseía ese estilo oblicuo que tanto le gustaba a ella. Denise murmuró, ambiguamente:

—Me gusta tu sabor.

Brian le puso las manos en todos los sitios en que ella esperaba que le pusiera las manos. Denise le desabrochó la camisa, como corresponde a la mujer, llegados a cierto punto. Le lamió la tetilla diciendo que sí con la cabeza, muy resuelta, como un gato. Le puso una avezada mano, ahuecada, en el bulto de los pantalones. Estaba siendo hermosa y ávidamente adúltera, y le constaba. Se embarcó en trabajos de hebilla, en proyectos de ojales y botones, en labores de elástico, hasta que empezó a hinchársele dentro, apenas perceptible y, luego, de pronto, muy rotundo, y, luego, no ya rotundo, sino cada vez más doloroso por el modo en que le presionaba el peritoneo y los ojos y las arterias y las meninges, un globo tamaño cuerpo, con la cara de Robin, lleno de
no está bien.

Tenía la voz de Brian en el oído. Le estaba haciendo la consabida pregunta sobre protección. Había tomado la incomodidad de ella por un arrebato, su vergüenza, por una invitación. Denise lo dejó claro saliendo de la cama y acurrucándose en un rincón de aquella habitación de hotel. Dijo que no podía.

Brian permaneció sentado en el borde de la cama, sin contestar. Ella echó un vistazo a hurtadillas y pudo ver que su dotación era la pertinente en un hombre que lo tenía todo. Le vino la idea de que no iba a olvidar esa polla así como así. La vería al cerrar los ojos, en los momentos más inoportunos, en las situaciones más inverosímiles.

Le pidió que la perdonara.

—No, tienes razón —dijo Brian, confiando en su criterio—. Me siento muy mal. Nunca había hecho una cosa así.

—Yo sí —dijo Denise, no fuera él a achacarlo todo a la mera timidez—. Más de una vez. Y no quiero seguir haciéndolo.

—No, desde luego que no. Tienes razón.

—Si no estuvieras casado… Si no trabajara para ti…

—Mira, lo acepto. Voy al cuarto de baño. Lo acepto.

—Gracias.

Pensamiento de Denise, parcial:
¿Qué me ocurre?

Otro fragmento:
Por una vez en mi vida, estoy haciendo lo debido.

Pasó tres o cuatro noches sola en Alsacia y regresó a casa desde Frankfurt. Se quedó asombrada cuando fue a ver cómo habían ido las obras de El Generador durante su ausencia. El edificio dentro del edificio ya estaba encuadrado, ya habían echado la primera capa de cemento en el suelo. Imaginó el efecto: una brillante burbuja de modernidad en un crepúsculo de industria monumental. No era que le faltase confianza en su talento culinario, pero la grandiosidad de aquel espacio la intimidó. Ojalá hubiera insistido más en un sitio normal y corriente, donde su cocina brillara por sí misma. Se sintió, de algún modo, seducida y engañada: era como si Brian, a sus espaldas, hubiera estado compitiendo a ver quién llamaba más la atención del mundo. Como si, desde el principio, a su afable modo, hubiera estado maquinando para que el restaurante fuese de él, y no de ella.

Se cumplieron sus temores, en efecto, y siguió presente en su imaginación aquella polla. Cada vez se alegraba más de no haber permitido que se la metiera. Brian tenía todas las ventajas que ella tenía, y aún unas cuantas más, suyas propias. Era hombre, era rico, había nacido con sitio en la sociedad; no le estorbaban las rarezas Lambert de Denise, ni sus rotundas opiniones; era un
amateur
sin nada que perder, aparte del dinero, aparte del dinero que le sobraba; y para tener éxito lo único que necesitaba era una buena idea y alguien (ella) que le hiciera el trabajo duro. ¡Qué suerte había tenido, en la habitación del hotel, al identificarlo como adversario! Dos minutos más, y Denise habría desaparecido. Se habría trocado en una faceta más de la estupenda vida de él, su belleza se habría quedado en mera demostración de lo irresistible que era él, su talento habría redundado en esplendor del restaurante de Brian. ¡Qué suerte, pero qué suerte había tenido!

Se convenció de que si, cuando abriera El Generador, las reseñas prestaban más atención al espacio que a las comidas, ella habría perdido y Brian habría ganado. De modo que se mató a trabajar. Asaba chuletas en el horno de convección, hasta tostarlas; luego las cortaba muy finamente, al hilo, para mejorar la presentación, reducía y oscurecía la salsa de col, para resaltar su sabor a nuez, a tierra, a repollo, a cerdo, y remataba el plato con el toque de un par de patatas nuevas, testiculares, de unas cuantas coles de Bruselas y de una cucharada de judías blancas estofadas que rociaba ligeramente con ajo asado. Inventó lujosísimas salchichas blancas. Combinó un condimento de hinojo, patatas asadas y buenos rapini amargos enteros, con unas fabulosas costillas de cerdo que le compraba directamente a uno de los pocos criadores orgánicos de los años sesenta que seguía en activo, haciendo él mismo la matanza y distribuyendo por sus propios medios. Invitó al tipo a comer, visitó su finca de Lancaster County y trabó conocimiento con los gorrinos en cuestión, pasó revista a su ecléctica dieta (ñame hervido y alitas de pollo, bellotas y castañas) y recorrió el recinto con aislamiento acústico donde se sacrificaban los animales. Obtuvo compromisos de sus antiguos colaboradores del Mare Scuro. Sacó por ahí a ex compañeros, a costa de la American Express de Brian, y evaluó la competencia local (muy poco distinguida, casi toda ella, afortunadamente) y probó postres a ver si valía la pena robarle a alguien el jefe de repostería. Organizó festivales de rellenos, a altas horas de la madrugada, ella sola. Sin salir de su sótano, preparaba chucrut en grandes cubos de veinte libras. Lo hacía con lombarda y trozos de col rizada en jugo de repollo, con enebro y granos de pimienta negra. Aceleraba la fermentación con bombillas de cien vatios.

Brian seguía llamándola todos los días, pero no volvió a llevarla de paseo en su Volvo, ni le ponía música. Tras sus amables preguntas detectaba ella un acusado descenso del interés. Propuso a un viejo amigo suyo, Rob Zito, como encargado de El Generador, y Brian los llevó a ambos a almorzar, pero sólo permaneció media hora con ellos. Tenía una cita en Nueva York.

Una noche, Denise lo llamó a su casa y se puso Robin Passafaro. Las sucintas respuestas de Robin —«Vale», «Da lo mismo», «Sí», «Se lo diré», «Vale»— irritaron de tal modo a Denise, que, para llevar la contraria, la retuvo al teléfono. Le preguntó que cómo iba el Proyecto Huerta.

—Bien —contestó Robin—. Le diré a Brian que has llamado.

—¿Puedo ir yo un día a echar un vistazo?

Robin replicó con destapada grosería:

—¿Para qué?

—Bueno, como Brian habla tanto de ello —era mentira: rara vez lo mencionaba siquiera—… Es un proyecto interesante —la verdad era que más bien le sonaba utópico y chiflado— y, bueno, a mí me gustan mucho las verduras.

—Aja.

—A lo mejor puedo acercarme un sábado por la tarde, o algo así.

—Cuando sea.

Un momento después, Denise estampó el auricular contra su base. Estaba enfadada, entre otras cosas, por lo falsa que se había sonado a sí misma.

—¡Pude follarme a tu marido! —dijo—. ¡Y decidí que no! O sea que más vale que me cojas un poco de cariño.

Tal vez, si hubiera sido mejor persona, habría dejado en paz a Robin. Tal vea quisiera forzar a que Robin la apreciase sólo para negarle la satisfacción de despreciarla —para ganar ese concurso de afectos—. Tal vez no estuviera sino recogiendo el guante. Pero el deseo de gustarle sí era real. Estaba obsesionada con la idea de que Robin se encontraba aquella noche en la habitación del hotel, con Brian y con ella; por la restallante sensación de la presencia de Robin dentro de su cuerpo.

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