Robin, ahora, se llevó la mano de Denise a la boca y la mordisqueó suavemente, parapetando los dientes tras los labios; luego se apartó de Denise como a hurtadillas, tras haberle soltado la mano. Se puso a saltar de un pie al otro.
—Nos vemos —dijo.
Al día siguiente volvió Brian de Michigan y puso fin a la fiesta.
Denise pasó un largo fin de semana en St. Jude, por pascua, y Enid, como un piano de juguete con una sola nota, ni un solo día dejó de hablar de su antigua amiga Norma Green y de su trágica relación con un hombre casado. Denise, para cambiar de tema, comentó que Alfred estaba mucho más animado y con la cabeza más clara de lo que le contaba Enid en sus cartas y en sus llamadas dominicales.
—Porque hace un esfuerzo cuando tú estás aquí —replicó Enid—. Cuando nos quedamos solos se pone imposible.
—A lo mejor es que entonces tú te fijas demasiado en él.
—Denise, si vivieras con un hombre que se pasa el día entero durmiendo en un sillón…
—Cuanto más lo acoses, más va a resistirse, mamá.
—Tú no te das cuenta porque sólo estás aquí unos días, de vez en cuando. Pero yo sé de qué hablo. Y lo que no sé es lo que voy a hacer.
Si yo viviera con una persona histéricamente inclinada a estarme criticando todo el rato, pensó Denise, me echaría a dormir en un sillón.
A su regreso a Filadelfia, la cocina de El Generador estaba por fin a punto de funcionamiento. La vida de Denise volvió a sus niveles normales de locura, mientras reunía y entrenaba a su equipo, provocaba una competencia frontal entre los últimos jefes de repostería que tenía preseleccionados y resolvía mil y un problemas de suministro, horarios, producción y precios de carta. Como pieza arquitectónica, el restaurante era tan, punto por punto, tan apabullante como se había temido, pero, por una vez en su carrera, había preparado muy bien su carta y tenía en ella dos plenos seguros. El menú era un diálogo a tres entre París, Bolonia y Viena, una conferencia continental con la marca registrada de Denise, que consistía en privilegiar el sabor y preocuparse menos de la espectacularidad. Cuando volvió a ver a Brian en persona, y no a través de los ojos de Robin, recordó cuánto le gustaba. Despertó, hasta cierto punto, de sus sueños de conquista. Mientras encendía la Garland y formaba a sus empleados y afilaba sus cuchillos, pensó:
Una mente ociosa es el taller del diablo.
Si en los últimos tiempos hubiera trabajado tanto como Dios le mandaba trabajar, nunca habría tenido tiempo libre para perseguir a la mujer de otro.
Se puso en modo evitación total, trabajando desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche. Cuantos más días pasaba lejos del embrujo a que la tenían sometida el cuerpo de Robin y el calor de este cuerpo y el hambre de Robin, más dispuesta estaba a admitir lo poco que le gustaban la inquietud nerviosa de Robin, sus malos peinados y peores vestimentas, su voz de gozne oxidado, su risa forzada, su total y honda carencia de glamour. El benigno descuido en que Brian tenía a Robin, su actitud de no interferencia, de «Sí, Robin, estupendo», adquirían ahora más sentido a ojos de Denise. Robin, en efecto, era estupenda; pero, estando casado con ella, también podía uno experimentar la necesidad de alejarse a veces de su energía incandescente, también podía uno disfrutar unos días a solas, en Nueva York, en París, en Sundance…
Pero el daño estaba hecho. La defensa de la infidelidad emprendida por Denise había surtido efecto. Con una persistencia tanto más irritante cuanto más la adobaba de timidez y excusas, Robin empezó a buscar el encuentro. Se presentaba en El Generador. Llevaba a Denise a comer. La llamaba a las doce de la noche y se ponía a charlar sobre asuntos de muy leve interés en que, durante mucho tiempo, Denise había fingido estar extremadamente interesada. Pilló a Denise en casa un domingo por la tarde y tomó té en la media mesa de ping-pong, ruborizándose y jijijeando todo el tiempo.
Y una parte de Denise pensaba, mientras se enfriaba el té:
Mierda, ahora se ha lanzado de veras a por mí.
Esta parte de ella consideraba, como si hubieran sido una auténtica amenaza de daños, las circunstancias extenuantes:
Quiere sexo diario.
Esta misma parte de ella también estaba pensando:
Dios mío, qué mal come. Y: Yo
no soy «lesbiana».
Al mismo tiempo, otra parte de ella ardía literalmente en deseo. Nunca había percibido con tanta objetividad hasta qué punto podía el sexo convertirse en enfermedad, en un conjunto de síntomas corporales, porque nunca había estado tan enferma como Robin la ponía.
Durante una pausa de la charla, por debajo de la mesa de ping-pong, Robin atrapó el elegantemente ataviado pie de Denise entre sus zapatillas abultadas, blancas con ribetes morados y naranja. Un momento más tarde, se inclinó hacia delante y asió la mano de Denise. Su rubor parecía una amenaza de muerte.
—Bueno —dijo—, pues he estado pensando.
El Generador abrió el 23 de mayo, exactamente un año después de que Brian empezara a pagarle a Denise su sobredimensionado salario. Hubo una última semana de retraso en la inauguración, para que Brian y Jerry Schwartz pudieran asistir al festival de Cannes. Todas las noches, mientras estuvo ausente, Denise le pagaba su generosidad y su fe en ella yendo a Panamá Street a dormir con su mujer. Su cerebro podía sentirse como el de una cabeza de vaca en la vitrina de una dudosa carnicería de «saldos» de la Ninth Street, pero Denise nunca se cansó tanto como al principio temió. Un beso, una mano en la rodilla, le despertaban el cuerpo a la noción de sí mismo. Se sintió habitada, animada, acelerada a tope, por el fantasma de todos y cada uno de los encuentros coitales que en su matrimonio había ninguneado. Cerraba los ojos contra la espalda de Robin, utilizando sus omoplatos por almohada para las mejillas, sujetando con las manos los pechos de Robin, que eran redondos y planos y raramente ligeros; se sentía como un gatito con una borla en cada pata. Se quedaba traspuesta un par de horas y luego se despegaba de las sábanas, abría la puerta que Robin había cerrado con llave, en evitación de posibles visitas sorpresa de Sinéad o Erin, y salía arrastrándose al alba húmeda de Filadelfia —y se echaba a temblar violentamente.
Brian había insertado anuncios de El Generador, muy fuertes y muy crípticos, en las revistas locales y había puesto en marcha el runrún por medio de su red, pero, el primer día de trabajo, 26 servicios a mediodía y 45 por la noche no representaron nada que pudiera considerarse una ardua prueba para la cocina de Denise. El comedor acristalado, suspendido en radiación azul de Cherenkov, podía acoger 140 personas, y Denise esperaba noches de 300 servicios. Brian y Robin y las niñas vinieron a cenar una noche y se pasaron un rato por la cocina. Denise produjo la positiva impresión de llevarse muy bien con las niñas, y Robin, magnífica con sus labios rojos recién pintados y un vestidito negro, produjo la positiva impresión de ser la mujer de Brian.
Denise arregló las cosas del mejor modo posible con las autoridades de su cabeza. Se obligó a recordar que Brian, en París, había estado de rodillas ante ella, que no estaba haciendo nada peor que jugar según las reglas de él, que no era ella quien había dado el primer paso, sino Robin. Pero esas minucias morales no bastaban para explicar su completa y total falta de remordimientos. En las conversaciones con Brian se mantenía distante, con la cabeza espesa. No captaba el sentido de sus palabras hasta el último momento, lo mismo que si le hubiera hablado en francés. Tenía sus buenas razones para estar un poco ida, por supuesto: dormía cuatro horas, por costumbre, y la cocina no tardó mucho en funcionar a plena máquina; y Brian, enquillotrado en sus proyectos cinematográficos, resultó tan fácil de engañar como ella había previsto. Pero «engañar» tampoco era la palabra. Era más bien «disociar». Su relación amorosa era como un sueño que se desarrollara en la cámara insonorizada de su cerebro donde, por su educación en St. Jude, había aprendido a esconder sus deseos.
Los periodistas especializados en gastronomía acudieron a El Generador a finales de junio y salieron muy satisfechos. El
Inquirer
invocó la institución conyugal: las «nupcias» entre un «entorno completamente único» y unos platos «serios y seriamente deliciosos», creados por la «muy perfeccionista» Denise Lambert, daban como resultado una experiencia «indispensable» que «de largo» situaba a Filadelfia en el «mapa de la excelencia». Brian entró en éxtasis, pero no así Denise. A su parecer, ese modo de expresarse haría pensar a quien leyese la reseña que El Generador era una porquería de sitio para gente de medio pelo. Contó cuatro párrafos sobre arquitectura y decoración, tres párrafos sobre la nada, dos sobre el servicio, uno sobre el vino, dos sobre los postres y sólo siete sobre su cocina.
—No comentan nada de mi chucrut —dijo, llena de rabia, con las lágrimas a punto de saltársele.
El teléfono de reservas sonaba día y noche, sin parar. Tenía que trabajar, trabajar y trabajar. Pero Robin la llamaba a media mañana o a media tarde, por la línea de dirección, con la voz pinzada de timidez, con las cadencias sincopadas de vergüenza:
—No, que decía, no sé qué te parece, si podemos vernos un minuto.
Y, en lugar de decir que no, Denise seguía diciendo que sí. Siguió delegando o posponiendo delicadas tareas de inventario, preasados problemáticos o indispensables llamadas a proveedores, para escaparse a ver a Robin en la franja de parque más cercana de Schuylkill. A veces no hacían más que sentarse en un banco, discretamente cogidas de la mano, y, aunque las conversaciones sobre temas no relacionados con el trabajo, en horas laborables, impacientaban tremendamente a Denise, hablaban del sentido de culpabilidad de la una, Robin, y de la carencia disociada de sentido de la culpabilidad de la otra, Denise, así como de qué podía significar que estuvieran haciendo lo que estaban haciendo, y de cómo había podido ocurrir. Pero las conversaciones no tardaron en ir menguando. La voz de Robin al teléfono había pasado a significar
lengua.
Apenas le escuchaba una o dos palabras, Denise desconectaba. La lengua y los labios de Robin seguían emitiendo las instrucciones requeridas por las exigencias de cada día, pero al oído de Denise ya estaban expresándose en el lenguaje de arriba y abajo y círculos y círculos que su cuerpo comprendía intuitivamente y de modo autonómico obedecía; a veces se derretía de tal modo ante el sonido de aquella voz, que se le ahuecaba el estómago y tenía que doblar el cuerpo hacia delante: durante la hora siguiente no había en el mundo más que lengua —ni inventarios, ni faisanes a la mantequilla ni suministradores sin pagar; salía de El Generador en un estado hipnótico, zumbándole los oídos, sin reflejos, con el volumen del mundanal ruido reducido a casi cero, y menos mal que los restantes conductores sí que cumplían las normas de tráfico elementales. Su coche era como una lengua que se deslizaba por calles de asfalto derritiéndose, sus pies como lenguas gemelas que lamían la acera, la puerta principal de Panamá Street era como una boca que la devoraba entera, la alfombra persa del recibidor, camino del dormitorio, era una lengua que le hacía señas, la cama, con su capa de colcha y almohadas, era una blanda lengua que solicitaba opresión. Y así.
Todo aquello era, sin duda, territorio por explorar. Denise nunca había deseado nada de semejante modo, y menos aún el sexo. El mero hecho de experimentar un orgasmo, mientras estuvo casada, había acabado convirtiéndosele en una especie de tarea culinaria, laboriosa, pero, a las veces, indispensable. Se pasaba catorce horas seguidas cocinando y luego, sistemáticamente, se quedaba dormida con la ropa de calle puesta. Lo último que le apetecía, a esas horas de la noche, era aplicar una receta muy complicada, y cada vez más premiosa, a la preparación de un plato que de todas formas no iba a disfrutar, por exceso de cansancio. Tiempo de preparación: un mínimo de quince minutos. Transcurridos los cuales, luego resultaba que el proceso casi nunca marchaba como es debido. La sartén demasiado caliente, el fuego demasiado alto, el fuego demasiado bajo, las cebollas rehusaban caramelizarse o se quemaban ipso facto, para luego pegarse. Había que poner la sartén aparte, para que se enfriara, había que emprender una dolorosa discusión con el ahora enfadado segundo
chef,
que se angustiaba, e inevitablemente la carne quedaba dura y correosa, la salsa perdía su complejidad en las sucesivas diluciones y desglaseados, y era puñeteramente tarde y le ardían a una los ojos, y, vale, sí, disponiendo del tiempo necesario y echándole las ganas pertinentes, siempre era posible conseguir que el jodido plato saliera bien, pero ahora se quedaba en una cosa que vacilaría una en servirles a los camareros. Había que echar el cierre («vale, ya me he corrido») y quedarse dormida con un dolor. Y, la verdad, tampoco era para
tanto
esfuerzo. Era, no obstante, un esfuerzo que hacía cada semana o cada quince días, porque su orgasmo resultaba de vital importancia para Emile, y Denise se sentía culpable. A él podía darle satisfacción igual que aclaraba un consomé: con la misma pericia y el mismo grado de acierto (y, transcurrido no mucho tiempo, también con la cabeza en otro sitio). Y ¡qué orgullo, qué placer tomaba Denise en el ejercicio de sus habilidades! Emile, no obstante, parecía pensar que sin unos cuantos estremecimientos y suspiros semivoluntarios por parte de ella, el matrimonio estaría en serios apuros; y aunque los acontecimientos posteriores habían de darle la razón a él, en un cien por cien, a Denise, en los años anteriores al día en que se le quedaron los ojos puestos en Becky Hemerling, le resultaba imposible no sentirse culpabilísima, no experimentar presión y resentimiento en el frente orgásmico.
Robin venía lista para consumir. No hace falta receta ni preparación para comerse un albaricoque. Aquí está el albaricoque y, bum, aquí está la gratificación. Denise había conocido barruntos de esta facilidad en su trato con Hemerling, pero hasta ahora, a sus treinta y dos años, no había entendido bien de qué iba la cosa. Una vez que lo entendió, empezaron los problemas. En agosto, las niñas se fueron a un campamento de verano y Brian se fue a Londres, y la jefa absoluta del más famoso restaurante de la región, entre los nuevos, salía de la cama para al cabo de un rato encontrarse tendida en una alfombra, se vestía para en seguida desnudarse, llegaba hasta el vestíbulo en su intento de huida, para acabar corriéndose contra la puerta principal; con las rodillas temblorosas y los ojos amusgados, regresaba arrastrándose hasta la cocina adonde había prometido regresar en cuarenta y cinco minutos. Y nada de ello era bueno. El restaurante padecía las consecuencias. Había atascos en la lista de espera, retrasos en el comedor. En dos ocasiones tuvo que retirar entrantes del menú, porque la cocina, sin su participación, se quedaba sin margen de tiempo para atender las comandas. Y, a pesar de ello, incurría en absentismo injustificado en mitad del segundo turno de noche. Pasando por el Refugio del Crack, el Camino de la Basura y el Callejón del Porro, llegaba al Proyecto Huerta, donde Robin tenía una manta. A estas alturas, la huerta, tras recibir los pertinentes abonos orgánicos y minerales, ya estaba plantada. Habían crecido los tomates en cilindros de malla metálica encajados en llantas viejas. Y los reflectores y las luces de posición de las aeronaves que aterrizaban, y las constelaciones atrofiadas por las nieblas tóxicas, y el crisol radioactivo del Veterans Stadium de béisbol, y la tormenta térmica sobre Tinicum, y la luna a que el sucísimo Camden había ido contagiando de hepatitis según ascendía, todas estas luces urbanas comprometidas hallaban reflejo en la piel de las berenjenas adolescentes, de los jóvenes pimientos y pepinos, en el maíz tierno, en los cantalupos púberes. Denise, desnuda en mitad de la ciudad, extendía la manta sobre la tierra aún fresca de relente, mezcla arenosa, recién removida. Ponía en ella la mejilla, le introducía los Robinos dedos.