Las cruzadas vistas por los árabes (15 page)

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Authors: Amin Maalouf

Tags: #Ensayo, Historia

BOOK: Las cruzadas vistas por los árabes
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Los frany habían levantado una torre móvil a la que habían fijado un ariete de gran eficacia. Los muros se tambalearon, una parte de las piedras saltó por los aires hecha añicos y los sitiados estuvieron al borde del desastre. Fue entonces cuando un marinero oriundo de Trípoli, que tenía conocimientos de metalurgia y experiencia en lo relativo a la guerra, comenzó a fabricar unos garfios de hierro destinados a engancharse al ariete por la cabeza y los costados por medio de cuerdas que sujetaban los defensores. Éstos tiraban con tal vigor que la torre de madera se desequilibraba. En varias ocasiones, tuvieron los frany que romper su propio ariete para evitar que la torre se viniera abajo.

Los asaltantes reiteran sus intentos y consiguen arrimar su torre móvil a la muralla y a las fortificaciones, que empiezan a golpear con un nuevo ariete de sesenta codos de largo cuya cabeza está hecha con una pieza de fundición que pesa más de veinte libras. Pero el marinero tripolitano no ceja.

Con ayuda de unas cuantas vigas hábilmente instaladas —prosigue el cronista de Damasco—, izó tinajas llenas de basuras e inmundicias que arrojaron sobre los frany. Asfixiados por los olores que los envolvían, éstos ya no lograban manejar el ariete. El marinero cogió entonces sacaderas y cuévanos que llenó de aceite, de asfalto, de leña, de resina y de corteza de juncos. Tras haberles prendido fuego, los lanzó sobre la torre franca. En la parte superior de ésta, comenzó un incendio y, cuando los frany estaban entregados a la tarea de apagarlo con vinagre y agua, el tripolitano se apresuró a arrojarles otras sacaderas llenas de aceite hirviendo para avivar las llamas. El fuego abrasó toda la parte alta de la torre y fue invadiendo poco a poco todos los pisos, propagándose por toda la madera de la obra.

Incapaces de apagar el incendio, los asaltantes acaban por evacuar la torre y huir, de lo cual se aprovechan los defensores para efectuar una salida y apoderarse de gran cantidad de armas abandonadas.

Al ver esto —concluye triunfalmente Ibn al-Qalanisi—, los frany se desanimaron y se batieron en retirada tras haber prendido fuego a los barracones que habían levantado en el campamento.

Estamos a 10 de abril de 1112. Después de ciento treinta y tres días de sitio, la población de Tiro acaba de infligir i los frany una estrepitosa derrota.

Tras los motines de Bagdad, la insurrección de Ascalón y la resistencia de Tiro, empieza a soplar un viento le rebelión. Hay un número creciente de árabes que odian por igual a los invasores y a la mayoría de los diñantes musulmanes a los que acusan de incuria e incluso de traición. En Alepo, sobre todo, esta actitud rápidamente supera el simple arrebato de cólera. Dirigidos por el califa Ibn al-Jashab, los ciudadanos deciden tomar las riendas de su propio destino. Ellos mismos elegirán a sus dirigentes y les impondrán la política que han de seguir.

Cierto es que vendrán muchas derrotas, muchas decepciones. La expansión de los frany no ha concluido y su arrogancia no tiene límites. Pero, en lo sucesivo, vamos a asistir a la lenta formación de un mar de fondo que ha nacido en las calles de Alepo y que, poco a poco, irá invadiendo el oriente árabe y llevará un día al poder a hombres justos, valerosos, sacrificados, capaces de reconquistar el territorio perdido.

Antes de llegar a esta etapa, Alepo va a atravesar el período más errático de su larga historia. A fines de noviembre de 1113, Ibn al-Jashab se entera de que Ridwan está gravemente enfermo en su palacio de la alcazaba; reúne a sus amigos y les pide que estén dispuestos a intervenir. El 10 de diciembre, muere el rey. En cuanto se sabe la noticia, se dispersan por los barrios de la ciudad grupos de milicianos armados que ocupan los principales edificios y detienen a numerosos partidarios de Ridwan, principalmente a los adeptos de la secta de los asesinos, a los que ejecutan inmediatamente de acuerdo con el enemigo franco.

El objetivo del cadí no es apropiarse del poder para sí, sino impresionar al nuevo rey, Alp Arslan, hijo de Ridwan, para que adopte una política diferente de la de su padre. Los primeros días, este joven de dieciséis años, tan tartamudo que lo llaman «el mudo», parece aprobar la militancia de Ibn al-Jashab. Manda detener, con alegría no disimulada, a todos los colaboradores de Ridwan y ordena que les corten la cabeza en el acto. El cadí se preocupa, y recomienda al joven monarca que no hunda a la ciudad en un baño de sangre, sino que se limite a castigar a los traidores para hacer un escarmiento. Alp Arslan no se aviene a razones. Ejecuta a dos de sus hermanos, a varios militares, a cierto número de servidores y, en general, a todos aquellos cuyo aspecto no es de su agrado. Poco a poco, los habitantes van descubriendo la horrible verdad: ¡el rey está loco! La mejor fuente de que disponemos para entender este período es la crónica de un escritor y diplomático de Alepo, Kamal al-Din, redactada un siglo después de estos acontecimientos basándose en los testimonios que habían dejado los contemporáneos.

Un día —cuenta—, Alp Arslan reunió a cierto número de emires y los llevó a visitar una especie de subterráneo excavado en la alcazaba. Cuando se hallaban dentro de él, les preguntó:

—¿Qué os parecería si os cortara el cuello a todos aquí mismo?

—Somos sumisos esclavos a las órdenes de vuestra majestad —contestaron los desdichados, fingiendo tomar la amenaza por una broma.

Y así fue como se libraron de la muerte.

No tarda en hacerse el vacío en torno al j oven demente. Sólo un hombre se atreve aún a acercarse a él y es su eunuco, Lulú, «Perlas». Pero también éste empieza a temer por su vida. En septiembre de 1114, aprovecha que su señor está durmiendo para matarlo e instalar en el trono a otro hijo de Ridwan, de seis años de edad.

Alepo va hundiéndose cada día más en la anarquía. Mientras en la alcazaba grupos incontrolados de esclavos y de soldados luchan entre sí, los ciudadanos armados patrullan por las calles de la ciudad para protegerse de los saqueadores. En este primer período, los frany de Antioquía no intentan aprovecharse del caos que paraliza a Alepo. Tancredo ha muerto un año antes que Ridwan y su sucesor, sire Roger, a quien Kamal al-Din llama, en su crónica, Siryal, aún no tiene suficiente seguridad en sí mismo para iniciar una acción de gran envergadura. Pero este respiro no dura mucho. A partir de 1116, Roger de Antioquía, haciéndose con el control de todos los caminos que llevan a Alepo, ocupa una tras otra las principales fortalezas que rodean la ciudad y, como no encuentra resistencia, llega incluso a cobrar una tasa por cada peregrino que va a La Meca.

En abril de 1117, muere asesinado el eunuco Lulú. Según Kamal al-Din,
los soldados de su escolta habían tramado un complot contra él. Mientras caminaba por el este de la ciudad, tensaron súbitamente los arcos gritando: «¡La liebre! ¡La liebre!» para hacerle creer que querían dar caza a ese animal. De hecho, fue al propio Lulú a quien acribillaron a flechazos
. Al desaparecer éste, el poder pasa a un nuevo esclavo que, incapaz de imponerse, le pide a Roger que acuda a ayudarlo. El caos se vuelve entonces indescriptible. Mientras que los frany se disponen a sitiar la ciudad, los militares siguen luchando por el control de la alcazaba. Por ello, Ibn al-Jashab decide actuar sin dilación, reúne a los principales notables de la ciudad y les propone un proyecto que va a tener graves consecuencias. En su calidad de ciudad fronteriza, Alepo —les explica— tiene la obligación de estar en vanguardia del yihad contra los frany y, por esa razón, debe entregar su gobierno a un emir poderoso, quizá al propio sultán, de forma tal que nunca más la gobierne un reyezuelo local que anteponga sus intereses personales a los del Islam. La propuesta del cadí se aprueba, aunque no sin reticencias, pues los habitantes de Alepo tienen gran apego a su singularidad. Se pasa, pues, revista a los principales candidatos posibles. ¿El sultán? Ya no quiere ni oír hablar de Siria. ¿Toghtekin? Es el único príncipe sirio de cierto peso, pero los de Alepo no aceptarían jamás a un damasceno. Entonces, Ibn al-Jashab pronuncia el nombre del emir turco Ilghazi, gobernador de Mardin, en Mesopotamia. Su conducta no siempre ha sido ejemplar. Dos años antes ha apoyado la alianza islámico-franca contra el sultán y es famoso por sus borracheras.
Cuando bebía vino
—nos dice Ibn al-Qalanisi—,
Ilghazi permanecía en un estado de embotamiento durante días, sin volver en sí ni siquiera para dar órdenes o instrucciones
. Pero habría que investigar mucho para dar con un militar sobrio. Y además —afirma Ibn al-Jashab—, Ilghazi es un valeroso combatiente, su familia ha gobernado durante mucho tiempo Jerusalén y su hermano Sokman ganó la batalla de Harrán contra los frany. Como la mayoría acepta al fin esta decisión, se le propone a Ilghazi que acuda y es el propio cadí quien le abre las puertas de Alepo en el verano de 1118. Lo primero que hace el emir es casarse con la hija del rey Ridwan, gesto que simboliza la unión entre la ciudad y su nuevo señor y afianza, a la vez, la legitimidad de este último. Ilghazi llama a sus tropas.

Veinte años después del comienzo de la invasión franca, la capital del norte de Siria tiene, por vez primera, un jefe ansioso por combatir. El resultado es fulminante. El sábado 28 de junio de 1119, el ejército del señor de Alepo se enfrenta con el de Antioquía en la llanura de Sarmada, a medio camino entre ambas ciudades. El jamsin, un viento seco y caliente cargado de arena, ciega a los combatientes. Kamal al-Din nos va a contar la escena:

Ilghazi hizo jurar a sus emires que lucharían valientemente, que resistirían, que no retrocederían y que darían su vida por el yihad. Luego los musulmanes se desplegaron en pequeñas oleadas y vinieron a apostarse, para pasar la noche, junto a las tropas de sire Roger. Al despuntar el alba, los frany vieron acercarse de repente los estandartes musulmanes que los rodeaban por todas partes. El cadí Ibn al-Jashab avanzó, montando en su yegua, lanza en mano, y animó a los nuestros a la batalla. Al verlo, uno de los soldados exclamó, en tono despectivo: «¿Acaso hemos venido desde nuestro país para que nos guíe un turbante?» Pero el cadí se acercó a las tropas, recorrió sus filas y les dirigió, para estimular su energía y alentar su moral, una arenga tan elocuente que los hombres lloraron de emoción y lo admiraron grandemente. Luego, cargaron por todos lados a un tiempo. Las flechas volaban como una nube de langostas.

El ejército de Antioquía queda diezmado. Al propio sire Roger lo encuentran tendido entre los cadáveres, con la cabeza abierta hasta la nariz.

El mensajero de la victoria llegó a Alepo cuando los musulmanes, todos en fila, estaban acabando la oración del mediodía en la mezquita mayor. Se oyó entonces un gran clamor por el oeste, pero ningún combatiente regresó a la ciudad antes de la oración de la tarde.

Durante días, Alepo celebra su victoria. La gente canta, bebe, mata corderos, se atropella para contemplar los estandartes de los cruzados, los yelmos y las cotas de mallas que han traído las tropas o para ver decapitar a un prisionero pobre —por los ricos se pide un rescate—. Escuchan en las plazas públicas poemas improvisados en honor de Ilghazi:
¡Después de Dios, es en ti en quien confiamos!
Los habitantes de Alepo han vivido durante años en el temor de Bohemundo, de Tancredo y, posteriormente, de Roger de Antioquía; muchos han acabado por esperar, como una fatalidad, el día en que, al igual que sus hermanos de Trípoli, se verían obligados a elegir entre la muerte y el exilio. Con la victoria de Sarmada, se sienten renacer. En todo el mundo árabe despierta entusiasmo la hazaña de Ilghazi.
Nunca se le había concedido al Islam triunfo semejante en los años pasados
—exclama Ibn al-Qalanisi.

Estas palabras tan exageradas revelan la gran desmoralización que reinaba en vísperas de la victoria de Ilghazi. La arrogancia de los frany ha alcanzado, en efecto, los límites de lo absurdo: a principios de marzo de 1118, el rey Balduino, con doscientos dieciséis soldados de a caballo y cuatrocientos de infantería, ni uno más ni uno menos, se ha lanzado a invadir… ¡Egipto! A la cabeza de sus escasas tropas, ha cruzado el Sinaí y ha ocupado sin resistencia la ciudad de Farama, llegando hasta las orillas del Nilo,
donde se baña
—especifica, burlón, Ibn al-Atir—. Habría llegado aún más lejos de no haber caído súbitamente enfermo. Lo repatrían tan aprisa como pueden hacia Palestina, pero muere por el camino, en el-Arish, al nordeste del Sinaí. A pesar de la muerte de Balduino, al-Afdal no se recuperará nunca de esta nueva humillación. Pierde rápidamente el control de la situación y muere asesinado tres años después en una calle de El Cairo. En cuanto al rey de los frany, lo sustituirá su primo, Balduino II de Edesa.

Al llegar poco después de esta espectacular incursión por el Sinaí, la victoria de Sarmada se presenta como una revancha y, para algunos optimistas, como el principio de la reconquista. Todo el mundo espera ver a Ilghazi marchar inmediatamente sobre Antioquía, que ya no tiene ni príncipe ni ejército. Por su parte, los frany se disponen a sostener un cerco. Lo primero que deciden es desarmar a los cristianos sirios, armenios y griegos que residen en la ciudad y prohibirles que salgan de sus casas, pues temen verlos aliarse con los de Alepo. En efecto, hay tensiones muy fuertes entre los occidentales y sus correligionarios orientales que los acusan de menospreciar sus ritos y de darles sólo empleos subalternos en su propia ciudad. Pero las precauciones de los frany resultan inútiles. Ilghazi no piensa en absoluto en aprovechar su ventaja. Tumbado y totalmente borracho ya no sale de la antigua residencia de Ridwan donde se pasa la vida celebrando su victoria. A fuerza de beber licores fermentados, no tarda en darle un violento ataque de fiebre. Tardará veinte días en curarse y entonces se entera de que el ejército de Jerusalén, al mando del nuevo rey, Balduino II, acaba de llegar de Antioquía.

Minado por el alcohol, Ilghazi morirá tres años después, incapaz de sacarle partido a su éxito. Los de Alepo van a estarle agradecidos por haber apartado de su ciudad el peligro franco, pero no van a lamentar su desaparición pues ya han puesto los ojos en su sucesor, un hombre excepcional cuyo nombre corre de boca en boca: Balak. Es el propio sobrino de Ilghazi, pero es hombre de muy distinto temple. En unos cuantos meses, va a convertirse en el héroe al que adora el mundo árabe, cuyas hazañas se celebrarán en las mezquitas y en las plazas públicas.

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