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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (43 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—Mañana. Si no nos matan, tendremos todo el día.

—Mejor vos que yo.

—Ahora que lo pienso, será mejor que guardéis las distancias. Observad cómo va la cosa. Si va mal, poned pies en polvorosa. De ese modo, tendréis una oportunidad.

—Eso es muy generoso por vuestra parte.

—Soy una persona muy generosa.

Ambos se rieron, pero Henri no dijo ni que sí ni que no.

A la mañana siguiente, después de que la mayoría de los purgatores hubieran tomado un desayuno a base de gachas mezcladas con frutos secos, perpetrado bajo las instrucciones de Cale como alternativa a los pies de muerto, que algunos purgatores seguían prefiriendo a aquello, los convocó a todos. Diez minutos antes, había observado cómo Henri el Impreciso salía del campamento a caballo, y había intercambiado con él una despedida. Justo cuando Cale se encaramó a lo alto de una peña para hablar desde ella a los purgatores, Henri el Impreciso regresó paseando al campamento, y desmontó. Cale lo recibió con otra inclinación de cabeza, y simplemente se quedó mirándolo durante unos momentos. Pero tenía ya otras cosas en la mente. Empezaba a lamentar no haberse fugado simplemente con Henri durante la noche. Por otro lado, las posibilidades que tenían ambos de poder pasar fronteras tan vigiladas no parecían más halagüeñas que quedarse. ¿Habría optado por la menos mala de entre dos malas posibilidades?

—¡Vosotros, mis señores redentores, me conocéis tan bien como os conozco yo a cada uno! En todas las ocasiones —mintió—, os he contado todo lo que era posible contaros llanamente.

Hubo un rumor general de conformidad. Pensaban que eso era cierto sin lugar a dudas.

—Pero hace dos días os mentí.

Otro murmullo.

«La cosa va bastante bien», pensó Henri el Impreciso desde la posición privilegiada en que estaba, tendido en la hierba detrás de él, fuera de la vista, y con el seguro de la ballesta quitado.

¡Sin embargo, fue una mentira pensada para salvaros la vida! —Agitó en el aire una hoja de papel no muy diferente a la que ha bía recibido de Bosco—. Esto es una carta de Bosco, más venenosa que un sapo. Bosco es un hombre al que confié más que mi vida, y por cuya palabra arriesgué vuestras vidas y perdí muchas de ellas, que nos eran tan queridas, vidas de hombres que habían sufrido a vuestro lado en la guerra y en la Casa del Propósito Especial. Esta carta intenta arrastrarnos a todos a una trama contra el Pontífice al que amamos, para matar a aquellos que están próximos a él y convertir la única Fe Verdadera en quién sabe qué ponzoñosas mentiras que se avergüenza de escribir alguien que no tiene apuro para relatar terribles traiciones.

La carta no era la auténtica que había recibido de Bosco, sino otra falsa que Cale había emborronado con ayuda de Henri el Impreciso. La verdad de la traición de Bosco podría haber resultado igual de corrosiva para su reputación entre los purgatores, pero la carta auténtica implicaba demasiado a Cale.

Los purgatores estaban ahora en silencio. Muchos se habían quedado pálidos. Cale detalló los nombres de los que acababan de morir en Chartres. Todos ellos habían muerto de verdad, la verdad sea dicha. Cale miraba a los purgatores a la cara mientras éstos, como un solo hombre, seguían sin mover una ceja, dudando si creer lo increíble.

—Os he traído aquí, tras una cabalgata de dos días, para que podáis elegir por vosotros mismos, y no tengáis que secundar forzosamente mi decisión. Cada uno de vosotros debe elegir: o volver, o seguir conmigo. Prometo ahora que a aquel que no tenga estómago para esta escapada, le dejaré marcharse. Firmaré de mi puño y letra su licencia y un salvoconducto. Ese hombre recibirá en su bolsillo diez dólares en esta espantosa división de nuestra fe. No deseo morir al lado de ese hombre que no desea morir con nosotros. Leed esta carta —dijo agitándola delante de ellos—: veremos si no convierte vuestra sangre en piedra y os hace tomar una decisión. Yo os salvé la vida una vez, y cada uno de vosotros me ha devuelto ese favor multiplicado por doce. El hombre que venga conmigo será mi hermano, pero el que se vaya seguirá siendo mi amigo para siempre. Me haré a un lado y os dejaré que la leáis, pero hacedlo rápido, pues nuestra huida ha sido descubierta, y los perros nos siguen. —Diciendo esto, se bajó de la peña de un salto y se acercó a Henri el Impreciso para sentarse con él.

—¿Qué haréis —preguntó Henri el Impreciso—, si alguno de ellos decide irse?

—¿Por qué no todos?

—¿Y abrirse camino a través de los rencorosos sacerdotes, de los perros, todo por una posibilidad de llamar a la puerta del matadero de Chartres?

—Ellos tienen la carta.

—Y es casi auténtica.

Observaron a los purgatores hablar y leer, hablar y leer.

—Buen discurso —dijo Henri el Impreciso.

—Gracias.

—No era vuestro.

—No: lo leí en un libro de la biblioteca de Bosco.

—¿Recordáis el nombre?

—Del que lo escribió, no... Recuerdo el libro —se detuvo—. Lo tengo en la punta de la lengua.

—Eso no es ser muy agradecido...


Muerte al francés
—dijo Cale con satisfación—. Así se llamaba.

Al final resultó que Henri el Impreciso estaba equivocado. Sólo unos veinte purgatores, ante la hostilidad de los que se quedaban, decidieron volverse. Cale abortó una riña que podría haber tenido feas consecuencias, y mantuvo su promesa de dejarlos en libertad y entregarles cierta cantidad de dinero. La reputación de hombre íntegro que tenía entre los purgatores era importante para Cale. Además, si veían que en aquel asunto se comportaba de modo honorable, eso le aseguraría que todos los que fueran con él lo harían de buen grado. Y, por supuesto, viéndole dar pruebas de esa honorabilidad, otros tres purgatores más optaron por marcharse. Cinco minutos después, Cale, al que todavía le quedaban algo más de ciento sesenta hombres, tras asegurarse de que Henri el Impreciso dejaba caer ante uno de los cabecillas del grupo que se volvía la dirección que iban a tomar, se ponía en camino.

—Estoy sorprendido —dijo Hooke, saliendo a caballo entre Cale y Henri el Impreciso— de que hasta un purgator pueda ser engañado con un recurso tan evidente.

—Tened la boca cerrada —le dijo Henri el Impreciso.

—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Hooke.

—¿Qué pasa con vos? —replicó Henri.

—Podéis quedaros los diez dólares, pero quiero un salvoconducto y una declaración de libertad, igual que les habéis ofrecido a los otros.

—¿Vos? —preguntó Cale—. Vos sois propiedad mía desde los pelos de la coronilla a la mugre de las uñas de los pies. No os vais a ningún lado.

—Pero si soy tan inútil como decís, me pregunto si no sería buena idea verme desaparecer.

—De eso estoy seguro —dijo Cale con una suave sonrisa que resultaba amenazadora—. Pero podríais aprender a ver el mundo más como lo hago yo.

—¿Qué queréis decir?

—Quiero decir que la próxima vez que emplee uno de vuestros artilugios, os pondré dos pasos delante de mí cuando todo empiece.

Después de dos días más dirigiéndose en la dirección que él había pedido que dejara caer en los oídos de los purgatores que se habían vuelto, Cale comprendió que aquellos que le seguían estarían cada vez más extrañados de estar persiguiendo a los lacónicos, pero sin llegar nunca a alcanzarlos y presentarles batalla.

—Vamos a abandonar esta persecución. Con nuestra banda de hermanos recortada en más de veinte hombres, nos sobrepasan ya por dos a uno. La frontera antagonista se encuentra cerca, y al otro lado los refuerzos lacónicos podrían encontrarse en cualquier rincón, esperándonos. Será mejor que pongamos rumbo al Leeds Español.

—Son aliados de los antagonistas —intervino un purgator.

—Sólo cuando hace buen tiempo. Los suizos son neutrales por naturaleza, y aunque a veces ofrezcan ayuda a un lado, nunca la dan. Aun así, tendréis que quitaros la túnica antes de que crucemos. No será una hazaña fácil de ningún modo, pero resultará imposible si vais vestidos de esa manera.

—Es mucho lo que pedís, capitán, que reneguemos de nuestra fe.

—Tener el pico cerrado no es renegar de nada. No es más que sentido común.

—Creí que éramos hermanos, capitán.

—Y lo somos. Lo que pasa es que yo soy el hermano mayor. Si lo preferís, coged vuestro dinero y vuestro salvoconducto, y marchaos. Mi oferta sigue en vigor.

—Quiero quedarme, capitán.

—No.

—Quiero quedarme. Lo siento si hablo demasiado.

—Yo no quiero que os quedéis. Marchaos.

El resto de los purgatores, como pudo comprobar Cale, estaban sorprendidos ante la insolencia mostrada ante Cale y encantados con su arbitraria muestra de poder. No estaban habituados a la primera, y les resultó reconfortante la segunda.

Al comprender que el ánimo de todos sus compañeros se había vuelto contra él, el hombre se apresuró a partir.

—¿No debería seguirlo? —preguntó Henri.

—¿Seguirlo? —repuso Cale, haciendo como que no comprendía.

—Ya sabéis lo que quiero decir.

Cale negó con la cabeza.

—Os estáis volviendo muy sanguinario con los años.

—No es más que un redentor. ¿Recordáis la lealtad que un porquero les debe a sus cerdos?

Cale sonrió.

—Habéis estado hablando con Hooke. Además de inútil, ese hombre es una mala influencia. En cuanto al purgator, dejadlo en paz. Está demasiado lejos de Chartres para que pueda hacernos ningún daño aunque llegue hasta allí, cosa que dudo. Ahora quiero que elijáis a cinco hombres y dejéis que Fanshawe os vea bien. —Trazó algunas rayas en la tierra—. Después daos la vuelta: estaremos aquí esperándoos.

23

T
al vez hayáis oído hablar de ese demonio al que llaman Viejo Merk, un nombre que proviene de Nicholas Merk, el más infame de esos infames mercenarios de la diplomacia: los Talleyrand. Pese a todos los consejos de lamentable cinismo que ofreció, hay que admitir que algo le debemos a Merk: que nos indica no cómo deberían ser los hombres, sino cómo son.

«Un gobernante decidido a emprender una aventura fuera de las fronteras debería siempre tomar el camino de la conquista mediante el saqueo antes que la conquista por la posesión. Está muy bien que un gran hombre mire los mapas que tiene en la pared y calcule cuántas horas brilla el sol en sus territorios, pero el problema con los pueblos conquistados es que si uno no les roba sus posesiones para después irse, entonces tendrá que dirigirles el país, repararles los canales para que no se mueran de sed, taparles los baches de los caminos, y colmarles los graneros para que no perezcan de hambre. Tendrá que mediar en sus riñas, que normalmente serán muchas y letales, y pagar a sus soldados, o a los de ellos, cada vez que se rompan los acuerdos tan pacientemente negociados, que siempre se rompen.

»Pensad que una tierra conquistada es corno una gran casa que uno recibe en herencia: al principio es una maravilla contemplarla, y vuestra buena suerte merecerá bendiciones, pero con el tiempo no os dará más que problemas y agotará vuestro tiempo, vuestra paciencia, vuestra sangre y vuestro dinero. ¡Así que es preferible robar!».

Una de esas riñas interminables que predice Merk fue la que llevó a quinientos malhumorados redentores a penetrar en las es tribaciones de los Quantocks para habérselas con un incremento en el número de asaltos de bandidos de las montañas contra las comunidades locales de los musulpanes. Hacía frío, llovía y había poco que comer debido a todo lo que les habían robado a los musulpanes. Los redentores no alcanzaban a comprender por qué tenían que pasar ellos aquellas privaciones, por no hablar de arriesgar la vida acudiendo en socorro de personas que estaban incluso por debajo de los herejes. Adoraban dioses falsos, cosa mucho peor que lo que hacían los antagonistas, que adoraban al Dios verdadero aunque fuera de modo equivocado. No era costumbre del nuevo Padre Redentor Gobernador de Menfis explicar a sus hombres el motivo de sus acciones, y no lo hizo, pero las razones eran bastante sencillas en realidad: Menfis necesitaba comer, y los musulpanes suministraban a la ciudad una parte importante de esa comida. Las acciones de aquellos montañeros sinvergüenzas constituían un serio incordio y una declaración de que las leyes redentoras podían desacatarse, y además de manera ostentosa. La expedición no pretendía restaurar el orden, sino demostrar a todo el mundo lo que podían esperar los que desafiaban en cualquier sentido la autoridad de los redentores. Los redentores no llegaban como policías, sino como verdugos.

Si bien la idea de no tener nada que hacer les resultaba ciertamente agradable a los cleptos, sentían una profunda aversión a ser obligados a no hacer nada, y encima a tener que cumplir con esa obligación en el lugar prescrito. Por ese motivo las guardias eran vistas con especial inquina, y aunque todo el mundo de menos de cuarenta años se suponía que tenía que hacer turnos, ésa era una costumbre, como solía decir Mary, la condesa de Pembroke, «más honrada en la infracción que en la observancia». Los que contaban con medios, pagaban a otros para que ocuparan su puesto, y de ese modo las guardias terminaban generalmente haciéndolas aquellos que eran demasiado perezosos, inútiles o estúpidos para ganarse la vida de cualquier otro modo. En aquellos días, con tantas ganancias logradas mediante la astucia y la osadía, debido al aumento de asaltos en territorio musulpán, había más dinero que antes en circulación, dinero con el que más gente podía pagar a los menos competentes de sus conciudadanos para que se colocaran en una ladera durante los extremados fríos del invierno, donde ni sucedía nada, ni era probable que llegara a suceder.

Existen estrictas normas sobre el encendido de fogatas por parte de los guardias: sólo puede hacerlo de noche, la fogata ha de ser pequeña, debe hacerse en agujeros metidos entre piedras, para que no pueda verse la luz, y con la leña más seca. No era fácil, bajo el frío y la lluvia, plegarse a esas normas sensatas pero incómodas. Además, parecía muy improbable que los musulpanes fueran a atacarlos en invierno y de noche. Andar dando tumbos por la pendiente en la oscuridad, con helada o con lluvia, o tal vez con ambas, era una manera tan fácil de morir como cualquier otra. Era lo más fácil del mundo dejarse caer en la tentación cuando estaba uno allí, soportando fríos y humedades, con la posibilidad de correr un pequeño riesgo que tal vez no fuera ningún riesgo en absoluto, y encender un pequeño fuego utilizando para ello madera húmeda, pues mantener algo seco en aquellas condiciones era poco menos que imposible.

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