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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (44 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Y éstas fueron las consecuencias de la llegada de Kleist: su talento ofreció a los cleptos la oportunidad de acometer más asaltos, y eso trajo más riqueza y más pagos para que unos hicieran las guardias por otros, en tanto que, siendo cada vez más acuciante la necesidad de estar vigilante, en realidad las guardias eran cada vez menos serias. Y si no hubiera sido por el heroísmo nada deliberado de Cale al salvar a Riba, y por todos los desastres que se habían ido derivando de aquel rescate, habrían sido enteramente razonables los cálculos de los guardias al poner en un lado de la balanza el riesgo de pillar una neumonía y en el otro el de que llegara en medio de la noche un musulpán a rebanarles la garganta. Pero no habían pensado en los redentores. ¿Y por qué iban a pensar en ellos? Y sin embargo, fueron redentores los que llegaron arrastrándose sobre la helada superficie de los montes Cómo y Usborne para matar a los vigilantes cleptos a la luz de sus fogatas disculpablemente creciditas.

Pero la suerte se agota incluso para los malvados, y después que fuera degollado el tercer grupo de guardias cleptos, los descu brió un vigilante insomne que pese a haber encendido un fuego considerable seguía teniendo demasiado frío para dormirse. El vigilante murió en la lucha que siguió, pero en medio de la confusión uno de los cleptos consiguió huir y llegar hasta el pueblo, avisando a los otros guardias por el camino. Con la cautela necesaria para conservar la vida, no tardaron en llegar otros con información más detallada.

Cuando la noticia llegó a oídos de Kleist, no le costó mucho tiempo comprender con quiénes se las veían.

—Tal vez —decía Suveri— sean Materazzi. Vinieron hace veinte años e incendiaron media docena de aldeas.

—Ya no hay Materazzi.

—Oficialmente tal vez no. Pero seguro que hay un buen número de hombres adiestrados que necesiten ganarse algo.

—Éstos no son mercenarios Materazzi ni nada que se le parezca —dijo Kleist.

Se explicó, y durante un rato todos guardaron silencio.

—Cuando los Materazzi vinieron, simplemente liamos el petate y nos escondimos en las montañas. Aguardamos que todo pasara. Los Materazzi incendiaron los pueblos, una pena, pero no podían quedarse aquí para siempre, y terminaron yéndose.

Ante aquellas palabras hubo considerables protestas: con su reciente incremento de riquezas, no sólo los más ricos habían empezado a construir nuevas casas, más adecuadas a su nueva circunstancia. Muchas estaban a medio acabar, y sus dueños no deseaban abandonarlas para que las destruyeran. La discusión se prolongó durante un buen rato.

—¡Por Dios! —dijo Kleist cuando ya no lo pudo soportar más—. Los redentores no han venido aquí para dejarnos las cosas claras. Desde luego, no a vosotros, porque no quedará uno de vosotros con vida para aprender la lección que ellos imparten. No van a quemar unas pocas casas para enseñaros a no ser tan avariciosos, sino que os borrarán de la faz de la tierra. Matarán a los viejos, a los jóvenes, a las chicas, a los niños. No dejarán nada con vida. Y lo harán todo delante de vuestros ojos, así que eso será lo último que veréis antes de que os aniquilen a vosotros mismos con sierras y azadas, con el hacha y la cuerda. Entonces os pasarán por el horno, y más tarde echarán las cenizas a los ríos y arroyos para que se vuelvan negros. El único recuerdo que quedará de vosotros serán vuestras cenizas. Todo lo que quedará será un sinónimo de ruina.

Se produjo, como tal vez hayáis adivinado, un silencio espantoso roto por Dick Tarleton, bien conocido por su oposición a tomarse en serio nada ni a nadie.

—Qué miedo —comentó.

—Quedaos aquí un par de días, imbécil, y veréis cómo se os congela la sonrisa.

—¿Estáis sugiriendo que luchemos?

—Os derrotarían.

—¿Entonces qué?

—Es mejor huir.

—¿Adónde?

—¿Cuál es la frontera más cercana?

—La de la Alta Silesia.

—Entonces vamos a la Alta Silesia.

—Cientos de personas ancianas y niños cruzando las montañas en invierno: eso es imposible.

—Pues será mejor que encontréis la manera de hacerlo posible, porque si os quedáis, dentro de una semana no quedará más que un tipo de cleptos: los muertos.

Naturalmente, lo que decía Kleist era impensable y estaba lleno de terribles posibilidades. Estuvieron discutiendo cuatro horas mientras Kleist ofrecía un relato tras otro de las crueldades de los redentores.

—Estáis exagerando para saliros con la vuestra.

Agotado, temeroso y frustrado, Kleist perdió los nervios y le arreó al escéptico tal puñetazo que lo derribó al suelo. Tuvieron que llevárselo a rastras, aunque no antes de que lograra lanzarle una patada a las costillas tan contundente que le rompió dos. Aquel arranque pareció que contribuía a convencer a los espantados espectadores de que Kleist era, aun cuando estuviera equivocado, completamente sincero. Cuando se calmó pudo ver que los ánimos habían cambiado.

Era el momento de fanfarronear un poco. El problema con los cleptos, sin embargo, era que no sólo toleraban la exageración concerniente a los antiguos logros de uno, sino que esa exageración era francamente admirada. Y crearse una reputación de lo que fuera sin habérsela ganado se veía como algo más meritorio que si se hubiera ganado realmente. Aquél no era lugar para la modestia ni la falta de seguridad en uno mismo.

—Vosotros me conocéis —empezó a decir Kleist—. Las nuevas casas, que tan deseosos estáis de proteger con vuestra vida, se están construyendo gracias a mí. Mi habilidad os ha hecho ricos, así de simple. No hay ni uno entre vosotros que me pueda vencer en buena lid. Y en mala lid tampoco. Si no quisiera mataros a ochocientos metros de distancia, podría hacerlo cara a cara. Y no quedaría gran cosa de ninguno de vosotros después de que os arrancara la nariz de un mordisco y os sacara un ojo con el pulgar. —Habría disfrutado aquellas fanfarrias si no hubiera estado en juego la vida de su mujer y de su hijo aún no nacido—. ¿Y dónde pensáis que adquirí estas habilidades? ¿Me las encontré debajo de una piedra? No: las aprendí de esos hombres que están a menos de un día de hacer con cada uno de vosotros una demostración de lo que puede lograr la crueldad. Tened presente que yo no era más que un aprendiz, un novicio en las artes de matar y en la crueldad, comparado con los redentores que se aproximan hacia aquí. Ésos no tienen más piedad que una rueda de molino. El hierro es paja para ellos, las flechas son pelusilla. Tenéis que llevaros ahora mismo a las mujeres y los niños, y el grueso de los hombres tiene que venir conmigo. Trataremos de mantenerlos lo más alejados posible de la caravana. Ésta es mi última palabra. Si no estáis de acuerdo, me iré y me llevaré conmigo a mi esposa y a mi hijo.

—Vuestra esposa, Kleist, está a punto de dar a luz.

—Sé muy bien lo que digo: ella tendrá más posibilidades de dar a luz en una cuneta del camino que quedándose aquí.

Eso no era suficiente para los cleptos allí reunidos, y tuvieron que preguntarle a Daisy para que confirmara lo que había dicho su esposo. Aunque era muy joven, a Daisy se la miraba con cierto respeto. Soltar bravatas era una cosa (y muy admirable, por cierto), pero llevarse a una esposa que estaba casi de nueve meses a recorrer el campo en invierno era algo atroz. Algo terriblemente convincente, en caso de ser cierto.

Daisy se levantó y, con su enorme barriga, caminó como un pato hacia la casa de reunión, con dolores en la espalda y en el trasero. No estaba de humor para ejercer sus dotes de persuasión, y les resumió la cosa yendo directa al grano:

—Creí que admirábamos a aquel que sabía cuándo y cómo tener miedo. Siempre hemos tenido cerebro, y nos creíamos mejores que nadie porque nos encantaba la utilidad de una cobardía sensata. Sé que mi marido os parece demasiado valiente, y aún más por eso deberíais confiar en él cuando veis que prefiere llevarme ahora, así como estoy, antes que enfrentarse a los redentores. Mostrad un poco de juicio: elegid la vida en vez de la muerte.

Y tras decir esto, salió y se volvió a su casa, para acostarse muerta de miedo.

Hubo otra hora de discusiones, y algunos, por supuesto, se negaron a correr el riesgo de huir por las montañas, que era un riesgo espantoso, tan sólo por lo que dijera un muchacho, por muy útil que ese muchacho hubiera resultado hasta el momento. Pero es justo decir de los cleptos que una vez que habían decidido huir, no lo hacían por mitades, y huir era algo que se les daba pero que muy bien. Ansioso como estaba por emprender la marcha, Kleist comprendió que nadie empezaría a salir hasta el día siguiente, cuando los redentores podrían muy bien hallarse a no más de doce horas de camino. Había que desplegarse, y rápido, si querían tener alguna oportunidad de que la comitiva atravesara las montañas y llegara hasta la frontera.

—Llevaré a Megan Macksey conmigo como comadrona —dijo Daisy, intentando transmitir la tranquilidad que ella misma no sentía.

—Pero ¿cómo se las apañará en semejante aprieto?

—Supongo que ya lo averiguaremos.

Kleist sonrió.

—De repente os habéis vuelto muy valiente.

—De eso nada. Nunca me he sentido más cobarde que ahora. Y quiero que vos también lo seáis.

—Confiad en mí.

—No confío en vos. Vos me amáis, y ese tipo de sentimiento vuelve a la gente estúpida.

—¿Queréis que os ame menos?

—Quiero que me améis lo justo para seguir con vida.

—Uno tiene que aceptar riesgos si quiere seguir con vida. El problema de los cleptos es que no les importa matar, pero no quieren morir en el proceso.

—Más motivo aún para no sacrificaros por ellos.

—Tengo la misma intención de morir por los cleptos que ellos tienen de morir por mí. Yo no hago esto por nadie más que por vos y esa criatura.

—Eso me parece muy bien. Que no se os olvide.

—No se me olvidará. Sois una muchacha rara, ¿verdad?

—¿Qué sabéis vos de muchachas?

Ninguno de los dos durmió mucho aquella noche, y cuando a la mañana siguiente llegaron al punto de salida, lo hicieron mudos y sobrecogidos.

Kleist se sentía como un niño abandonado por sus padres y como un padre abandonando a sus hijos, todo al mismo tiempo. En su vida había conocido muchas tristezas, pero ninguna tan honda y amarga como aquélla. Sin embargo, al llegar aquellas horribles emociones quedaron ahogadas por la ira. Estaba claro que los cleptos habían decidido que, dado que iban a perder lo que dejaran, no dejarían nada. Kleist no habría creído nunca que tan poca gente pudiera poseer tantas cosas, y ser capaz de cargarlas en la más larga sucesión de caballos, asnos y mulos del mundo. Tal como se sentía, aquello le pareció la gota que colmaba el vaso. Imbuido de una tremenda ira empezó a cortar cuerdas, cinturones, a derecha, a izquierda y al centro, gritando a las mujeres y amenazando a los hombres hasta que en menos de una hora una enorme cantidad de saternes, cazuelas y espantosas chucherías robadas, sedas, cajas, alfombras y rollos de tela producto de cincuenta años de saqueo yacían en un montón. Cogió a los cinco hombres que iban a dar órdenes a los cientos de hombres elegidos para proteger la comitiva, y les juró que les arrancaría las tripas con sus propias manos si no vaciaban cada equipaje del mismo modo. Aquello retrasó aún más la partida, y no había tiempo ni de despedirse de Daisy. Le dio un beso, la ayudó a subirse con gran dificultad al pequeño pero fuerte caballo de montaña, y le retuvo la mano como si no pudiera soportar la idea de soltarla.

—Tened cuidado —le dijo al fin.

Pero a ella no le salían las palabras de la boca, mientras él se soltaba y después volvía a agarrarle la mano. Y de pronto Daisy recuperó la voz. Le salió desgarrada, en medio de un sollozo de espanto:

—Esa mano no la volveré a estrechar.

—Lo haréis. Sé cómo conservar la vida, creedme.

Y entonces Daisy se puso en marcha, volviendo la vista todo el tiempo hacia él, aunque le dolían el cuello y la espalda como si los tuviera entablillados. No apartó los ojos de él ni un instante hasta salir del pueblo y perderse de vista.

El padre de Daisy se acercó a él.

—Esperemos que tengáis razón.

Lo dijo casi en voz alta, pero lo que realmente esperaba era que no la tuviera.

El redentor Rhodri Galgan estaba a diez puestos del frente de las dos filas en las que más de quinientos redentores cruzaban el paso de Simmon's Yat. Se trataba de una subida muy empinada, y llevaba consigo un lastre de casi la mitad de su peso. Para mantener la mente alejada de los esfuerzos que hacía, iba rezando a san Antonio:

«Amadísimo santo —susurraba para el cuello de la camisa—, ante quien el pez se elevó de las aguas a escuchar tu plegaria, ante quien el mulo se arrodilló al pasar a su lado con un relicario de la Verísima Horca, y quien devolvió la pierna al joven que se la había cortado en penitencia por haberle dado una patada a su madre, ten piedad de este pobre pecador: perdóname mi audacia, mi lujuria y mi codicia, mi orgullo y mi glotonería, mi ira y mi fultonería, mi envidia y mi pereza, perdóname por todo ello».

Al levantar un instante la vista de sus plegarias, vio un pequeño objeto negro en el cielo, a unos cincuenta metros de distancia de él. Acababa de sentir en la nuca el primer cosquilleo de temor cuando el objeto, más rápido que una piedra al caer, le impactó en el pecho. A su alrededor, caía otra docena de objetos semejantes, pero el horrible dolor y quemazón en los oídos lo distrajo en los últimos segundos que le quedaban de vida.

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