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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (50 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Le costó a Gil, que no era malo calculando, varios minutos averiguar que durante el primer año las parejas casadas podrían hacerlo sólo cinco días al año.

—¿Pensáis que es demasiado? —preguntó Bosco con preocupación—. Para el tercer año todo eso será cosa pasada.

—Es más que suficiente —dijo Gil—. Pero ¿de dónde vendrán nuestros soldados?

—Tenemos ya bastantes para barrer el mundo con una escoba. Vos y yo debemos estar aquí para ver desaparecer a los redentores, y que Dios pueda volver a empezar con otra criatura que sea más merecedora de sus dones.

La otra cuestión, la cuestión Cale, se había abordado mediante la invocación de una gran profecía secreta concerniente a su regreso. Una profecía que se guardaba actualmente en los sótanos de la Ciudad Santa de Chartres. Se la había entregado a un grupo de monjas con las que había hablado cuando visitaron los Altos del Golán, tras lo cual él desapareció misteriosamente de entre ellas, aunque ninguna lo había visto desaparecer. De este modo se extendió la útil creencia de que Cale volvería para cumplir con sus deberes escatológicos, pero sólo después de que los redentores encararan grandes peligros en su propósito de erradicar de la faz de la tierra al malvado hombre y su espantosa naturaleza.

—¿Y si se enteran de la verdad?

—No sabemos cuál es la verdad.

—La verdad es que ese cerdo desagradecido nos ha traicionado.

—Seguís hablando de él como si fuera una persona. Y no lo es. Cuando él lo comprenda y cuando lo comprendan otros, Cale volverá, porque si no participa en la catástrofe, entonces él no tiene razón de ser. En el momento debido, un tironcito del hilo hará su función.

Gil se había preguntado si la desaparición de Cale haría daño a la causa. ¿De qué podía servir un salvador ausente? Pero en unos días comprendió que lo que era la traición de Cale a otros fieles, su ausencia, hacía aún más convincente su salvación de Chartres. Dios había mostrado su mano cuando había sido necesaria, para después retirarla con la clara exigencia de que fueran los propios redentores los que actuaran. Si no, ¿para qué servían? Si no era para cumplir Su voluntad, ¿de qué servían Sus sacerdotes? Al margen de cuánta destrucción, incluyendo la propia, pudieran ejercer en el mundo, Dios no precisaba de ellos para suministrarla. Al enviar a Cale para que interviniera tan milagrosamente, había dejado esto sumamente claro. Y al retirarlo, Dios les mostraba que no los había abandonado, y que si cumplían Su voluntad, destruyendo a todos los apóstatas e infieles, no los olvidaría cuando les llegara el momento de destruirse a sí mismos. Su propia aniquilación sería una puerta segura al otro mundo.

Fue meditando en su error como Gil, que seguía siendo un fervoroso creyente en el fin de la humanidad, empezó a comprender que, independientemente de lo que Bosco pudiera pensar, Cale ya no tenía razón de ser. Un Cale ausente de modo permanente no haría ningún daño. Todo lo contrario. Un Cale vivo, por otro lado, podría llegar a ser una seria amenaza, y probablemente lo sería. Había que tomar cartas en el asunto.

Para llevar al clímax su gran discurso, Bosco advirtió contra un peligroso nuevo tipo de mujer que sabía que estaba surgiendo. No se trataba de las pícaras bellezas de los Materazzi, de cuello estirado, andares leves y afectados, y amplia melena que el Señor contaminaría de sarna en el momento que decidiera hacerlo; ni de las libertinas del Leeds Español, que taconeaban anunciando la disponibilidad de su vientre. No: había una nueva amenaza que provenía de las mujeres que querían ser iguales espiritualmente que los hombres, haciendo gala de su severidad, persiguiendo a cualquiera que no fuera lo suficientemente pío, y hasta quemando a otras mujeres como advertencia, para mostrar que podían ser tan duras como el hombre en el camino de la ortodoxia y de la rectitud.

La congregación asentía, pero sin comprender que la ira de Bosco apuntaba directamente a su predecesor, y al temor de que pudiera haber otras como ella. Tal vez muchas más. Tal vez estuvieran por todas partes... Se contaban rumores de que, agazapadas como babosas en invierno, se dejaban ver en los corrillos y en las charlas de borracho que mantenían los amigos a las tantas de la noche... Pero nada que se pareciera a la realidad de que una mujer, ni mejor ni peor que sus masculinos predecesores, hubiera gobernado a los redentores durante veinte años.

—Pensad en las cuatro postrimerías de vuelta a vuestras diócesis —concluyó Bosco—. Y preparaos para la situación extrema que se nos avecina.

Tras abandonar la celebración que siguió al discurso inaugural de Bosco, Gil regresó a sus enormes aposentos, donde su nuevo secretario, Monseñor Chadwick, que no había sido invitado, ansiaba profundamente que Gil se encontrara de humor para chismorrear un poco sobre quiénes habían estado presentes, y lo que había ocurrido, y cómo era el nuevo Santo Padre. Iba a recibir una desilusión.

—Encontradme dos trévores —le dijo Gil de mal humor.

En el rostro de Chadwick, la esperanza fue reemplazada al instante por la consternación.

—¡Ah! —exclamó Chadwick tras un largo silencio—. ¿Tenéis alguna idea tal vez de dónde podría encontrarlos?

—No —respondió Gil—. Y ahora poneos a ello. —Mientras Chadwick cerraba la puerta lo más compungidamente que se pueda cerrar una puerta, Gil sabía muy bien lo poco razonable que estaba siendo. No eran precisamente fácil, y tal vez ni siquiera posible, encontrar dos trévores, fuera uno quien fuera.

—¿Necesitáis más luz? —preguntó Cale.

—Veo bastante bien —respondió la costurera del mercado de verduras—. Lo que me pregunto es: ¿qué es lo que estoy mirando?


La anciana que atrapó una mosca...
—canturreaba Henri el Impreciso.

—¿Qué dice...?

—Canta una canción... Está mal de la chola. No os preocupéis. Quiero que le cosáis la cara. Él no va a sentir nada. O por lo menos no sentirá mucho.

—Estáis loco. Yo sólo coso prendas de ropa. Estáis loco de atar. Yo no sé nada de cosas así.

—Pero yo sí. He cosido a gente cien veces.

—Entonces hacedlo vos. Yo tendría problemas.

—No tendréis ningún problema. Soy una persona muy importante.

—Pues no tenéis aspecto de ser nadie importante.

—¿Cómo vais a saberlo vos? Vos no hacéis más que coser prendas para ganaros la vida.

—¿Pretendéis que haga algo como esto, y encima me menospreciáis? Me voy. —Hizo ademán de dirigirse a la puerta.

—¡Cincuenta dólares! —Ella se detuvo y lo miró—. Es amigo mío. Tenéis que ayudarle.

—Dejadme verlo..., el dinero.

Gracias a la generosidad de Kitty la Liebre, al día siguiente de su encuentro había recibido una cartera con trescientos dólares. Pudo contarlo allí mismo sobre la mesa.

La muchacha meditó un instante:

—Cien dólares.

—No es tan amigo mío.

Acordaron sesenta y cinco.

Cuando ella se volvió para examinar el estropicio de cara que tenía Henri el Impreciso, éste empezó a cantar una canción sobre cabras.

—No sentirá nada mientras trabajáis, y yo os explicaré todo lo que tenéis que ir haciendo. Yo sé todo lo que hay que hacer, pero harán falta unas manos sumamente delicadas para que su cara no se eche a perder. Imaginaos que le estáis cosiendo un cuello a una chaqueta. Vos simplemente haced el trabajo lo más perfecto que podáis. —Pensó que sería buena cosa halagarla—: Sin vos su cara parecerá el culo de un caballo. Vi lo bien que se os daba. Sois muy buena en vuestro oficio, eso lo ve cualquiera con un poco de cerebro. Olvidaos de que es la cara de una persona y pensad en él corno si fuera un traje o algo así.

Ablandada por los cumplidos y comprensiblemente tentada por semejante cantidad de dinero, la costurera empezó a observar a Henri el Impreciso como si fuera un problema profesional.

—Hace falta un remiendo.

—¿Qué es un remiendo?

—Creía que lo sabíais todo de costura.

—Si eso fuera verdad, no os necesitaría. ¿Qué es un remiendo?

—Tiene en la cara un agujero del tamaño de un dedo. Yo no puedo coser por encima de un agujero en una tela, ya no digamos en la piel. Hay que rellenarlo con algo.

—¿Con qué?

—¿Cómo voy a saberlo yo? En un traje o algo así, usaríamos fieltro.

—No podemos hacer eso: he visto lo que les ocurre a las heridas cuando se deja dentro un simple cachito de tela.

—Para arreglar un traje viejo, sacarnos un trozo de tela de donde no se vea. De esa manera el material y el color son los mismos, y no encoge al lavar.

—¿Me estáis proponiendo que le cortemos un cacho de algún otro sitio para metérselo en el agujero de la cara?

En realidad, ella sólo había estado pensando en voz alta, pero en aquel momento le entró terror.

—No, no estaba diciendo eso, sólo estaba pensando, nada más. «Lo semejante con lo semejante», solemos decir nosotras. Pero sólo estaba pensando.

—¿Por qué no? Eso tiene sentido.

—Puede que empeoréis más las cosas.

—Siempre se pueden empeorar las cosas.

—Ya que es vuestro amigo, tal vez podáis cortaros vos mismo un trozo de dedo.

—No —dijo Cale con dulzura—. Eso sería una sanguinaria estupidez.

—Nadie puede mostrar mayor amor que el de dar la vida por su
amigo
[11]
.

—¿Qué idiota os dijo eso?

Ella se molestó mucho por aquella falta de respeto, pero tenía el corazón puesto en el dinero, y también en el reto que suponía aquel trabajo. Y no se amilanaba cuando se trataba de escalar un puesto.

Y de ese modo, dio comienzo aquella ingeniosa operación nacida del azar, el ingenio, la habilidad y la ignorancia, y se convirtió en un maravilloso éxito. Cale tranquilizó a la costurera asegurándole que sabía lo que hacía cuando se trataba de cuchillos, y cortó una tajada de carne exquisitamente redonda de las nalgas de Henri el Impreciso, que era donde le parecía que tendría menos importancia la falta, y la costurera rellenó con ella el profundo agujero de la cara. Con una habilidad que a Cale le encantaba contemplar, la costurera empezó a cortar y coser con sumo cuidado, como el sastrecillo valiente, el muy estropeado rostro de Henri el Impreciso. Durante toda la operación, Henri la deleitó con nuevas canciones de arañas, ancianitas, gatos y cabras. Cuando terminó, se hicieron un poco para atrás para contemplar la obra, que era realmente digna de admiración. Al observarlo, cualquiera se daría cuenta de la hábilidad con la que un agujero andrajoso había sido transformado en algo que sencillamente tenía buen aspecto. Cale sabía que podría infectarse, o que la tajada de carne que le había arrancado podría gangrenarse y entonces sabía Dios. Pero de momento tenía buena pinta.

Y no era sólo la pinta. Durante dos días la zona estuvo inflamada de modo preocupante pese a todos los cuidados que ponían en su limpieza. Pero después, a partir de la mañana del tercer día, la herida empezó a tomar un color sonrosado, a perder volumen y a ir mejorando palpablemente. Henri el Impreciso sólo tenía una queja: «¿Por qué me pica tanto el culo?».

En cuanto a la perfecta cooperación y la buena suerte con la que abordaron aquel difícil proceso, ni Cale ni la costurera volvieron apenas a acordarse, y lo que es la humanidad, las olvidó por completo.

30

E
ra la noche del banquete. IdrisPukke y su hermanastro Vipond estaban especialmente brillantes. El primero de los dos había estado repartiendo bromas halagadoras con respecto a la belleza de las mujeres, y se había burlado de los hombres sobre su incapacidad para estar a la altura de las mujeres. Vipond, que cuando le apetecía podía hacer gala de un humor más comedido, levantó torrentes de carcajadas con una historia secamente divertida sobre la vanidad del Obispo de Colchester y el pequeño percance que tuvo con un pato de Aylesbury, historia que concluyó con la observación de que «no importa los grandes descubrimientos que se hayan hecho en el terreno del autoengaño, siempre quedarán grandes regiones por explorar».

Insuperable, IdrisPukke pasó con facilidad a su vertiente aforística, y deleitó a cuantos le rodeaban con el resultado de muchos años de experiencia en el estudio de la imbecilidad, la maldad y el ridículo humanos. Experiencia que incluía, justo es decirlo, su propia imbecilidad, maldad y ridículo.

—Nunca discutáis con nadie sobre nada. No, ni siquiera con Vipond, aunque él sea seguramente el hombre más inteligente que haya habido nunca.

Vipond, que estaba justo enfrente de él en la mesa y disfrutaba de la actuación de su hermanastro y el falso halago que aparecía en la burla, se rio con los otros y se unió a los golpes de aprobación sobre la mesa que daban media docena de Materazzi que ya estaban achispados.

—En lo que se refiere al autoengaño, mi hermano tiene toda la razón. Se podría estar hablando con Vipond durante mil años sin apenas empezar a tratar de toda la enorme cantidad de cosas absurdas en las que cree.

Entonces Vipond puso cara seria, y por un breve instante IdrisPukke temió haberse pasado de la raya. Pero lo que había alarmado al Canciller no era nada que hubiera oído, sino algo que había visto. IdrisPukke siguió la dirección de aquella mirada aprensiva, que llevaba a cierta parte de la sala que se encontraba más elevada. Aunque seguían la cháchara y las risas del resto de la gran estancia, alrededor de los hermanastros la mesa se había quedado en silencio.

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