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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (23 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Durante los meses que siguieron a su llegada y aceptación como invitado muy honorable, Kleist se dedicó a fabricar unos cuantos arcos de calidad muy superior al que había empleado para matar a Donaldson y los suyos. Estaba, la verdad sea dicha, algo ofendido también él por la actitud de desprecio que mostraban los cleptos ante su talento, y por eso pensó que podía impresionarles sin necesidad de ofenderlos, y de ese modo ganarse una buena reputación sin correr grandes riesgos, más allá de los que estaba acostumbrado a correr, y que le resultaban fáciles de calibrar. Robar le parecía peligroso, pues envolvía demasiadas incógnitas.

Como había visto ya, la habilidad de los cleptos con el arco era tan rudimentaria como sus propios arcos: podía valer si disparaban en masa contra un enemigo numeroso, pero en esas condiciones valía cualquiera. Aparte de eso, no había, en la experta opinión de Kleist, nada que decir que no fuera insultante. Así pues, organizó una exhibición en el mismo lugar en que había acontecido un famoso desastre para los cleptos, una estribación de su territorio en la que, justo al borde del terreno en que ya se hubieran visto a salvo de sus víctimas, habían sido alcanzados cincuenta hombres que habían intervenido en un asalto, cincuenta hombres a los que habían matado a la vez. Cincuenta hombres para los cleptos suponían una pérdida terrible, pues los cleptos eran una tribu de menos de mil quinientas personas, según calculaba Kleist, dos tercios de las cuales eran mujeres, niños o ancianos. Tres años después de la masacre, todavía no se habían recuperado del todo. En parte por eso eran tan liberales con sus mujeres, pues simplemente no había hombres suficientes para que los cleptos pudieran tratarlas como trataban a las suyas las tribus vecinas.

Con más cuidado esta vez, y con ayuda de las indicaciones de Daisy, Kleist se ofreció a mostrarles cómo podía él evitar que se repitiera algo así. No era fácil preparar aquella exhibición, porque aunque estuvieran dispuestos a mirar, mostraban claramente muy poco interés en tomar parte. Kleist les había mostrado las puntas romas de las flechas que pretendía emplear en la exhibición, pero los cleptos seguían viéndolas como extremadamente peligrosas. De hecho, fue necesario invertir una gran cantidad de tiempo y soportar mucho recochineo por parte de las mujeres a las que Daisy había convencido de que prestaran los caballos que necesitaba Kleist. Al final hubo permiso para todo y se preparó el escenario. De manera comprensible, aquellos que se reunieron para mirar se sentían taciturnos y afectados por la pena de recordar tal calamidad. Kleist había construido veinte muñecos bastante toscos en forma de hombre, y Daisy y sus amigas los habían atado a los caballos que tan a regañadientes les habían prestado. Kleist se colocó tras un muro que le llegaba a la altura del pecho, que había construido y camuflado con ramas justo en el punto en que había tenido lugar la masacre. A cuatrocientos cincuenta metros de distancia, los aburridos caba líos miraban sin entusiasmo, pastando las hierbas larguiruchas del suelo. Entonces unas veinte chicas hicieron ponerse a los reacios animales en fila frente al distante Kleist. Cada una de ellas llevaba una fusta, y al grito de Daisy golpearon con fuerza los ijares de los caballos. Eso cambió la actitud de los animales, que relincharon y se encabritaron, levantando las patas de delante, y acompañados por los gritos de las chicas, que estaban detrás de ellos, salieron aterrados a la carga. Sobre sus lomos, los hombres de paja rebotaban y se agitaban hacia los lados. Sólo para reforzar sus argumentos, Kleist se había desnudado de cintura para arriba para mostrar su extraño pero impresionante cuerpo, lleno de músculos que eran como nudos hechos en una cuerda, más propios de un hombre veinte años mayor. Disparó una flecha. Todos los ojos siguieron su trayectoria para ver cómo trazaba el arco más amplio y elevado que ninguno de ellos le hubiera visto hacer nunca a una flecha. La flecha se clavó en el muñeco al que había apuntado, le penetró justo en el pecho y le salió por detrás. Era impresionante, pero todavía estaba lejos de dejar atónitos por su excelencia a los nativos. Esperó a que se acercaran más, forzando la suerte para hacerlo lo más impresionante posible. Entonces, durante los noventa segundos que llevó a los aterrados caballos llegar hasta él, soltó una sucesión increíblemente rápida de flechas, fallando tan sólo dos en el momento en que pasaban en estampida por delante.

Los cleptos estaban impresionados, pero seguían cautelosos.

—Aquel día eran cientos de hombres.

—Yo podría haber eliminado a treinta mucho antes de que llegaran aquí. Nadie asumirá tantas pérdidas. Además, yo no lo haría así. Los habría estado eliminando durante horas o incluso días antes de que llegaran. A una distancia de quinientos cincuenta metros puedo acertar cinco disparos de cada diez, y ocho de cada diez si incluimos al caballo.

Hubo algunas objeciones más, pero su causa estaba ganada. Además, los cleptos no tenían nada que perder, aparte de a aquel simpático extranjero que no significaba, la verdad sea dicha, nada para ellos.

12

D
os redentores tuvieron que ayudar a llegar a Henri el Im1 preciso.

—Dejadlo en la cama y salid —les dijo Cale.

Cale se acercó a él y se arrodilló junto al lecho. La nariz y el labio inferior de Henri, hinchados por una fuerte paliza, le sangraban.

—Miraos cómo estáis. Por el amor de Dios, ¿qué demonios hacéis aquí, so tonto?

—Yo también me alegro mucho de veros.

—Pero, para empezar, ¿qué es lo que hacéis aquí?

—Estuve en el Oasis de Voynich, esperando una caravana que llevaba tierra negra para los jardines. Los seguí hasta aquí e intenté colarme entre los últimos cuando entraban, pero alguien me reconoció. Por lo visto ahora llevan la cuenta de todos los que entran y todos los que salen.

—Tendríais que haberlo supuesto.

—Sí, pero no lo hice.

—Tendríais que haberlo supuesto, y haberos quedado bien lejos.

—Bueno, el caso es que estoy aquí.

—Por pura suerte. Os ha faltado esto —Cale juntó las yemas del índice y el pulgar— para que Brzca os rebanara el cuello y echaran vuestro cuerpo al campo de Ginky. Y yo no me habría enterado nunca de nada.

—Bien está lo que bien acaba —repuso Henri el Impreciso, que sin embargo parecía cada vez más descolorido. El malhumor de Cale se suavizó un poco—. Estoy encantado de veros.

—¿Qué os parece un beso?

—Bueno, no estoy tan encantado.

Se echaron a reír los dos.

—¿Y qué me decís de comer algo? —propuso Henri el Impreciso.

—Ya está pedido.

Como si estuviera fuera escuchando, en ese preciso instante llamó Model a la puerta y entró con una bandeja de comida para dos personas.

—Lo mismo otra vez —comentó Cale.

—Nos estamos pasando, señor. No seguirán haciendo caso mucho tiempo de lo que yo diga.

Cale escribió una nota amenazando a los de la cocina con la ira de Bosco. Mientras se sentaba a comer, Henri el Impreciso le pidió a Cale que contara él primero su historia.

Pasaron más de dos horas, y Henri el Impreciso daba ya buena cuenta de la segunda bandeja antes de que Cale terminara su relato.

—O sea que Bosco realmente está tan majara como un saco lleno de gatos —dijo Henri el Impreciso tras un meditabundo silencio.

—Sí, por suerte para vos y para mí.

—¿Y qué vais a hacer?

—Quedarme aquí —respondió Cale—. Y no desfallecer.

—¿Qué queréis decir?

—Me observan todos los observadores, ¿adónde iba a ir? Ya no existe Menfis. Ya no hay Materazzi. Sólo quedan los antagonistas, ¡y ésos me ahorcarían en el acto! Aunque pudiera llegar allí, que no puedo, ¿quién sería lo bastante tonto como para no entregarme? Sin Bosco estoy acabado. Y lo mismo os pasa ahora a vos, Santísimo Henri el Impreciso. Somos más que nunca propiedad de Bosco, de los pies a la cabeza.

Henri el Impreciso se quedó un momento allí sentado, en un tumultuoso silencio.

—¡Tenéis razón! —aceptó al final.

—Eso ya lo sabía.

Bebieron cerveza y fumaron durante un rato en triste silencio.

—Ahora os toca a vos —dijo Cale.

Henri el impreciso empezó contando que después de dejar Menfis tomó la decisión de seguir a Cale.

—Pero Kleist no estaba por la labor.

—Ya me lo imagino. Me sorprende que os acompañara.

—Pues no os sorprendáis: al cabo de una semana me dejó.

—Que es exactamente lo que habría hecho yo si Bosco os hubiera apresado a vos en vez de a mí.

—No, eso no me lo creo.

—Pues es la verdad.

—En cualquier caso, IdrisPukke y yo perdimos vuestro rastro en las inmediaciones del monte del Tigre: los accesos son demasiado rocosos para andar siguiendo las huellas de nadie. Además, ésa no es mi especialidad. IdrisPukke intentó persuadirme de que lo acompañara a coger el barco que sale de Whistable. Lo perdí de vista. Llegué a Voynich, y eso es todo.

—Estuvisteis mucho tiempo en Voynich.

—Es un lugar agradable. Me encantaría volver.

Y así fueron las explicaciones. A pesar de haber hablado durante dos horas, Cale había resumido mucho, en parte porque no le gustaban las historias de guerra, y en parte porque había visto la expresión de Henri el Impreciso al explicarle que Bosco estaba convencido de que Cale era el agente de la muerte de la humanidad. No estaba seguro de lo que significaba aquella expresión, probablemente ni credulidad ni miedo ni nada que consiguiera o quisiera entender. Así que le quitó importancia a todo el asunto aquel de la ira de Dios, aunque no lograba disimular que algo le preocupaba en la reacción de Henri el Impreciso. Lo que le hería un poco no era que Henri pensara que pudiera haber parte de verdad en aquello, sino que viera la idea en su conjunto como algo ridículo. Una parte de Cale se sentía atraída por la idea de su propia magnificencia, y no le hacía gracia que se la tomaran a broma.

Por su parte, Henri el Impreciso no sólo le había quitado importancia a la cosa, sino que había mentido a sabiendas, aunque no era ésa su intención al empezar su relato. En seis meses habían cambiado los dos. Y lo que ambos se preguntaban era cuánto.

Al día siguiente, cuando Henri el Impreciso fue conducido a su estancia, la manera de tratarse el uno al otro resultaba al mismo tiempo bondadosa e incómoda. Pero Cale quería mostrar que aunque él había llegado a un acuerdo con el hombre y la religión que ambos odiaban, su relación era muy distinta a la que había tenido en el pasado. Se llevó a Henri el Impreciso al convento, aunque sin decirle dónde iban. Entonces recibió éste la primera sorpresa: ¡Cale sacó una llave! Y se trataba, según le dejó ver Cale, de sólo una de las diversas llaves que tenía. Era tan sorprendente como si Cale se hubiera puesto de rodillas y empezado a celebrar misa, o como si hubiera sacado una mitra de obispo y se la hubiera puesto en la cabeza. Pero mientras Cale creía que eso demostraba que ahora él tenía poder en el Santuario, para Henri el Impreciso se trataba de un signo preocupante. Tal vez Cale hubiera aceptado un soborno del mismo modo en que Perkin Warbeck había aceptado cinco litros de jerez dulce y una docena de corderos por traicionar al Ahorcado Redentor. Tal cosa no era posible; y, sin embargo, el último año le había enseñado que cualquier cosa era posible.

Cale abrió la puerta y pasaron el primer muro que protegía el convento. Caminaron unos diez metros hasta una segunda puerta que tenía nada menos que tres cerraduras, que requerían tres llaves diferentes. Dentro del convento propiamente dicho, la dura brea verde del suelo se transformaba en piedra caliza suavizada por alfombras. Cada pocos metros había velas que proyectaban la suave y cálida luz de la cera de abejas, en vez de la luz dura del sebo de cerdos y vacas. Se acercaron a otra puerta sin cerradura. Cale la abrió de par en par de un empujón, e invitó a Henri el Impreciso a pasar.

Dentro había bocas abiertas de asombro. Recorrió la estancia una oleada de entusiasmo largo tiempo alimentado, como si hubieran estado aguardado con impaciencia su llegada. Junto a las paredes, en cada rincón, había sentadas monjas benévolas y sonrientes, monjas tan impacientes como niños. Y había doce chicas que lo mismo podrían tener trece años que dieciocho, chicas sonrosadas, de tez morena, negras, aceitunadas, o blancas como fantasmas. Casi gritaron de placer al ver entrar en la estancia a los dos jóvenes. Se oyó incluso un chillido ahogado que fue seguido por un reprobatorio chasqueo de la lengua por parte de la monja que estaba detrás, junto con una admonitoria mano en el hombro.

—Buenos días, señoras —saludó Cale, sonriente.

—Buenos días, señor Cale —respondieron todas a una.

—Permitidme que os presente a mi más viejo y mejor amigo. Éste es el gran Henri el Impreciso, del que ya os he hablado: una leyenda en Menfis, y un héroe en la batalla del monte Silbury.

Henri el Impreciso sonrió con una sonrisa nerviosa. Las muchachas prorrumpieron en aplausos sólo lentamente calmados por las palmas alzadas de Cale.

—Ahora —dijo—, escuchadme todas: ¿a quién le gustaría cuidar con especial esmero a Henri el Impreciso?

Una docena de manos se alzaron en el aire.

—¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!, ¡A MÍ!

Henri el Impreciso se puso pálido y colorado de placer, todo al mismo tiempo.

—¡Paciencia! ¡Paciencia! ¡Comportaos, chicas! —dijo la Madre Inferiora—. ¿Qué va a pensar de nosotras Henri el Impreciso?

—Creo que yo podría responder a eso —susurró Cale al oído de Henri.

Su amigo lo miró, y Cale comprendió que no había que provocarlo más.

—Madre Inferiora, ¿podríais elegirnos a dos y enviárnoslas cuando esté lista la habitación?

La Madre Inferiora inclinó la cabeza de manera cortés, y Cale tiró del brazo de Henri el Impreciso para que le acompañara hacia una puerta, la abrió, de nuevo sin llave, y pasaron a una sala de estar. Le hizo a Henri el Impreciso un gesto indicando un gran sofá que parecía más apropiado para acostarse que para sentarse en él.

—¿Queréis beber algo?

—No.

—Hay cerveza y vino.

—Cerveza.

Cale retiró la tela que cubría una jarra, llenó un vaso y se lo entregó.

—¿Qué esperáis que haga con ellas? —preguntó después de dar un largo sorbo.

—Lo que queráis hacer.

—Son esclavas... Y la esclavitud no está bien.

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