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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (22 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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Sí.

—¿Por qué? Está claro que ha venido aquí para reunirse con vos. Y sabemos que vos no tenéis intención de marcharos a ninguna parte.

Comprendiendo que se estaba burlando, Cale cambió de tema.

—¿Por qué no lo han torturado?

—Buena pregunta, la verdad. Error administrativo. Hay un brote de tifus en la bartolina número cuatro, así que el resto está congestionado. Por culpa de la masificación y el exceso de trabajo, a un hombre culpable del pecado de Gomorra le han puesto accidentalmente el mismo número que a vuestro leal amigo.

—Parece que aquí cometen muchos errores en las prisiones.

—Así es. Tal vez sea por voluntad de Dios.

—Quisiera verlo ahora.

—Enviaré al padre Gil. Él lo conoce. ¿Os parece bien?

No es que Bosco esperara que él le diera las gracias, pero le divertía hacer que Cale se sintiera un poco confuso. Cale no respon dió. Bosco se disponía a irse, pero cuando estaba girando la manilla de la puerta, se dirigió a él de manera bastante amistosa.

—¿Os importa si os pregunto cómo lo habéis sabido?

Cale se volvió hacia él.

—No.

—¿Y bien...?

—No, no me importa que me lo preguntéis.

—Hay que ver lo pronto que se acostumbra uno a los cambios. Responderme con esa gracia os habría costado una buena zurra no hace tanto tiempo.

¿Y...?

—No pretendo decir nada con eso. Vuestro acólito parece que os tiene mucho aprecio.

—No tengo ningún acólito.

—Sí que lo tenéis. En todos los sentidos. Comprendo cómo han cambiado las cosas entre vos y yo, pero no sé si vos lo comprendéis de la misma manera. Me temo que tal vez, en el fondo y no tan en el fondo, vos podríais seguir siendo el mismo niño malhumorado de siempre.

—Efectivamente, eso es todo lo que soy.

—La ira de los justos no tiene nada que ver con el mal carácter. Y esto no es más que un simple comentario. Henri el Impreciso estará con vos en menos de una hora.

—Quiero entrar en el convento.

—Muy bien.

—Estáis siendo muy indulgente.

—¿Eso os inquieta?

—Supongo que debería inquietarme.

—Lo único que pasa es que me gusta contradecir vuestras expectativas. Si puedo decirlo así, da la impresión de que aún no habéis entendido cómo están las cosas.

—Puedo hacer lo que quiera, ¿no es eso?

—Sabéis muy bien cuál es mi respuesta. Pero haríais bien en pensar con más detenimiento sobre lo que os está permitido y lo que no.

—Acordaos de que no soy más que un niño malhumorado.

—Por vuestro bien y el mío, espero que eso no sea cierto. Os traerán las llaves del convento. Podéis hacer lo que queráis en él.

Al poner la mano en la manilla de la puerta, Bosco se volvió. Eso era de siempre un viejo hábito de Bosco: reservar lo que realmente tenía en la mente para el último momento, y presentarlo como si se le acabara de ocurrir en ese instante.

—¿Qué sabéis de los lacónicos?

—Que son soldados de alquiler. Y caros. —Pensó por un instante, tratando de recordar. Sólo gracias a sus años de caras inexpresivas con las que tapaba las insolencias consiguió no sonreír ante aquella inesperada oportunidad de burlarse de su antiguo señor—: Chrononhotonthologos —añadió pensativamente. Bosco lo miró comprendiendo que se le estaba subiendo a la chepa.

—No es ése un término con el que yo esté familiarizado —dijo negándose a morder el anzuelo.

—Quiere decir aventurero, forajido...

—¿Sí...? ¿Sabéis algo más sobre ellos?

—No.

—Ha corrido por ahí el rumor de que los antagonistas han descubierto una mina de plata cerca de Argento. Pues bien, ya no es un rumor. No es que lo sepamos de cierto, pero es probable que utilicen esa plata para pagarse un gran ejército de lacónicos que luche contra nosotros.

—Creía que nunca contrataban más que de trescientos en trescientos.

—Y yo creía que no sabíais nada más sobre los lacónicos. —Siguió un silencio incómodo—. Voy a enviaros un expediente sobre ellos. Como vuestra vida dependerá de ello, estoy seguro de que no necesito pediros que lo leáis atentamente.

Estaba un poco harto de la actitud de Cale, y salió sin decir una palabra más.

Cuando Bosco se fue, Cale se quedó pensando en sus sentimientos, que eran de alarma y alegría en igual proporción: alegría por la sorpresa de ver a Henri el Impreciso, alarma por la intensidad de esa alegría. La ira que sentía contra Arbell Materazzi no le permitía ver la soledad en que lo había sumido su ausencia. Pero tampoco le había permitido ver cuánto echaba de menos a su amigo. Hasta aquel momento había creído que podía prescindir de Henri el Impreciso, pese a estar acostumbrado a tenerlo siempre cerca. En aquel momento, le alarmaba ver cuánto lo echaba en falta. La emoción ante la idea de su reencuentro era desbordante. Cale era un alma hecha de grandes embalses conectados por grandes canales interrumpidos con enormes esclusas. Pero no hay construcción que no tenga sus filtraciones y goteras.

¿Y qué le habría ocurrido a Kleist? Habría muerto seguramente, pensó.

11

P
ero Kleist se hallaba lo más lejos de la muerte que puede estar un ser humano.

—¿Os parece —le decía Daisy, desnuda, sentada a horcajadas sobre Kleist y apoyándose sobre las rodillas de él— que hacer el amor conmigo es mejor que el cielo?

Kleist observó sus pechos con detenimiento. ¿Por qué, se preguntaba, eran tan maravillosos? Su breve estancia en Menfis y su falta previa de experiencias placenteras le habían enseñado que uno se podía hartar de cualquier cosa si se acostumbraba a tenerla con frecuencia: de la crema de limón, del ajedrez, de atormentar a Koolhaus, de no tener nada que hacer, de tomar el sol y hasta del vino. Pero ¿de una mujer desnuda? Eso es algo a lo que nunca se acostumbraría. Su sentido de la sorpresa ante el cuerpo de la mujer había cambiado, desde luego. Ahora le resultaba más familiar, pero era como cuando uno come hasta quedarse satisfecho: que unas horas después vuelve a tener hambre. ¿Cómo era posible que uno no llegara a acostumbrarse a aquello?

Kleist se relajó y fingió cerrar los ojos para que ella no se diera cuenta de lo detenidamente que la estaba contemplando. No es que a ella le molestara aquel intenso escrutinio por su parte, sino que él mismo sentía que había algo vergonzoso en la intensidad de su fascinación. Como ella estaba echada hacia atrás, arrodillada y a horcajadas sobre él, tenía los muslos ligeramente tensos, estirados sobre el hueso y revelando los poderosos músculos. No eran como las piernas largas y delgadas de las muchachas Materazzi que había podido vislumbrar cuando entraban con paso insolente en un gran bai le, a veces con un tajo en la falda para enseñar el muslo hasta arriba, revelando esa elegante suavidad que nunca os permitirán poseer. Si las putas de Ciudad Kitty eran menos alegres y sofisticadas y más variadas en forma y tamaño, rellenitas, diminutas pero alegres gasconas de enormes ojos castaños, aun así ninguna de ellas tenía la fuerte musculatura de los muslos de Daisy, extrañamente desproporcionada con el resto de su cuerpo, como si pertenecieran a un hombre excepcionalmente fuerte. Y a continuación aparecían el vello y los pliegues de la piel entre las piernas, fuente de tanta maravilla y estupefacción. Se trataba de algo que no hubiera podido ni imaginarse tan sólo unos meses antes, pues él había asumido siempre que las habitantes del famoso patio de juegos del demonio tendrían algo parecido a un par de huevos y una polla, sólo que más afilado y ferozmente apropiado a seres tan infernales. La realidad de algo tan oculto y al mismo tiempo tan suave le hacía perder la respiración, embargándolo al mismo tiempo de vergüenza y alegría. ¡Menuda idea, menuda cosa! Después venía su vientre, con tan sólo un cinturón de grasa apenas perceptible. Luego la redondez de los pechos, con su dureza entre marrón y rosa; el fuerte cuello; los anchos labios matizados con aquella cosa como cera roja que le gustaba ponerse casi siempre. Y por último los ojos felices y sonrientes, y el largo cabello.

—¿No me notáis nada diferente? —le preguntó ella—. Bueno, decídmelo cuando terminéis de mirarme así de embobado.

Él abrió completamente los ojos.

—¿No os gusta que os mire?

—Me encanta. Pero no tenéis que disimularlo.

—No estaba disimulando —dijo, irritado y avergonzado.

—No os enfadéis. Podéis mirarme siempre que queráis. Pero todavía no me habéis respondido a la pregunta. i Eh...?

Obviamente, había algo que Kleist debía haber visto pero no había visto.

—No lo sé —dijo tras mirarla de arriba abajo—. Decídmelo vos.

—¿No tenéis ni idea?

Él notó que su tono y expresión habían cambiado. No estaba enfadada con él porque no consiguiera darse cuenta de aquella nue va trenza en su cabello, o de la pintura de uñas más elaborada que se había puesto en el dedo corazón. Al fin y al cabo, estaba desnuda. ¿Qué podía ser lo que había cambiado?

—Estoy embarazada.

Él la miró como si no comprendiera. Y de hecho, no comprendía.

—No sé lo que quiere decir eso. —Ella lo miró entonces a él con el mismo desconcierto. Aquello iba a ser más difícil, o al menos mucho más extraño de lo que había pensado.

—Que voy a tener un niño.

Aunque la expresión de él cambió y se transformó en estupefacción, a Daisy no le dio la impresión de que empezara a comprender más que antes.

—Pero ¿cómo? —preguntó él, horrorizado.

—¿Qué queréis decir?

—¿Cómo podéis ir a tener ese niño?

—¿No sabéis cómo se hacen los niños?

—No.

—¿No os lo explicaban en ese Santuario vuestro?

—Yo nunca había visto una mujer hasta este año. No. No sé nada. No sé de qué me habláis.

—¿Y no habéis pensado en preguntar?

—¿Sobre los niños? ¿Por qué tendría que preguntarlo?

—¿Cómo pensáis que vienen?

—No lo sé. ¿Por qué tendría que pensar en los niños?

—No me puedo creer lo que oigo.

—¿Por qué iba a mentiros?

Ella lo miró, desconcertada y preocupada al mismo tiempo.

—No, no quiero decir que me estéis mintiendo. Lo que no me puedo creer es que no tengáis ni idea sobre...

—Pues no, no la tengo.

Se miraron el uno al otro, Kleist blanco de horror, y Daisy pálida de puro desconcierto. Hubo un breve silencio.

—Bueno, contadme por qué vais a tener un niño —dijo él.

—Pues por vos.

—¿Por mí...? Yo no sé nada sobre niños.

—Pero me habéis hecho uno.

—¿Cómo voy a haceros...?

Ella iba comprendiendo poco a poco lo insondable que era su ignorancia. Se sentó, sin saber por dónde empezar.

—Cuando vuestro pene está dentro de mí y os dan esas convulsiones... Así es como se hacen los niños.

—¡Dios mío! ¿Por qué no me lo dijisteis antes?

—No sabía que no lo supierais.

—Si yo no sé nada...

No se trataba de una declaración irrazonable. Antes de llegar a Menfis no sabía nada de nada, excepto sobre religión, cosa que odiaba y temía, y sobre matar, cosa que se le daba bien, pero que también temía, porque le daba miedo que en justa correspondencia lo mataran a él. En Menfis había encontrado un montón de cosas sobre las que aprender y, como una gran esponja seca, había absorbido enormes cantidades de conocimiento. Lamentablemente, tenía que ponerlo todo en orden, y hacer el tipo de conexiones que incluso un muchacho de quince o dieciséis años excepcionalmente ignorante ha hecho mucho tiempo atrás. En algunos aspectos, era como un niño pequeño.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó desesperado.

—Vos ya lo habéis hecho —respondió ella, malhumorada.

—Vos erais la que sabía estas cosas. Es culpa vuestra.

¿Mía...?

—Sí. Vuestro padre me matará.

—No, no os matará.

—Gracias a Dios. ¿Estáis segura?

—Sólo os matará —añadió ella— si no os casáis conmigo.

—¿Casarme con vos?

—Ahora diréis que nunca habíais oído hablar del matrimonio.

—Eso es ridículo.

—No es más ridículo que no saber cómo se hacen los niños.

Eso era demasiado.

—La gente se casa delante de los demás. Hablan sobre ello. Pero nadie habla de niños ni de cómo tenerlos.

—Bueno —dijo ella con tristeza—. Ahora ya lo sabéis.

El padre de Daisy no mostró ni la alegría que ella esperaba ni la furia asesina que temía Kleist. Su padre estaba bien dispuesto hacia él, porque había salvado tanto la vida de su hija, lo que probablemente era cierto, como su honor, lo que decididamente no lo era. Pero eso había sucedido en otro lugar, y sólo tenían la palabra de Daisy en lo que se refería al rescate de las garras de los forajidos. Pero incluso si creían a pies juntillas el relato del valor físico de él y de sus habilidades guerreras, el problema estaba en que los cleptos no valoraban especialmente aquellas cualidades. El resultado era que, pese a su voluntad de aceptar a un extraño que había mostrado una gran bondad con uno de los suyos, aquel extraño no contaba con un importante estatus entre los cleptos. Daisy era la hija de un hombre de considerable riqueza e importancia, basadas en su talento para el robo, cosa muy admirada entre una gente cuyo mismo nombre se consideraba sinónimo de «hurto».

El ofrecimiento que tras la revelación del embarazo hizo Kleist, empujado por Daisy, de intervenir en los atracos de los cleptos, no hizo más que empeorar el problema, debido a que lo hizo tan a la ligera y con una creencia tan clara en que el robo a la escala practicada por los cleptos no era cosa que revistiera ninguna dificultad, que les pareció ofensivo, en especial a los que le habían mostrado su apoyo antes de aquella forzada y torpe proposición matrimonial. De tal manera debilitaba aquella actitud su petición, que Daisy le acusó de haberlo hecho a propósito. Ahora él había ofendido a todo el mundo, pero en especial a la muchacha a la que se daba cuenta de que amaba intensamente.

Una vez superada su estupefacción por el hecho de haberse convertido en padre y el modo en que tal cosa había sucedido, volvió a quedarse estupefacto por lo maravillosa que le parecía la sola idea de la paternidad. Los niños, según podía ver en los que lo rodeaban, eran algo encantador, muy mono y, por encima de todo, alegre. Dado que todo el mundo los mandaba irse en cuanto empezaban a ser un ruidoso incordio, y que ellos los observaban tan sólo en su mejor momento, a través de un espeso velo de ignorancia, su optimismo era, tal vez, perdonable, aunque injustificado. Pero había también muchos sentimientos enterrados que crecían en lo más hondo de su recia alma juvenil. La paternidad, antes una imposibilidad inconce bible, le parecía de pronto una maravillosa aventura. Sin embargo, su torpeza relativa a la proposición de acompañar a los cleptos en uno de sus atracos parecía haber atado los pies de su propia felicidad. Era necesaria una respuesta drástica. En primer lugar, ofreció al padre de Daisy todo cuanto poseía, o sea, todo lo que había afanado en Menfis y después robado a la banda de Lord Dunbar. Eso agradó al padre y aplacó a la hija. A continuación, propuso hacer una demostración de lo útiles que podían resultar sus habilidades como arquero tan brutalmente adquiridas, y lo hizo de tal modo que no implicaba ningún desprecio hacia el talento afanador de los cleptos. Al oír a los cleptos alardeando sobre sus invariablemente (eso decían ellos) exitosos asaltos, le pareció evidente que su renuencia a quedarse y luchar les obligaba a ejercer una estrategia peligrosamente sencilla al privar a sus vecinos de caballos, ganado, fruta y carne en conserva, cajas de vino, sillas, dinero, ovejas, cabras, cerdos, ornamentos y cualquier otra cosa que pudieran llevarse consigo. El principio que siempre seguían consistía simplemente en echar a correr tan rápido como les fuera posible desde el lugar en que estuvieran hasta la seguridad de las montañas. La rotunda negativa de cualquier clepto a asumir un riesgo mayor que el clepto de al lado, y su general falta de entusiasmo por el combate implicaban que nadie hiciera previsiones para luchar en acciones de retaguardia, ni para crear posiciones defensivas móviles que pudieran ser utilizadas para ralentizar a los perseguidores, sin importar lo resueltos que estuvieran a seguirles.

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