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Authors: Paul Hoffman

Tags: #Fantástico, Aventuras

Las cuatro postrimerías (19 page)

BOOK: Las cuatro postrimerías
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—¿Como por ejemplo...?

—Un cadáver. Nada indecoroso, lo había conseguido del verdugo. Yo consideraba que diseccionar cadáveres era una zona gris... religiosamente hablando.

—¿Y ellos no?

—Resulta que, en términos religiosos, la noción de zona gris es lo que llamaríamos una... zona gris.

—¿Cuál es ahora vuestro propósito?

—Si puedo contar con vuestra protección en el asunto del desarrollo de los polvos chinos y además con el dinero suficiente, nos beneficiaremos ambos.

—¿Cómo?

—Si consigo disparar dos bolas de una sustancia pura una contra otra, también podré disparar una bola de hierro contra un hombre. Pensad en los resultados de una máquina semejante. Un hombre que llevara tal aparato, aun cuando sólo pudiera utilizarlo una vez, no podría dejar de herir o matar a un enemigo, o a más de uno. Pensad qué efecto produciría. Después podría desechar el aparato y luchar como cualquier soldado normal, pero habiendo ya matado o herido a un número equivalente de sus oponentes en el primer momento de la batalla.

—Supongo que os falta mucho para conseguirlo.

—Tal vez. Pero concededme el sitio y los medios y lo conseguiré.

—¿Y cómo sé yo que no me estáis tomando el pelo?

—Conozco mis obligaciones —repuso Hooke, algo molesto—. Pero podéis ver que para culminar la obra de mi vida necesito poder disparar un objeto sólido desde un tubo de metal. La búsqueda de conocimiento y la invención de una gran arma pueden ser la misma cosa. La guerra es la madre de todo. Además, si vos os convertís en un gran general, mi vida estará bajo vuestra protección. ¿Me equivoco?

—Mientras no me toméis por un idiota, no. Vos podríais aprovecharon de mi ignorancia en estos asuntos una vez, pero si inten táis jugar conmigo os pescaré. Y entonces os quedaréis cabeceando como una cebolleta en un tarro de vinagre. ¿Me entendéis?

—Vuestras amenazas no son necesarias.

—Yo creo que sí lo son. ¿Me habéis visto hoy luchando en la colina?

—Sí.

—Yo no albergaba fuertes sentimientos hacia esos hombres, ni a favor ni en contra. ¿Qué son para mí los folcolares? Y sin embargo, a pesar de todo, ahora están muertos. Queda tanto de ellos como si nunca hubieran existido. Pensaré en ello. Ahora estoy cansado.

9

P
ara entonces Kleist llevaba casi un mes viviendo en los Quantocks con los cleptos. Había costado algún tiempo persuadirle de que allí estaría seguro. Aunque nunca había oído hablar de ellos, sí había oído hablar de los Quantocks y de la tribu malhumorada y desconfiada, los musulpanes, que habitaba a los pies de sus colinas. Los había visto una vez en Menfis, y le habían aconsejado que se mantuviera a distancia de ellos, y en especial de las escasas mujeres que llevaban para que arreglaran las alfombras de los más ricos, y dibujaran diseños para otras nuevas: «Acércate a sus mujeres y te matarán sin calibrar las consecuencias. Y con lo salvajes que son, matarán también a las mujeres, sólo por si acaso».

Lo alarmante era que Daisy confirmaba que era cierto, y que aún se quedaba corto el que se lo había dicho.

—Los musulpanes son fanáticos, locos, malos y perversos. Odian a sus mujeres y las tratan como perros, con el beneplácito de su religión, que les asegura que ellas son putas y embusteras, y Dios ha dispuesto que las esposas e hijas contengan todo el honor de los hombres en un cuenco que tienen en el hígado, que en cuanto se vierte, se pierde, y el único modo de recuperarlo es matando a la mujer y empezando de nuevo. ¿Os cabe en la cabeza? Aunque nunca la hayan violado, la estrangulan de todas formas. Terrible.

—Los cleptos no serán así... —aventuró el preocupado Kleist.

—¡No, por Dios!

—¿Por qué?

—Porque no estamos locos por una idea, y porque vinimos a los Quantocks y los echamos hace mil años.

—O sea que sois como los Materazzi, no demasiado religiosos...

—No: nosotros somos muy religiosos.

Eso fue un disgusto para él.

—¿Cómo? —preguntó con todo su gozo en un pozo.

Por la descripción que ella hizo de su fe, pese a la manera en que aseguraba que era algo muy importante para ellos, no le pareció que la cosa llegara a tanto. La religión no parecía refrenarlos gran cosa, según pudo colegir. Ponía mucho énfasis en la distinción entre comer animales puros e impuros, animales estos últimos que a Kleist le pareció que de todas maneras nadie querría comerse. Estaba estrictamente prohibido comer murciélagos, por ejemplo, así como cualquier bicho que se arrastrara o serpenteara. Comer arañas significaba que estaba uno impuro durante quince días, y si Kleist hubiera sentido tentaciones, que no las sentía, de volver a sus antiguas habilidades de carnicero, las consecuencias habrían incluido un exilio de seis meses. Su idea de Dios parecía algo muy remoto. Los cleptos hablaban de él como si se tratara de un tío rico que en principio era su benefactor, pero que conforme pasaba el tiempo había ido perdiendo el interés en aquella rama de la familia.

En cuanto a él, no podía desprenderse de la mala conciencia de haber abandonado a Henri el Impreciso y, aunque eso le preocupaba mucho menos, a IdrisPukke. La razón le decía que tenía todo el derecho a no arriesgar su vida de modo tan terrible por gente que no le había preguntado si estaba de acuerdo en hacerlo. Pero, por otro lado, comprendía que si realmente estuviera tan seguro de lo justa que era su posición, no se habría ido de noche, como un ladrón. Con respecto a Cale, sin embargo, no se sentía culpable en absoluto.

—¿Qué me decís de vos y de mí? ¿Qué dirán los vuestros de...?

—No soy una vaca —repuso ella—. Mi padre no me posee. Es una persona civilizada, y os estará agradecido por haberme ayudado.

Y así resultó ser. Pero pese a la buena acogida, Kleist se sentía incómodo porque, por más esfuerzos que hacía, no lograba comprender la manera de ver el mundo de los cleptos. No era simplemente que comprendiera la mentalidad de los redentores porque había vivido tanto tiempo con ellos, pues sentía que les había pillado muy bien el truco a los Materazzi en tan sólo unas semanas. Y Menfis estaba lleno de razas y tipos de todo el mundo. Pero ninguno de sus encuentros con aquellas extraordinarias razas de Menfis le había dejado aquella vaga sensación de pérdida que le invadía continuamente en los Quantocks. Los Quantocks eran un acertijo en piedra caliza, un espacio acribillado de desfiladeros, de simas y de intransitables salientes rocosos. Por todas partes había rincones secretos que perforaban los elevados precipicios proporcionando un escondrijo o un lugar en el que esconderse antes de atacar. Desde ellos los cleptos perturbaban el comercio mediante el saqueo, el robo, el asalto y el atraco, desposeyendo, confiscando y generalmente privando a los transeúntes de todo menos de la ropa que llevaban puesta, y a veces incluso de ella. Su irreprimible afición al robo llegó a ser tan notoria entre los moradores de los alrededores (éste era el único término, aparte del ofensivo musulpanes, que los cleptos utilizaban para atacar a las ricas y antiguas culturas a las que robaban), que a cualquier ladrón le daban el nombre de «cleptómano». De vez en cuando, las otras tribus de las colinas decidían que la rapacidad y el nivel general de molestia ocasionado por los cleptos ya no podía tolerarse, y organizaban una expedición conjunta de castigo en el laberíntico e inaccesible corazón de los Quantocks.

No habían pasado más que tres semanas desde que Daisy lo llevara a ese corazón de los Quantocks cuando Kleist tuvo su primera experiencia de lo que, para él, era su modo tan peculiar de hacer la guerra. Kleist no tenía ninguna intención de ofrecer voluntariamente sus servicios, y se había enfurecido con Daisy porque había alardeado de su épica brutalidad contra el clan de Donaldson. Su principio, a partir de Menfis, era el de mantener la boca cerrada con respecto a todo lo que poseía en términos de bienes y servicios que podían ser útiles a otros, y le pidió que ella hiciera lo mismo a partir de entonces.

—¿Por qué? —preguntó ella con cara de asombro.

—Porque no quiero verme colocado en la vanguardia para que vean si me pongo a matar como un loco.

—Os preocupáis demasiado.

—Gracias a eso sigo con vida.

—Nadie va a pediros que hagáis nada. Eso no tiene nada que ver con vos.

—Espero que no se os olvide lo que acabáis de decir.

Cuatro días después se encontró, por específica invitación del padre de Daisy, sentado sobre una gran roca caliza que (tal como había comprobado) contaba con muchas vías de retirada, y con Daisy al lado, que estaba eufórica pero no nerviosa. Estaban observando un valle que había a sus pies de unos doscientos cincuenta metros de anchura, cerrado en ese sentido por un tosco muro que habían construido los cleptos. Había unos quinientos cleptos en posición, yendo de un lado para otro, hablando, riéndose y actuando corno si no les preocupara nada en la vida. En la otra punta del valle había una fuerza de musulpanes que sumaría unos mil hombres. Esperaron media hora y entonces avanzaron en orden cerrado, con las lanzas y los escudos plateados que brillaban al sol. A doscientos metros se detuvieron, y entonces fue cuando los cleptos empezaron a prestarles un poco de atención, que revistió la forma de interminables gritos y plásticos insultos a propósito de las prácticas sexuales de los musulpanes con animales, la fealdad de sus madres y lo putas que eran sus esposas e hijas. Fue esto último lo que pareció encender una furia histérica en los musulpanes. Algunos de ellos, de hecho, estaban tan dominados por la rabia ante estos insultos a su honor que rompían a llorar y se arrodillaban y empezaban a echarse tierra sobre la cabeza. Esto se había convertido en una rutina. Desde un lado del muro defensivo del valle, una docena de cleptos gritaba un nombre: «
¡CARMINA!
», y otra docena del otro lado del muro respondía a su vez: «
¡LO HACE DETRÁS DE LA MINA!
» y de nuevo: «
¡INÉS!
», respondido por un coro de: «
¡LE GUSTAN DE TRES EN TRES!
». Pero la mayor reacción le pareció a Kleist que la provocaba el menos ofensivo de todos: «
¡CARMELA!
». A lo que una voz de infrecuente claridad respondía: «
¡TIENE UN RATÓN ENTRE LAS PIERNAS!
». Esto dio en el clavo con uno de los musulpanes, que empezó a gritar de furia ante la precisa descripción de su infortunada esposa, y al instante empezó a correr de modo suicida hacia la línea frontal de los cleptos. Afortunadamente para él, en su histérica carrera tropezó en una piedra y antes de que pudiera ponerse en pie, media docena de amigos y parientes lo agarraron y lo llevaron de vuelta a rastras entre ruidosas protestas.

Costó unos buenos diez minutos restaurar el orden general. Pese a que se estaba riendo, Kleist no quería sufrir las consecuencias, y se volvió hacia Daisy:

—¿No te parece que puede ser una equivocación tensar la cuerda de ese modo?

Daisy se encogió de hombros y no dijo nada. Pero entonces comenzó el ataque de los musulpanes, que avanzaron en buen orden, impresionantemente disciplinados, como conocedores de lo que se traían entre manos. A Kleist le pareció que algo sangriento se avecinaba. Se seguían lanzando insultos, como flechas en el monte Silbury. Y entonces llegó la carga final de gritos. Los cleptos lanzaron una sarta de flechas no muy impresionante y completamente imprecisa, se volvieron y echaron a correr. Daisy saltaba arriba y abajo, dando palmadas de puro contento mientras los cleptos corrían para meterse en los desfiladeros interminablemente serpenteantes del final del valle. El tosco muro de piedra retrasó un minuto a los musulpanes, lleno como estaba de trampas por el lado de fuera, afiladas astillas de bambú ocultas en agujeros que muy bien podían rebanar un pie, serpientes venenosas en las grietas de los muros, y miles de arañas vertidas sobre los muros justo antes de que los cleptos echaran a correr. Ninguna de ellas era venenosa, pero las arañas eran impuras para los musulpanes, que no tenían permitido tocarlas. Para cuando se reagruparon y empezaron a seguir a los cleptos, la mayoría se había perdido ya de vista, salvo por los valientes jóvenes que se quedaban en lo alto del desfiladero para gritar aún más insultos. No se quedaban allí demasiado tiempo, ya que algunos de los enfurecidos musulpanes corrían tras ellos, recibidos por el lanzamiento de piedras de los promontorios calizos que penetraban como dedos en los desfiladeros. Pronto comprendieron que la caza podía resultar tan infructuosa como letal.

—Vamos —dijo Daisy tirando de él desde el promontorio. Regresaron al pueblo por un camino lleno de recovecos para no ser vistos por ningún explorador musulpán. Durante todo el resto de la tarde, los cleptos fueron regresando a cuentagotas de la gran no batalla, encantados consigo mismos y alardeando de su falta de heroicidad, de la total ausencia de hechos valerosos, y de su completo éxito por no resistir no digamos ya hasta el último hombre, sino ni siquiera hasta el primero.

Siguieron varios días de celebraciones en los que se contaron muchas historias de guerra, cada vez más exageradas conforme se iban repitiendo, en todas las cuales el que relataba la historia contaba cómo con su astucia había causado gran confusión en su particular enemigo sin necesidad de afrontar ningún riesgo frente a él y sin demostrar en ningún momento ni una pizca de valor. Cada uno de ellos competía en levantar injuriosas declaraciones concernientes a la manera en que, totalmente a resguardo desde una sima inalcanzable o desde lo alto de un promontorio al que no había quien pudiera trepar, habían engañado y avergonzado a los tontos musulpanes al revelar los nombres de sus mujeres amadas de tal modo que la pureza sexual de una esposa, una hermana o una madre podía ser difamada de modos grotescos cada vez más ingeniosos. Mientras Kleist escuchaba encantado, resultó claro que para los cleptos la victoria final sobre un enemigo no consistía en derrotarlo hombre a hombre en heroicos hechos de armas, sino en causar, sin riesgo para uno mismo, que el ridículo oponente cayera muerto de un ataque al corazón o cosa semejante, cualquier cosa basada completamente en su credulidad en lo referente a la honra de su parentela femenina y arraigada en aquellas ingenuas mentiras lanzadas por el clepto. Pero, pese a lo divertido que le parecía todo aquello, Kleist no dejaba de asombrarse. El hecho es que mientras la filosofía militar de los cleptos le atraía precisamente porque iba contra todo lo que los redentores le habían enseñado en materia de dolor, sangre, autosacrificio y sentido del deber, le desconcertaba exactamente por la misma razón: que iba contra todo lo que los redentores le habían enseñado.

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