Las cuatro vidas de Steve Jobs (13 page)

BOOK: Las cuatro vidas de Steve Jobs
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«Steve no dudaba en calificar el trabajo de los ingenieros de “puta mierda” y les echaba de su despacho, furioso. Ellos se hacían pequeños y reunían la energía suficiente para volver a su laboratorio y empezar de nuevo. Aunque la crítica estuviera justificada, su comportamiento me dejaba estupefacto».

—Déjalo —podía decir Steve—. Tienes que hacer así —y les soltaba una larga arenga—. ¿Por qué no haces las cosas como es debido? Esto no es lo bastante bueno. Tú sabes que lo puedes hacer mejor.

—Steve, eso no lo podemos hacer, es demasiado complejo —le respondía algún ingeniero de diseño.

—No es verdad. Si lo que ocurre es que no lo sabes hacer, busca a otra persona.

John Sculley no salía de su asombro ante el sacrificio que Jobs era capaz de obtener de sus tropas. «Pese a su extrema exigencia, Jobs aportaba una inspiración colosal a su equipo y les incitaba a conseguir algo grande. Les empujaba hasta sus límites y, al final, ellos mismos se quedaban sorprendidos de lo que habían conseguido. Poseía un sentido innato para extraer lo mejor de la gente».

El lanzamiento del Lisa supuso un duro revés para Apple. Pocos directivos estaban dispuestos a desembolsar los 10.000 dólares necesarios para adquirir el ordenador soñado. Encima, para empeorar más las cosas, era incompatible con el Apple II, el Apple III y el esperado Macintosh. Meses después, hileras enteras de Lisas sin vender eran abandonadas en un vertedero de Utah.

Debbie Coleman era la joven directora de la fábrica encargada de producir el Macintosh. Cuando Jobs visitaba las instalaciones lo hacía enfundado en unos guantes blancos con los que tocaba todas las superficies en busca de rastros de polvo. El más mínimo rastro de suciedad era capaz de enfurecerle. «Al principio había polvo por todos lados: en las máquinas, en lo alto de las escaleras, en el suelo… Le insistía a Debbie en que mandara limpiarlo todo y le explicaba que se tenía que poder comer en el suelo de la fábrica. Ella enloquecía. No entendía por qué nadie necesitaría tener que comer en el suelo», relataría Jobs después.

«La fábrica empezó a estar limpia pero seguía habiendo conflictos con Debbie en otros puntos. Un día llegué y había reorganizado algunas máquinas. Hasta entonces habían estado distribuidas un poco al tuntún, pero ahora estaban en línea recta, en un entorno visualmente ordenado, sin que yo le hubiese dicho nada. Había entendido de qué se trataba y no tuve que volver a hablarle del tema. A partir de ese momento, despegó como un cohete porque había comprendido el principio subyacente y la fábrica empezó a funcionar de maravilla».

Una de las primeras decisiones de Sculley fue bastante sensata. En aquella época, la empresa concentraba gran parte de sus esfuerzos de promoción en el Apple III, que había sido lanzado en mayo de 1980 y, a pesar de su caótico inicio y de que las ventas patinaran, se seguían haciendo inserciones de publicidad a página completa en revistas como
Time.
Apple trataba de comunicar el mensaje de que el Apple III era una máquina para profesionales mientras que el Apple II era básicamente lúdica. Aun así, el público no respondía y el nuevo producto ya presentaba unas pérdidas anuales de sesenta millones de dólares. Por alguna razón, los usuarios seguían prefiriendo el viejo Apple II, un ordenador para el que se podían encontrar más juegos y accesorios.

«Cabía preguntarse por qué Apple abandonó durante tanto tiempo el Apple II, un ordenador que continuaba produciendo beneficios», lamenta Wozniak. «Al parecer, había varios directivos que querían probar su propia genialidad e incluso habían pedido a los ingenieros que añadieran circuitos a la placa del Apple II para desactivar ciertas características. ¿De dónde venía aquella locura por el Apple III, cuyo fracaso había sido prácticamente instantáneo? En las primeras semanas después de haber sido puesto a la venta ya tenía demasiadas anomalías como para que fuera a parecer jamás una buena elección».

Sculley observó la situación desde la imparcialidad y, como buen gestor, decidió cerrar inmediatamente el grifo de las actividades del Apple III para rehabilitar al Apple II. Steve Wozniak acababa de regresar a Apple tras dos años de ausencia y enseguida fue destinado al equipo del Apple II con el objetivo de ultimar los nuevos modelos del ordenador, el IIc y IIe. Sin embargo, casi toda la atención permanecía fija en el Macintosh.

«Sculley y Jobs actuaban de forma muy similar. Sculley era el presidente y Jobs le proporcionaba continuamente datos sobre el mercado, los productos, las opciones, las tecnologías… De todas formas, se habían decantado claramente por el Macintosh», añade Woz.

Hacia mediados de 1983, la tensión entre Apple y Microsoft subió un grado cuando Jobs y Sculley descubrieron que esta última había anunciado un programa para PC, Windows, inspirado en la interfaz del Mac. Furioso, Jobs se echó a gritar. «¡Quiero ver a Bill Gates en mi despacho antes de que se ponga el sol!».

El fundador de Microsoft aterrizó en California para exponerse a los alaridos de Jobs, convencido como estaba de que Gates era un traidor y que Windows era un robo puro y duro de la tecnología de Apple. Jobs no dejaba de preguntarse si Apple podría seguir trabajando con quien había abusado de su confianza y había plagiado sus ideas.

Por lo general, los interlocutores de Jobs se dejaban intimidar pero Bill Gates no era un ingeniero de Apple ni un simple proveedor de la compañía. Con mucha calma, rechazó sus acusaciones y explicó que Microsoft se había limitado a actuar de la misma forma que Apple, inspirándose en los descubrimientos del Xerox PARC (y que se habían preocupado de patentar sus aplicaciones de dicha tecnología).

Contrariado, Jobs preparó la represalia. A falta de pocos meses para el lanzamiento del Mac, le explicó que habían decidido no incluir tantos programas preinstalados y que entre los damnificados por esa decisión estaban los programas de Microsoft. Sin embargo, Bill Gates descubriría poco después que Jobs le había engañado y que Apple había desarrollado versiones de dos de sus programas (MacPaint y MacWrite) y que se incluirían con la máquina. Pese a su enfado, no logró cambiar la decisión de Jobs.

Apple cerró el año 1983 con un volumen de negocios de más de 1000 millones de dólares, gracias sobre todo a la popularidad del Apple II, cuya imagen seguía intacta a los ojos de los consumidores y del que seguían distribuyéndose 100.000 unidades al mes. Sin embargo, IBM avanzaba rápidamente y, en cuestión de dos años, el gigante azul se había hecho con el número uno de la informática doméstica con una cuota de mercado del 30% desbancando a Apple que se había quedado como segunda opción con un 21%.

A Jobs no le importaba demasiado. Estaba convencido de que el lanzamiento del Macintosh haría que la dirección del viento cambiase y era cuestión de tiempo que desbancasen al mastodonte informático. Frente a un valor de 40.000 millones de dólares y los 350.000 empleados de IBM, Apple llegaba apenas a los 3000 millones y empleaba a 4645 personas. Aun así, Jobs no perdía la ocasión de señalar al gigante de los gigantes como la pieza a abatir.

Probablemente, el mejor ejemplo es su intervención pública en una conferencia de seguidores de Apple en otoño de 1983. Con arrogancia y malicia se dedicó a enumerar lo que, en su opinión, habían sido grandes oportunidades que IBM había desperdiciado. En 1958 no habían tenido la clarividencia de comprar Xerox. Diez años después, no vieron venir la aparición de los miniordenadores y DEC se anticipó. En 1977, Apple se les había vuelto adelantar al inventar —al menos eso era lo que él mantenía —el ordenador personal, mientras IBM seguía mirando hacia otro lado. Jobs no consideraba otros competidores; para él, el mercado se reducía a una lucha entre las dos empresas.

A continuación dio un giro dramático en su discurso y situó al público en el año que estaba a punto de comenzar: «Nos trasladamos a 1984. Parece que IBM quiere quedarse con todo», explicó Jobs. «Apple aparece como el único rival capaz de competir con IBM. Los distribuidores, que habían acogido a IBM con los brazos abiertos, empiezan a temer un predominio absoluto del mercado y se vuelcan cada vez más en Apple, la única fuerza que puede asegurarles su libertad futura. IBM insiste en quedarse con todo y apunta con sus cañones contra su último obstáculo: Apple».

«¿Dominará el Gran Azul toda la industria?», inquirió Jobs a una audiencia que grita que no. «¿Tenía razón George Orwell sobre 1984?» volvió a preguntar dando paso a la presentación de un histórico anuncio en el que comparaba a IBM con el Gran Hermano.

08
La revolución Mac

«El Mac tiene el equipo más formidable con el que he trabajado jamás. Es un ordenador excepcionalmente brillante. Pero lo que es más importante es que su filosofía se basa en que el propio viaje es la recompensa. El equipo que lo ha desarrollado desea con fervor que se haga un lugar en el mundo. A día de hoy, el Macintosh les importa más que su vida privada».

La fuerza motriz del Macintosh es este equipo. Por desgracia, no puedo pasar con ellos todo el tiempo que me gustaría porque tengo otras responsabilidades pero siempre que tengo un rato me escapo a verles porque es el sitio más divertido del mundo.

El Apple II desprendía algo mágico, difícil de explicar. Por segunda vez en mi vida he vuelto a sentir esa excitación. Y ha sido gracias al Macintosh. Es de esas oportunidades que no suelen surgir muy a menudo. Desde el principio, sabes que es algo grande. Todos queremos que sea perfecto y trabajamos sin descanso para conseguirlo. Cada uno siente una responsabilidad personal hacia el producto.

El Macintosh es el futuro de Apple Computer. Ha sido fruto del talento de un increíble grupo de personas. La mayoría de las empresas no les habrían dado la oportunidad de causar tanto impacto. E incluso en Apple no podemos garantizar que el equipo vaya a estar unido eternamente. Tal vez continúen juntos en otra versión del Mac pero, después, cada uno seguirá su propio camino. Por ahora hemos permanecido juntos para poder crear este nuevo producto con la convicción de que quizá sea lo mejor que vamos a hacer en toda la vida.

Steve Jobs redactó este texto para el primer número de
Macworld,
la primera revista dedicada al Macintosh, editado en 1984, convencido como la mayoría de sus colegas de Apple de que el nuevo ordenador representaba una revolución tan grande que la adhesión del público estaba asegurada.

Las semanas previas al lanzamiento del Macintosh fueron febriles y los programadores apenas dormían un par de horas al día. Varios meses antes, Jobs había contratado los servicios de un diseñador alemán de gran talento llamado Hartmut Esslinger, creativo del estudio Frogdesign, para que ultimara el aspecto general del ordenador. Encajado en una carcasa monobloque diseñada por Jerry Manock y Terry Oyama, y estilizado por Esslinger, el Mac se distinguía por unas finas líneas que aligeraban las superficies, con unos ángulos sutilmente redondeados. Era una obra de arte en sí mismo.

Mientras, Steve Jobs y John Sculley debatían sobre el precio del Mac. Los ingresos de Apple iban a la baja y el desarrollo del Mac había arrasado con la tesorería de la empresa. Sin embargo una de las primeras decisiones de Sculley fue aumentar considerablemente el presupuesto publicitario de Apple.

El debate causaba estragos entre los dos. ¿Cuál el precio adecuado? El nuevo consejero delegado quería recuperar las inversiones pero Jobs alegaba que los compradores potenciales se desanimarían ante un precio demasiado caro. Para estimular la reflexión, intercambiaban posiciones y Jobs defendía un precio alto mientras que Sculley apoyaba lo contrario. «A Steve y a mí nos gustaba defender una postura y luego la contraria, adoptando los argumentos de la otra parte. Lo hacíamos constantemente cuando debatíamos nuevas ideas, nuevos productos e incluso cuando hablábamos de los compañeros», recuerda Sculley.

En paralelo, Jobs y Sculley se reunían sin cesar con los medios para predicar la buena nueva de la revolución Mac. La revista
Playboy
reservó a Jobs su entrevista mensual, que se publicaría en febrero de 1985 y donde, con un énfasis casi mesiánico, Jobs comparaba la llegada del Mac ni más ni menos que con la invención del teléfono.

«Si hace cien años alguien le hubiera preguntado a Graham Bell qué se podría hacer con un teléfono, el inventor habría sido incapaz de describir hasta qué punto iba a revolucionar el mundo. No podía sospechar que, un día, las personas llamarían para preguntar qué películas van a proyectarse el día siguiente, hacer la compra o comunicarse con un familiar en la otra punta del mundo. Hay que recordar, aun así, que el telégrafo se había presentado en 1844 y que había marcado un avance fantástico en las telecomunicaciones: cualquiera podía enviar un mensaje de Nueva York a San Francisco en una tarde».

Para mejorar la productividad de las empresas, se plantearon instalar un telégrafo en todas las oficinas. Sin embargo, para ser capaz de usarlo había que dedicar al menos cuarenta horas a aprender morse, un extraño código compuesto de puntos y rayas, algo demasiado difícil para la mayoría de la gente. Por suerte, hacia 1870 Bell patentó el teléfono, que cumplía el mismo cometido que el telégrafo pero se podía utilizar al instante.

Hoy nos encontramos en la misma situación. Algunos hablan de instalar un PC de IBM en cada oficina pero eso no funcionaría porque, esta vez, los códigos que hay que aprender son las líneas de código con barras oblicuas inversas y su aprendizaje es tan complejo como aprender morse. La generación actual de ordenadores ya se ha quedado anticuada.

Queremos que el Macintosh sea, como el primer teléfono, una herramienta para el gran público. Ése es el papel del Macintosh. ¡El primer teléfono de nuestro sector!.

Para lanzar el Macintosh, Jobs quería un vídeo publicitario fuera de lo común y, para ello, la agencia seleccionada, Chiat/Day, recurrió a los servicios del cineasta Ridley Scott (el director de moda desde el estreno de
Blade Runner),
que realizó un anuncio basado en el libro
1984
de George Orwell.

Apocalíptico, el anuncio retrataba a una civilización gris compuesta de seres fantasmagóricos que se dirigían, como esclavos amorfos, hacia un auditorio mientras de fondo se oía el discurso enrabietado del Gran Hermano. Perseguida por unos policías vestidos de negro y con casco, una corredora rubia, con pantalón corto en rojo vivo y camiseta de Macintosh, irrumpía en la sala y lanzaba un martillo hacia la pantalla desde la que el Gran Hermano se dirigía a la población. Un viento fresco se extendía por los rostros de los espectadores, que recobraban la vida, y un rayo de sol entraba en la sala. El mensaje final era explícito. «El 24 de enero de 1984, Apple Computer presentará el Macintosh. En ese momento sabrás por qué 1984 no va a ser como
1984».

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