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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (26 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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Y sin embargo, al principio me lo pasé bien, muy bien, la verdad es que confiaba en que se tratara de una cuestión de puro fetichismo, cuero, hierros, argollas y punto, a juzgar por sus comentarios iniciales el de Alicante era un individuo muy simple, demasiado simple para que todo aquello fuera mucho más allá. Por eso permanecí tranquila cuando el inmenso desconocido fijó el extremo de la cadena en el aro posterior de mi collar, ensartando uno de los eslabones en un grueso clavo que introdujo previamente a martillazos en la pared.

Pobre Encarna, pensé, te están jodiendo la casa.

Estaba tranquila todavía, y muy excitada por la densa atmósfera que invadía la habitación, el deseo sólido, espeso, que distorsionaba los rostros de algunos de los presentes, sólo dos ojos ávidos, enormes.

El culturista asumió el papel de maestro de ceremonias.

Agarró a Jesús por un brazo, le condujo al centro de la habitación y le tiró al suelo.

Juan Ramón se acercó lentamente, y le puso un pie encima de la nuca para impedir que se levantara, una pura concesión a la ortodoxia iconográfica, pensé, porque la víctima no mostraba signo alguno de disconformidad con su situación.

Mientras tanto, con la misma forzada parsimonia que caracteriza los últimos contoneos de una bailarina de strip-tease, aquella bestia hizo desaparecer buena parte de su brazo derecho dentro de un largo guante de cuero rígido, adornado con pequeños remaches puntiagudos, que le llegaba hasta el codo.

Luego, sonriendo para sí, cerró el puño y lo miró largo rato, como si necesitara concentrarse para apreciar la potencia de aquella bola erizada de puntas metálicas cuyo aspecto recordaba el de una terrible arma medieval, antes de dirigirse hacia Jesús, que, sumido en el suelo, se había perdido el último acto.

Me descubrí a mí misma sonriendo, los dientes clavados en mi labio inferior, y me asusté, modifiqué inmediatamente la expresión de mi rostro, procuré adoptar un aire distante, neutro, como si todo aquello no fuera conmigo, pero no pude mantener esa apariencia de imperturbabilidad por mucho tiempo.

Lo hizo.

Nunca hubiera creído que fuera posible, que un cuerpo tan pequeño pudiera albergar una maza semejante, pero lo hizo, su antebrazo desapareció casi por completo dentro del menudo atleta, que chillaba y se retorcía, incapaz de levantarse bajo la presión del pie que ahora ya le aplastaba la nuca, lo hizo y, no contento con eso, comenzó a mover el brazo dentro de su envoltorio, recibiendo con una sonrisa los alaridos de dolor que arrancaba en cada recorrido.

Lo hizo, pero él no era el único que parecía disfrutar con el espectáculo.

Lester se acercó a su novio, se apoyó lánguidamente contra él y empezó a acariciarle por detrás con la mano derecha, mientras con la izquierda liberaba hábilmente el sexo deseado, lo encerraba en su puño y comenzaba a agitar ambas cosas, acariciando la húmeda punta con la yema del pulgar. Pronto fue correspondido. Sin disminuir ni un ápice la presión del pie con el que mantenía a Jesús pegado al suelo, el otro consiguió desabrochar con la mano izquierda la hilera de corchetes que atravesaba los pantalones de cuero de mi favorito y, tras acariciar ligeramente su carne, deliciosamente dura, le hundió el dedo índice en el culo, toma, le dijo, Lester suspiró y puso cara de bobito, qué encantador, pensé, mientras advertí que mi sexo se licuaba, mi ser se escurría irremisiblemente entre mis muslos, nunca había podido resistir aquella visión, nunca.

El flamante adolescente de la ropa nueva también parecía muy excitado. Inclinado hacia delante, la boca entreabierta, jadeando ruidosamente, no se perdía un detalle. Su propietario se había puesto cachondo, también, le besaba, le metía mano, le obligaba a hacer lo propio con él, y le hablaba con voz entrecortada, todo esto te lo voy a hacer, punto por punto, cuando volvamos a Alcoy, me vuelves loco, pero te encerraré en el sótano y ya no volverás a ver la calle, ni a tu madre, ni a tus hermanos, solamente me verás a mí, cuando baje a darte de latigazos, mearé encima de tus heridas, no te volveré a dar por el culo, nunca, encontraré otros más guapos y más jóvenes que tú y les llevaré a casa, me los tiraré delante de tus narices, nunca más follarás conmigo, nunca más follarás con nadie, usaré una barra de hierro para eso, te desgarraré con ella, te la dejaré dentro toda la noche, y te obligaré a que se la chupes a mi perro, eso será lo primero que hagas cuando te despiertes cada mañana, ya verás, no te servirá de nada llorar, ni suplicar, te arrastrarás de rodillas para pedirme que te dé de comer, y dejaré que te mueras de hambre, te mataré, te destrozaré con un guante peor que ése de ahí, porque me vuelves loco, loco, todo esto te lo voy a hacer, cuando volvamos a Alcoy...

La mujer de los pezones perforados, encaramada en una butaca, las piernas atravesadas sobre los brazos del mueble, los pies colgando en el aire, se masturbaba con un consolador metálico, negro, con la punta dorada. Me miró, sonrió, luego miró a la yonqui le hizo una señal con la mano, acércate, la otra no se dio por enterada, entonces habló, acércate, le dijo, y por fin lo consiguió, la jovencita del brazo herido se levantó y fue hacia ella, la voz de aquella mujer acaparó toda la atención por un instante, luego extrajo su juguete de entre los muslos y apuntó con él a la boca de aquella torpe prostituta asustada, que mantuvo los labios firmemente cerrados incluso cuando el duro extremo mojado se posó sobre ellos, no debe llevar mucho tiempo en esto, pensé, y me compadecí de ella, porque no sabía calcular, la bruja la agarró entonces del pelo, la levantó en vilo, el puño cerrado sobre la melena castaña, ella chilló, dejó escapar un grito sobrecogedor, y mantuvo la boca abierta, el consolador se perdió entre sus dientes, luego, manteniéndola bien sujeta, la mujer de los pezones perforados atrajo violentamente su cabeza hacia sí misma, y dejé de verle la cara, solamente escuchaba los ahogados ruidos que producía su lengua en contacto con el sexo desnudo de la otra mujer, que, abriéndose con una mano, usando la otra para guiar el instrumento del que obtenía a todas luces un placer cada vez más intenso, se retorcía en su asiento, emitiendo débiles gritos que la acercaban, momentáneamente, a la condición de los seres humanos.

El gigante se cansó de penetrar a Jesús con su brazo enguantado y lo extrajo finalmente de su cuerpo, empapado en sangre. Luego se sentó en el suelo, con las piernas cruzadas, justo delante de la cabeza de su víctima, quien, libre por fin de toda presión, no se movió, no podía moverse, se agitaba trabajosamente sobre el suelo, dejando escapar gemidos agónicos, pero la misma mano que antes le había penetrado, desnuda ahora, se posó sobre su cabeza, revolviéndole el pelo, y, como si respondiera a un signo convenido previamente, el pequeño maltratado logró entonces incorporarse a medias, echó los brazos en torno al cuello de su torturador, le miró con ojos húmedos, tiernos, y le besó largamente en la boca para, después, en silencio, dirigir los labios hacia la gruesa verga de su verdugo, y comenzar a lamerla concienzudamente con la punta de la lengua antes de hacerla desaparecer dentro de su boca, sin insinuar siquiera un reproche, y parecía feliz, comprendí que era feliz, a pesar del pequeño torrente rojo que descendía lentamente por sus muslos.

Las cosas comenzaron entonces a complicarse, todo se desenvolvía muy deprisa, el alicantino reclamó a Juan Ramón y le habló al oído, cuando éste asintió, aquél le besó en la boca, abrazándole con repentina pasión, y se formaron dos nuevas parejas.

El adolescente protestó al principio, miró a su protector con ojos llorosos, alargó hacia él una mano patética, pero no le sirvió de mucho, Juan Ramón se lo llevó a una esquina, le tumbó boca abajo encima de una mesa y le dio un par de azotes, si te portas mal, yo me portaré todavía peor contigo, rey, aquello pareció tranquilizar al corderito, que se quedó inmóvil, tuve que esforzarme para distinguir lo que ocurría después, estaban demasiado lejos, el novio de Lester introdujo su polla en una especie de funda de goma con púas que incrementaba considerablemente su perímetro ya de por sí bastante respetable, y después, sin avisar, abrió con las manos el culo del jovencito y se la metió dentro de golpe, hasta la base.

El cliente, desnudo, se había encaramado a cuatro patas encima del diván, para contemplar mejor el tormento de su favorito, cuando el mío, Lester, se acercó a él por detrás, el sexo enhiesto solamente a medias en una mano, y, con cara de circunstancias, lo hizo pasar lentamente, sin ninguna dificultad, a través del enorme hueco que se abría en aquel cuerpo añoso y blando, al tiempo que con la otra mano agarraba la escasa picha de su beneficiario, un individuo ciertamente poco atractivo, y la agitaba mecánicamente, con desgana.

El alicantino, que no podía contemplar las divertidas muecas de asco que Lester me dedicaba mientras se lo follaba al ritmo más cansino de los posibles, no acusaba en absoluto esa falta de ardor, concentrado en la escena que se desenvolvía ante sus ojos, su pequeño chillando y revolviéndose ante las bestiales embestidas de un arma terrible, cuyas dolorosas consecuencias eran fácilmente calculables a la vista del miserable calibre del sexo que aquel pobre niño estaba acostumbrado a engullir, pero sin embargo, en un momento determinado, la víctima dejó de chillar, y comenzó a generar sonidos muy distintos, como si el dolor se diluyera de repente en sensaciones de otra naturaleza, era evidente que le daba gusto, se lo estaba pasando muy bien, ahora, apoyó las dos manos sobre la mesa, irguiéndose ligeramente, comenzó a moverse, y todos pudimos ver su polla, tiesa, contra el cristal.

Entonces su propietario se asustó, basta ya.

Me sonreí para mis adentros, no te va a servir de nada mandarle parar, pensé, te has pasado de listo y ya no volverá a disfrutar contigo, ha descubierto que existen cosas mejores que tú, imbécil.

Los acontecimientos me dieron la razón.

El grado de conformidad que mostraba Lester hacia su destino cambió radicalmente cuando su novio, sin haber desnudado su sexo aún, se dirigió hacia él, contoneándose levemente, con una sonrisa en los labios, se las arregló para encontrar un sitio donde apoyar las rodillas, y le penetró; acariciándole el pecho con una mano. El alicantino tuvo que notar el cambio de situación, porque a juzgar por la expresión de felicidad que se dibujó en su cara, la polla de mi favorito tenía que haberse puesto como una piedra, y debía de ser capaz de llenar adecuadamente por fin su holgado conducto, pero eso no debía importarle mucho ahora, porque el muñeco que se había traído desde Alcoy se negaba a obedecer sus órdenes, y lejos de presentarse ante él, cruzó de rodillas, con la boca abierta, toda la habitación, para satisfacer después humildemente con la boca al eventual amante del amante de su amante, al magnánimo ser que le había abierto los ojos de una vez para siempre, y se dedicó a lamer generosamente sus testículos antes de abrir su grupa con las manos para hundir la lengua en el orificio central. Juan Ramón sin volverse, le dio su conformidad con un gruñido.

Me lo estaba pasando bien, muy bien, pero entonces, de repente, me di cuenta de que éramos nueve, y de que ocho, todos excepto yo, habían entrado ya en juego.

Entonces me asusté, adquirí conciencia por primera vez de mi inmovilidad, e intuí que posiblemente estaba destinada a ser el plato fuerte de la velada.

Ella vino hacia mí, me cogió por las muñecas, y apretó mis manos alrededor de sus perforados pechos haciendo lo mismo conmigo, me acariciaba suavemente al principio, sus uñas me producían una sensación muy agradable, pero sus dedos se desplazaron rápidamente hacia mi sexo, estiraron mis labios hacia abajo, y los pellizcaron repetidamente con sus afiladas puntas, me hacía mucho daño, de modo que aunque intuía que el efecto de mi acción resultaría tal vez peor que su causa, lancé una de mis rodillas contra su cuerpo, y conseguí tirarla al suelo mientras chillaba con todas mis fuerzas, llamando a Encarna a gritos, confiando todavía en poder escapar indemne de allí, nunca más, me juraba a mí misma, nunca más, pero no vino nadie, nadie, los demás Participantes en aquella fiesta me miraron un instante con curiosidad, sin mostrar intención alguna de intervenir en mi favor, excepto la yonqui que me miraba con lágrimas en los ojos, y lo intentó

Pero la detuvieron a tiempo, a las dos nos iba a costar muy cara la dosis aquella noche, pensé, y ella se levantó por fin, lentamente, me miró, sonriendo, y arrodillada ante mí, desgajó los tacones de mis botas y tuve que agarrarme con las dos manos a la cadena para impedir que la súbita presión provocada por la brusca disminución de mi estatura me rompiera el cuello, conseguí un cierto equilibrio de puntillas sobre las elevadas plataformas a cambio de la inmovilidad más absoluta, ella soltó una carcajada antes de alojar su puño en mi estómago, yo no podía moverme, sus uñas se clavaron en mi escote, desplazándose luego bruscamente hacia abajo, abriendo heridas largas y toscas, más tarde recurrió a procedimientos más sutiles, como las dos pequeñas pinzas plateadas que aprisionaron mis pezones, unidos por una cadenita de la cual ella estiró hacia sí violentamente, para que todo mi cuerpo fuera detrás de mis pechos, que yo sentía cada vez más lejos, como si fueran a rasgarse de un momento a otro, así jugó, conmigo un buen rato, impulsándome hacia delante y hacia atrás con simples movimientos de su muñeca, columpiándome sobre mis precarios apoyos, las manos desolladas ya por el roce con los eslabones de la cadena, los brazos cada vez más débiles, los músculos progresivamente dormidos, pero también de eso se aburrió, y me concedió un par de minutos de descanso antes de volver con algo que no pude distinguir muy bien al principio, aunque luego, mientras lo golpeaba contra la palma de su mano, advertí que se trataba de un objeto bastante corriente un calzador de metal montado sobre una caña de bambú, y no vi nada más, ella me dio la vuelta con las manos, volviéndome contra la pared, dando comienzo a una nueva fase, y entonces fue cuando recordé aquel viejo chiste malo, porque solamente me dolieron las treinta primeras hostias, descargó el primer golpe contra mis pantorrillas, después fue ascendiendo poco a poco sobre mis muslos, concentrándose en el tramo que se extendía inmediatamente a continuación del borde de las botas, luego, en contra de lo que yo imaginaba, se detuvo poco tiempo en mis nalgas pero, a cambio, desencadenó una espantosa avalancha de golpes un poco más arriba, a la altura de los riñones, y el dolor llegó a hacerse tan insoportable que más tarde apenas sentí los impactos del calzador sobre mi espalda, pero eso no era suficiente todavía, y colocándome nuevamente frente a ella repitió el proceso en sentido inverso, de arriba a abajo esta vez, azotando salvajemente mis pechos primero, me di cuenta de que eso le gustaba, le gustaba mucho, en aquel momento el gigante se acercó a nosotras, y rodeó mis costillas con un brazo, para levantarlos e impedir que temblaran después de cada golpe, aumentando la superficie disponible, ella desprendió la pinza de mi pezón izquierdo y cerró los dientes alrededor de él, yo pensaba que la carne estaría tumefacta, insensible ya, pero no era así, su mordisco vino a demostrarme que el estado de inconsciencia en el que confiaba sumirme de un momento a otro estaba todavía muy lejos, los golpes se redoblaron, y al final, él hizo pasar sus brazos bajo mis corvas y me sujetó con firmeza, liberando momentáneamente mis manos de la dolorosa obligación de sujetar la cadena, para que ella se ocupara de la piel interior de mis muslos, aproximándose lentamente a mi sexo, lo esperaba, y esperaba desmayarme entonces de una vez, pero sentí el impacto del calzador sobre la carne contraída, temblorosa, y no pude sustraerme al dolor, tuve que soportarlo íntegramente, durante minutos que se me antojaron siglos, mientras me consolaba pensando que aquello no iba a durar mucho más, porque si las aristas metálicas no me mataban, cuando él dejara de sujetarme, abandonándome nuevamente a mi suerte, no iba a tener fuerzas para sujetar la cadena ni media hora más, y acabaría rompiéndome el cuello dentro del rígido collar de perro.

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