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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú

BOOK: Las edades de Lulú
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Una historia de amor y de sexo que no se resigna a dejar de serlo. Sumida todavía en los temores de una infancia carente de afecto, Lulú, una niña de 15 años, sucumbe a la atracción que ejerce sobre ella un joven, amigo de la familia, a quien hasta entonces ella había deseado vagamente. Después de esta primera experiecia, Lulú, niña eterna, alimenta durante años, en solitario, el fantasma de aquel hombre que acaba por aceptar el desafío de prolongar indefinidamente, en su peculiar relación sexual, el juego amoroso de la niñez. Crea para ella un mundo aparte, un universo privado donde el tiempo pierde valor. Pero el sortilegio arriesgado de vivir fuera de la realidad se rompe bruscamente un día, cuando Lulú, ya con 30 años, se precipita, indefensa pero febrilmente, en el infierno de los deseos peligrosos.

Almudena Grandes

Las edades de Lulú

ePUB v1.0

rosmar71
13.04.12

©1989, Grandes, Almudena

©2010, Tusquets Editores

Colección: Maxi, 1/8

ISBN: 9788483835579

Supongo que puede parecer extraño pero aquella imagen, aquella inocente imagen, resultó al cabo el factor más esclarecedor, el impacto más violento.

Ellos, sus hermosos rostros, flanqueaban a derecha e izquierda al primer actor, que entonces no pude identificar, tal era la confusión en la que aquella radiante amalgama de cuerpos me había sumido previamente. La carne perfecta, reluciente, parecía hundirse satisfecha en sí misma sin trauma alguno, sujeto y objeto de un placer completo, redondo, autónomo, tan distinto del que sugieren esos años mezquinos, fruncidos, permanentemente contraídos en una mueca dolorosa e irreparable.

Tristes, pensé entonces.

Ellos se miraban, sonrientes, y miraban la abierta grupa que se les ofrecía. En los bordes, la piel era tensa y rosa, tierna, luminosa y limpia. Antes, alguien había afeitado cuidadosamente toda la superficie

Aquella era la primera vez en mi vida que veía un espectáculo semejante. Un hombre, un hombre grande y musculoso, un hombre hermoso, hincado a cuatro patas sobre una mesa, el culo erguido, los muslos separados, esperando. Indefenso, encogido como un perro abandonado, un animalillo suplicante, tembloroso, dispuesto a agradar a cualquier precio. Un perro hundido, que escondía el rostro, no una mujer.

Había visto decenas de mujeres en la misma postura. Me había visto a mí misma, algunas veces.

Fue entonces cuando deseé por primera vez estar allí, al otro lado de la pantalla, tocarle, escrutarle, obligarle a levantar la cara y mirarle a los ojos, limpiarle la barbilla y untarle con sus propias babas. Deseé haber tenido alguna vez un par de esos horribles zapatos de charol con plataforma que llevan las putas más tiradas, unos zancos inmundos, impracticables, para poder balancearme precariamente sobre sus altísimos tacones afilados, armas tan vulgares, y acercarme lentamente a él, penetrarle con uno de ellos, herirle y hacerle gritar, y complacerme en ello, derribarle de la mesa y continuar empujando, desgarrando, avanzando a través de aquella carne inmaculada, conmovedora, tan nueva para mí.

Ella se me adelantó. Entreabrió los labios y sacó la lengua. Sus ojos se cerraron y empezó a trabajar. Siempre de riguroso perfil, como una doncella egipcia, recorría aplicadamente con la punta de la lengua la exigua isla rosa que rodeaba la sima deseada, lamía sus contornos, resbalaba hacia dentro, se introducía por fin en ella. Su compañero la miraba y sonreía.

Pero pronto la imitó. También el abrió la boca y cerró los ojos, y acarició con la lengua esa piel intensa, la frontera del abismo. Al mismo tiempo, con su mano libre, la única mano que estaba al alcance de la cámara, golpeó suavemente la grupa del desconocido, que comenzó a moverse rítmicamente, adelante y atrás, como si respondiera a un secreto aviso. El agujero, empapado de salivas apenas, se contrajo varias veces.

De vez en cuando, inevitablemente, sus lenguas se encontraban, y entonces se detenían un instante, se enredaban entre sí y se lamían mutuamente, para desligarse de nuevo, después, y volver por separado a su tarea original.

Ella dejaba que sus dedos, sus larguísimas uñas pintadas de rojo oscuro, color de sangre seca, se deslizaran lentamente de arriba abajo, dejando tras de sí leves surcos blanquecinos, marcando su territorio. El, mientras tanto, amasaba la carne clara con la mano, la pellizcaba y la estiraba, imprimiendo sus huellas en la piel. Ninguno de los dos permitió a su lengua el más breve descanso.

Repentinamente la cámara les abandonó, me abandonó a mí, a mi pobre suerte.

Tras la primera sacudida, asombro y alborozo, había experimentado la inefable sensación de un cambio de piel. Estaba muy alterada, pero comprendía. Era adorable así, mezquino, encogido, la cara oculta. Yo le deseaba. Deseaba poseerle. Aquélla era una sensación inaudita. Yo no soy, no puedo ser un hombre. Ni siquiera quiero ser un hombre. Mis pensamientos eran turbios, confusos, pero a pesar de todo comprendía, no podía dejar de comprender.

Luego, apenas un instante después de la metamorfosis, la acostumbrada sensación de estar portándome mal.

Un frío húmedo, un desagradable chasquido, la piel erizada, acabo de salir de un baño templado, asquerosamente tibio, y los baldosines están helados, y no hay toalla, no puedo secarme, tengo que permanecer de pie encogida, frotándome todo el cuerpo con las manos, con las yemas sarmentosas, arrugadas como los garbanzos del cocido familiar, el inevitable cocido de los sábados.

Desvalimiento. Quiero regresar al útero materno, empaparme en ese líquido reconfortante, encogerme y dormir, dormir durante años.

Siempre ha sido así, la misma repugnante premonición del arrepentimiento. Desde que tengo memoria, siempre lo mismo, aunque entonces, hace tantos años, sufría más. Atracarme de chocolate, pegarme con mis hermanos, mentir, suspender las matemáticas, apagar la luz, despegar ansiosamente los recónditos labios con la mano izquierda y rozar aquello cuyo nombre aún no conozco con la yema del índice diestro, describiendo círculos leves e infinitos, capaces de provocar al fin la escisión. Me parto en dos, una indescifrable espada me atraviesa y mis muslos se separan para siempre. Noto la grieta que me corre por la espalda. Me corro. Me abro, me escindo en dos seres completos. Como una ameba. Elemental, feliz y babosa.

Cuando vuelvo a ser una, un solo ser superior, las baldosas están gélidas y no tengo nada con que secar esas gotas de agua asquerosamente tibia, que me dan ganas de llorar.

Pero el desconocido ha vuelto, mi cuerpo se ha convertido nuevamente en un lugar caliente, confortable.

Lo tenía delante, en todo su esplendor. Sus acólitos permanecían a su lado, pero ya no se ocupaban en él. Se miraban sonrientes, como al principio.

Apenas un instante después comenzaron a besarse de una manera salvaje, urgente, insólita en una película pornográfica. Antes les había visto hablar, intercambiar gestos y gruñidos de tanto en tanto, como si en realidad se conocieran bien. Tal vez fuera así, no lo sé. De todos modos, el beso, su sorprendente y sincero beso, cesó pronto, bruscamente, tal y como había empezado. De nuevo retornaron a la formación original, y de nuevo fue ella quien tomó la iniciativa.

Súbitamente, sin previo aviso, la mirada fija en la de su compañero, introdujo uno de sus aguzados dedos en el desconocido, que esta vez no pareció acusar el cambio de situación. Las uñas eran tan largas y tan afiladas que resultaban animales, casi repugnantes. Supuse que debía hacerle daño, tenía que estar haciéndole daño cuando, a pesar de que él había engullido obedientemente todo el dedo, hasta la base, seguía empujando, retorciendo la mano en torno a la entrada, mientras increpaba jocosamente al otro hombre, que la miraba, aparentemente divertido.

Ella parloteaba y gesticulaba exageradamente, como una niña pequeña excitada por una sorpresa. Fruncía los labios en un morrito suplicante, ladeaba levemente su cabecita rubia y menuda, dejaba ver la aguda punta de su lengua.

Le metió al desconocido otro dedo, el segundo.

Entonces comenzó a mover la mano más deprisa, más enérgicamente, y su brazo comenzó a temblar, todo su cuerpo se movía en pos de su mano. Sus gestos se hicieron más explícitos, todavía más femeninos, sus labios se contrajeron en una mueca brutal, ridícula. Y penetró al desconocido por tercera vez.

Fue enloquecedor.

No fui capaz de experimentar ninguna sensación cercana a la compasión, a pesar de que me aferraba a la idea de que todo aquello debía de ser muy doloroso para él. Está siendo castigado, pensé, tan arbitrariamente como antes ha sido premiado. Era justo. Aquel pequeño dolor, un dolor tan ambiguo, a cambio de tanta belleza.

La visión del desconocido, penetrado al fin y al cabo, me nublaba el cerebro.

Solamente después, recobrada la calma, deseché la gozosa hipótesis del castigo y el sufrimiento. Recordé todos mis pequeños tormentos voluntarios, aquellos a los que quizá se entregan todos los niños pero que yo no he podido abandonar todavía. Apretar una goma en torno a la falange de un dedo, dar vueltas y vueltas hasta que la piel se vuelve morada y la carne empieza a arder. Clavar todas las uñas a la vez en la palma de la mano, hincar los dedos con fuerza y contemplar después las irregulares señales, pequeñas medias lunas cárdenas. Y el mejor, introducir una uña en la estrecha ranura que separa dos dientes y presionar hacia arriba, contra la encía. El dolor es instantáneo. El placer es inmediato.

El desconocido comenzó a moverse de nuevo. Seguramente se retorcía de placer.

Entonces el otro, el hombre de pelo amarillo y águila tatuada, azul, en el antebrazo, abandonó su pasiva condición de espectador y se puso de pie. Posó levemente su mano izquierda sobre el desconocido, cuyo rostro, sumido entre dos enormes hombros, no pude ver aún. Su mano derecha empuñaba una verga gloriosa.

La mujer extrajo muy lentamente sus tres dedos. Miró todavía una última vez al hombre rubio, ahora completamente erguido, y desapareció por la derecha, andando de rodillas como una penitente.

Los dos hombres se quedaron solos.

Fue entonces cuando advertí que seguramente el desconocido iba a ser sodomizado.

Sentí un extraño regocijo, sodomía, sodomizar, dos de mis palabras predilectas, eufemismos frustrados, mucho más inquietantes, más reveladores que las insulsas expresiones soeces a las que sustituyen con ventaja, sodomizar, verbo sólido, corrosivo, que desata un violento escalofrío a lo largo de la columna vertebral. Nunca había visto follar a dos hombres, a los hombres les gusta ver follar a dos mujeres, a mí no me gustan las mujeres, nunca me había parado a pensar que alguna vez podría ver follar a dos hombres, pero entonces sentí un extraño regocijo y recordé cómo me gustaba pronunciar esa palabra, sodomía, y escribirla, sodomía, porque su sonido evocaba en mí una noción de virilidad pura, virilidad animal y primaria.

Tanto el desconocido como su inmediato amante, sodomitas, eran sin duda ganado de gimnasio. Cuerpos intachables, músculos elásticos, ahora tensos, piel lustrosa, impecable bronceado, jóvenes y hermosos griegos de las playas de California.

Carne perfecta.

No había nada de femenino en ellos.

El hombre rubio fue a colocarse exactamente detrás del desconocido. El ritmo de su mano derecha acentuaba las enormes proporciones de su sexo, enorme, rojo y reluciente, tieso. Las gruesas venas moradas, torturadas por la piel escasa, parecían a punto de estallar, un magnífico presagio, pero él se acariciaba muy tranquilamente, los pies clavados en el suelo, los ojos, serenos, vigilando el movimiento de la mano, el rostro serio, sobrio incluso, mientras su compañero de reparto seguía esperando, clavado a gatas sobre la mesa.

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