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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (8 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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Me dijo que le parecía muy bien.

La velada resultó un desastre, un completo desastre.

Comer sí comimos, comimos un montón de cosas venenosas, cientos de miles de calorías, y con pan, pero eso no consiguió ponernos de buen humor.

Beber sí bebimos, pero nos dio triste, una borrachera llorona y triste. Chelo no sabía qué iba a hacer con su vida si suspendía las oposiciones, después de tantos años. Yo había abandonado a Pablo para disponer de la mía, de mi propia vida, y ahora tampoco sabía qué hacer con ella.

Me sobraba por todas partes.

Bebíamos en silencio, cada una con lo suyo, Chelo tenía todavía los ojos brillantes. A mí me estaban brotando las lágrimas cuando me levanté, la copa a medias, y anuncié que nos íbamos, que ya estaba bien.

Nunca lloro en lugares públicos, si puedo evitarlo.

Cuando arranqué, había decidido volver, dejar a Chelo en casa y volver otra vez. Por aquel entonces, mis días consistían en dos ocupaciones básicas, decidir volver y decidir que no volvería, ininterrumpidamente.

Era muy tarde, pero la calle estaba llena de gente, gente que se reía en grupitos, gente que recorría las terrazas de arriba a abajo, mirando en todas direcciones al acecho de una mesa libre, gente que se había sacado las copas a la calle, para mirar y dejarse ver, gente corriente que parecía divertirse.

Hacía mucho calor todavía, parecía que el verano no iba a terminar nunca.

Chelo seguía viviendo en el mismo barrio de cuando éramos pequeñas. Enfilamos una calle muy familiar para las dos, ancha y elegante, aparentemente desierta, pero ellos estaban allí.

Estaban allí, semiescondidos en los portales, emperifollados y tambaleantes sobre los tacones puntiagudos, pantalones brillantes y ceñidos, fantasmagóricos leopardos sintéticos sobre una superficie inverosímilmente lisa, escotes magnánimos, telas perfectas, perfectas, envidiables, labios rojísimos, pestañas postizas empastadas de rimmel de colores y peinados infantiles, se debían haber pasado de moda las melenas de leona y ahora casi todas llevaban coletitas, con gomas y lazos de colores, sus cabecitas cosidas con horquillitas, maripositas y manzanitas.

Obedeciendo un impulso incontrolable, disminuí la velocidad y me pegué a la acera. Chelo protestó, pero no le hice caso.

Entonces le vi, estaba muy arriba, casi en la esquina con Almagro, vestido con una especie de pijama naranja, un cinturón negro muy ancho, adornado con cadenas y monedas doradas, en medio de un grupito, besando a todos los demás, su melena intacta todavía, era un clásico.

Me acerqué a su lado, llamándole a gritos por la ventanilla.

Ely se volvió, tardó algún tiempo en reconocerme, yo no solía conducir, conducía siempre Pablo antes, y luego vino hacia mí con grandes aspavientos.

—¡Lulú! ¡Qué alegría!

En el coche aparcado al lado del mío, un hombre apenas un par de años mayor que yo, bien vestido y con aspecto de ejecutivo en ascenso, feliz padre de familia quizás, negociaba discretamente con dos travestis, uno alto y corpulento, el otro pequeñito, con aspecto aniñado.

Ely me plantó dos besos sonoros, uno en cada mejilla. Saludó a Chelo luego, también muy efusiva mente. No tenía buen aspecto, estaba muy avejentado, siempre habíamos sentido miedo por él, Pablo y yo, presentíamos que acabaría mal.

—¿Qué haces aquí? —se había marchado al Sur aproximadamente un año antes—. Creí que estabas en Sevilla...

—¡Ahg! No me hables —se echó el pelo para atrás, con una mano, llevaba las uñas pintadas de blanco nacarado, nunca se las había visto así, a lo mejor se creía que le hacían más joven—. Los sevillanos son demasiado... sevillanos, para mí. Me cansé de ellos muy pronto, echaba de menos la corte, el ambiente, no sé. Además, estoy enamorada otra vez, no puedo evitarlo, en fin, ya sabes...

Había bajado la voz para confesarlo, estoy enamorada, como si esa circunstancia fuera capaz de explicar por sí misma su traslado, estoy enamorada, lo dijo en un tono dulce y tímido, casi con unción, menuda zorra estás hecha pensé, cuando hablaba de amor olvidaba que era un hombre en realidad y no podía evitar pensar en ella en femenino.

Chelo la felicitó estruendosamente, añadiendo que tuviera cuidado, que los hombres eran muy malos. Ely le contestó que a quién se lo iba a decir, pero que de todos modos, no podía vivir sin ellos.

Eso sí, Chelo estaba de acuerdo. Yo escuchaba su diálogo, pendiente del trato que se estaba cerrando a mi izquierda. Pensé que tendría que mover el coche para dejarles salir, pero se instalaron los tres en el asiento de atrás, el cliente en el centro, y empezaron a meterse mano los unos a los otros.

—¡Oye! —el potente acento extremeño de Ely me obligó a volverme hacia él—. ¡Vi a tu chico en la tele, hace un par de meses, en Sevilla! Sale mucho, ahora...

Asentí con la cabeza, sonriendo. Pablo tenía ya cuarenta y dos años, pero para Ely siempre sería mi chico, igual que para Milagros la desteñida era la chica de Pablo, por lo visto. Por lo demás no me extrañó, se había puesto de moda, de repente.

—Pero ¿por qué sale siempre hablando del cura ése?

—¿De qué cura? —no le entendía. Además, últimamente procuraba no ver a Pablo por la televisión.

Los restantes participantes del coloquio, el debate, el programa o lo que fuera, solían resultar tan imbéciles que el aplomo de mi marido, su sabiduría, su media sonrisa torcida, cargada de mala leche, me recordaban que le quería, que le quería terriblemente, a pesar de todo, y eso me producía insoportables deseos de volver, me hacía añorar el lazo rosa y la piel blanca, suave, aborregada, que había vestido durante tanto tiempo.

—Pues de ese cura, de ése que lleva muerto tantos años, ahora no me sale el nombre, por Dios, sí, tienes que saber quién es, ése que estaba liado con la monjita, ésa sí que me cae bien, debía de ser muy buena persona, la monjita, y muy lista.

—Pero ¿qué monja?

—¿Cuál va a ser? Esa de las yemas, mujer, la santa, la de Avila...

—¡Ah! San Juan...

—Eso, San Juan de no se qué, siempre sale hablando de lo mismo, no sé cómo no se aburre, claro que el otro día estuvo muy bien, salió un yanqui diciendo que, en realidad, cuando se machacaban con el látigo y esas cosas, lo hacían para correrse, que al final se corrían, eran masocas, ¿comprendes? —asentí con la cabeza, sabía de cuál imbécil me estaba hablando—. A mí me pareció muy simpático, dijo cosas muy graciosas, pero tu chico se cabreó mucho con él, estuvo grosero incluso, yo encantada, ya sabes que me encanta Pablo cuando se altera, se pone muy guapo, y además las canas le dan ahora algo especial, no sé qué, pero está muy bien.

Mi vecino estaba muy ocupado. Había deslizado las manos debajo de la ropa de sus dos acompañantes para extraer sus respectivos sexos, que sostuvo un momento sobre las palmas, contemplándolos apreciativamente. Uno de ellos —el pequeñito de aspecto aniñado— tenía una polla muy respetable. El otro, alto y llamativo, devoto de la estética de la vedette de revista, con boa de plumas y todo, poseía un pequeño pene tonto y encogido, que constituía a todas luces el más endeble y miserable de todos sus miembros. Desde luego nunca se sabe, eso debió de pensar también su cliente, que emitió un pequeño grito de sorpresa y alborozo antes de comenzar a acariciarles equitativamente, sin discriminar, todos son criaturas de Dios al fin y al cabo, a cada uno con una mano, mientras ellos hacían lo propio con él, besándose en la boca todo el tiempo. Ely me preguntó algo, pero no le escuché. Repitió la pregunta, en voz más alta.

—¡Que dónde está Pablo!

—La verdad es que no lo sé. Ya no vivimos juntos.

Si le hubiera dicho que la tierra se estaba abriendo debajo de sus pies, no se habría sorprendido más. Se quedó callado, mirándome a los ojos, sin saber qué decir. Luego, comprendí que era más fuerte que él, acercó su cabeza a la mía muy sigilosamente.

—No se habrá pasado a la acera de enfrente, ¿verdad? —sonreí, allí iba a estar él, la Ely, para sacarse la primera entrada, casi sentí darle un disgusto.

—No, lo siento pero creo que no, anda liado con una pelirroja.

—Más joven que tú, claro.

Estuve a punto de mandarle a la mierda, pero me contuve.

—Sí, más joven que yo.

—Así que Pablo te ha dejado por una pelirroja...

—No —procuré hablar despacio, recalcando las palabras—, yo le he dejado a él, y él, después, se ha liado con una pelirroja.

Me había equivocado en mis apreciaciones antes. Ahora me miraba mucho más sorprendido que antes, la cabeza torcida, sonriéndome con sorna.

—¿Que tú has dejado a Pablo? —él también recalcaba las palabras—. ¿Te piensas que yo me voy a creer que tú has dejado a Pablo...? ¡Venga ya, Lulú!

—¡Vete a tomar por culo! —Eso es todo lo que fui capaz de contestarle, vete a tomar por culo. Estaba furiosa, y no quería que me viera llorar, el maricón ése, ¡venga ya, Lulú!, me cago en sus muertos, vete a tomar por el culo y a ver si te lo rompen de una puta vez; él me miraba como si estuviera loca, generalmente respondía con un ¡muchas gracias! o un ¡Dios te oiga!, y me hacía reír, pero aquella vez se dio cuenta de que iba en serio, vete a tomar por culo, arranqué de golpe, casi nos estrellamos con el de atrás, menos mal que acababa de recoger la mercancía e iba todavía despacio, a mi izquierda había empezado el movimiento, el ejecutivo vestido de azul se había puesto al pequeñito encima, se la iba a meter de un momento a otro, el otro se la meneaba con la mano, lo sentí por eso, me iba a perder lo mejor.

Chelo me miraba, asustada.

—¿Qué te pasa? —no contesté—. Pero... ¿por qué te pones así? Al fin y al cabo, Ely siempre ha estado enamorado de Pablo ¿no?, eso dice él, por lo menos. ¡Por favor, Lulú, ten cuidado! Nos vamos a matar...

Conduje como una bestia, como una auténtica bestia, saltándome los semáforos, no los veía, tenía los ojos llenos de lágrimas.

No había sido capaz de encontrar mi blusa blanca, cuando me marché de casa.

Una noche, casi un año después de nuestro primer encuentro, Pablo apareció con él. Había estado firmando en la feria, una obligación que detestaba, y se lo había encontrado, Ely se había presentado con uno de sus libros en la mano y se había quedado haciéndole compañía toda la tarde, porque como de costumbre no se acercó casi nadie a la caseta. Pablo en compensación le invitó a cenar, y él mismo hizo la cena.

Llevaba una camiseta de raso rosa pálido, con tirantes muy finos y encajes en el escote, muy bonita.

—Es preciosa, la camiseta.

—Te la regalo —estaba muy gracioso, con uno de mis delantales, cociendo raviolis—. Va en serio, Lulú, quédatela, tengo otras iguales, de colores distintos.

—Me estará pequeña, seguro, soy mucho más tetona que tú...

—Uy, no creas.

—...pero podrías decirme dónde la has comprado, me gusta mucho.

Así que quedamos para ir de compras, una tarde.

Fuimos a merendar tortitas con nata, primero, a mí también me encantan, confesó, y luego me llevó a cuatro sitios. Solamente uno de ellos era una tienda, con puerta en la calle y cartel luminoso, dependientas y todo eso, los demás eran tres pisos, todos bastante cerca de Sol, y el último estaba en un sexto sin ascensor.

Cuando llegamos allí no tenía ningunas ganas de subir en realidad.

Había comprado kilos de ropa interior, Pablo me había dado bastante dinero, sabía que me apetecía, y la verdad es que me había divertido mucho, probándome delantales minúsculos, de tela brillante, con cofias a juego, corsés de los que se abrochan por detrás y bragas altas hasta la cintura pero completamente abiertas por debajo. Ely me ayudaba y me aconsejaba, eso no te sienta bien, eso sí, cómprate algo de cuero negro, da muy buenos resultados...

No le hice ni caso, debía de estar harto de mí.

No escogí nada negro, ni rojo, en realidad me hubiera gustado tener algún liguero de aquellos, chillones, me sentaban bien, y eran tan clásicos, pero a Pablo le horrorizarían esos colores, y me mantuve firme en el blanco, casi todo blanco, algo beige, rosa, amarillo, incluso una especie de cosa indescriptible, híbrido de camisón y bañador, lleno de tiras y de agujeros por todas partes, incomodísimo pero divertido por lo barroco, de color verde agua, muy pálido.

No me apetecía nada subir a un sexto andando, pero subí, resoplando sobre los peldaños de madera que olían a lejía rancia, subí por no decepcionar a Ely, porque él me dijo que ese sitio, que ni siquiera tenía un cartel encima del balcón, ni una placa de latón en el portal, nada de nada, era el mejor y por eso lo había dejado para el final.

La dueña tenía aspecto de haber sido flamenca en otros tiempos, el pelo teñido de negro azulado, estirado hacia atrás y recogido en un moño aplastado, justo encima de la nuca. Llevaba las cejas dibujadas de gris claro y los párpados pintados de azul rabioso, el lápiz de labios era muy parecido al que solía usar Ely, rojo escarlata pasión o un nombre similar, colorete a juego, muy morena, con un par de dientes de oro, su cara parecía el mapa físico de algún país muy accidentado.

Me preguntó si era andaluza.

Cuando le contesté que no, me miró, un tanto decepcionada. Luego quiso saber dónde trabajaba. No supe qué contestar, seguía luchando con Marcial por aquel entonces, y no supuse que mis batallas fueran a interesarle mucho. Ely me sacó del apuro explicándole que yo era una mujer decente, bueno, decente más o menos. Ya, retirada, la flamenca se quedó satisfecha con su deducción, pero me miró con cierta desconfianza.

Por alguna razón, yo no le gustaba.

A pesar de eso, gorda como una foca, vestida con una bata estampada, nos guió a través de un pasillo eterno hasta el que parecía el único cuarto exterior de la casa, una sala bastante grande con un par de vitrinas-mostradores de cristal y biombos en las esquinas, en las que, además de ropa, se podían ver toda clase de artilugios destinados a procurar placer.

La vi enseguida, colgada de una percha.

Era diminuta, blanca, casi transparente, la batista era tan Fina que parecía gasa.

El cuello, cerrado por arriba, terminaba en dos solapas minúsculas, rematadas con volantes. Justo debajo de éstos, dos mariposas sostenían una guirnalda de flores muy pequeñas, bordadas con hilo satinado y perlitas. A ambos lados del bordado, cuatro jaretas muy finas. Y nada más. Las mangas eran cortas, de farol, terminaban en una tira que se abrochaba con un botón pequeño, de nácar. La blusa también era muy corta, se abrochaba por detrás, con botones de reflejos rosados, y el último, a la altura de la cintura, no se veía, un lacito ocultaba el ojal sobre una tira de tela similar a la que remataba las mangas pero más ancha.

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