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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (5 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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—No, no ha estado mal, en serio, al tío no hay un Dios que lo aguante, ya sabes, pero la gente se lo ha pasado bien, ha chillado, ha llorado y se ha ido a casa contenta —adoptó un tono épico, como los locutores de televisión cuando transmiten un partido de la selección nacional—, en suma, te has perdido otra jornada de gloria para el socialismo español, camarada, una más, estamos embalados... —podía escuchar las carcajadas de mi hermano, al otro lado del teléfono, Pablo también se reía, ni siquiera yo soy capaz de mentir mejor.

Me pasó las manos por detrás y me desabrochó el sujetador, un Belcor enorme, modelo inevitable años setenta, color carne, cuadraditos en relieve y tres florecitas de tela en el centro, cuya contemplación le había provocado exagerados y mudos espasmos de horror. Tapó el auricular con la mano, me pasó un dedo por debajo de la hombrera y me susurró al oído:

—¿Esta es la pérfida estrategia de tu madre para que lleguéis todas vírgenes al matrimonio, o qué?

Me quitó la blusa y el sujetador, cambiándose el teléfono constantemente de sitio.

—¡Ah! Lulú..., Lulú ha sido mi buena acción del día... —me miraba y sonreía, estaba guapísimo, más guapo que nunca, encantado con su papel de concienzudo pervertidor de menores satisfecho de sí mismo—. Una roja más, tío, he hecho una roja más, sin cursillo, ni Gorki, ni nada. Se lo ha pasado de puta madre, en serio —hablaba despacio, mirándome, y recalcando las palabras, hablaba para Marcelo y para mí al mismo tiempo, y me pasaba el vaso por los pezones, dejando una estela húmeda, gratuita, porque tenía los pechos de punta desde que empezó, aunque el hielo provocaba una sensación contradictoria y agradable—, no te lo imaginas, ha levantado el puño, ha chillado como una histérica, ha venido cantando la Internacional en el coche todo el tiempo, en fin, el repertorio completo, ya sabes —me miró—, y nunca he visto a nadie mover la boca con tanto entusiasmo, estaba encantada de la vida... —sonreía, y yo le devolvía la sonrisa, ya no tenía miedo, y sí ganas de reírme, aunque no podía hacerlo.

Traté de acelerar las cosas y me desabroché la hebilla del primer cierre de la falda, pero Pablo movió negativamente la cabeza y me dio a entender que me la abrochara otra vez.

—Lo que pasa es que nos hemos encontrado con mucha gente, hemos estado bebiendo por ahí, y ahora está con un pedo que no se sostiene —me metió la mano libre debajo la falda y comenzó a acariciarme la cara interior de los muslos con la punta de los dedos—. ¡No me jodas, Marcelo! Y yo que sé... —me coló el dedo índice debajo del elástico y comenzó a moverlo de arriba abajo, muy despacio, recorriendo con el nudillo la línea de la ingle—. ¿Pero qué dices? Yo no la he llevado a beber, hemos ido a tomar una copa, solamente, y se ha emborrachado ella solita, ya es mayor, ¿no?, pero, ¿tú qué te has creído? No iba a estar toda la noche pendiente de la cría, por muy hermana tuya que sea. Se ha escabullido un par de veces, ha bebido de mi copa y de las de los demás, yo qué sé..., estaba muy excitada, le entraba bien, y al llegar aquí se ha quedado frita, no se tenía en pie. Ahora está dormida, la hemos acostado y he pensado que se podía quedar aquí, si no te importa, no me apetece nada llevarla a casa, ahora —la punta de su dedo seguía barriendo lentamente la grieta de mi sexo, y con la otra mano, sin soltar el teléfono me empujó hacia él, tuve que apoyar las manos en el respaldo del sillón para mantener el equilibrio—. ¿Qué? No, estamos en Moreto..., y no me jodas, Marcelo, ¿qué más te da? No tiene por qué enterarse nadie. ¿No ha dicho ella ya que se iba a estudiar a casa de una amiga? Pues se queda a dormir con la amiga y ya está. Total, la boda era en Huesca ¿no? No creo que tu madre tenga las antenas tan largas... No, no sé dónde está su colegio, pero ella me lo dirá, creo recordar que tiene lengua... Que no, Marcelo, te lo juro, que no le he hecho nada, nada, ni se lo pienso hacer.

Se movió hasta que mis pechos le quedaron justo encima de la cara.

Suponía que quería chuparlos o morderme, como antes, en el coche, pero no hizo nada de eso. Metió la cara en el surco y la restregó sobre mi piel, notaba su mejilla, su boca, cerrada, y su nariz, enorme, moviéndose sobre mí, apretándose contra mi carne, escondiéndose en ella como si estuviera ciego y manco, como un recién nacido que solamente dispone del tacto, el engañoso tacto del rostro, para reconocer el pecho de su madre, y cuando volvió a hablar distinguí por fin una leve sombra de alteración en su voz.

—No, no podía ir a casa, Merceditas está estudiando. Tiene un examen mañana y no quería molestarla. Además... —me regaló una mirada cómplice—, además, estoy con una tía... Sí; sí la conoces, pero me está haciendo gestos con la cabeza... no quiere que sepas quién es... —en su rostro se dibujó una expresión de cansancio—. ¿Tu hermana? Pero tío, ¿tú no sabes pensar más que en tu hermana? Tu hermana está durmiendo la mona dos cuartos más allá. La estoy oyendo roncar. No se entera de nada —Marcelo debió decir algo gracioso, porque él se rió—. Pero tío, en serio, no te pases de sensible. ¿Qué coño le importa a Lulú que yo le ponga los cuernos a mi novia? ¿Por qué se iba a sentir herida? Aunque ella crea que está enamorada de mí, no es más que una niña. Los tíos no se acuestan con niñas pequeñas, sólo en las novelas, y ella se dará cuenta, supongo, no es tonta —me puse todavía un poco más colorada, la cara me quemaba—. Además... ¿cuántos años tiene? Si nos ve, mejor para ella, ya tiene edad para matarse a pajas —de momento, no reaccioné—. ¿Sí?, no me digas...

Abrió la boca y se agarró firmemente a uno de mis pezones, estirando de tanto en tanto la carne entre los dientes. Luego, de repente, se separó de mí, se echó para atrás y se quedó mirándome, con los ojos como platos y la boca entreabierta, pasándose la lengua por el borde de los dientes. Su dedo cambió de posición. Salió del elástico y se posó en el centro de mi sexo. Su movimiento se hizo inequívoco.

Ya no me rozaba, ni me acariciaba. Me estaba mas turbando por encima de las bragas.

—Pero... ¿qué cojones es una pauta dulce?

Sentí que me moría de vergüenza. Nunca hubiera creído que Marcelo fuera capaz de hacer una cosa así, pero lo hizo. Se lo contó. Se lo contó todo. Pablo me miraba con expresión incrédula. Yo me sentía mal. Tenía los ojos fijos en mi falda.

—¡Qué pena de país, tío, qué vergüenza! —aquello era como una jaculatoria, Marcelo y él lo repetían a cada paso, por cualquier cosa—. Una flauta dulce... ¡Pobre Lulú, qué bestia!

Me sentía dividida entre dos sensaciones muy distintas. Muerta de vergüenza por un lado, incapaz de mirar a Pablo a los ojos, y a punto de correrme, de correrme con las manos quietas, al mismo tiempo, porque me lo estaba haciendo muy bien, a pesar de la tela, o quizás precisamente gracias a la tela, su dedo presionaba con la intensidad justa, no me hacía daño, ni me irritaba la piel, como el contacto zafo, exasperante pero no agradable, de todos los demás.

—¿Cómo te enteraste? ¡Te lo contó ella...! Y por cierto, ¿de quién era la flauta? ¡De Guillermito! ¡Bien por Lulú! Lenta pero segura...

Sin dejar de tocarme, me cogió por la barbilla y me levantó la cara.

—Mírame —un susurro casi inaudible.

Le miré. Estaba sonriendo, me sonreía. Volví a bajar la vista.

—No me extraña que te la pusiera dura, tío, me estás poniendo burro tú a mi por teléfono... Sí, tiene gracia, es una nueva experiencia, después de tantos años. Y tú ¿qué hiciste? Si yo hubiera estado en tu lugar, te juro que me la hubiera follado sin pensarlo... Ya, siempre he sido peor hermano que tú, o mejor, vete a saber. En fin, tío, pobre Lulú —risitas— no te preocupes, yo la llevo al colegio mañana, ya te llamaré, hasta luego.

—Una flauta dulce... —había colgado el teléfono. Me estaba hablando a mí—. Mírame —y su dedo se detuvo.

No me atrevía a mirarle, ni a hacer nada, aunque le echaba de menos entre las piernas.

Me sujetó por los hombros y me sacudió.

—¡Me cago en la hostia! Lulú, mírame porque te juro que te visto ahora mismo y te llevo a tu casa.

La misma amenaza, el mismo resultado.

Levanté otra vez la cabeza y le miré. Salía de una bañera llena de agua tibia, templada, y no tenía toalla para secarme...

Le brillaban los ojos. Tenía un aire casi animal.

Me estaba haciendo daño en los brazos.

—Por dónde te la metiste, por la boquilla o por el extremo de abajo?

—Por arriba —las palabras salieron espontánea mente de mi boca.

—Y ¿te gustó?

—Sí, me gustó, aunque era demasiado estrecha, no la notaba mucho, de verdad, sólo la boquilla, lo demás no lo notaba; de todas maneras Amelia me pilló enseguida, casi no me había dado tiempo a enterarme, de verdad, Pablo, te lo juro...

Empecé a verle borroso. Tenía dos lágrimas enormes en la punta de los ojos. Cambió de tono, aflojó los brazos, y me habló, me dijo casi lo mismo que me había dicho Marcelo, aquella noche, cuando fui a contárselo, aterrada, porque su cuarto era el único sitio del mundo adonde podía ir.

—Perdóname, no quería asustarte, en realidad no hay de qué asustarse. Vamos, pero si no pasa nada. Es que tiene gracia, una flauta dulce, la flauta de Guillermito, todavía me acuerdo, cuando nacieron los mellizos, los odiabas, habías dejado de ser la pequeña y los odiabas, ahora te has vengado de él en su flauta, me he reído solamente por eso, en serio. Las demás no tienen tanta imaginación, se conforman con un dedo. Eres una chica mayor, una chica sana, ejerces un derecho y..., y..., no me acuerdo, las feministas tienen una frase para casos como éste, pero ahora no me acuerdo, de todas maneras da igual, está bien, es lógico... Todo el mundo lo hace, aunque las mujeres no lo digan —me secó las lágrimas con la punta de los dedos—. Si dejas de llorar, te portas bien y me lo cuentas todo, te compraré en alguna parte un consolador de verdad, para ti sola.

—Nunca he tenido nada para mí sola.

—Ya lo sé, pero yo te lo regalaré para que pienses en mí cuando lo uses. Ya sé que no es una idea muy original, pero me gusta —la última observación la debió de hacer para sí mismo, porque no la entendí. Por lo demás, casi siempre pensaba en él cuando me masturbaba, aunque, obviamente, no se lo podía decir—. ¿De acuerdo?

Asentí con la cabeza, sin saber exactamente en qué estábamos de acuerdo. Nunca en mi vida había estado tan confusa.

—Ponte de pie.

Me levanté.

Nos besamos un rato muy largo, frotándonos el uno contra el otro.

Me enrolló completamente el borde de la falda en la cintura, dejando mi vientre al descubierto. Los espejos me devolvieron una extraña imagen de mí misma.

—Siéntate y espérame, ahora vengo.

Se dirigió a la puerta y entonces, a pesar de mi aturdimiento, me di cuenta de que tenía algo importante que decir. Le llamé y se volvió hacia mí, encajando el hombro contra el quicio de la puerta.

—Nunca me he acostado con un tío, antes...

—No vamos a acostarnos en ninguna parte, boba, por lo menos de momento. Vamos a follar, solamente.

—Quiero decir que soy virgen.

Me miró un momento, sonriendo, y desapareció.

Me senté y le esperé. Traté de analizar cómo me sentía. Estaba caliente, cachonda en el sentido clásico del término. Cachonda. Sonreí. Me había llevado cientos de bofetadas sin entender por qué, después de pronunciar esa palabra, uno de los términos más habituales de mi vocabulario. Cachonda, sonaba tan antiguo... La pronuncié muy bajito, estudiando el movimiento de mis labios en el espejo.

—Pablo me ha puesto cachonda —era divertido. Lo dije una y otra vez, mientras me daba cuenta de que estaba guapa, muy guapa, a pesar de las espinillas de la frente.

Pablo me había puesto cachonda.

El estaba ahí, con una bandeja llena de cosas, mirando cómo movía los labios, quizás incluso me había oído, pero no dijo nada, cruzó la habitación y se sentó delante de mí, con las piernas cruzadas como un indio. Pensé que iba a comerme, al fin y al cabo me lo debía, pero no lo hizo.

Me quitó las bragas, me atrajo bruscamente hacia sí, obligándome a apoyar el culo en el borde del sofá, y me abrió todavía más, encajándome las piernas sobre los brazos del sillón.

—Venga, empieza, te estoy esperando.

—¿Qué quieres saber?

—Todo, quiero saberlo todo, de quién fue la idea, cómo te pilló Amelia, qué le contaste a tu hermano, todo, vamos.

Tomó una esponja de la bandeja, la sumergió en un tazón lleno de agua tibia y comenzó a frotarla contra una pastilla de jabón, hasta que se volvió blanca.

Yo ya había comenzado a hablar, hablaba como un autómata, mientras le miraba y me preguntaba qué pasaría ahora, qué iba a pasar ahora.

—Bueno... es que no sé qué decirte. A mí me lo dijo Chelo, pero la idea fue de Susana, por lo visto.

Quién es Susana? ¡Una alta, castaña, con el pelo muy largo?

—No, ésa es Chelo.

—Ah, entonces... ¿cómo es Susana? —sumergió la esponja en la taza hasta que se llenó de espuma.

—Es baja, muy menuda, también castaña pero tirando más a rubia, tienes que haberla visto en casa.

—Ya, sigue.

No me podía creer lo que estaba pasando. Había alargado la mano y me estaba enjabonando con la esponja. Me lavaba como a una niña pequeña. Aquello me descolocó por completo.

—Pero... ¿qué haces?

—No es asunto tuyo, sigue.

—Si el coño es mío, lo que hagas con él también será asunto mío —mi voz me sonó ridícula a mí misma, y él no me contestó. Seguí hablando—. Pues, Susana lo hace mucho, por lo visto, quiero decir, meterse cosas, y entonces le contó a Chelo que lo mejor, lo que más le gustaba, era la flauta, entonces decidimos que lo probaríamos, aunque la verdad es que a mí me parecía una guarrada, por un lado, pero lo hice, Chelo al final no, siempre se raja, y bueno, ya está, ya lo sabes, no hay nada más que contar.

Colocó una toalla en el suelo, justo debajo de mí.

Me resultaba imposible no mirarme en el espejo, con el pelo blanco, fantasmagóricamente cana.

—¿Cómo te pilló Amelia?

—Bueno, como dormimos en el mismo cuarto, ella, yo y Patricia...

—Patricia, ella y yo... —me corrigió.

—Patricia, ella y yo —repetí.

—Muy bien, sigue.

—Creí que estaba sola en casa, sola por una vez en la vida, bueno, Marcelo estaba, y José y Vicente también, pero viendo la televisión, y como estaban poniendo un partido, pues pensé... —se sacó una cuchilla de afeitar del bolsillo de la camisa—. ¿Qué vas a hacer con eso?

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