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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (2 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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Yo también esperaba.

Por un momento sospeché con horror que al final todo se iba a reducir a esto, a esta ridícula pantomima. Un par de meneos más y el rubio se correría sobre el desconocido, fuera del desconocido, salpicando su piel con chorros de semen mil veces inútil, rechazando esa carne deliciosa, obsesiva, objeto de mi mezquina iniciación, si es que se puede llamar así a un absurdo tan impreciso, que ahora amenazaba con terminar antes de haber empezado.

El hombre rubio se masturbaba lenta, concienzudamente. Al mismo tiempo, con la mano libre acariciaba monótonamente la grupa del desconocido. De pronto, sin alterarse en absoluto, la apartó de él, la levantó y la dejó caer nuevamente.

El azote resonó como un latigazo.

Aquel era un nuevo signo, la contraseña esperada. Todo volvía a ocurrir muy deprisa. El hombre rubio entreabrió los labios. Volvía a sonreír.

El desconocido se estremecía bajo los golpes, cada vez más violentos, que estallaban en mis oídos con el bíblico estrépito de las trompetas de Jericó. Su piel enrojecía, sus muslos se doblaban, su duro y liso cuerpo de atleta, machacado en tantas infernales máquinas de musculación, se agitaba ahora impotente. Su culo temblaba como los muslos de una virgen añosa en su noche de bodas.

El volumen de la banda sonora, un espantoso popurri de temas de siempre al piano, disminuyó progresivamente, hasta cesar por completo. El chasquido de los azotes la sustituyó. El desconocido resoplaba. El hombre rubio no había perdido la calma. Alguno de los dos gritó, y después se separaron.

Esta vez el intermedio fue muy breve, y sorprendente. El rostro del desconocido llenó de golpe toda la pantalla. Era hermoso, más guapo que su verdugo, moreno, los ojos castaños, las cejas y los labios perfectamente dibujados, casi femeninos, la mandíbula en cambio ancha y potente. Se desvelaba el secreto, el desconocido dejaba de serlo, acababa de nacer y, por tanto, necesitaba un nombre.

Le llamé Lester.

Le pegaba llamarse Lester, nombre de colegial británico, bello adolescente martirizado por la perversa vara de un maestro enjuto, levita raída y miembro miserable, que saboreaba de antemano cualquier travesura de nuestro pequeño, y le obligaba a que darse después de la clase para doblarle sobre un pupitre, bajarle los pantalones y descargar sobre su culo blanco y duro un alud de mezquinos golpes de vara, mientras su lamentable picha, tiesa solamente a medias, saltaba dentro de sus pantalones. Retrato robot del sodomita perfecto, Lester, que ya en la edad adulta sintió nostalgia de los ritos de la niñez y buscó un nuevo maestro, un hombre rubio, más fuerte que él, para que le enseñara cómo se hacen las cosas.

Allí estaba, Lester. Tenía las mejillas arreboladas, de color púrpura. Sudaba. Los regueros de sudor habían dibujado en su cara extrañas pistas, como las que nacen de las lágrimas. Miraba hacia ninguna parte. Seguía esperando.

Cuando la cámara volvió al hombre rubio, éste adelantaba de nuevo, pero ahora con suavidad, la mano libre, que se posó sobre la enrojecida piel, la acarició un instante y presionó después sobre la carne, carne perfecta y deliciosamente tumefacta, para abrirse camino con el pulgar.

El hueco me pareció enorme.

Se inclinó hacia delante. Lester se hundió todavía más, la cabeza ladeada, la mejilla pegada contra el tablero. Yo perdí los nervios.

El mando a distancia estaba sobre la mesa. Lo cogí y volví para atrás. Volví al principio, cuando aún la mujer los acompañaba.

Intentaba reconstruir la secuencia paso a paso, procurando mantener la cabeza fría y comprenderlo todo bien, seria y atenta como siempre que me planteo una tarea que está por encima de mis capacidades. Quería conocerlos, pero supe renunciar a tiempo. Al fin y al cabo, no eran otra cosa que actores, follaban por dinero, cualquier intento de atisbar dentro de ellos a partir de ahí resultaría inútil. No tenía sentido retrasarlo más.

Allí estaban, ambos, todavía dos siluetas distintas, separadas. Entonces, con una facilidad pasmosa, totalmente ajenos a mí, a mis convulsiones, el hombre rubio entró, literalmente entró, en el niño grande, le apoyó una mano en la cintura, le agarró con la otra de los pelos —eso me encantó; decididamente, Lester, eres un perro y comenzó a moverse dentro de él.

Les miraba, y no era capaz de procesar mis propias sensaciones. Poco a poco el hombre rubio dejó de serlo, su pelo se volvió negro, dentro de mi cabeza, salpicado de canas blancas y tiesas, se echó unos cuantos años más encima, de repente, y ahora tenía un nombre, pero yo no me atrevía a pronunciarlo, ni siquiera me atrevía a pensar en él.

La cámara se centró en el rostro de Lester. Sudaba más, ahora, los ojos casi cerrados, los labios tensos, se lo estaba pasando muy bien.

Yo se lo repetía sin cesar, en silencio.

Eres un niño malo, Lester. No deberías haberlo hecho. Eres tan cruel. Has enfadado a papá y esta vez va en serio. ¡Pobre papá! Tan joven aún, tan vigoroso, toda la vida mimando el césped, y tu lo has destrozado entero en un minuto. Este año ya no irás a Eton, y papá te castigará, lo está haciendo ya. Mírale, mírate en el espejo grande del comedor, Lester. Estoy segura de que él no hubiera querido hacerlo, pero es tan honrado, siempre tan riguroso. Te mereces los azotes, tú te los has buscado al perforar el jardín con el colador chino de la cocina para fabricar tu estúpido campo de golf

Lo he oído comentar antes, ése será el castigo supremo. Papá te va a penetrar con el chino, Lester, te va a meter por el culo ese gran embudo de aluminio perforado y lo va a sacar goteando sangre. No te lo imaginas. Pero todo tiene su lado bueno, no creas. El chino abrirá un hueco tal que cuando papá te ataque con la polla para resarcirse siquiera mínimamente de los irreparables daños que has infringido a su pradera, ni siquiera te vas a enterar, y eso es una ventaja, te lo digo yo, que lo sé por experiencia, hermanito, querido Lester...

Los acontecimientos de la pantalla me devolvieron a la realidad. El hombre rubio, rubio otra vez, se acababa de correr. Apenas el primer chorro de semen salió disparado, signo incontrovertible de la ausencia de fraude, penetró nuevamente en el que ahora, después de todo, no dejaba de ser un desconocido.

Pero mi cuerpo ardía.

Un denso hilo de baba transparente me colgaba del labio inferior.

Fue un día extraño, un día raro desde el principio, y no sólo por el calor, este calor seco, africano, tan poco habitual ya a mediados de septiembre.

Mi cuñada me llamó a primera hora. Quería saber si tenía un hueco para ella, y contarme de paso que a Pablo le iba muy bien con su chica nueva, la llamó así, su chica, a esa especie de musa desteñida que había sacado de no sé qué cenáculo intelectual de provincias, jovencísima, muy joven.

La agencia no andaba demasiado bien, yo sabía que Susana me había metido allí por amistad, y no porque realmente hiciera falta gente. Milagros, por lo que me contó, necesitaba mi tiempo más de lo que yo necesitaba su dinero, pero a pesar de todo, le contesté que estaba muy ocupada, que no podía hacerme cargo de otro libro, y aquello me hizo sentir mal durante todo el día.

Detesto comportarme arbitrariamente, pero no puedo evitarlo.

La mañana se complicó. No fui capaz de encontrar una mecanógrafa disponible, la composición no entregó a tiempo los positivos del anuncio de los alemanes y uno de nuestros clientes más constantes anuló un encargo de cierto volumen. Me pasé toda la mañana colgada del teléfono para nada.

El trabajo estaba mal.

A mediodía recibí una llamada del colegio de Inés. La tutora quería verme porque el comportamiento de mi hija le preocupaba, su conducta era excesivamente antisocial, por lo visto, para lo que es habitual en una niña de cuatro años.

Pablo tenía el contestador automático puesto.

Había pensado invitarle a comer con el pretexto de comentar la repentina minusvalía social de nuestra común heredera para comprobar hasta qué punto había perdido mi poder sobre él, pero no me atreví a dejarle ningún mensaje.

Chelo me llamó a primera hora de la tarde.

Estaba peor que yo, con una de esas depresiones húmedas que le disparan las secreciones, lágrimas, mocos, babas, la lengua gorda, sonidos ininteligibles, sórdidos sonidos viscerales que saltan no se sabe cómo a la línea telefónica, la víctima goza, saborea su último llanto sobre la piedra de los sacrificios, el acero sobre su cuello frágil, dispuesto para ejercer la justicia, la injusticia suprema.

Esta vez me contó algo acerca del tribunal de las oposiciones, casi se podrían llamar "sus" oposiciones, después de tantos años.

Le colgué el teléfono.

No la soporto, no soporto sus accesos de histeria.

No soy una persona sensible, al parecer. Me he acostumbrado a vivir bajo esa sombra.

Todavía soy capaz de recordarlo perfectamente.

Cuando volví del colegio, Marcelo estaba en la cama, y Pablo sentado a sus pies.

Tenía veintisiete años y acababa de publicar su primer libro de poemas, después del clamoroso éxito obtenido por la edición crítica del Cántico Espiritual, pero eso todavía no me impresionaba.

Era alto, grande, y ya tenía algunas canas.

Yo le conocía desde que tenía memoria, y le amaba de una manera vaga y cómoda, sin esperanza.

Un cantautor de moda iba a dar en Madrid un recital largamente esperado, todo un acontecimiento para la castigada oposición democrática. Pablo repetía que tenía que ir. Mi hermano insistía en que no se encontraba con fuerzas para moverse, arrastraba

una resaca horrorosa.

Entonces me ofrecí, era ya como un reflejo. Improvisé una expresión ansiosa, cerré los puños, intenté que mis ojos brillaran y repetí como un papagallo que me encantaría, me encantaría, me encantaría, de verdad que me encantaría ir.

Nunca había dado resultado.

Pero esta vez Pablo me miró de arriba abajo y le pidió a mi hermano su opinión. Marcelo, con una cara que, para mi asombro, expresaba más recelo que otra cosa, meditó un momento, le recordó mi edad y luego le dijo que hiciera lo que quisiera.

Pablo volvió a mirarme. Yo estaba tranquila porque sabía que me iba a rechazar.

No lo hizo.

Se levantó, me cogió del brazo y empezó a meterme prisa. Si no salíamos inmediatamente llegaríamos tarde, y no existían demasiadas garantías de que el recital durara más de diez minutos. Si nos perdíamos el principio, apenas llegaríamos a escuchar las sirenas de los coches de policía.

Yo me resistía. No me había dado tiempo a cambiarme, llevaba puesto el uniforme del colegio, y solamente el jersey era nuevo, de mi talla. Ya era la más alta de todas mis hermanas. La falda la había heredado de Isabel y me quedaba muy corta, un palmo por encima de la rodilla. La blusa era de Amelia, otra herencia, los botones amenazaban perpetuamente con estallar. Cuando comenzó el curso, mi madre se había mostrado menos dispuesta que nunca a gastar dinero; total, aquel era mi último año. Las medias estaban desgastadas, el elástico se había aojado y no podía dar dos pasos sin que se me enrollaran en el tobillo. Los zapatos eran espantosos, con una suela de goma de dos dedos de alto. Y todo, excepto la trenka verde, perteneciente en origen a uno de mis hermanos varones, de un espantoso color marrón.

Cuando una nace la séptima de nueve hermanos, sobre todo cuando los dos últimos son mellizos, no suele estrenar ni el uniforme.

Fue inútil. No estaba dispuesto a esperar ni un minuto, aunque teníamos tiempo de sobra.

—Estás muy guapa así.

Cuando salíamos por la puerta, Marcelo me llamó, y me dijo que era mejor que Pablo se fuera primero y que, mientras tanto, yo le contara algo a Amelia, que me iba a estudiar a casa de Chelo, o algún otro cuento por el estilo.

No comprendí el sentido de aquella advertencia, pero Pablo sí pareció entenderlo, se le quedó mirando y le dijo algo todavía más extraño.

—¡Vamos, Marcelo, pero por quién me tomas!

Mi hermano se rió, y no dijo nada más.

El salió primero. Cuando bajé, me estaba esperando en el portal.

La trenka era ligeramente más larga que la falda, y el borde áspero me rozaba los muslos al andar. Faltaba poco para Navidad. Hacía frío.

Me abroché el primer botón y me levanté la capucha. Me miré de reojo en el pequeño espejo empotrado en la fachada de madera de una vieja mantequería, y decidí que la capucha no me favorecía. Me di cuenta también de que no se me veía una sola punta del uniforme. Podría no haber llevado ropa debajo del chaquetón verde.

Pablo tenía un 1500 de segunda mano, bastante destartalado, pero coche al fin. Yo estaba muy excitada, era la primera vez que salía con él, la primera vez que salía de noche y la primera vez que salía con un tío que tuviera coche.

El trayecto fue largo. La Castellana estaba atestada de coches repletos de niños y provisiones, familias enteras camino de un fin de semana en la sierra. El hablaba sin parar, abiertamente malévolo y chismoso, contándome chistes, historias inverosímiles, exagerando, el tipo de conversación con la que antes solía desarmar a mi madre cada vez que llegaba a casa y se encontraba a Marcelo castigado sin salir.

Entonces pensé que me trataba como a una niña.

Le pillé un par de veces mirándome las piernas y no fui capaz de sacar conclusiones.

Cuando aparcamos, bastante lejos del pabellón, se volvió hacia mí y me proporcionó una serie de instrucciones. No debería separarme de él para nada. Si aparecía la policía, no tenía que ponerme nerviosa. Si había hostias, no tenía que chillar ni llorar. Si había que correr, le daría la mano y saldríamos de naja, sin rechistar. Le había prometido a Marcelo devolverme entera a casa.

Dramatizaba deliberadamente, para excitarme con la perspectiva del riesgo y la carrera.

Me preguntó si sería capaz de comportarme como una niña buena y obediente.

Le contesté que sí, muy seria, me lo había creído todo.

Se inclinó hacia mí y me besó dos veces, primero levemente, en el centro de la mejilla izquierda, después sobre el borde de la mandíbula, casi en la oreja.

Había aprovechado mi rapto de muchachita en peligro para ponerme una mano en el muslo. Ya tenía una extraña facilidad para sobar a las mujeres con elegancia.

Cuando llegamos a la puerta, comenzó el rito de las salutaciones, los besos y las enhorabuenas. Me sentía ridícula entre tanta gente, con mi trenka verde y las medias enrolladas en los tobillos. Pablo parecía absorto en su propio éxito social, así que le solté el brazo e intenté retrasarme. Pero a pesar de las apariencias, estaba marcándome de cerca. Me agarró de la muñeca y me obligó a quedarme a su lado. Luego, siempre sin mirarme, me cogió de la mano, no me la dio como se la suelen dar los novios, los dedos entrecruzados, sino que tomó mi mano y la apretó entre su índice y su pulgar, como se coge a los niños pequeños en los pasos de cebra.

BOOK: Las edades de Lulú
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