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Authors: Almudena Grandes

Las edades de Lulú (4 page)

BOOK: Las edades de Lulú
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Marcelo, en casa, debía pensar que estábamos todavía haciendo el gilipollas con un mechero. Yo procuraba no olvidar que estaba dentro de un coche, en plena calle, chupando la polla de un amigo de la familia y sentía oleadas de un placer intenso. Me reconocía a mí misma, deshonrada, era delicioso, recordaba las acostumbradas amonestaciones —los chicos sólo se divierten con esa clase de chicas, no se casan con ellas—, y era consciente también de la peculiar relación que se había entablado entre nosotros. Tras los besos y demostraciones estrictamente necesarios para ganarme, él observaba una pasividad casi total. Sentado, erguido y vestido, se dejaba hacer. Yo, tirada encima del asiento, medio desnuda, encogida e incómoda, aceptaba sin dificultad aquel estado de cosas.

Mi madre solía repetir que me hubiera dejado ir con él al fin del mundo, y yo estaba empezando a verlo ya.

Cuando comenzaba a preguntarme si estaría lo suficientemente familiarizada con ella como para metérmela en la boca, él decidió nuevamente por mí. La mano que reposaba encima de mi cabeza se dirigió bruscamente hacia abajo. Me pilló desprevenida y me tragué un buen trozo. Retiré los labios instintivamente pero su mano seguía ahí, inalterable, presionando hacia abajo. Repetimos el juego cinco o seis veces.

Era divertido, intentar resistirse.

Tenía la boca llena. Notaba los pequeños bultos de las venas, los imperceptibles accidentes de la piel rugosa, que subía y bajaba obedeciendo los impulsos de mi mano, sabía dulce y sabía a sudor, la punta me golpeaba el paladar, intenté tragármela entera, metérmela toda en la boca y tuve que contener un par de arcadas.

Pablo me quitó la goma, deslizó la mano debajo del pelo y, un poco más arriba de la nuca, la cerró, atrapando un puñado de cabellos muy cerca de las raíces. Los estrujaba y tiraba de ellos hacia sí, guiándome nuevamente. Sus nudillos se me clavaron en la cabeza. Me dolía, pero no hice nada por evitarlo. Me gustaba.

Ahora él también se movía, levemente, entraba y salía de mi boca.

—Siempre he sabido que eras una niña sucia, Lulú —hablaba despacio, masticando las palabras, como si estuviera borracho—, he pensado mucho en ti, últimamente, pero nunca creí que sería tan fácil... —mi sexo acusó inmediatamente el golpe, acabaría estallando en pedazos si seguía engordando a ese ritmo.

Mantenía los ojos cerrados y estaba completamente concentrada en lo que estaba haciendo, me había doblado tanto hacia adelante que estaba prácticamente tumbada de costado encima del asiento, con las piernas encogidas, la manivela de la ventanilla contra el muslo, intentando que mi mano siguiera acompasadamente el movimiento de mi boca, desafiando abiertamente mi natural torpeza, tan intensamente que tardé algún tiempo en advertir el profundo cambio de la situación.

Nos estábamos moviendo.

Al principio supuse que era solamente una sensación subjetiva, aquella noche habían pasado muchas cosas, estaban pasando muchas cosas, pero, de repente, el coche se llenó de luz, abrí los ojos y miré hacia arriba, allí estaban, todas las farolas de la Castellana, devolviéndome la mirada.

Estupor, primero. ¿Cómo podía mover la palanca de cambios sin que yo me diera cuenta`? Pero es que debajo de mí no había ninguna palanca de cambios, me llevó algún tiempo recordar que en aquel coche la palanca estaba sujeta al volante.

Terror, después. Pánico.

Salté como impulsada por un resorte invisible. Cuando por fin pude acomodarme en el asiento de la derecha, me di cuenta de que estaba medio desnuda. Me tapé como pude, con el jersey y con las manos, para componer una estampa seguramente patética.

Pablo pisó el freno bruscamente. Nos detuvimos en el carril central, entre los estridentes pitidos de un autobús que nos esquivó por la derecha. Cuando pasaba a nuestro lado, pude distinguir al conductor, gesticulando con un dedo sobre la sien.

Mi opinión no era muy diferente de la suya.

—Pero ¿que haces? —estaba muy asustada—. Nos hemos podido matar.

—Lo mismo que tú.

—No te puedes parar así, en medio de la calle...

—Tú tampoco podías, y te has parado.

De repente me di cuenta que ya no parecía un adulto. Había perdido todo su aplomo para convertirse en un adolescente contrariado, enfurruñado. Su plan había fallado y era conmovedor contemplarle ahora, con la bragueta abierta y el gesto serio, mirando con expresión ofendida un punto fijo, en la lejanía. Por primera vez en mi vida, primera y última vez en mi vida con él, sentí que era una mujer, una mujer mayor. Era una sensación agradable, pero no podía detenerme en ella. Pablo estaba furioso.

Traté de recuperar la calma para evaluar correctamente la situación. Me volví hacia la ventanilla y comprobé que los conductores que desfilaban a mi lado eran solamente torsos, cuerpos cortados poco más allá del sobaco.

Dudaba.

—Te voy a llevar a casa. Perdóname,— estoy borracho.

De repente sentí unas terribles ganas de llorar.

El espejismo se había disipado. Su voz era grave y serena, la voz de un adulto que pide perdón sin sentirlo, perdón, estoy borracho, una fórmula de cortesía para una niña que, después de todo, no ha estado a la altura de lo que se esperaba de ella, me miró un momento, sonriéndome, y la suya era una sonrisa formal, amable, desprovista de cualquier complicidad, una sonrisa de adulto condescendiente, un amigo de la familia, de toda la vida, sinceramente apenado por haber sacado los pies del plato.

Empequeñecí de golpe, me hacía cada vez más pequeña, más pequeña, y lloraba, no podía contener las lágrimas. Ahora íbamos bastante deprisa, mi casa no estaba tan lejos, después de todo, mi casa no está lejos, estaba bloqueada, no podía pensar pero tenía que hacerlo, tenía que pensar deprisa, el tiempo se me escapaba, se me escurría entre los dedos, y aquello era importante, era importante.

Me volví para mirarle. En algún momento se había subido la cremallera sin que yo me diera cuenta.

Me abalancé sobre él, dejé caer todo mi cuerpo hacia la izquierda y empecé a manipular su pantalón, pero estaba muy nerviosa, lloraba, y mis manos se trababan continuamente. Conseguí abrirle el cinturón y me golpeé yo misma en la mejilla con uno de los extremos. Seguía llorando, lloraba de rabia porque no conseguía hacer las cosas deprisa. Le desabroché el botón, le bajé la cremallera y se la saqué, y estaba pequeña, nada que ver con el agudo esplendor de hacía tan sólo unos instantes, y me la metí en la boca y ahora me cabía entera, y comencé a hacer todo lo que sabía, y más, quería congraciarme con ella a toda costa, pero no crecía, la maldita no crecía y así, pequeña y blanda, era todo más difícil.

La tenía en la boca, volvía a tenerla en la boca y la chupaba, y de repente pensé que ahora me gustaba, y luego rechacé la idea, no era eso, no me gustaba en realidad, era sólo que tenía que crecer, tenía que crecer como fuera, me la sacaba a ratos de la boca y la lamía como había hecho al principio, la recorría entera con mi lengua, la rebozaba de saliva, de la punta a la base y otra vez a la punta, y me la volvía a meter en la boca, la sacudía enérgicamente entre mis labios, me la tragaba y movía la lengua dentro de mi boca, solamente la lengua, como si chupara la sangre de una herida inexistente, y después, desde fuera, mientras la sostenía firmemente con una mano, buceaba más allá de la base, y seguía penetrando en el exiguo espacio que mediaba entre la tela y la carne, hasta llenarme la boca de pelos, para volver otra vez al principio...

Lo primero que noté fue que habíamos empezado a ir mucho más despacio, y que nos movíamos continuamente de un lado a otro, cambiando de carril. Luego sentí su mano encima de la cabeza, nuevamente. Solamente al final me di cuenta de que estaba empalmado otra vez, de que lo había empalmado yo, otra vez.

Nos paramos. Un semáforo. No me atreví a levantar la cabeza ni un instante, pero entreabrí los ojos para intentar calcular dónde estábamos. Un puente metálico cruzaba la calle, en dirección perpendicular a la nuestra.

Soy madrileña. Me sé la Castellana de memoria.

El fantástico Papá Noel de neón de El Corte Inglés nos debía de estar saludando con la mano. Me la metí en la boca y empecé a moverme sobre ella, de arriba abajo, mecánicamente, para poder pensar. Teníamos que seguir un buen trecho, de todos modos. Aquel era el camino obligado para ir a mi casa, para ir a la suya también.

Desde entonces traté de calcular cada metro Que avanzábamos, a ciegas, y la calle ya no era la calle, no había gente y si había gente no importaba, era solamente una distancia, la distancia era lo único importante ahora.

La primera contraseña fue el ruido de la fuente, ya estaba empezando a pensar que no llegaría a es cucharlo jamás, nos movíamos tan lentamente que aquella inmensa mole gris había llegado a parecer me eterna.

Dejamos el ruido del agua y seguimos adelante.

Primer sobresalto gozoso. Había dejado a la derecha el camino más corto. Avanzábamos en línea recta.

Unos minutos más tarde volví a mirar de reojo para asegurarme de que habíamos llegado a Colón. Certeza. No íbamos a mi casa. Sorpresa. Tampoco íbamos a la suya.

¿Adónde me llevaba? Agua. Dejamos atrás a la vieja señora y seguimos adelante. Aquello empezaba a parecerse al chiste del paleto que solamente sabía conducir en línea recta.

Todavía pasaríamos junto a otra fuente, agua, pero aquella sería la última.

Doblamos hacia la izquierda, torcimos un par de veces y el morro del coche, ¡alehop!, pegó un bote. Aquella vez casi me la trago de verdad.

El motor se detuvo, pero no me atreví a imitarle. Pablo me cogió de la barbilla, me sostuvo mientras me enderezaba, me abrazó y me besó.

Cuando nos separamos, se echó un momento hacia atrás y me miró. No dijo nada, interpreté que trataba de adivinar si tenía miedo.

—Esta no es mi casa —intentaba parecer ingeniosa.

—No —rió—, pero tú ya has estado aquí.

Cuando salimos a la calle, vi que había atravesado el coche en diagonal encima del bordillo. Siempre ha sido muy fino para eso.

La casa, un edificio gris y oscuro, con un siglo a sus espaldas más o menos, no me decía nada. El portal, un hermoso portal modernista, culminaba en una enorme puerta doble de madera, con vidrieras emplomadas de cristal de colores. El pomo de la puerta, un gran pomo dorado que terminaba en una cabeza de delfín, sí me resultaba vagamente familiar.

Él caminaba delante de mí. Se detuvo ante una puerta con una placa dorada en el centro y entonces recordé.

Entrábamos en el taller de su madre, el atelier como solía llamarlo ella, una modista de cierta fama, que diseñaba ya cuatro o cinco colecciones al año, y repetía como un lorito lo de la tensión de la creación, la responsabilidad social del creador y el impacto del "pret-a-porter" en los modos de vida urbanos contemporáneos, una auténtica imbécil. Mi madre había sido clienta suya hacía años, antes de que se subiera a la parra. Yo la acompañaba a veces a las pruebas, y me sentaba en un enorme sillón con una pila de gruesas revistas francesas, espléndidas modelos con pendientes enormes y aparatosos sombreros, me encantaba mirarlas.

Él caminaba delante de mí. Al pasar junto a uno de los sofás del pasillo cogió con la punta de los dedos, sin detenerse, dos grandes cojines cuadrados. Al final se abría una gran puerta doble, la sala de pruebas. Encendió la luz, tiró los cojines en el suelo, me hizo un gesto vago con_ la mano para indicarme que entrara, y desapareció.

El sillón seguía allí, en el mismo sitio, habría jurado que era el mismo, con otra tapicería.

—Lulú...

No recordaba los espejos, sin embargo, las paredes estaban forradas de ellos, espejos que se miraban en otros espejos que a la vez reflejaban otros espejos y en el centro de todos ellos estaba yo, yo con mi espantoso jersey marrón y la falda tableada, yo de frente, yo de espaldas, de perfil, de escorzo...

—¡Lulú! —ahora chillaba, desde no sé dónde.

—Qué...

—¿Quieres una copa?

—No, gracias.

...yo, un corderito blanco con un lazo rosa anudado alrededor del cuello, como la etiqueta del detergente que anunciaban, todavía lo anuncian, en televisión.

Pablo volvió con un vaso en la mano y se sentó en el sillón, a mirarme.

Yo estaba colorada pero no se me notaba, nunca se me nota, soy demasiado morena, y seguía allí plantada en medio de la sala, no me había movido porque no sabía qué tenía que hacer, adónde tenía que ir.

—Desde luego, en mi vida he visto unos zapatos tan horribles.

No bajé la vista porque me los sabía de memoria y desde luego eran horribles.

—¿No os dejan llevar tacones en el colegio?

No, evidentemente no, menuda tontería, no podías llevar zapatos de tacón en un colegio de monjas, ni siquiera en sexto, aunque te dejaran salir a fumar en los recreos.

—No, no nos dejan —le respondí, de todas formas.

—Quítatelos —sus palabras sonaban como si fueran órdenes, eso me gustó, y me descalcé—. Ven aquí —se dio una palmada sobre el muslo.

Me acerqué y me senté encima de él, encajando mis piernas entre su cuerpo y los brazos del sillón.

Antes, instintivamente, nunca he llegado a saber por qué, ni tampoco importa, me levanté hacia atrás la falda, que quedó colgando sobre sus rodillas, mientras la parte posterior de mis muslos rozaba directamente la tela de sus pantalones.

Aquel gesto le sorprendió mucho:

—Dónde has aprendido eso? —su cara reflejaba nuevamente una especie de asombro complacido.

—¿El qué? —no entendía, no era consciente de haber hecho nada en especial.

—A levantarte la falda antes de sentarte en las rodillas de un tío. No es un gesto natural.

Posiblemente tenía razón, no era un gesto natural, pero no sabía de qué me estaba hablando.

—No sé, no te entiendo.

—Da igual —daba igual. Estaba contento. Sonreía. Me besó en los labios suavemente—. Quítate el jersey y ahora pórtate bien, no hables, no te rías. Voy a llamar por teléfono.

Me saqué primero la manga izquierda, luego me lo pasé por el cuello; cuando estaba terminando con el brazo derecho me quedé helada.

—¿Marcelo? Hola, soy yo —al otro lado debía de estar mi hermano, no hay muchos Marcelos por ahí—. Nada, muy bien...

Me arrancó el jersey de las manos, se encajó el teléfono entre la barbilla y el cuello y empezó a desabrocharme la blusa, apenas dos botones cojos, yo no me movía, no respiraba siquiera, estaba paralizada, completamente bloqueada.

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