Read Las Estrellas mi destino Online
Authors: Alfred Bester
—¿Qué era ese horror? —preguntó Robin.
—Análogo. Una droga psiquiátrica para psicóticos. Ilegal. Esos chalados tienen que liberarse en alguna forma, retrogradarse a lo primitivo. Se identifican con un tipo específico de animal: un gorila, un oso, un toro, un lobo... toman la droga y se convierten en el animal que admiran. Parece que Forrest está mochales por las serpientes.
—¿Cómo sabe todo eso?
—Ya le dije que he estado estudiando... preparándome para el Vorga. Ésta es una de las cosas que aprendí. Le enseñaré otra cosa que aprendí, si es que no es usted una gallina: cómo sacar a un mochales del Análogo.
Foyle abrió otro bolsillo de su mono de combate y comenzó a trabajar sobre Forrest. Robin le contempló un momento, luego lanzó un grito de horror, se dio la vuelta y caminó hasta la orilla del agua. Se quedó allí, contemplando sin ver las olas y las estrellas, hasta que cesó el maullar y el reptar y Foyle la llamó.
—Ya puede regresar.
Robin lo hizo, para encontrarse con una derruida criatura sentada en la playa que miraba a Foyle con ojos apagados pero sobrios.
—¿Eres Forrest?
—¿Y quién infiernos es usted?
—Eres Ben Forrest, marino de primera. En otro tiempo estuviste a bordo del Vorga de Presteign.
Forrest gritó aterrorizado.
—Estabas a bordo del Vorga el dieciséis de septiembre de dos mil cuatrocientos treinta y seis.
El hombre sollozó y agitó la cabeza.
—El dieciséis de septiembre pasasteis al lado de un pecio. Cerca del cinturón de asteroides. Los restos del Nomad, otra de las naves de la compañía. Pidió ayuda. El Vorga pasó sin ayudarla. La abandonó a la deriva y a la muerte. ¿Por qué pasó de largo el Vorga?
Forrest comenzó a chillar histéricamente.
—¿Quién dio la orden de seguir adelante?
—¡Jesús, no! ¡No! ¡No!
—Todos los datos han desaparecido de los archivos de Bo'nes & Uig. Alguien se los llevó antes de que yo llegara. ¿Quién fue? ¿Quién estaba a bordo del Vorga? ¿Quién se embarcó contigo? Quiero los nombres de los oficiales y la tripulación. ¿Quién la mandaba?
—No —chilló Forrest—. ¡No!
Foyle puso un puñado de billetes frente a la cara del hombre histérico.
—Te pagaré por la información. Cincuenta mil. Análogo para el resto de tu vida. ¿Quién dio la orden de dejarme morir, Forrest? ¿Quién?
El hombre apartó de un manotazo los billetes de la mano de Foyle, se alzó y corrió a lo largo de la playa. Foyle lo derribó al borde del agua. Forrest cayó boca abajo, con la cara en las olas. Foyle lo mantuvo así.
—¿Quién mandaba el Vorga, Forrest? ¿Quién dio la orden?
—¡Lo está ahogando! —gritó Robin.
—Deje que sufra un poco. El agua es mejor que el vacío. Yo sufrí seis meses. ¿Quién dio la orden, Forrest?
El hombre gorgoteaba y se ahogaba. Foyle le sacó la cabeza del agua.
—¿Qué es lo que eres? ¿Leal? ¿Loco? ¿Aterrorizado? Un tipo como tú se vendería por cinco mil. Yo te ofrezco cincuenta. Cincuenta mil por la información, so hijo de puta, o te mataré lenta y cruelmente. —El tatuaje apareció en el rostro de Foyle. Volvió a meter la cabeza de Forrest en el agua, aferrando al hombre que se agitaba. Robin trató de que lo soltara.
—¡Lo está matando!
Foyle enfrentó su horrible cara a Robin.
—¡Sáqueme las manos de encima, perra! ¿Quién estaba a bordo contigo, Forrest? ¿Quién dio la orden? ¿Por qué?
Forrest logró sacar su cabeza del agua.
—Íbamos doce en el Vorga —aulló—. ¡Cristo, sálvame! Estaba yo, y Kemp...
Se estremeció espasmódicamente y se relajó. Foyle sacó su cuerpo del agua.
—Sigue. ¿Tú y quién? ¿Kemp? ¿Quién más? ¡Habla!
No hubo respuesta. Foyle examinó el cuerpo.
—Muerto —murmuró.
—¡Oh, Dios mío! ¡Dios mío!
—Una pista que se va al diablo. Y justo cuando estaba empezando a hablar. ¡Maldita sea mi suerte! —Hizo una inspiración profunda, y se arropó con la calma como si fuera un manto de hierro. El tatuaje desapareció de su rostro. Ajustó su reloj para ciento veinte grados de longitud Este.
—Debe ser casi medianoche en Shanghai. Vayamos. Tal vez tengamos mejor suerte con Sergei Orel, encargado del botiquín del Vorga. No ponga esa cara de susto. Esto es sólo el principio. ¡Venga, muchacha, jauntee!
Robin se quedó helada. Él vio que estaba mirando por encima de su hombro, con una expresión de incredulidad. Se dio la vuelta. Una figura llameante se alzaba en la playa, un enorme hombre con ropas encendidas y una cara horriblemente tatuada. Era él mismo.
—¡Cristo! —exclamó Foyle. Dio un paso hacia su imagen ardiente, pero abruptamente ésta desapareció.
Se volvió hacia Robin, demacrado y tembloroso.
—¿Vio eso?
—Sí.
—¿Qué era?
—Usted.
—¡Por Dios! ¿Yo? ¿Cómo es posible? ¿Cómo...?
—Era usted.
—Pero... —Sintió desmayarse, y la fuerza y su furiosa idea fija lo abandonaron—. ¿Era una ilusión? ¿Una alucinación?
—No lo sé. Yo también lo vi.
—¡Dios poderoso! Verse a uno mismo... cara a cara... la ropa estaba ardiendo. ¿Lo vio? En el nombre de Dios, ¿qué era eso?
—Era Gully Foyle —dijo Robin—. Ardiendo en el infierno.
—¡De acuerdo! —estalló airado Foyle—. Era yo en el infierno, pero seguiré adelante a pesar de todo. Si he de arder en el infierno, Vorga arderá conmigo. —Golpeó ambas palmas, recuperando su fuerza y energía.— ¡Por Dios que voy a seguir con ello! A Shanghai. ¡Jauntee!
En el baile de disfraces de Shanghai, Fourmyle de Ceres electrizó a la alta sociedad apareciendo como la Muerte del cuadro de Durero «La muerte y la doncella», con una espectacular criatura rubia ataviada con velos transparentes. Una sociedad victoriana que ocultaba a sus mujeres en gineceos, y que consideraba los cortos trajes de 1920 del clan Peenemunde como excesivamente atrevidos, se sintió avergonzada, a pesar de que Robin Wednesbury estaba haciendo de carabina con el par. Pero, cuando Fourmyle reveló que la mujer no era más que un magnífico androide, hubo un inmediato cambio de opiniones a su favor. La alta sociedad se sintió encantada por la añagaza. El cuerpo desnudo, deshonroso para los humanos, era simplemente una curiosidad asexuada en los androides.
A medianoche, Fourmyle subastó el androide entre los caballeros del baile.
—¿Dará el dinero a obras de caridad, Fourmyle?
—De ningún modo. Ya conocen mi slogan: ni un centavo para la entropía. ¿He oído un centenar de créditos por esta cara y bella criatura? ¿Un centenar, caballeros? Es toda belleza y altamente adaptable. ¿Dos? Gracias. ¿Tres y medio? Gracias. Se me ofrecen... ¿cinco? ¿Ocho? Gracias. ¿Alguna otra oferta por este sensacional producto de los genios del Circo Fourmyle? Camina, habla, se adapta, ha sido acondicionada para responder al mayor postor. ¿Nueve? ¿Hay alguna otra puesta? ¿Eso es todo? ¿Nadie quiere seguir pujando? Vendida a Lord Yale por novecientos créditos.
Un tumultuoso aplauso y asombrados comentarios:
—¡Un androide como ése debe de haber costado noventa mil! ¿Cómo puede permitirse esos lujos?
—¿Hará el favor de darle el dinero al androide, Lord Yale? Le responderá en forma conveniente. Hasta la vista, cuando nos encontremos de nuevo en Roma, señoras y caballeros... en el Palazzo Borghese, a medianoche. Feliz Año Nuevo.
Fourmyle ya había partido cuando Lord Yale descubrió, para su satisfacción y la de otros solterones, que la añagaza había sido doble. El androide era, en realidad, una criatura humana viva, toda belleza y altamente adaptable. Respondió en forma más que adecuada a los novecientos créditos. La broma fue la historia más comentada del año. Todos los caballeros esperaban ansiosos poder felicitar a Fourmyle.
Pero Foyle y Robin Wednesbury estaban pasando bajo un letrero que decía: DOBLE su JAUNTEO o LE DEVOLVEREMOS EL DOBLE DE LO QUE GASTÓ, en siete idiomas, y entrando en el emporium del DOCTOR SERGEI OREL, AMPLIADOR CELESTIAL DE LAS CAPACIDADES CRANEANAS.
La sala de espera estaba decorada con vívidas ilustraciones de secciones craneanas demostrando cómo el Doctor Orel emplastaba, moldeaba, embalsamaba y electrolizaba el cerebro hasta doblar su capacidad o le devolvía a uno el doble de lo gastado. También duplicaba la memoria con purgas antifebriles, ampliaba la moral con roborativos tónicos, y ajustaba todas las psiques angustiadas con el Vulnerario Epulótico de Orel.
La sala de espera estaba vacía. Foyle abrió una puerta al azar. Pudieron ver una larga sala de hospital. Foyle gruñó disgustado.
—Nevados. Debía de haberme imaginado que también se ocuparía de estos majaretas.
Aquella sala recogía a los Coleccionistas de Enfermedades, los más locos de todos los adictos neuróticos. Yacían en sus camas de hospital, sufriendo débilmente de sus ilegalmente inoculadas paraviruelas, paragripe, paramalaria; atendidos devotamente por enfermeras en almidonados uniformes blancos, y gozando ávidamente de su enfermedad ilegal y de la atención que ésta les deparaba.
—Mírelos —dijo desdeñosamente Foyle—. Dan asco. Si hay algo que sea más repugnante que los adictos a la religión, son los adictos a las enfermedades.
—Buenas noches —dijo una voz tras ellos.
Foyle cerró la puerta y se dio la vuelta. El Doctor Sergei Orel les hizo una reverencia. El buen doctor parecía seco y estéril en el clásico gorrito, bata y mascarilla blancos de los clanes médicos, a los que pertenecía tan sólo en su fraudulenta aseveración. Era bajo, atezado y de ojos oblicuos, pareciendo ruso en él tan sólo su nombre. Más de un siglo de jaunteo había mezclado tanto a las poblaciones del mundo, que los tipos raciales estaban desapareciendo.
—No esperaba que trabajase en la víspera del Año Nuevo —dijo Foyle.
—Nuestro Año Nuevo ruso es dentro de dos semanas —le respondió el Doctor Orel—. Vengan por aquí, por favor.
Señaló una puerta y desapareció con un chasquido. La puerta revelaba una alta escalera. Mientras Foyle y Robin comenzaban a subir las escaleras, el Doctor Orel reapareció sobre ellos.
—Por aquí... Oh... un momento —desapareció y apareció de nuevo tras ellos—. Se olvidaron de cerrar la puerta.
La cerró y jaunteó de nuevo. Esta vez apareció en lo alto de las escaleras.
—Aquí dentro, por favor.
—Fanfarroneando —murmuró Foyle—. Doble su jaunteo o le devolveremos el doble de lo que gastó. De todas maneras, es bastante rápido. Yo tendré que serlo más que él.
Entraron en la sala de consultas. Era un ático con techo transparente. Las paredes estaban repletas de extraños pero anticuados aparatos médicos: una máquina de baños sedantes, una silla eléctrica para darles shocks a los esquizofrénicos, un analizador EKG para trazar los gráficos psicóticos, viejos microscopios ópticos y electrónicos.
El curandero les esperaba tras su escritorio. Jaunteó a la puerta, la cerró, jaunteó de vuelta a su escritorio, se inclinó en saludo, jaunteó tras la silla de Robin para ayudarla a sentarse, jaunteó a la ventana y ajustó la persiana, jaunteó al control de la luz y ajustó su brillo, y luego reapareció en el escritorio.
—Hace un año —sonrió—, no podía ni siquiera jauntear. Entonces descubrí el secreto, el Salutífero Abstersivo que...
Foyle tocó con su lengua el tablero de control conectado a las terminaciones nerviosas de su dentadura. Aceleró. Se alzó sin prisas, se adelantó hacia la figura que continuaba hablando a un ritmo superlento tras el escritorio, tomó un pesado pisapapeles, y golpeó científicamente a Orel en la frente, produciéndole una contusión en los lóbulos frontales y dejando inútil su control del jaunteo. Tomó al curandero y lo ató a la silla eléctrica. Todo esto le llevó aproximadamente cinco segundos. Robin Wednesbury no vio más que una mancha de color.
Foyle desaceleró. El curandero abrió los ojos, se estremeció, vio dónde estaba y se envaró, irritado y perplejo.
—Eres Sergei Orel, encargado del botiquín del Vorga —dijo en voz baja Foyle—. Estabas a bordo del Vorga el 16 de septiembre de 2436.
La irritación y la perplejidad se transformaron en terror.
—El 16 de septiembre pasasteis junto a unos restos, cerca del cinturón de asteroides. Yo estaba en ese pecio, el Nomad. Señaló pidiendo ayuda y el Vorga pasó sin detenerse. Lo dejasteis a la deriva, esperando la muerte. ¿Por qué?
Orel desorbitó los ojos, pero no contestó.
—¿Quién dio la orden de seguir adelante? ¿Quién deseaba que me pudriese y muriese?
Orel comenzó a balbucear.
—¿Quién iba a bordo del Vorga? ¿Quién componía la tripulación? ¿Quién la mandaba? Voy a conseguir una respuesta. No creas que lo podrás evitar —dijo Foyle con tranquila ferocidad—. Te la compraré o te la arrancaré. ¿Por qué me dejasteis morir? ¿Quién os dijo que me dejaseis morir?
—No puedo hablar de... —chilló Orel—. Déjeme decirle...
Se desmadejó.
Foyle examinó el cuerpo.
—Muerto —murmuró—. Justo cuando iba a hablar. Igual que Forrest.
—Asesinado.
—No. Ni siquiera lo toqué. Fue un suicidio. —Foyle se rió sin ganas.
—Está loco.
—No, divertido. No los maté; los obligué a matarse a ellos mismos.
—¿Qué idiotez es ésa?
—Les habían implantado Bloqueos del Simpático. ¿Ha oído hablar de los BS, muchacha? Inteligencia los utiliza para sus agentes de espionaje. Se toma una cierta información que uno no desea que sea divulgada. Se conecta con el sistema nervioso simpático que controla el automatismo de la respiración y los latidos del corazón. Tan pronto como el sujeto trata de revelar esa información, se activa el bloqueo, el corazón y los pulmones son detenidos, el hombre muere, y el secreto continúa siéndolo. Un agente no tiene que preocuparse por matarse para evitar la tortura; esto es automático.
—¿Eso es lo que les ocurrió a esos hombres?
—Obviamente.
—Pero, ¿por qué?
—¿Cómo puedo saberlo? El contrabando de refugiados no es suficiente. El Vorga tenía que estar haciendo cosas más sucias para tomar tantas precauciones. Pero tenemos un problema. Nuestra última pista es Poggi en Roma. Ángel Poggi, el pinche a bordo del Vorga. ¿Cómo vamos a extraer la información sin...?
Se cortó en seco.
Su imagen se alzaba frente a él, silenciosa, ominosa, con el rostro ardiendo en rojo sangriento y la vestimenta prendida.
Foyle estaba paralizado. Aspiró y dijo con voz temblorosa: