Read Las Estrellas mi destino Online
Authors: Alfred Bester
—¿Dibujo, querida?
—Sí. Podía ver un extraño dibujo sobre su rostro... no era la acostumbrada electricidad de los nervios y músculos. Era algo sobrepuesto. Me fascinó desde el principio.
—¿De qué clase de dibujo hablas?
—Era fantástico... maravillosamente malvado. No puedo describirlo. Dame algo con qué dibujarlo. Te lo mostraré.
Se detuvieron ante un gabinete chippendale de seiscientos años de edad. Presteign tomó una placa de cristal enmarcada en plata y se la entregó a Olivia. Ella lo tocó con la yema de un dedo; apareció un punto negro. Movió el dedo y el punto se alargó hasta convertirse en una línea. Con rápidos trazos dibujó los horribles rasgos y contornos de una máscara diabólica.
Saúl Dagenham abandonó la oscura alcoba. Un momento más tarde quedó inundada en luz al iluminarse una pared. Pareció como si un gigantesco espejo reflejase la alcoba de Jisbella, pero con un extraño contraste. Jisbella se hallaba sola en la cama, pero en la reflexión Saúl Dagenham estaba sentado al borde de la misma, solo. El espejo era, en realidad, un panel de vidrio de plomo separando habitaciones idénticas. Dagenham acababa de iluminar la suya.
—Amor contrarreloj —la voz de Dagenham llegaba por un altavoz—. Repugnante.
—No, Saúl; nunca.
—Frustrante.
—Tampoco eso.
—Pero desgraciado.
—No. Eres demasiado ansioso. Conténtate con lo que tienes.
—Es más de lo que tuve jamás. Eres magnífica.
—Y tú extravagante. Ahora duerme, cariño. Iremos a esquiar mañana.
—No, ha habido un cambio en los planes. Tengo que trabajar.
—Oh, Saúl... me lo prometiste. Dijiste que ya no trabajarías, ni te preocuparías, ni correrías. ¿No vas a mantener tu promesa?
—No puedo hacerlo mientras haya una guerra.
—Al infierno con la guerra. Ya sacrificaste bastante en Tycho Sands. No te pueden pedir más.
—Tengo un trabajo por terminar.
—Te ayudaré a hacerlo.
—No. Será mejor que permanezcas alejada de esto, Jisbella.
—No te fías de mí.
—No quiero que te hagan daño.
—Nada puede hacernos daño.
—Foyle puede.
—¿Có... cómo?
—Fourmyle es Foyle. Lo sabes. Sé que lo sabes.
—Pero yo nunca...
—No, nunca me lo dijiste. Eres magnífica. Ten la misma fe en mí, Jisbella.
—Entonces, ¿cómo lo supiste?
—Foyle tuvo un desliz.
—¿Cuál?
—El nombre.
—¿Fourmyle de Ceres? Compró la compañía de Ceres.
—Sí, pero no el nombre de Geoffrey Fourmyle.
—Eso lo inventó.
—Cree que lo inventó. En realidad lo recordó. Geoffrey Fourmyle es el nombre que utilizan en el test de megalomanía en el Hospital Combinado de México. Usé la Sensación Megal en Foyle cuando traté de hacerlo hablar. El nombre debió de quedar grabado en su memoria. Lo sacó de ella y creyó que era original. Eso fue lo que me dio la pista.
—Pobre Gully.
Dagenham sonrió.
—Sí, no importa cómo nos defendamos contra el exterior, siempre somos derrotados por algo de nuestro interior. No hay defensa contra la traición, y todos nos traicionamos a nosotros mismos.
—¿Qué es lo que vas a hacer, Saúl?
—¿Hacer? Acabar con él, naturalmente.
—¿Por ocho kilos de Piros?
—No. Para ganar una guerra perdida.
—¿Qué? —Jisbella se acercó a la pared de cristal que separaba las habitaciones.— ¿Patriota tú, Saúl?
Asintió, casi sintiéndose culpable.
—Es ridículo, grotesco, pero lo soy. Me has cambiado completamente. Soy de nuevo un hombre cuerdo.
Apretó también su rostro contra el cristal, y se besaron a través de casi diez centímetros de vidrio de plomo.
El Mare Nubium era especialmente adecuado para el cultivo de bacterias anaerobias, organismos del suelo, hongos raros y todas esas formas de vida microscópicas esenciales para la vida y la industria que requerían un cultivo sin aire.
Bacteria S. A. era un gran mosaico de campos de cultivo atravesado por pasarelas que se extendían desde un amasijo central de barracones, oficinas y fábricas. Cada campo era un gigantesco recipiente de cristal, de treinta metros de diámetro, treinta centímetros de alto y no más de dos moléculas de grueso.
Un día antes de que la línea del amanecer, arrastrándose a lo largo del rostro de la luna, alcanzase Mare Nubium, se llenaban los recipientes con caldos de cultivo. Al amanecer, repentino y cegador en el satélite sin aire, los recipientes eran sembrados, y durante los siguientes catorce días de sol continuo eran atendidos, resguardados, regulados y nutridos... por trabajadores que correteaban arriba y abajo por las pasarelas, enfundados en sus trajes espaciales. Mientras la línea del atardecer se deslizaba hacia Mare Nubium, los recipientes eran recolectados y luego abandonados para congelarse y esterilizarse en el frío de las dos semanas de noche lunar. El jaunteo no era utilizable en este cultivo tedioso y duro. Por ello, Bacteria S. A. contrataba a infortunados incapaces de jauntear y les pagaba sueldos de hambre. Eran los trabajadores menos cualificados, los restos y basuras del Sistema Solar; y los barracones de Bacteria S. A. parecían un infierno durante el período de dos semanas de inactividad. Foyle descubrió esto cuando entró en el Barracón 3.
Se encontró con un espectáculo asombroso. Había doscientos hombres en la gigantesca sala; había prostitutas y sus alcahuetes de ojos oscuros, tahúres profesionales con sus casinos portátiles, vendedores de drogas, prestamistas. Se veía una neblina de humo acre y se olía el hedor de alcohol y análogo. Muebles, ropa de cama, vestidos, cuerpos inconscientes, botellas vacías, comida putrefacta, todo esto desparramado por el suelo.
Un rugido recibió a Foyle, pero estaba preparado para enfrentarse con esta situación. Habló al primer rostro peludo que apareció frente a él.
—¿Kempsey? —preguntó suavemente. Le respondieron ultrajantemente. No obstante, sonrió y le entregó al hombre un billete de cien créditos—. ¿Kempsey? —preguntó a otro. Le insultaron. Pagó de nuevo, y continuó su paseo a lo largo del barracón, distribuyendo billetes de cien créditos a cambio de insultos e invectivas. En el centro del barracón halló al hombre clave, un individuo monstruoso, desnudo, sin pelo, acariciando a dos meretrices y siendo provisto de whisky por admiradores.
—¿Kempsey? —preguntó Foyle en el dialecto de las cloacas—. Quiero a Roger Kempsey.
—Yo quiero todos tus cuartos —le contestó el hombre, presentando una enorme mano en busca de su dinero—. Tráelos.
La multitud lanzó un aullido de alegría. Foyle sonrió y le escupió en un ojo. Se produjo un silencio mortal. El hombre sin cabello dejó caer a las prostitutas y se adelantó para aniquilar a Foyle. Cinco segundos más tarde estaba gruñendo en el suelo, con el pie de Foyle apretándole el cuello.
—Sigo queriendo a Kempsey —dijo suavemente Foyle—. Lo quiero fuerte, hombre. Mejor te irá si lo sacas o te espachurro, eso es todo.
—¡Lavabo! —aulló el hombre sin cabello—. Cerrado. Lavabo.
—Ahora te has ganado mis cuartos —le dijo Foyle. Tiró el resto de su dinero al suelo ante el hombre sin cabello y caminó rápidamente hasta el lavabo.
Kempsey estaba acurrucado en el rincón de una ducha, con el rostro apretado contra la pared, sollozando en un ritmo apagado que demostraba que lo había hecho durante horas.
—¿Kempsey?
El lloriqueo le contestó.
—¿Qué te pasa, tú?
—Ropas —lloró Kempsey—. Ropas. Por todas partes, ropas. Como suciedad, como enfermedad, como mierda. Ropas. Todas partes, ropas.
—Arriba, hombre. Sube arriba.
—Ropas. Todas partes, ropas. Como suciedad, como enfermedad, como mierda.
—Kempsey, óyeme, hombre. Orel me envía.
Kempsey dejó de llorar y volvió su gimoteante rostro hacia Foyle.
—¿Quién? ¿Quién?
—Sergei Orel me manda. He comprado tu contrato. Estás libre. Nos largamos.
—¿Cuándo?
—Ahora.
—¡Oh, Dios! Dios lo bendiga. ¡Lo bendiga! —Kempsey comenzó a dar saltos de cansada alegría. Su amoratado y enrojecido rostro se partió en un símil de risa. Rio y saltó, y Foyle se lo llevó fuera del lavabo. Pero en el barracón aulló y lloró de nuevo, mientras Foyle lo llevaba a lo largo del mismo y las desnudas prostitutas recogían puñados de sucias ropas y se las agitaban ante los ojos. Kempsey babeaba y se estremecía.
—¿Qué le pasa, a él? —preguntó Foyle al hombre sin cabello, con el habla de las cloacas.
El hombre sin cabello era ahora un neutral respetuoso y hasta casi un amigo.
—Cualquiera lo sabe —respondió—. Siempre ha estado así, ése. Le enseñas ropas viejas y baila.
—¿Por qué, eso?
—¿Por qué? Loco, eso es todo.
En la cámara de presión de la oficina principal, Foyle hizo que metieran a Kempsey y a él mismo dentro de trajes y luego lo llevó hasta el campo de despegue, en el que una veintena de rayos antigravitatorios apuntaban sus pálidos dedos hacia arriba desde el interior de pozos en el suelo, como si tratasen de alcanzar la Tierra que colgaba en el cielo nocturno. Entraron en un pozo, se metieron en la nave de Foyle y salieron de los trajes. Foyle tomó una botella y una ampolla autoinyectable de un armarito. Sirvió un trago y se lo entregó a Kempsey. Aferró la ampolla en su palma, sonriendo.
Kempsey bebió el whisky, todavía atontado, todavía alegre.
—Libre —murmuró—. ¡Dios lo bendiga! Libre. No sabe lo que he pasado. —Bebió de nuevo—. Todavía no puedo creérmelo. Es como un sueño. ¿Por qué no despegamos, hombre? Yo... —Kempsey se atragantó y dejó caer el vaso, mirando horrorizado a Foyle—. ¡Su rostro! —exclamó—. ¡Dios mío, su rostro! ¿Qué le pasó?
—¡Fue culpa tuya, hijo de puta! —gritó Foyle. Saltó, con su rostro de tigre ardiendo y la ampolla en la mano como si fuera un cuchillo. Atravesó el cuello de Kempsey y la dejó vibrando. Kempsey se desplomó.
Foyle aceleró, restalló hasta el cuerpo, lo tomó en medio de su caída y lo llevó hasta el almacén de estribor. Había dos almacenes principales en la nave y Foyle los había preparado por adelantado. El de estribor había sido transformado en un quirófano. Foyle ató el cuerpo a la mesa de operaciones, abrió una caja de instrumental quirúrgico y comenzó la delicada operación que había aprendido por enseñanza hipnótica aquella mañana... una operación tan sólo posible gracias a su aceleración, cinco veces la normal.
Cortó piel y tejidos, aserró las costillas, puso al descubierto el corazón, lo cercenó, y conectó las venas y arterias a la intrincada bomba sanguínea situada junto a la mesa. La puso en marcha. Habían pasado veinte segundos de tiempo objetivo. Colocó la máscara de oxígeno sobre el rostro de Kempsey y la conectó al ciclo alterno de aspiración y exhalación de la bomba de oxígeno.
Deceleró, tomó la temperatura de Kempsey, le inyectó una serie de fármacos en las venas y esperó. La sangre gorgoteaba por la bomba y a través del cuerpo de Kempsey. Tras cinco minutos, Foyle extrajo la máscara de oxígeno. El reflejo respiratorio continuaba. Kempsey no tenía corazón y sin embargo vivía. Foyle se sentó junto a la mesa de operaciones y esperó. Los estigmas aún se veían en su rostro.
Kempsey permaneció inconsciente.
Foyle esperó.
Kempsey se despertó, aullando.
Foyle saltó, apretó las correas y se inclinó sobre el hombre sin corazón.
—Hola, Kempsey —dijo.
Kempsey chilló.
—Contémplate, Kempsey. Estás muerto.
Kempsey se desmayó. Foyle lo revivió con la máscara de oxígeno.
—¡Déjeme morir, por Dios!
—¿Qué es lo que pasa? ¿Te hace daño? Yo estuve muerto seis meses y no gimoteé.
—Déjeme morir.
—A su tiempo, Kempsey. Te he suprimido el bloqueo del simpático, pero te dejaré morir a su tiempo, si te portas bien. ¿Estabas a bordo del Vorga el dieciséis de septiembre del 2436?
—Por Cristo, déjeme morir.
—¿Estabas a bordo del Vorga?
—Sí.
—Pasasteis al lado de un pecio en el espacio. Los restos del Nomad. Os pidió ayuda y pasasteis de largo, ¿No?
—Sí.
—¿Por qué?
—¡Cristo! ¡Oh, Cristo, ayúdame!
—¿Por qué?
—¡Oh, Jesús!
—Yo estaba a bordo del Nomad, Kempsey. ¿Por qué me dejasteis para pudrirme?
—¡Dulce Jesús, ayúdame! ¡Cristo, libérame!
—Yo te libraré, Kempsey, si me contestas a las preguntas. ¿Por qué me dejasteis para pudrirme?
—No podíamos recogerlo.
—¿Por qué no?
—Había refs a bordo.
—¿Eh? Entonces, mi suposición era correcta. ¿Estabais trayendo refugiados de Calixto?
—Sí.
—¿Cuántos?
—Seiscientos.
—Eran muchos, pero podríais haber tomado otra persona a bordo. ¿Por qué no me recogisteis?
—Estábamos echando afuera a los refs.
—¡¿Qué?! —gritó Foyle.
—Por la borda... a todos... los seiscientos... Los desnudamos... les robamos las ropas, el dinero, las joyas, el equipaje... los echábamos por la compuerta en grupos. ¡Cristo! Las ropas flotaban por toda la nave... el griterío y... ¡Jesús! ¡Si tan sólo pudiera olvidarlo! Las mujeres desnudas... amoratadas... estallando... girando alrededor nuestro... las ropas por toda la nave... seiscientos... ¡Echados por la borda!
—¡So hijo de puta! ¿Fue una jugada sucia? ¿Aceptasteis su dinero sin tener intención de traerlos a la Tierra?
—Fue una jugada sucia.
—¿Y por qué no me recogisteis?
—Tendríamos que haberlo echado por la borda de todas maneras.
—¿Quién dio la orden?
—El capitán.
—Su nombre.
—Joyce. Lindsey Joyce.
—Dirección.
—Colonia Skoptsy, Marte.
—¿Cómo? —Foyle se quedó como golpeado por un rayo.— ¿Es un Skoptsy? ¿Quieres decir que después de perseguirlo durante un año no puedo tocarlo... hacerlo sufrir... hacerle sentir lo que yo sentí? —Se alejó del hombre torturado sobre la mesa, torturado a su vez por la frustración—. ¡Un Skoptsy! La única cosa que nunca imaginé... después de preparar el almacén de babor para él... ¿qué es lo que voy a hacer? ¡En el nombre de Dios, ¿qué es lo que voy a hacer?! —rugió furioso, con el estigma lívido en el rostro.
Lo contuvo un desesperado gemido de Kempsey. Se volvió hacia la mesa y se inclinó sobre el cuerpo sin corazón.
—Aclaremos esto por última vez. Ese Skoptsy, Lindsey Joyce, ¿fue el que dio la orden de echar por la borda a los refs?