Las haploides (18 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
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—¿No han tenido éxito los radiotécnicos? —preguntó el doctor Leaf.

El alcalde negó con la cabeza.

—Todo sucedió repentinamente. Algunos llegaron a enviar informes, pero luego se paralizó todo. Probablemente deben de haber enfermado y quizá se encuentren hospitalizados en este momento. Entonces decidí que había que cortar la corriente eléctrica. No podrían funcionar las máquinas. No escucharíamos ningún zumbido. Pero parece que fue demasiado tarde.

—¿Dónde está el capitán Tomkins? —preguntó Travis—. ¿Y el jefe Riley?

—Se fueron, como los demás —respondió el alcalde con tristeza—. Quisiera comprender todo esto. Los vi cuando caían a mi alrededor. El sargento Webster fue el último.

Travis miró el plano de la ciudad. Estaba cubierto de centenares de alfileres rojos; el hombre que estaba encargado de colocarlos también había partido. El último total era de tres mil quinientos sesenta y siete. Después, nadie siguió marcando.

—Las calles están repletas de hombres enloquecidos —dijo Travis—. Tuvimos suerte en poder llegar hasta aquí desde el hospital.

—Ya lo sé. Me lo contaron.

El alcalde enjugó su frente con un pañuelo y prosiguió:

—Hemos equipado más de veinte patrullas de mujeres con revólveres, gases lacrimógenos y fusiles. Ahora se encuentran vigilando la ciudad; están encargadas de restaurar en lo posible el orden y la ley.

El alcalde se volvió hacia una joven de unos veinticinco años que se hallaba junto a la batería de teléfonos.

—Señorita Hanson…

La muchacha se acercó.

—Le presento a la señorita Mary Hanson, nuestra nueva jefa de policía. La hemos nombrado en vista de que todos los hombres capaces están imposibilitados. Señorita Hanson, le presento al doctor Leaf, del departamento de Salud Pública, y a Gibson Travis, del «Star», que ha estado colaborando con nosotros.

La señorita Hanson respondió con una sonrisa, dejando al descubierto una hilera de dientes perfectos. Luego volvió junto a las jóvenes que atendían los teléfonos.

—El «Courier» piensa imprimir una edición extra para explicar el oscurecimiento de la ciudad; pero necesita una cantidad suficiente de hombres que manejen las máquinas impresoras. El periódico será distribuido por medio de mensajeros. Habrá que ver cuántos hay disponibles, ya que los jovencitos son tan vulnerables como los hombres. Lo mejor será emplear niñas para este trabajo.

—Señor alcalde —interrumpió el doctor Leaf—. ¿Todavía se encuentra el cuerpo de aquella muchacha llamada Alice Gilburton en la sección de mujeres?

El alcalde se rascó la cabeza y respondió:

—Me parece que sí. Creo que nadie debe haber tenido tiempo para sacarla de allí hasta este momento. ¿Por qué me lo pregunta?

—Venga con nosotros —dijo el doctor Leaf—. Esto promete ser muy interesante. ¿No ha oído hablar de las haploides, alcalde?

—No, me parece que no. ¿Qué son las haploides?

—Pronto podré mostrarle una —dijo el doctor Leaf—. Creo que no me equivoco.

El doctor recogió su equipo, que estaba en el automóvil, y todos se encaminaron hacia las celdas de prevención del ayuntamiento y entraron en la sección de las mujeres.

Al entrar en la celda donde estaba el cadáver de la muchacha, el doctor Leaf levantó la sábana. Sólo encontró almohadas debajo.

11

—Es curioso —dijo el doctor Leaf—. En medio de semejante desbarajuste, ¿quién pudo haber tenido tiempo para retirar el cuerpo de esta muchacha y poner almohadas en su lugar?

—En cierto modo es una prueba, ¿verdad, doctor? —dijo Travis.

—¿Prueba de qué? —interrogó el alcalde.

—Esto prueba que aquel anciano que murió en el Union City Hospital, la primera víctima de la plaga, sabía lo que estaba sucediendo —explicó el doctor Leaf—. Él dibujó un símbolo representativo de una mujer haploide, una mujer estructuralmente semejante a todas sus congéneres, pero con cierta diferencia biológica, cierta diferencia en la organización celular.

—Pero usted acaba de decir que una mujer haploide es igual a cualquier otra mujer… —comenzó a decir el alcalde.

—Exteriormente, sí —contestó el doctor Leaf—, pero, por dentro, sólo Dios sabe cuan diferente puede ser de las demás.

La señorita Mary Hanson entró en la celda.

—¿Puedo ayudarles en algo? —preguntó.

—Sí, Mary —dijo el mayor—. ¿Vio usted entrar a alguien en esta celda? Ha desaparecido el cadáver de la joven que estaba aquí.

Ella movió la cabeza.

—Ni siquiera sabía que había un cadáver en este lugar.

A Travis le invadió en aquel instante la antigua sensación que solía experimentar en algunas ocasiones; una punzada en el estómago que le corrió por todo el cuerpo, hasta la cabeza. Había algo en el tono de voz de la muchacha que le puso en guardia. Fue como una corazonada. Un resplandor en las sombras.

—¿Cómo ha sabido que estábamos aquí? —preguntó Travis a bocajarro.

La muchacha que ostentaba el distintivo de capitán cambió ligeramente de posición y respondió:

—Oí voces; no sabía qué ocurría.

Travis observó que ella miraba fijamente la envoltura que contenía el microscopio del doctor Leaf. ¿Sabría lo que se hallaba bajo aquella cubierta?

—¿Es usted una haploide? —le preguntó súbitamente.

Los ojos de la joven relampaguearon durante una fracción de segundo.

—¿Qué es una haploide? —preguntó ella lenta y cautelosamente. Travis pensó que había demasiada lentitud, una excesiva cautela, en su respuesta.

—No importa —dijo el alcalde—. Vamonos; debemos investigar este incidente.

Abandonaron la celda de prevención y volvieron a la sala de consultas. A Travis le pareció muy significativo que Mary Hanson cerrara la puerta tras ellos. Sus músculos se pusieron tensos.

—¿Qué quería hacer usted con el cuerpo de esa tal Alicia? —preguntó el alcalde al doctor Leaf.

—He traído un microscopio del hospital —contestó el doctor Leaf—. Pensaba extraer una porción de su piel para observarla con el microscopio; coloreando la muestra hubiéramos podido saber cuántos cromosomas tienen sus células. Pero ahora volvemos a estar como al principio.

En su rostro se dibujó la típica sonrisa tan característica de su fisonomía; sin embargo, tenía los hombros hundidos y la mirada cansada. Travis imaginó que el doctor Leaf había puesto sus esperanzas en el examen del cadáver de la muchacha.

—¿Qué quería averiguar, doctor?

Era nuevamente la joven capitana de policía. Tomó asiento frente a la mesa, muy cerca del microscopio del doctor.

Súbitamente el alcalde golpeó la mesa con el puño.

—¿Quién apagó mi radio?

—La han desenchufado —dijo Travis, levantándose para conectarla nuevamente.

—No la conecte, por favor —dijo la señorita Hanson.

Travis se volvió hacia ella, sorprendido.

—¿Por qué no?

—Es necesario que ese receptor esté encendido —dijo el alcalde con firmeza—. En caso contrario no sabríamos cuándo vuelven a funcionar esas condenadas máquinas.

—Entorpece el trabajo de las telefonistas —dijo Mary Hanson—. Creía que era mejor vigilar el buen funcionamiento de los teléfonos. Han estado trabajando ininterrumpidamente durante muchas horas. La radio…

—¡Maldición! Conecte la radio —exigió el alcalde.

—Muy bien —contestó la joven—. Lo haré.

Arrebató el enchufe de las manos de Travis e iba a colocarlo, pero tropezó y cayó pesadamente sobre la mesa, empujando la radio, que se estrelló contra el suelo.

—¡Oh! Dios mío —gritó el alcalde.

—Lo siento —dijo la muchacha—. Ha sido un accidente.

—¿De veras? —preguntó Travis, levantándose—. Señorita haploide.

—Le ruego que deje de llamarme de esa manera —dijo la joven, muy acalorada—. O, por lo menos, explíqueme qué significado tiene ese término.

—Bien sabe lo que significa.

—Puede estar seguro de que lo ignoro.

—Fue un accidente, Travis —dijo el alcalde—. Estaba muy nerviosa y tropezó. Pero hay una forma de comprobar que efectivamente no es una haploide.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Ella… Bueno, es igual que cualquier otra joven —agregó, tratando de disculparla—. Por lo que he podido apreciar, se comporta normalmente. Suelo juzgar acertadamente la naturaleza de las personas.

—No es una cuestión de naturaleza, alcalde Barnston —dijo Travis—. Nosotros debemos comprobar si es o no es una haploide. ¿Tendría algo que objetar, señorita Hanson, si el doctor Leaf extrajera un pequeño fragmento de su piel para examinarlo al microscopio?

—No le dolerá —dijo el doctor Leaf—. Así podremos aclarar esta duda.

—No tengo por qué prestarme a algo semejante —dijo la joven con evidente desagrado—. Me presenté como voluntaria para realizar este trabajo. Pensé que era una manera de manifestar mi patriotismo. Y ahora ustedes me acusan de ser una…, una haploide o qué sé yo.

—Es la única forma de aclarar esta cuestión —dijo Travis—. Después no tendrá que soportar injustas acusaciones.

—Bueno —dijo la joven, sentándose—. ¿Qué debo hacer?

Travis la miraba fijamente mientras el doctor Leaf explicaba a la joven que le extraería una pequeñísima porción de tejido epidérmico de la oreja y que, antes de examinarlo al microscopio, debía colorearlo.

Travis creyó observar que su respiración era algo más agitada de lo que podría esperarse de una joven en tales circunstancias. Además, no parecía escuchar realmente al doctor; tenía una expresión inquieta en la mirada y parpadeaba con frecuencia, como si buscara una forma de resolver rápidamente la situación en que se hallaba.

Todos guardaron silencio mientras el doctor Leaf cortaba un pequeño filamento de piel de su oreja. Lo colocó sobre el portaobjetos y le echó encima unas gotas de colorante. Inmediatamente llevó el vidrio al microscopio y se preparaba para mirar a través de la lente cuando la joven se levantó empuñando su revólver.

—Entrégueme ese preparado, por favor —dijo.

Se hizo un pesado silencio en la habitación. Todas las miradas convergieron en la joven. Las telefonistas se giraron y se incorporaron lentamente. El doctor, inclinado sobre el microscopio, las miró. El alcalde parecía sorprendido. Travis estaba dominado por una gran excitación.

La muchacha se acercó, tomó el portaobjetos y lo arrojó al suelo, pisoteándolo después.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó suavemente el alcalde Barnston.

—Aquí ocurre algo raro —dijo ella—. Todos los hombres han muerto, salvo ustedes tres. Hace muy pocos minutos el sargento Webster sufrió un ataque y rodó por la escalera. Fue el último. —La joven frunció el ceño, como si sospechara algo—. ¿Cómo puedo saber si ustedes tres no son los responsables de todo esto y echan las culpas a alguien llamado haploide…?

—¿Por qué ha hecho caer la radio? —preguntó Travis.

—Fue un accidente —contestó Mary Hanson, colocándose detrás de ellos—. Ahora caminen en dirección a la puerta. Por favor, chicas, ¿puede una de vosotras abrir la puerta?

Los tres hombres se encaminaron hacia la puerta de la habitación. Una de las telefonistas se adelantó a abrirla. Salieron al pasillo, vigilados por Mary Hanson, quien les obligó a avanzar hacia la sala de prevención.

—¿Adónde nos lleva? —preguntó el alcalde.

—Pasarán las pocas horas de vida que les quedan en la celda donde murió Alice Gilburton —dijo ella.

—Creíamos que no conocía su nombre —explicó Travis.

La muchacha no contestó.

Mientras caminaban por el pasillo en dirección a los calabozos pasaron junto a una escalera que conducía al piso principal del ayuntamiento. Bruscamente, Travis se arrojó al suelo.

—¡Levántese! ¡Está loco! —gritó la joven, acercándose y dándole puntapiés.

—Yo… no puedo —balbuceó Travis—. Es la…

Lanzó un gemido y ocultó el rostro entre las manos.

La muchacha se acercó para obligarle a levantar la cabeza, tirándole de los cabellos. Entonces Travis extendió rápidamente un brazo, rodeó las piernas de la joven y le hizo perder el equilibrio. Ella cayó al suelo y el arma rodó por el pasillo. Los tres hombres se abalanzaron para recogerla. Travis la cogió.

—¡Detenedlos! —exclamó la muchacha, tratando de incorporarse.

Varias mujeres aparecieron por la puerta abierta de la sala. Travis, el doctor Leaf y el alcalde Barnston bajaron las escaleras saltando de tres en tres los escalones. Cuando llegaron al piso inferior, salió una mujer de una oficina. Iba a disparar el arma que llevaba en la mano, pero Travis de un salto se colocó junto a ella impidiendo que se moviera.

Entonces oyeron disparos que provenían del piso de arriba. Travis escuchó un gemido y al volverse vio al alcalde Barnston que se desplomaba pesadamente sobre el suelo. Travis y el doctor Leaf no se detuvieron para ayudarle. En pocos instantes estuvieron fuera del edificio; los vidrios de las puertas caían hechos añicos bajo las balas.

Una mujer policía se acercó a grandes zancadas y subió las escaleras para averiguar la causa del tumulto. Antes de que tuviera tiempo de decidir lo que debía hacer, los dos hombres habían desaparecido entre las sombras de la noche.

Corrieron en la oscuridad y dejaron atrás varios bloques de casas antes de detenerse para tomar aliento.

Los envolvió la quietud de la ciudad. Era como una sábana de sombras que ocultaba las luces y los sonidos; de tanto en tanto se veían algunas formas iluminadas por la casi imperceptible luz de la noche.

Eran hombres muertos. Muertos o moribundos. Una vez iniciado, el flagelo había sido inexorable; en vez de disminuir la intensidad de sus efectos, se había extendido en círculos concéntricos, cada vez más amplios, que tenían como centro el almacén desde donde emanaban los mortíferos rayos de la máquina de Alice Gilburton.

Ni siquiera habían tenido tiempo de seguirle la pista y descubrir su verdadero origen, antes de que los hombres comenzaran a caer, primero uno a uno, y luego en cantidades cada vez mayores.

Travis deseaba fumar un cigarrillo mientras se acurrucaba con el doctor junto a una pared de ladrillos, a cierta distancia de los disparos, que se percibían confusamente a lo lejos. Pero no se atrevió ni siquiera a encender un fósforo.

—Eran haploides o, al menos, la mayoría lo eran —suspiró el doctor Leaf.

—Yo tuve esa sensación desde el mismo instante en que fijé la mirada en Mary Hanson —dijo Travis—. Si ella y algunas otras mujeres que se encontraban allí eran haploides, debían tener un objetivo específico. Quisiera saber por qué estamos aún con vida.

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