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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

Las haploides (20 page)

BOOK: Las haploides
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—¡Por el amor de Dios! ¿Cable también?

—Sí. Todos ellos.

—¿Está bromeando? No puedo creerlo…

—Burton, quiero decirle algo acerca de esas jóvenes.

—Muy bien, diga.

Travis no pudo continuar. Sintió una presión, como si un dedo le tocara la espalda. Una mujer, que le apuntaba con un revólver, le dijo a pocos centímetros de su oído:

—Deje el aparato.

Travis depositó lentamente el teléfono en su lugar. Luego se volvió. El doctor Leaf estaba cerca, con el rostro iluminado por la luz de una linterna. Luego la luz se desvió para alumbrar a Travis.

—Tenemos órdenes de llevarnos a todos los supervivientes —susurró la mujer—. No comprendo por qué no nos dejan matarlos.

—¿No han matado aún a suficientes hombres?

Ella le golpeó en la cara.

—¡Cállese! —ordenó la mujer—. Ahora, camine. Una chica irá delante con una linterna y otras le seguirán. Es indudable que usted y algunos otros están inmunizados. ¡Camine!

A Travis le dio un vuelvo el corazón. Hasta entonces no se le había ocurrido pensar en algo semejante. ¡Inmunizados! Por un instante sintió que le envolvía una ola de optimismo, pero muy pronto desapareció esa sensación. Si por alguna razón las haploides se habían propuesto matar hombres inocentes, no iban a dejarlos vivos a ellos dos.

Salieron a la calle. Un automóvil, con el motor en marcha, estaba estacionado frente al edificio. Travis se detuvo un momento, en espera de órdenes; el doctor Leaf estaba a su lado.

—No se queden ahí como un par de estatuas. Suban atrás.

Esa voz… Travis la había escuchado antes. Mientras subía al coche, recordó los rasgos de la joven que iba en el asiento delantero.

—Hola, Rosalee —le dijo.

La joven se volvió, sorprendida.

—¡Váyase al diablo! —gritó ella.

—¡Silencio! —ordenó la mujer que subió inmediatamente.

El vehículo se puso en marcha. Recorrieron las calles de la ciudad, esquivando los bultos diseminados por doquier y aumentando la velocidad en los tramos despejados.

Travis pensó que se dirigían al juzgado, pero no fue así; al llegar a la calle por donde deberían haber girado, pasaron de largo.

El automóvil cruzó varias avenidas y luego enfiló una calle ancha que daba a una autopista. Dejaron atrás las últimas casas de la ciudad y aceleraron la marcha, pues el camino estaba ahora libre de obstáculos.

Veinte minutos después, el coche se internó en un camino flanqueado por espesos arbustos. Pasaron bajo una arcada blanca, en la que podía leerse: «SANATORIO FAIRCREST».

Luego siguieron avanzando por un camino muy tortuoso, que les condujo finalmente hasta un parque que rodeaba un gran edificio que parecía un hospital.

Las jóvenes bajaron del automóvil y, empuñando sendos revólveres, obligaron a Travis y al doctor Leaf a caminar delante de ellas. No se dirigieron a la entrada principal: atravesaron el parque andando sobre el húmedo césped hasta llegar a un sendero lateral que los llevó a la parte posterior del edificio. Avanzaron aún algunos pasos y las mujeres les señalaron unos escalones. Los dos hombres descendieron por ellos. Una de las jóvenes se adelantó y abrió una puerta que daba a una habitación amplia y bien iluminada.

Travis y el doctor Leaf fueron obligados a entrar bruscamente y la puerta se cerró tras ellos.

12

Había numerosos hombres en la habitación. Algunos permanecían aislados y otros formaban grupos; unos estaban de pie, otros sentados. Todos miraron con curiosidad a los recién llegados.

Se encontraban en un sótano que servía de almacén y lavadero. En las paredes, sobre el nivel del suelo del jardín, había ventanas con barrotes y, frente a la entrada, en el lado opuesto, Travis y el doctor Leaf pudieron distinguir otra puerta. Había gran cantidad de cajones, algunos vacíos y otros llenos, colocados junto a las paredes, dejando libre el centro de la habitación.

Algunos hombres estaban sentados encima de los cajones; otros se apoyaban en una larga pica que ocupaba todo un lado de la habitación. Había también algunas sillas viejas, un raído colchón y varios muebles y artefactos cubiertos con fundas. La única luz de la habitación provenía de una lamparilla colgada del techo, que proyectaba extrañas sombras.

Travis y el doctor Leaf se acercaron a la pica y se sentaron sobre el reborde de madera que sobresalía de su parte inferior. La situación era embarazosa.

—¡Eh, Travis! ¡Doctor Leaf! —oyeron que alguien gritaba de pronto.

Travis volvió la cabeza y pudo distinguir a uno de los hombres tendidos sobre el colchón que en aquel momento le hacía señas.

—¡Bill Skelley! ¡Le creíamos muerto!

Bill se levantó y fue al encuentro de su amigo. Se estrecharon las manos.

—¡Qué alentador resulta encontrar a alguien conocido! —dijo Bill, con una amplia sonrisa en su rostro juvenil.

Estrechó la mano del doctor y luego les presentó a los demás ocupantes de la habitación.

—Les presento a McClintock, Charlie McClintock.

—Encantado de conocerle —dijo Charlie.

—Éstos son Marvin Peters, y Powers… Gus. ¿No es así?… Y Tonny Webb y… No recuerdo su nombre.

—Perry Williams.

—Gracias. Como pueden darse cuenta, hace pocas horas que estamos juntos. Este señor es McNulty, Jacob McNulty, y Margano, Kleiburne y Stone… Y aquí está también el pequeño Bobby Covington.

Les presentó a un muchacho de unos doce años, que les tendía la mano.

En pocos minutos los dos nuevos prisioneros saludaron a los demás ocupantes de la estancia. Había veinte hombres y dos muchachos; veinticuatro varones, incluyendo a Travis y el doctor Leaf. Todos se sentaron nuevamente. Algunos trataron de dormir y otros reanudaron las conversaciones interrumpidas por la llegada de los dos últimos.

—¿Cómo andan las cosas afuera? —preguntó Bill, tomando asiento junto a Travis en el reborde de la pica, mientras le tendía un paquete de cigarrillos.

—¡No pueden ir peor! —contestó Travis, aceptando el cigarrillo.

Mientras fumaba, relató a Bill lo que sabía acerca de la hipótesis del doctor Wilhelm, el estado de las calles, las jóvenes del juzgado y su intento de avisar a la Associated Press, de Chicago, para que tuvieran cuidado con las muchachas que llevaban aquellas extrañas cajas.

—Ahora veo claramente que la máquina de la calle Winthrop no operaba con la intensidad máxima —dijo el doctor Leaf minutos más tarde, en medio de la animada conversación que se suscitó en seguida—. Afectó solamente a las personas que vivían en las cercanías, y sus efectos se desarrollaron lentamente. La máquina hallada en la habitación de la muchacha era más mortífera, como demuestran los desastres ocurridos en la ciudad. Pensábamos que tendríamos más tiempo para actuar, pero nos equivocamos por completo.

—Nosotros creímos lo mismo —dijo Bill—. Yo pensaba que tendríamos tiempo suficiente para localizar todas las misteriosas cajas. Todos los radiotécnicos que salieron en los camiones con los equipos detectores enfermaron, uno tras otro. Al ver que nos quedábamos sin personal, yo mismo ocupé un camión y empecé a trabajar. Ya había descubierto dos máquinas, cuando un grupo de mujeres que iban dentro de un coche patrulla me detuvieron. Eran alrededor de las nueve y media. Me encerraron en una comisaría, con otros hombres. Traté de explicar a esas mujeres que yo no era un delincuente y que estaba tratando de localizar las peligrosas radiaciones. Pero ellas se rieron. Una de ellas pegaba bastante fuerte —agregó Bill, mientras se frotaba la barbilla—. Los otros detenidos iban muriendo paulatinamente. Esperaba que me tocara la misma suerte, pero no fue así. Transcurrió media hora larga antes de que regresaran las mujeres. Parecían sorprendidas al ver que aún estaba vivo. Estuvieron deliberando, para decidir qué hacían conmigo. Luego me trajeron aquí.

Encendió un cigarrillo y prosiguió:

—Oí la explicación que usted daba acerca de esas mujeres, las haploides. Para mí no se diferencian en nada de las demás mujeres.

—Exteriormente son iguales —dijo el doctor Leaf—. Se diferencian sólo por su estructura celular. Tienen los mismos pensamientos, los mismos órganos, todo igual, hasta las mismas ambiciones. Temo que hayan sido sus ambiciones las responsables de todo esto. Yo supongo que ellas se consideran a sí mismas como algo nuevo (en realidad lo son) y quizá superior. Me parece que se han propuesto eliminar todos los cromosomas Y que existen en el mundo y, por consiguiente, a todo el género masculino.

—Parece razonable —dijo Bill, restregándose la barbilla—. Aclara la explicación del doctor Wilhelm acerca de los cromosomas Y. Pero, ¿qué sucede entonces con nuestros cromosomas Y? ¿Cómo explica el hecho de que no hayamos sido afectados?

El doctor Leaf movió la cabeza.

—Quizá sea una cuestión de tiempo. O tal vez, cuando conozcamos la razón de nuestra inmunidad, nos parecerá algo muy sencillo, del mismo modo que al principio nos parecía increíble que una simple radiación pudiera ocasionar semejantes estragos.

Travis echó un vistazo a su alrededor.

—Hemos quedado veinticuatro supervivientes en una ciudad de sesenta mil habitantes. Parece imposible que no hayamos muerto como los demás; pero aquí estamos. Quizás en cada uno de nosotros existe un germen salvador. ¿Si pudiéramos saber qué es?

El hombre llamado Charlie McClintock se volvió hacia Travis.

—Esas mujeres también quieren saberlo —dijo—. No tengo ninguna duda. Me he enterado de que los primeros hombres que llegaron aquí fueron sometidos a un cuidadoso examen. ¿Qué me ha dicho acerca de eso, Margano?

Margano, un hombre de pelo negro, que estaba recostado sobre el colchón, levantó la cabeza.

—Fui el primero —dijo—. Cuando llegué, me desnudaron y comenzó la revisión.

El doctor Leaf se mostró muy interesado.

—¿Qué le hicieron entonces?

Margano se sentó.

—Me pesaron, me tomaron la presión sanguínea, como en el ejército. Anotaron mi estatura, me hicieron radiografías y tuve que orinar en un frasco. Eso no me gustó nada. Las condenadas muchachas estaban allí mirándome —agregó, sonriendo con embarazo.

Varios hombres rieron.

—¿Le hicieron algo más? —insistió el doctor.

Margano estaba pensativo; se rascaba la nariz y miraba el techo con el ceño fruncido.

—Sí. Creo que sí. Ah, ya recuerdo… Me hicieron un análisis de sangre. Me auscultaron y me examinaron los dientes. Una de las chicas me colocó un aparato en la boca y me exploró la garganta. Me parece que eso fue todo. No… Hay algo más. Me cortaron un pedacito de piel de la oreja —agregó, alzando su mano y tocando una tela adhesiva que tenía sobre la oreja.

El doctor Leaf sonrió.

—Pensaban que usted podía ser también un haploide, ¿eh?

—Sí. Ya les oí antes, cuando hablaban de ello. Había una mujer de guardia en el piso de arriba, mientras me inspeccionaban. Parecía la jefa del grupo. Todas brincaban cuando ella abría la boca para decir algo. La llamaban doctora Gonner, o algo parecido.

—¿Gonner? —preguntó Travis asombrado—. ¿No sería Garner?

—Sí —asintió Margano—. Eso mismo.

—Era una rubia así de alta —dijo, haciendo un movimiento con el brazo—, hermoso rostro, bien formada y…

—Me parece que se equivoca —contestó Margano sonriendo—. Ésta era todo lo contrario. Era una mujer de cierta edad y cabellos grises. Tenía los ojos grises más terroríficos que he visto en mi vida. Parecía capaz de atravesarlo a uno con la mirada.

El doctor Leaf se acomodó en el reborde de madera.

—Esos exámenes que le hicieron no significan nada. Son habituales —dijo el médico.

—A mí no me examinaron —dijo Charlie McClintock—. Sólo me hicieron un análisis de sangre.

Varios hombres afirmaron a coro que con ellos también se habían limitado a un análisis.

—Espere un momento —dijo Travis, poniéndose de pie—. Usted fue el primero, ¿verdad, Margano?

Margano asintió.

—¿Quién fue el segundo?

Marvin Peters hizo un gesto.

—¿Qué clase de revisión le hicieron? —preguntó Travis.

—Igual que a Margano.

—¿Quién fue el tercero?

Kleiburne levantó la mano.

—Me encontraron frente a la taberna El Barril de Cerveza. Cuando vi que todos los compañeros iban apagándose como lamparillas, decidí terminar mis días con tanto alcohol en el cuerpo como pudiera soportar. Apenas había comenzado a beber cuando me detuvieron; me llevaron en uno de sus coches patrulla y me arrojaron al sótano de la biblioteca, junto con muchos otros hombres. Sólo nosotros dos, McNulty y yo, sobrevivimos. Los restantes se contagiaron. Luego volvieron las muchachas y nos sacaron de allí. Si hubiéramos sido más inteligentes, habríamos simulado estar muertos. Estoy seguro de que otros procedieron así. Luego nos trajeron aquí —prosiguió— y comenzaron a examinarnos, lo mismo que a Margano y McClintock. Cuando iban por la mitad del examen, vino esa vieja ramera de cabellos grises y les dijo: «No importa lo demás, chicas. Sólo me interesa el análisis de sangre». Eso fue todo.

—El cuarto fue usted, McNulty, ¿verdad? ¿Y el quinto?

Stone levantó la mano.

—Sólo examen de sangre.

—¿El sexto?

Gus Powers tosió.

—Lo mismo.

—¿El séptimo?

Perry Williams alzó el brazo.

—A mí no me hicieron nada. Sólo me encerraron aquí.

A ninguno de los restantes les habían hecho análisis de sangre.

—Muy bien, doctor Leaf —dijo Travis—. ¿Llega usted a las mismas conclusiones que yo?

—Creo que sí —respondió el doctor Leaf, muy excitado—. Al principio revisaron cuidadosamente a cada uno de los hombres, pues ignoraban la razón de su resistencia al mal. Luego deben haber encontrado algo. En la sangre… La vieja pidió entonces que hicieran otros dos análisis, para estar del todo segura. Luego ya no necesitaron seguir la investigación.

—¿Qué puede ser, entonces? —preguntó Bill.

—Tenemos la explicación aquí mismo. ¿A qué grupo sanguíneo pertenece usted, Margano?

—Cuando estaba en el ejército me dieron una tarjeta que decía AB.

—Muy bien. ¿Y el suyo, Kleiburne?

—AB.

—¿Peters?

—Creo que AB.

—¿McNulty?

—No sé.

—¿Y el suyo, Stone?

—Grupo AB. ¿Podría ser diferente?

—Está claro, ¿verdad? ¿Hay alguno que no pertenezca al grupo sanguíneo AB?

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