Las haploides (26 page)

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Authors: Jerry Sohl

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Las haploides
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Las lágrimas le inundaban los ojos. Hizo una pausa y continuó:

—Enloqueció cuando lo encerraron en el piso de arriba. Tenían a otro hombre encerrado en el sótano. No recuerdo su nombre…

—Chester Grimes.

—¿Cómo lo sabes?

—La policía lo averiguó por sus huellas digitales. Prosigue.

—Bueno. Un día, al doctor Tisdial se le ocurrió probar uno de los aparatos que estaban arriba. Era un emisor de ondas radiactivas. No funcionaba muy bien. No obstante, él lo accionó. Luego ya sabes lo que le ocurrió. En cuanto a Grimes, enloqueció de dolor, comenzó a correr de un lado a otro por el sótano, mientras su piel se tornaba gris. Ellas descubrieron lo que pasaba y detuvieron la máquina, pero el daño ya estaba hecho. Como el trabajo estaba casi terminado, decidieron desmantelar el laboratorio esa misma noche. La policía sorprendió a varias muchachas mientras realizaban esta tarea durante la mañana siguiente. Pudieron salir sin ser vistas, pero debieron prender fuego a la casa, pues habían dejado algunas cosas dentro.

—Allí encontré la ficha de Rosalee Turner —dijo Travis—. Luego fui a buscarla a su oficina.

—Mi madre se enteró de ello. Pero la primera vez que oyó hablar de ti fue cuando peleaste conmigo en el hospital. Gladys Pease, la enfermera, se lo contó. Entonces me encargó de que te eliminara; dijo que todo había ocurrido por mi culpa. No sabía lo que yo sentía por ti. Ni siquiera yo lo sabía entonces.

Se acercó aún más a Travis y le acarició el antebrazo. Luego continuó:

—Me alegro de no haberlo hecho. Cuando te encontré aquella vez en la calle me di cuenta de que no sería capaz de matarte; sin embargo, volví a intentarlo en tu apartamento. No eras el único en mi lista; también figuraba tu amigo, Hal Cable. Él también me vio. Por lo visto, fracasé en mis intentos de asesinato.

—Pero no podrías decir lo mismo de tus compañeras —dijo Travis gravemente—. Han matado a Hal Cable con las radiaciones.

—Ya lo suponía —dijo ella en voz baja—. Todo esto es espantoso. No puedo comprender cómo antes estuve convencida de que sería la solución para todos los problemas mundiales. Lo que voy a decir no es nuevo, pero dos cosas malas no dan una buena. Los hombres son malos, pero lo es igualmente el sueño de las haploides. Quizá, dentro de algunos siglos, la humanidad habrá progresado y desaparecerán las guerras.

—Has mencionado al doctor Tisdial —dijo Travis—. ¿Por qué tratabas de matarlo?

—Discutí con la doctora Garner acerca de él. Yo opinaba que si estaba sufriendo tanto como Chester Grimes, debía tener el privilegio de morir rápidamente en vez de seguir soportando el dolor horrible producido por la radiación. Quizá mi madre se haya enternecido en ese momento. Aceptó. La señorita Pease nos telefoneó desde el hospital apenas lo llevaron allí.

—Fue él quien nos dio la pista de las haploides.

—¿El doctor Tisdial? ¿Quieres decir que estaba consciente?

—Tenía la conciencia suficiente para dibujar un símbolo representativo de la mujer con los signos veintitrés X en su interior, que entregó a un médico interno, el doctor Collins. ¿Recuerdas que cuando viniste a mi apartamento te lo mostré? Nos costó descifrarlo; tardamos varios días.

—Temían que hubieras encontrado algo importante; la doctora Garner se mostró muy enfadada cuando supo que no te había matado. Me preocupaba que ella descubriese mis sentimientos hacia ti. Tuve verdaderas dificultades para advertirte de que te fueras de la ciudad. En esos momentos, Alice Gilburton y otras recibían las instrucciones finales para comenzar el ataque. Todas las haploides estaban alerta para apoderarse de la ciudad tan pronto como los hombres comenzaran a morir. Y yo no constituía una excepción.

—¿Qué sucedió con el cadáver de Alice Gilburton?

—Mary Hanson, que fue designada jefe de policía por el alcalde, nos informaba telefónicamente desde el ayuntamiento. La doctora Garner le ordenó que se deshiciera del cuerpo de Alice por si a alguien se le ocurría examinarla. El alcalde ordenó que cortaran la corriente eléctrica en todos los edificios excepto los públicos. Las haploides que se habían enrolado como voluntarias hicieron funcionar las máquinas radiactivas en los edificios públicos. El mismo procedimiento debía ser empleado en todo el país. Union City solamente serviría de modelo.

15

El camión se abrió paso a toda velocidad a través de una niebla densa que se levantaba lentamente de los lugares bajos, en el campo. En el este, el color negro del cielo nocturno había dado paso al azul, y acababa de aparecer un débil tinte amarillento. Las alargadas nubes matinales que flotaban sobre el horizonte iban cambiando de tonalidad.

Había dos inconvenientes: la reserva de combustible estaba casi agotada y el turismo que los perseguía permanecía fuera del alcance de las balas.

—Creo que conseguiremos llegar —dijo Bill Skelley a través de la ventana abierta del camión—. Ahora hay que girar y seguir un poco más por el camino del oeste. A la izquierda, antes de llegar al camino pavimentado, está la casa de Ernie Somer.

Travis aminoró la marcha para tomar la curva y dobló por el camino lateral. Vio por el retrovisor que el otro automóvil hacía la misma maniobra.

El camión se internó por el sendero que conducía hasta la casa de Somers, un edificio blanco de dos plantas situado a bastante distancia del camino. Travis dirigió el camión hacia la puerta posterior de la casa. Frenó. Todos bajaron rápidamente. Bill golpeó la puerta con energía. Travis vio que el coche de las haploides se detenía en la carretera, a la entrada del sendero. Los hombres se sorprendieron al ver que la puerta se abría casi instantáneamente. Con cierta vacilación, la señora Somers apareció en el umbral. Bill empujó la puerta.

—¿Dónde está Ernie? —preguntó.

—Arriba —replicó, azorada, la señora Somers.

—No tengo tiempo para explicarle —dijo Bill, haciéndola pasar a la cocina—. Estamos en una situación difícil.

Cuando estuvo dentro, se volvió hacia el grupo que había quedado afuera y les dijo:

—Adelante. Travis, explíquele a la señora por qué estamos aquí.

Bill desapareció. Se oyeron sus recios pasos en la escalera. Travis indicó a McNulty que vigilara el automóvil de las haploides mientras él y el doctor Leaf atendían a la señora Somers, la cual seguía demudada en presencia de aquellos extraños que se habían apoderado de su casa.

Pero resultó que la señora Somers ya estaba enterada de algo y Travis reparó, por primera vez, que llevaba puesto un vestido y no un camisón. La dueña de la casa les explicó que Ernie se había instalado frente a su equipo de radioaficionado, el viernes por la noche, después de la cena, y que desde entonces no se había movido de allí. Ella le había acompañado casi constantemente. Ernie seguía comunicándose con las emisoras de todo el país desde su habitación en el primer piso.

—Tenemos noticias de todas partes del país —dijo ella—. Hay algunas interferencias. En varias ciudades se han producido alborotos. Cunden los rumores acerca de lo sucedido en Union City. Piden que todos los hombres de la ciudad…

—Afuera hay otro automóvil —gritó McNulty desde la ventana de la cocina.

Travis y algunos de sus compañeros se acercaron corriendo hasta la ventana. Vieron que descendían varias haploides del segundo vehículo, mientras aparecía un tercer automóvil, que venía de la carretera.

—Será mejor que subamos —dijo Travis—. Quedaos algunos abajo y vigilad a las haploides.

—¿Cómo llama usted a esas mujeres? —preguntó la señora Somers a Travis mientras éste se encaminaba hacia la escalera, con Betty y el doctor Leaf.

—Haploides, señora Somers. Muy pronto oirá hablar de ellas.

Encontraron allí a Bill Skelley que hablaba con un hombre de edad mediana y aspecto somnoliento.

—Ha estado transmitiendo toda la noche —dijo Bill.

—Ya lo sabemos —contestó Travis—. ¿Hay algún radioaficionado de esta zona que esté atento a las llamadas?

Ernie se rascó la cabeza.

—Sí. Está Judd Taylor. Vive en la ciudad. He hablado varias veces con él esta noche. ¿Por qué me lo pregunta?

—¿Le ha referido Bill algo acerca de las haploides?

—¡Oh, sí!… Él quería que hiciera una llamada de auxilio —dijo Ernie, sonriendo con embarazo—. Pero yo no puedo hacer eso; perdería mi licencia. Si se tratara de un desastre…

—¡Dios santo, Ernie! —estalló Bill—. Estuve tratando…

—Esto es peor que un desastre —dijo Travis gravemente—. Es la vida o la muerte del género masculino…, nada más que eso.

—Pero no comprendo…

—Escucha, Ernie —dijo Bill—. Hemos sido camaradas durante muchos años…

—Espera un momento, Bill —interrumpió Travis—. Ernie, en el camino, frente a esta casa, hay unas veinte mujeres que preferirían matarnos antes que dejarnos transmitir este mensaje. Son haploides, mujeres haploides que se proponen hacer desaparecer hasta el último varón de la superficie de la Tierra. Los hombres que han venido con nosotros, en el camión, estaban condenados a muerte por ellas; pudimos escapar gracias a la ayuda de Betty Garner…, esta señorita. Pero creo que hay algo más importante todavía que ese mensaje cuya transmisión Bill le ha pedido: la llamada que yo desearía hacer a Judd Taylor. Es necesario decirle que reúna la mayor cantidad posible de hombres que aún estén con vida en la ciudad y que los envíe con armas hacia aquí. Si usted no quiere hacerlo, Bill lo transmitirá. Necesitaremos ayuda con urgencia.

—Muy bien —dijo Ernie, sin mucha convicción—, pero a Judd le parecerá muy cómico que solicitemos ayuda para luchar contra mujeres. Pienso que no lo tomará en serio.

—Si no le cree, déjeme hablarle… —dijo Bill—. Me parece que nos presentaron una vez.

—Lo que dicen es totalmente cierto, señor Somers —dijo Betty—. Nada detendrá a esas mujeres.

—¡Por qué me habré hecho radioaficionado! —exclamó Ernie con resignación—. Debiera haber continuado trabajando con mi equipo bacteriológico, en el sótano.

Consiguió comunicación con Judd Taylor. Al principio, éste se resistía a creer lo que Ernie Somers le decía, pero, gracias a la intervención de Travis, Betty Garner, Bill y el doctor Leaf, terminó convenciéndose.

La conversación se interrumpió.

—Las haploides han cortado los cables eléctricos —gritó McNulty desde abajo.

Los que estaban en el cuarto de la radio se acercaron corriendo a una ventana. Llegaron a tiempo para ver a una haploide en el momento en que bajaba de uno de los tres postes eléctricos que suministraban corriente a la casa; los alambres cortados se balanceaban cerca del camión, y sus extremos de cobre rozaban el césped.

—Ahí tienen la confirmación —dijo Travis a Ernie—. Ahora sólo les falta venir y detenernos.

—Deben haber visto la antena —dijo Bill—. O quizá la localizaron por medio de los receptores que tienen en sus vehículos. De todos modos, ya nos han agarrado.

—Oh, no… Todavía no —declaró Ernie frunciendo el ceño y apretando los labios con terquedad—. En el sótano tenemos un generador portátil que el club de radioaficionados emplea cuando instala su campamento. Pero antes de que Bill y yo vayamos a traerlo, es necesario cuidar un pequeño detalle.

Se volvió hacia su mujer y dijo:

—Maybelle, ¿podrías darnos las armas? Parece que vamos a tener líos.

La señora Somers, con el rostro pálido y desencajado, bajó las escaleras junto con su marido y Bill Skelley. Mientras los dos hombres se ocupaban de poner el equipo en condiciones, la señora Somers sacó dos pistolas automáticas 45, tres escopetas, un rifle de caza 30-30 y otro 22. Como ya tenían cuatro automáticas, cada hombre pudo proveerse de un arma.

—Son recuerdos del ejército —dijo ella.

Travis situó a McNulty en el cuarto de estar, junto a la ventana que daba al sur; Kleiburne, también en el mismo lugar, vigilaba la ventana este. Margano se hallaba en la cocina, custodiando la ventana norte, con un rifle en la mano. Stone se apostó, con una automática, junto a la ventana de la sala que daba al oeste.

En los dormitorios del primer piso estaban Bobby Covington con una escopeta y Dick Wetzel con otra, ambos en la misma habitación. Powers y Peters ocupaban los dos dormitorios restantes; tenían en su poder armas similares.

Travis mandó a Betty y a la señora Somers al cuarto de la radio, en el primer piso, junto con el doctor Leaf. Luego, empuñando el arma, Travis se dirigió hacia la ventana norte donde se encontraba Margano para ver qué sucedía por aquel lado.

Había una media docena de vehículos de haploides en el camino. Las mujeres estaban agrupadas, en conciliábulo, alrededor de uno de los automóviles.

De pronto, se giraron y miraron hacia la casa. Una de ellas se separó del grupo y comenzó a caminar en dirección al edificio, bajo el brillante sol matinal.

—Que nadie dispare —dijo Travis en voz alta para que lo oyeran todos los que se hallaban en el edificio—. Veamos qué quiere.

A mitad de camino la haploide se detuvo. Era una hermosa muchacha; llevaba una pistola en su funda y tenía los brazos entrelazados a la altura del pecho, en actitud desafiante.

—Todos sus amigos han muerto —gritó ella—. Si no salen, atacaremos. Si aceptan, les prometemos un juicio justo. En caso contrario, deberán sufrir las consecuencias.

—¿Un juicio justo con las haploides? —gritó Margano—. ¡No nos haga reír!

—¿Salen o no? —preguntó, enfadada, la muchacha.

—¡No salimos, así se os lleve el diablo! —le contestó Margano, haciéndole burla con la mano.

Se oyó un disparo de rifle. La bala golpeó contra el marco de la ventana, junto a la cabeza de Margano. Las astillas de madera cayeron al suelo. La muchacha dio media vuelta y echó a correr. En seguida las haploides volvieron a conferenciar. Luego, mientras Travis iba de un lugar a otro, revisando las municiones y cerrando las puertas con llave, se oyó un altavoz instalado junto a los vehículos de las haploides.

—Gibson Travis —dijo la voz—. Le habla la doctora Garner. Lo que la joven acaba de decir es del todo exacto. Les daremos la oportunidad de tener un juicio justo. En realidad, no tendría por qué hacerlo, ya que ustedes son impotentes para defenderse; sólo les queda morir de hambre, encerrados ahí. Si salen y se rinden, incluso Betty, les prometo que tendrán libertad para ir donde quieran y hacer lo que les parezca. No suelo hacer promesas. Pero cuando prometo algo, lo cumplo. ¿Qué contesta?

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