Read Las hijas del frío Online
Authors: Camilla Läckberg
—Bien, nos vemos mañana, pues —le dijo el capataz balanceándose adelante y atrás—. Hacia las siete. No llegues tarde —le advirtió el capataz.
Anders asintió sin más. No había riesgo alguno, pues una oportunidad como aquella no se presentaba a menudo.
Con paso ligero, volvió a la piedra que estaba trabajando en aquellos momentos. Estaba tan contento que la cortaba como si fuese mantequilla. La vida le sonreía.
Daba vueltas en el espacio. Caída libre entre planetas y cuerpos celestes que difundían un suave resplandor a su alrededor cuando ella pasaba a su lado. Escenas oníricas se mezclaban con leves destellos de realidad. En sus sueños veía a Sara. Sonrió. Su pequeño cuerpo de bebé era perfecto. Blanco como el alabastro, manitas de largos dedos. Ya durante sus primeros minutos de vida agarró el índice de Charlotte y lo retuvo como si fuese lo único capaz de sujetarla a aquel nuevo mundo aterrador. Y quizá fuese así, pues ella sintió que al agarrarle el dedo con tanta energía, se aferraba a su corazón con una firmeza aún mayor que duraría toda la vida.
Ahora pasaba junto al sol, camino de la bóveda celeste y su intenso resplandor le hizo pensar en el cabello de Sara. Rojo como el fuego. Rojo como el mismo diablo, como alguien dijo con una broma que, según recordó en el sueño, ella no apreció lo más mínimo. No había nada de demoníaco en el bebé que ella sostenía en sus brazos. Ni en el cabello rojizo que al principio tenía encrespado y tieso, como si fuese una pequeña adepta a la moda punk, y que con los años fue creciendo más abundante y largo sobre sus hombros.
Ahora las pesadillas ahuyentaban tanto la sensación de los dedos del bebé en torno a su corazón como la visión del rojo cabello en movimiento mientras la pequeña corría llena de vida. Ahora lo veía oscurecido por el agua, flotando alrededor de la cabeza de Sara como un halo deforme. Lo veía ondeando sobre el agua de aquí para allá y, bajo la melena, largos brazos de algas que se extendían para alcanzarlo. También al mar le complacía el cabello de su hija y lo reclamaba para sí. En sus pesadillas veía el blanco de alabastro oscureciese y convertirse en azul y morado, y los ojos cerrados y muertos. Muy despacio, su hija giraba en el agua con los pies apuntando al cielo y las manos cruzadas sobre el pecho. Luego, la velocidad iba en aumento, cada vez más, y cuando ya giraba tan rápido que empezaban a formarse pequeñas ondas en las grises aguas, los brazos verdes se apartaban de ella. La niña abría los ojos. Los tenía totalmente blancos.
El grito que la despertó parecía provenir de un profundo abismo. Cuando sintió las manos de Niclas sobre sus hombros zarandeándola enérgicamente, comprendió que lo que había oído era su propio grito. Por un instante, sintió un alivio indecible. Aquella desgracia había sido una pesadilla. Sara estaba sana y salva, sus sueños le habían jugado una mala pasada. Pero entonces miró a Niclas a los ojos y lo que vio en ellos le generó otro grito en el pecho. Él se adelantó y la apretó contra sí, de modo que el alarido se transformó en profundos lamentos y resuellos. El jersey de Niclas estaba mojado y Charlotte sintió el poco familiar olor de sus lágrimas
—Sara, Sara —gimió Charlotte mientras él la mecía y le hablaba con la voz quebrada—. ¿Dónde has estado? —sollozó ella en voz baja.
Pero él seguía arrullándola y acariciándole el cabello con mano temblorosa.
—Shhh, ya estoy aquí. Duerme un poco más.
—No puedo…
—Sí, claro que puedes. Shhh…
Y siguió arrullándola rítmicamente hasta que la oscuridad y los sueños volvieron a adueñarse de ella.
La noticia se había difundido por la comisaría mientras ellos estaban fuera. No era frecuente que tuviesen casos de niños muertos, tan sólo algún que otro accidente a intervalos de muchos años, y nada era capaz de impregnar aquella casa de una tristeza tan profunda como ese tipo de trágicos sucesos.
Annika miró inquisitiva a Patrik cuando éste pasó con Martin ante la recepción, pero él no tenía fuerzas para hablar con nadie, sólo deseaba entrar en su despacho y cerrar la puerta. Se cruzaron por el pasillo con Ernst Lundgren, que tampoco dijo nada, de modo que Patrik se escurrió al interior de su pequeño refugio y Martin hizo lo propio. No existía una sola asignatura en la formación policial que los preparase para este tipo de situaciones. Dar la noticia de una muerte se contaba entre las misiones más repugnantes de la profesión, y dar la noticia de la muerte de un niño a sus padres era lo peor del mundo. Iba contra toda lógica y toda decencia. Nadie debería verse obligado a transmitir un mensaje de esa naturaleza.
Patrik se sentó ante el escritorio, apoyó la cabeza entre las manos y cerró los ojos. Enseguida volvió a abrirlos, pues lo único que veía tras sus párpados cerrados era la piel lívida de Sara y sus ojos sin vida clavados en el cielo. Tomó el portarretratos que tenía a su lado y lo apretó contra su mejilla. La primera fotografía de Maja. En el hospital, reposando en brazos de Erica, cansada y amoratada. Fea, pero hermosa al mismo tiempo, con esa belleza que sólo comprenden quienes ven a su hijo por primera vez. Y Erica, agotada y exhausta, sonriente pero con la espalda erguida con una nueva altivez y el orgullo de haber realizado una hazaña que sólo podía describirse como un milagro.
Patrik era consciente de que se estaba comportando de un modo sentimental y patético, pero a aquella hora del medio día empezaba a comprender el alcance de la responsabilidad que había asumido al nacer su hija y el alcance del amor y del miedo que implicaba. Cuando vio a la niña ahogada tendida como una estatua sobre la cubierta, deseó por un instante que Maja no hubiese nacido, pues ¿cómo vivir con el riesgo de perderla un día?
Dejó la fotografía en su sitio sobre la mesa y se retrepó en la silla con las manos cruzadas en la nuca. Continuar con las tareas que estaba realizando antes de la llamada de Fjällbacka de pronto se le antojaba totalmente absurdo. En realidad, quería irse a casa, meterse en la cama, taparse hasta la cabeza y quedarse allí el resto del día. Unos golpecitos en la puerta lo sacaron de su lúgubre cavilar. Respondió «¡Entra!» y apareció Annika empujando tímidamente la puerta.
—Hola, Patrik, disculpa que te moleste, sólo quería decirte que llamaron del Instituto Forense para comunicarnos que ya tienen el cadáver y que recibiremos el informe de la autopsia pasado mañana.
Patrik asintió cansado.
—Gracias, Annika.
La joven vaciló un segundo antes de preguntar:
—¿La conocías?
—Sí, últimamente veía bastante a menudo a Sara, la niña, y a su madre. Charlotte y Erica se han visto mucho desde que nació Maja.
—¿Cómo crees que sucedió?
Patrik lanzó un suspiro y amontonó con desgana los documentos que tenía ante sí sin mirar a Annika.
—Se ahogó, ya lo habrás oído. Probablemente bajaría a jugar a los muelles, tropezaría y no pudo subir. El agua está tan fría que seguro que la hipotermia no tardó en paralizarla. Ir a contárselo a Charlotte ha sido lo más horrible…
Su voz se quebró y giró la cabeza para que Annika no viese que las lágrimas amenazaban con aflorar a sus ojos.
Ella cerró muy despacio la puerta de su despacho y lo dejó tranquilo. Tampoco la recepcionista pudo hacer gran cosa aquel día.
Erica volvió a mirar el reloj. Charlotte debería haber llegado hacía media hora. Apartó con cuidado a Maja, que dormía junto a su pecho, y extendió el brazo en busca del teléfono. Estuvo esperando un buen rato, pero nadie respondió. ¡Qué raro! Habría salido y se olvidó de que iban a verse aquella tarde, aunque no era muy propio de ella.
Sentía que se habían convertido en muy buenas amigas en poco tiempo. Tal vez porque las dos se encontraban en un momento delicado de sus vidas o quizá simplemente porque se parecían mucho. En realidad era muy curioso: a Charlotte la sentía como a una hermana mucho más que a Anna. Sabía que Charlotte se preocupaba por ella y le hacía sentirse segura en medio del caos. Erica había dedicado toda su vida a preocuparse por los demás, en especial por su hermana Anna, y sentirse por una vez pequeña y asustada suponía una extraña liberación. Al mismo tiempo, era consciente de que Charlotte tenía sus propios problemas. No sólo se veía obligada a vivir con su familia en casa de Lilian, que no parecía una persona fácil de tratar; también se le ensombrecía el semblante cada vez que hablaba de Niclas, su marido. Erica sólo lo había visto de pasada alguna que otra vez, pero le dio la impresión de que inspiraba desconfianza. Aunque desconfianza quizá fuese exagerado… Más bien diría que Niclas le parecía una de esas personas que tienen buenas intenciones, pero que, al final, anteponen sus propias necesidades y deseos a los de los demás. Parte de lo que Charlotte le había contado confirmaba aquella impresión, aunque nunca se lo decía claramente, pues, por lo general, ella hablaba de su marido en términos elogiosos. Admiraba a Niclas y en varias ocasiones le había confesado que no entendía cómo había tenido tanta suerte, que era incomprensible que ella se hubiese casado con alguien como él. Y claro que, de forma objetiva, Erica estaba dispuesta a admitir que él merecía mejor calificación por su físico: era alto, rubio y tenía buen tipo, según decían las féminas acerca del nuevo doctor. Y claro que, a diferencia de su esposa, él tenía una carrera universitaria. Sin embargo, si atendía a sus cualidades interiores, Erica consideraba que era más bien al contrario. Niclas debía dar gracias por su buena estrella. Charlotte era una mujer cariñosa, sensata y dulce, y tan pronto como Erica lograse salir de su apatía, haría lo posible por lograr que la propia Charlotte lo comprendiese. Por desgracia, en estos momentos le resultaba imposible hacer otra cosa que reflexionar sobre la situación de su amiga.
Un par de horas más tarde ya había anochecido y la tormenta se había desatado con toda su fuerza. Al ver el reloj, Erica pensó que debía de haberse dormido durante una o dos horas con Maja, que la utilizaba como chupete. Justo estaba a punto de echar mano del teléfono para llamar a Charlotte cuando oyó la puerta.
—¿Hola?
Patrik no debía volver a casa hasta dentro de un par de horas, así que pensó que tal vez fuese Charlotte, que por fin se dignaba aparecer.
—Soy yo —dijo Patrik con una voz apagada que enseguida llenó de preocupación a Erica.
Cuando lo vio entrar en la sala de estar, se inquietó aún más. Parecía sombrío y asomaba a sus ojos una expresión exánime que desapareció en cuanto vio a Maja, dormida en el regazo de Erica. De un par de zancadas se les acercó y, antes de que Erica lograse reaccionar, le había arrebatado al bebé para abrazarlo con todas sus fuerzas. Tan rápido la levantó que la pequeña se despertó asustada y empezó a llorar a pleno pulmón, pero ni siquiera entonces se la devolvió a su madre.
—¿Qué haces? ¡La estás asustando!
Erica intentó arrebatarle a la pequeña para calmarla, pero él neutralizó sus esfuerzos y siguió abrazándola más fuerte aún. Maja gritaba histérica y, a falta de una idea mejor, Erica golpeó a Patrik en el brazo y le gritó:
—¡Contrólate! ¿Qué te pasa? ¿No ves que está muerta de miedo?
Sólo entonces pareció despertar de pronto y miró a su hija, que estaba roja de irritación y de pánico.
—Perdón —dijo devolviéndola a los brazos de Erica.
Esta, desesperada, le susurró al oído para que se calmase. Lo consiguió tras unos minutos y el llanto se convirtió en callados sollozos. Erica miró a Patrik que, sentado en el sofá, contemplaba absorto la tormenta.
—¿Qué pasa, Patrik? —preguntó Erica, esta vez en tono más suave, incapaz de ocultar la preocupación que la embargaba.
—Hoy recibimos una llamada, habían encontrado a una niña ahogada. De aquí, de Fjällbacka. Martin y yo fuimos al lugar de los hechos.
Aquí se detuvo, pues le costaba continuar.
—¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha pasado? ¿Quién era?
Entonces, las ideas empezaron a agolparse en la cabeza de Erica hasta encajar en su lugar como pequeñas piezas de un rompecabezas.
—¡Oh, Dios mío! —repitió—. Es Sara, ¿no es cierto? Charlotte iba a venir a tomar café esta tarde, pero no se presentó y en su casa no cogen el teléfono. Es eso, ¿verdad? La niña ahogada era Sara, ¿no es cierto?
Patrik no tuvo fuerzas más que para asentir con la cabeza y Erica se dejó caer en el sillón porque le flaqueaban las piernas. Recordó a Sara saltando en el sofá de su sala de estar hacía tan sólo unos días. Con el largo cabello rojizo revoloteando alrededor de su cabecita y su risa burbujeante como una primitiva fuerza imparable.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Erica una vez más llevándose la mano a la boca mientras sentía que el corazón se le desplomaba como una piedra.
Patrik persistía en su actitud, mirando por la ventana, y Erica, que lo veía de perfil, se dio cuenta de que le temblaban los labios.
—Ha sido tan horrendo, Erica. Yo no había visto a Sara muchas veces, pero contemplarla allí tumbada en la barca, totalmente inerte. Tuve presente a Maja en todo momento. Desde entonces, la misma idea me ha martilleado la cabeza ¿te imaginas que a Maja le ocurriese algo así? Y tener que ir a contarle lo sucedido a Charlotte…
Erica no pudo ahogar un lamento. No tenía palabras para describir la magnitud de la compasión que sentía por Charlotte y también por Niclas. Comprendió enseguida la reacción de Patrik y se sorprendió apretando a Maja contra sí cada vez más fuerte. Jamás la soltaría. Se quedaría allí sentada con ella en su regazo, donde estaba segura, por toda la eternidad. Maja se retorció molesta; con la sensibilidad de los bebés, entendía que algo no andaba bien.