Authors: Concha Alós
Por la calle pasó el Monegro. Llevaba la raída camisa arremangada y la chaqueta al hombro. Miró hacia el bar. Gruñó un saludo al que sólo contestó Mostaxet.
Siguió su camino impasible, aunque Sibila estaba segura de que la había visto.
Sibila se dio cuenta entonces de que en la puerta, junto a la acacia recién regada y llena de flores, había una silla de hierro caída. Se habría quedado olvidada alguna noche y alguien la había roto. Allí estaba, inservible, oxidada, rotas sus articulaciones, abandonada.
La bahía de Alcudia es una gran tela descolorida a trozos, movible, acompasada. Allá lejos, junto al cielo, donde parece que el mar y el cielo se juntan probando, como dicen los manuales de geografía, la redondez de la Tierra, un barco avanza hacia Menorca, blanco, lento.
Asunción lo mira mientras empuja hacia arriba, violentándola, la puerta de la escuela, como tiene que hacer cada vez que quiere cerrarla. La humedad hincha la madera —la humedad causada por la lluvia, las salpicaduras de las olas, el vapor de agua perenne en un lugar así— y, después, el viento y el sol la secan, combándola y haciendo que se quede más corta.
Una mujer chilla junto a la puerta del vicario:
—¡Pacooo…! ¡Pacooo!
La señorita Molino aprieta contra su costado la carpeta, en la que lleva unos cuadros sinópticos que emplea para explicar a Sibila. El vértice de cartón que tiene la carpeta se hunde en su cadera y ella lo siente como un pinchazo. Mira los tiestos que hay en la terraza de la escuela. Unos tiestos en los que crecieron geranios y clavellinas y hoy sólo contienen una tierra apelmazada y dura en la que alguna vez, cuando caen unas gotas, nacen unas gramíneas que llegan a hacerse altas y echar grano.
Asunción está irritada, nerviosa, de mal humor. Los niños no le gustan nada; está convencida. Cada día los aguanta peor. En ese momento recuerda con ira, con verdadero rencor, a Martínez, el hijo del guardia, con su carita insolente levantada hacia ella y la mano crispándose para sujetar el lápiz mientras escribe.
—¡Martínez!
—Diga, señorita.
—¿Cómo tienes que coger el lápiz?
—Flojo, señorita.
—Pues… ¡hombre!
Se le acababa la paciencia. La escuela estaba llena de moscas. Revoloteaban sobre su cabeza y se tiraban después, zumbando, para morder. Mordían. Asunción se daba palmadas en los brazos para ahuyentarlas, sin conseguirlo. Los zumbidos y las picaduras de las moscas acabaron exacerbándola. Además, entre los pupitres, alguien hablaba y Asunción no podía localizarlo.
Parecía que la tarde no iba a acabar. El tiempo era largo, no pasaba. Asunción suspiraba porque fijaran las cinco, pero las manecillas del reloj llevaban una extraña lentitud.
La mujer sigue gritando desde su portal:
—¡Pacooo! ¡Pacpooo!…
La voz le resulta a Asunción molesta y antipática. Una voz chillona y recia como casi todas las de estas mujeres del Sur o de la Meseta. Se disparan y resultan dolorosas al oído. Sin ningún matiz, como la trompeta de un basurero.
Son las cinco y media. La luz del día es deslumbrante y el mar, desganadamente, rompe unas olas bajas en la arena y en el alga mojada, amontonada. Unos carros de Muro o de la Puebla, unos carros que guían carreteros morenos, se van llevando el alga. Todos llevan un manchado permiso impreso y firmado por la Comandancia de Marina, un permiso que enseñan a los guardias civiles si éstos lo piden.
La sombra de una moto que hay frente a la casa de la Forta está tendida y gris al lado de ella, mezclándose con la otra, la de una acacia que parece dibujar al lado de la moto un largo mástil desnudo.
Sale humo por la chimenea de Can Mostaxet. Un humo que nace recto y a medio metro se dispersa perdiéndose en el aire. Hay tres hombres de pie en el mostrador, tapando a medias la cafetera de alcohol que Mostaxet compró el último verano. Discuten voceando y se ríen. Deben de ser los del camión que hay parado en la puerta: «Cerveza y productos carbónicos. Palma».
—¡Adiós, señorita!
Son los hijos de la Balbina, esa forastera que trabaja en la Residencia. Al marido lo mató la explosión de este invierno. Los niños andan todo el día sueltos y casi nunca acuden a la escuela. Juanillo, el mayor, arrastra con un cordel una caja de zapatos vacía.
—Yo seré el capitán y éste será mi barco.
Juegan todo el día por la calle, entre la arena. A la niña le ha salido un humor qué le llena la barbilla. Va corriendo detrás de su hermano y de la caja del cordel. Lleva en la muñeca una pulserita de celuloide rosa que se va mirando mientras corre.
Al lado de las cosas las sombras se van ensanchando y, en el mar, el vaporcito que va a Menorca se ve blanco sobre el azul, simple como en la acuarela de un aficionado. Asunción se siente vacía, triste. Ahora mismo se sentaría en una roca cualquiera para descansar.
Descansar, pensar, compadecerse, llorar. Pero recuerda que tiene marcado su horario y debe seguirlo. Su camino, su deber. A las seis debe estar en la Torre para dar la clase a Sibila. Ella fijará en la maestra sus grandes ojos de pantera y se sumergirá dentro de sí misma, sin escucharla. Pero eso no debe importarle, aunque le afecte en ocasiones. Lo principal es que Asunción cobra unos crecidos honorarios por esta clase y debe cumplir aunque, como hoy, no tenga ganas de hacerlo.
Su camino está trazado. Es un camino absurdo que da vueltas sobre sí mismo, como la más boba de las circunferencias: trabajar para poder comer, tener un techo. Comer, defecar, dormir para recuperar energías y poder volver al trabajo al día siguiente. Un ciclo absurdo. En el mundo animal, las actinias y otros seres no tienen más aparatos vitales que un saco sin músculos ni nervios provisto de boca y ano. Un ser humano puede llegar a ser también eso.
Asunción, al ir a coger el sendero que lleva a la Torre y dejar la carretera de Muro, se cruza con el autobús. El vehículo va lleno y la gente, dentro de él, lleva un bailoteo de muñeco de cabalgata, de santo de palo. El autobús. Hojalata. Polvo que hace toser. Maletas y cajones en la baca.
Hace unos años la maestra esperaba el viejo y descoyuntado armatoste con ilusión. En él llegaban, casi todas las tardes, aquellas cartas escritas con letra redondeada y cuidadosa, un poco temblona. Ella no rasgaba el sobre en seguida. Casi corriendo atravesaba toda la calle del pueblo y cuando llegaba al camino de arena de la Residencia, apretaba todavía más el paso. En el momento de cerrar la puerta de su habitación se miraba al espejo. Se veía desconocida, sonrosada. Un redondo halo de felicidad parecía envolverla.
Eran las cartas del viejo profesor. Detalladas, minuciosas, abnegadas, en las que él, su persona y lo que podía ser su vida, no tenían importancia, solamente las cosas de Asunción.
Lo había conocido durante la carrera. Era un profesor débil, de aspecto sucio. Forzaba la voz hablando del arte mudejar, del renacentista, de los destruidos castillos medievales. Nadie escuchaba sus explicaciones. En su clase se hablaba, se jugaba a hundir navíos en una pequeña hoja de papel cuadriculado, o se preparaban las lecciones de otra asignatura, los temas de un examen próximo. El profesor estaba a punto de jubilarse. Solía pasear por la sala mientras daba sus conferencias. En algunas ocasiones se quedaba de pie junto a ella, que empezó a escucharle por un sentimiento de compasión y acabó interesándose por las cosas que decía. Estaba muy enterado, conocía a fondo la materia, pero era un pesado. Apoyaba en el pupitre de Asunción su mano, corta y no muy limpia, y ella a veces se sentía agobiada de ternura y se la hubiera besado.
Nunca pudo explicarse cómo comenzó a verse con él en la solitaria Alameda de la Puerta de San Antonio con todo un sol radiante encima de sus cabezas. El profesor solía ir allí a mediodía con un asqueroso setter gordo y reumático y en un banco de piedra comenzaron a hablar de libros, de cuadros, y a comentar películas de Charlot.
Después, Asunción ganó las oposiciones y se fue a vivir a Son Bauló. Cartas y cartas y cartas. En ellas se hablaba de pedagogía, de historia, de libros…
Asunción solía esperar los sobres voluminosos todas las tardes. Era su motivo para vivir, una ilusión que no tenía futuro, pero que le bastaba para subsistir.
Cuando disponía de dos días seguidos de vacaciones iba a Palma. Corría a verlo. El profesor se pasaba las tardes del domingo en su casa, entre libros, en una habitación polvorienta, repleta de tomos viejos y desordenados. Atestada de cosas inservibles y de cachivaches pasados de moda.
Pero a veces los afectos, los objetos, se rompen de una manera brutal. Un golpe, la muerte, una cerilla, una inundación.
El hecho ocurrió inesperadamente. Fue como un sueño deshilvanado y sin sentido. Un día vino a visitarla una mujer flaca y llorosa que se presentó como hija del viejo profesor: «Señorita, no debe usted continuar viendo a mi padre… La gente murmura, y ya sabe…» Asunción no sabía nada ni entendió aquella historia de amores tardíos y rosas de otoño que le explicaba entre sollozos aquella mujer ridícula y mal pensada que tenía aspecto de beata.
Por lo visto, las hijas de don Honorio habían interpretado aquella amistad de su anciano padre como una alegre aventura de senectud. Asunción estaba aturdida y hasta quiso buscar en su ánimo un poco de humor para atenuar el golpe. La mujer de pelo ralo y descolorida, como si hubiera estado remojada en lejía durante una semana, se volvió a meter en el taxi donde había venido, diciéndole: «Él tampoco quiere que usted le escriba más. La semana pasada confesó y comulgó, y nos ha prometido que esta locura ha terminado».
Nunca le había ocurrido nada tan estúpido y Asunción quedó pensando en cuántas ocasiones la grosería y la vulgaridad de los demás nos vencen. Después se convenció a sí misma de que aquello no podía ser más que una broma o que tal vez la mujer que había estado a verla fuera una impostora que no tenía nada que ver con don Honorio.
Pero no recibió más cartas del viejo profesor. Llamó varias veces por teléfono sin conseguir que él cogiera el aparato. Se ponían sus hijas, y al decirles Asunción que era ella y preguntar por su padre, colgaban sin contestar. A su casa no se atrevió a volver. Todo había muerto.
A estas horas las montañas comienzan a difuminarse. Se diría que el sol, al evaporar toda el agua de los árboles, provoca una especie de neblina blanca y espesa que a lo lejos parece niebla.
La carretera de Muro en el buen tiempo está muy concurrida. Los coches y los camiones levantan polvo. Asunción, cuando se cruza con algún vehículo, aprieta bien los labios, los frunce. Por el camino se retiran ya los carros llenos de alga, chorreante y podrida, que cargan los payeses de Muro.
Un sendero tuerce a la derecha y de pronto los pinos son altos, excelentes, no como los del pueblo, torcidos y raquíticos. Hay mirto y unos lentiscos jóvenes. Empieza el bosque de la Torre, protegido extrañamente de la tramontana, verde, magnífico.
El jardín de la Torre tiene rosas amarillas y unas glicinas colgantes y llenas de perfume. Las piedrecitas del camino crujen al pisarlas la maestra. En una de las ventanas está asomada Sibila. Ahora agita la mano. Asunción sonríe también y mira hacia el suelo: los zapatos de cuero gordo, barato, las piedrecillas pequeñas entre la tierra.
La bahía de Alcudia. El mar se junta con el cielo a lo lejos. El vapor va avanzando hacia Menorca. Blanco, lento.
—No, no. Deje la manicura. La semana que viene la haremos. Bueno, si acaso, pinte las uñas, pero de prisa. Tengo que ir a comprar un regalo y mi marido me espera.
Archibald no tenía nada que hacer, excepto pasar por Correos y luego esperar a que ella estuviera lista para volver a Son Bauló. Sibila sabía que él se sentía oprimido por la rabiosa concentración de turistas y gente en las calles de Palma. Ya debía de estar sentado en el bar Formentor con su libro, frente a un vaso de horchata, perdido como una manchita entre el bullicio, mareado por el ir y venir de la gente, por el griterío de los periquitos que se vendían en la tienda de al lado del bar, junto a la otra de souvenirs: toreros de juguete, gitanas de trapo alargadas, estilizadas, zuecos y postales de la isla.
La peluquería era limpia, grande. Estaba situada en un principal de la Plaza de Cort, y a Sibila le gustaba, entre otras razones, por el respetuoso orden que reinaba en ella. Los peluqueros marcaban las horas de antemano y nunca hacían esperar. Odiaba, aunque no tuviera nada que hacer, guardar turno más de quince minutos.
Al salir bajó por la calle de Colón. Tiendas de telas, de zapatos, una de guitarras e instrumentos musicales. En el escaparate unas marimbas decoradas con rayas al sesgo, rojas y amarillas, colocadas en el suelo, junto a una alfombra de piel de cabra. También unos catrecillos de los que empleaban las mujeres para ir a misa. Un tambor. Apoyadas en los rincones, detrás de las vidrieras, había partituras de música y encima de un piano un busto de Beethoven. Unos muchachos con camisa negra y cabello amelenado que se cruzaron con ella, la miraron con insolencia y uno de ellos preguntó:
—Parlez-vous français?
Mientras el otro decía en español:
—Está buena la sueca esta.
Sibila iba a contestar que hablaba francés, pero aquellos individuos pasaron de largo sin esperar su respuesta. En la esquina, aguardando a que el urbano le diera la señal de paso, amontonados, esperaba un grupo de turistas que debían de ir juntos a visitar las iglesias, los patios típicos, las calles antiguas. Casi todos eran sonrosados, y las mujeres llevaban vestidos demasiado largos. Al atravesar entre ellos para entrar en la calle de la Platería, pisó sin querer la puntera de la alpargata de una mujer gruesa, de cara gastada, que llevaba en la cabeza una gran pamela.
—¡ Perdón!
No debió de hacerle daño, pues la mujer la miró amablemente, con sus ojos de gelatina, pronunciando una frase en un idioma fuerte y desconocido.
Torció la esquina para entrar en la pequeña calle llena de joyerías, de relojerías, la calle de los judíos. A un lado quedaba el mercado de las flores, en el que había muchos puestos de madera con plantas vivas y flores con los tallos metidos en cubos de latón. A un lado de la plaza estaba el quiosco de bebidas y en medio un surtidor esmirriado.
Flores y soportales. Era uno de los lugares preferidos por los turistas para derrochar los carretes de fotografías en color que llevaban en sus máquinas. Con sus cortos pantalones, enseñando las velludas piernas, se gritaban unos a otros, excitados sin duda por la radiante luz y por el ruido de la aglomeración.