Las hogueras (6 page)

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Authors: Concha Alós

BOOK: Las hogueras
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Sin embargo, siguió una lucha afanosa y sin alegría por comprar toda la felicidad posible. Felicidad era libertad, y la libertad sólo era posible con dinero. Con dinero se tenía tiempo y se podía disponer de él. Libertad, una mujer hermosa y una casa agradable, cerca del mar, en un lugar solitario y tranquilo con la brava belleza de una bahía abierta a todos los vientos.

Tuvo que sentarse. La vista se le oscurecía y tenía que hacer grandes esfuerzos para no romper a gritar. Tenía la frente llena de sudor.

—Tendré que llamar a alguien. No puedo esperar a mañana— dijo en voz alta.

Eran las tres. Y la casa tenía esa tenue luz, ese silencio de las casas deshabitadas. Los muebles del pasillo, los del salón, cada paso era un obstáculo casi invencible. Él era un caballo viejo y moribundo, lanzado a una carrera de obstáculos. Tenía que saltar montañas. La vista le mentía resplandores rojos en todos los rincones. Llamó a Raimunda. Antes se había asomado a la habitación de su mujer. Pero Sibila dormía, tan indefensa, tan profundamente, que no se atrevió a despertarla. Tal vez en el fondo pensara que era inútil llamarla. Que podía hacer muy poca cosa por su marido ni por nadie.

—Hay que ir a llamar un médico, Raimunda. No me encuentro bien.

Raimunda apenas podía abrir los ojos. Tenía la cara encogida como un recién nacido y el cabello con permanente todo alborotado.

—¿A estas horas, señor?

Archibald se sentó en el pequeño sillón cubierto por una funda de cretona que tenía Raimunda junto a la cama, con los dientes apretados, entrechocándose, desencajado, encogido como un feto. La sirvienta se había puesto un abrigo sobre el camisón y ahora se calzaba unas botas de agua. El charol relucía con óvalos arco iris a la luz del cuarto. Hablaba de llamar a las monjas.

—Sor Margarita pone inyecciones. Al amo de Cá la Menuda le curó una pulmonía. Con penicilina.

—No. No es cosa de monjas. Ve a la Residencia y pregunta si está Pedro. Le dices que me encuentro mal. Que si puede conducir mi coche hasta Santa Margarita. Sólo eso.

8

La noche está oscura. No hay luna ni estrellas y los pinos agazapados, castigados por el viento, parecen hombres que acechan arrodillados en la arena. Una lechuza chista y Raimunda piensa en los aparecidos de los cementerios, llamando desde las tapias con un siseo inquietante y cordial. Tiene miedo. Sus pies están pesados, torpes, fríos, dentro de las botas de agua, se hunden en la arena y a ella le parece que tardan mucho en salir, como en una pesadilla que tuvo una vez, en que un toro la perseguía. Jadea y suda, pero el aire del mar seca en seguida el sudor de su frente.

No es la primera vez que sale sola a esas horas en busca de remedio. El señor le ha dicho: «Lo siento, Raimunda. Ya sabes que si pudiera iría yo. Lamento que salgas por la noche sola». Y ella había contestado: «No se preocupe, señor. Sé valerme».

Había salido muchas veces. También cuando lo de su marido. Pero entonces, ni de médico hubo necesidad. El cura con los óleos, y listo.

Su marido. Parecía que todo había ocurrido ayer. Sin embargo, cuando quería revivir lo que pasó, los recuerdos eran turbios, como si permaneciesen hundidos debajo de mucha agua, confusos. Su marido levantaba el puño, sonriente, un poco borracho, y decía que el mundo iba a ser mucho mejor desde aquel momento. Ni ricos ni pobres: todos iguales. La niña que era muy pequeña, no quería besarlo. Tenía miedo del fusil y del pañuelo rojo que su padre llevaba en el cuello. Lloraba abrazada a las piernas de su madre.

Y él se marchó. Era la guerra. Quemaban las iglesias y las personas chillaban corriendo debajo de los aviones que volaban. Caían hombres y los periódicos traían fotografías de gente con la cara reventada. En las panaderías se formaban colas y las mujeres, en grupos, iban por los pueblos buscando patatas que comprar.

Todo fue muy largo. Pero un día, por fin, llegaron por la carretera camiones llenos de soldados. Cantaban canciones y decían que había llegado la paz. Las personas estaban delgadas y en los cuellos flaccidos se marcaban arrugas, bolsas de arrugas. Unas arrugas pequeñas, numerosas, con una raya oscura en lo más profundo, una raya de polvo, de suciedad y de sudor.

Los zapatos que arreglaba su marido se quedaron abandonados en el pequeño y luminoso taller. Algún par no fue reclamado por nadie. Hubo muchos muertos. Su marido estaba en la cárcel. Escaseaba el pan. Y ella tuvo que ponerse a trabajar. El campo. El sol. La siega.

En la capital no atan los perros con longanizas, pero cualquiera, trabajando, puede tener un buen pasar. Una prima que vivía en Palma le escribió que si quería tenía una casa para ella, para hacer de criada. La niña la podía meter en el Temple hasta que las cosas se fueran arreglando.

Cuando su marido salió de la cárcel, Raimunda ya tenía una casa pequeña. Dos habitaciones, en un sótano, húmedas y oscuras, pero era mejor que estar al raso. Se forjó ilusiones. Su marido de remendón como en el pueblo. Ella seguiría trabajando, limpiando las casas a cinco pesetas la hora. Saldrían adelante. Pero aquello que le devolvieron, después de seis años, no era su marido. Era un hombre viejo, triste y llorón. Se pasaba el tiempo encogido en un rincón, gimiendo. Cuando a la niña le preguntaban las vecinas de la calle: «Guapa, ¿por qué no trabaja tu padre?», la niña les contestaba: «Dicen que se ha hecho haragán en la cárcel».

Cuando a Raimunda le vienen a la memoria aquellos días, parece que aún siente un cosquilleo semejante al dolor en todos sus músculos, un dolor que le llega hasta los párpados.

El sótano, su casa, estaba en la calle de Juan Crespí. Unas acacias grandes bordeaban la acera. Por la esquina pasaba el lento tranvía que iba a Son Espanyolet, renqueante, como si tuviera sueltos todos los tornillos y todas las piezas, ruidoso. Ella trabajaba casi todo el día fuera de casa y cuando llegaba al sótano tenía que cocinar, lavar la ropa de todos, coser, planchar… Todo pesaba sobre ella. La niña aprendía en una Academia. Raimunda quería que fuera mecanógrafa. Muchas noches, al mirarse distraída en el espejo, notaba su cara abotagada, hinchada. Y se había sorprendido muchas veces diciendo en voz alta: «Soy una mula. Una bestia soy». Y una noche su marido se murió. Dejó de gemir, se quedó encogido como un pajarito. Delgado, pequeño.

Los pies de Raimunda, pesados, torpes, fríos, se hunden en la arena. Y es de noche. La rama de un pino cruje, desgarrándose. Se lamenta como la puerta que alguien se ha olvidado de cerrar en un terrado una noche de viento.

El señor Archibald ha dicho: «Siento que tengas que ir sola». Y a ella se le ocurría tener miedo de los árboles y de la oscuridad. A cualquiera que se lo dijeran, con lo que ella ha pasado en su vida, y ahora ponerse a temblar por eso. Como una cría. Es para mearse de risa. ¿Qué tendría el señor? ¿Apendicitis? A algunas personas, decían, se les agujereaba la tripa si no llegaban a tiempo. Bien sabe Dios que Raimunda no querría que le pasara nada al señor Archibald. Había sido bueno con ella. Le regaló a su hija una máquina de escribir y, después, cuando le salió novio y se casó, le dio dinero para que se comprara la ropa.

Un haz de luz amarilla sale de la ventana de la Residencia, la ventana del despacho de Telmo Mandilego. Empinándose, Raimunda golpea los cristales. Telmo Mandilego, que está escribiendo en un pliego ladeado, con un secante rosado y grande al lado del papel, levanta la cabeza, encogiendo los ojos hacia los golpes de fuera. Una lámpara de petróleo que da una luz casi blanca cuelga de una viga con un largo gancho de alambre. Telmo carraspea, para desatascar su garganta, antes de preguntar con voz alarmada, al mismo tiempo que abre la puerta:

—¿Ocurre algo? ¿Ha pasado alguna cosa?

—Mi señor está malo. Muy malo. Hay que ir corriendo y llevarlo al médico.

—¿Qué tiene?

—No sé si será apendicitis. Creo que si se llega tarde y la tripa se agujerea, la gente se muere.

—Sí. Se les declara la peritonitis.

—¿La qué?

Telmo va, como siempre, en mangas de camisa. Lleva una camisa blanca arremangada hasta el codo. Raimunda sólo recuerda haberle visto una vez con un traje entero. Fue cuando se le murió la mujer. Telmo Mandilego, aquel día, era el mes de agosto, caminaba detrás de la furgoneta de los muertos, muy de prisa, porque la furgoneta, no se sabe por qué razón, corría. Todo de negro, los ojos hinchados y un pañuelo blanco apretado contra la boca…

—Peritonitis. Una enfermedad.

—¡Ah! No sé. Él sólo me ha dicho que si Pedro puede guiar el coche nuestro hasta Santa Margarita. Eso me ha dicho. Y está muy malo. Yo lo he visto muy mal.

—Ya, ya, ya… Pero el caso es que Pedro no está. Se fue a media tarde con la camioneta.

Pedro es una especie de carnicero gigantesco y colorado. Se encarga de transportar los víveres a la Residencia y a veces pasa en Son Bauló uno o dos días. Pero se ha ido. Tiene una media novia en Muro. Una chica rubia y malhablada con la que le gusta ir al cine.

—¿Qué podemos hacer?

—No sé, mujer, no sé. Déjame pensar.

Raimunda ha entrado dentro de la Residencia, en la Recepción. En verano hay un vigilante que se pasa la noche mirando el gran libro de viajeros, como dándose importancia. En este tiempo, todo está vacío y no hace falta nadie. La Recepción es ahora un salón grande, desolado, con heladas butacas de plástico verde, colocadas simétricamente junto a unas sillas que tienen los asientos también de plástico. En medio de la Recepción hay una mesita barnizada con un tapete de ganchillo estirado con almidón, del que aún quedan secos y apelotonados grumos.

—Déjame pensar, déjame pensar…

Raimunda se sienta en uno de los sillones, con un largo suspiro, sin dejar de mirar la cara de Telmo Mandilego, que piensa pellizcándose la barbilla y achicando los ojos.

—Espera. ¡Ya lo tengo!

—¿Quién?

—El Monegro. Muchas veces le he Visto llevar el camión de las obras. Es un camión viejo, sin matrícula. El Monegro lo conduce con la vista ñja en la carretera, entre los grandes pinos de Son Real, que sueltan unas pinas abiertas y maduras. Lo conduce cuando el chófer del camión está enfermo o tiene que ausentarse.

—A lo mejor él querrá.

—Sí, puede que sí.

9

El agua —pluf, pluf, pluf— entra a empellones dentro de la bolsa de goma. Es una bolsa de color salmón. Unas letras en relieve dicen su marca y también que está patentada. Ya hace dos inviernos que la emplea. Hoy se da cuenta de que necesita ser fregada por fuera. Hay que frotarla con un estropajo jabonoso, con alguna energía, porque tiene mugre y entre las estrías, agarrado y un poco grisáceo, ya, los restos del talco que le puso la otra temporada antes de guardarla. Esto de tener agua caliente en la habitación es, sin duda, una gran comodidad. Viene de la inmensa caldera adosada a la cocina económica del hotel. Mucha cocina, ahora en el invierno, para cuatro gatos. El agua, algunas veces, sale casi hirviendo del grifo.

Asunción Molino tiene el tapón de la bolsa en una mano. Con la otra sujeta el cuello, vigilando para que el agua no la queme. El líquido entra por la boca de la bolsa despidiendo el aire de dentro, haciéndose dueña a la fuerza de todo el espacio.

La habitación tiene dos camas metálicas. Son unas camas chirriantes, escandalosas, que al comenzar el mes de abril, cuando llegan los novios a la Residencia, meten un ruido exasperante, machacón, que a la maestra le quita el sueño y la hace sentirse absurdamente vacía e infeliz. Eso y el oír arrastrarse las camas de las habitaciones una contra otra para juntarlas —en el piso que hay sobre ella, a su derecha, a su izquierda, en toda la Residencia— irrita a Asunción. Una noche, después de acostada, se volvió a vestir y bajó a la Recepción para quejarse al vigilante. «No dejan dormir con tanto ruido.» Y el hombre, un viejo que ha sido toda la vida pescador, la miró y dijo con una sonrisa cansada y nostálgica: «¿Qué quiere que yo le haga, señorita? Son jóvenes, se acaban de casar. Les gusta estar juntos, es natural».

La primavera era insoportable. Asunción la temía. Hasta el espino, ese arbolillo ingrato que parece muerto, florece con ese tiempo. Es como una burla. La Residencia tiene, desde abril, todas las habitaciones ocupadas y Telmo Mandilego, el dueño, anda todo el día mirando a las clientes y dándole con el codo a su ayudante:

—Llaneras, mira qué mujer, ¡carayI…

La maestra, que ocupa todo el año una mesa en el comedor al lado de la de Mandilego, mira con curiosidad a las mujeres que señala el viudo. Casi todas le parecen vulgares, gordas, desproporcionadas…

Enrosca el tapón de la bolsa de goma y posa en ella las manos extendidas. Es agradable sentir este calor levemente velado por la goma. Atraviesa la habitación para meter el calorífero en su cama. Aparta el embozo, el cobertor, las mantas, y coloca la bolsa entre las dos sábanas. Vuelve a tapar después, con cuidado, como si abrigara a un gatito pequeño o a un niño. Le gusta pensar que cuando se acueste encontrará el hoyo de la bolsa caliente, como si un ser vivo hubiera estado en la cama antes que ella, esperándola acaso.

Todas las habitaciones del hotel son iguales: un suelo rectangular con ladrillos blancos y negros, helados. Un lavabo, dos camas, un armario empotrado. En el cuarto de Asunción instalada por ella, hay también una mesa escritorio y, en un rincón, un baúl bastante grande sobre el cual tiene un hornillo de alcohol y una cafetera. Y hasta una lámpara de butano y una estufa de petróleo tiene Asunción. La maestra ahora se sentará tras su mesa de trabajo y pondrá al día sus cuentas. Tiene una libreta de tapas de hule con unas rayas rojas y verticales donde puede apuntar con minuciosidad las entradas, salidas, gastos personales… Es uno de los placeres de Asunción Molino: llevar escrupulosamente al día los asuntos de dinero. Cuando haya anotado sus gastos, Asunción escribirá unas cartas y, por último, en la cama, tapada, con el calorífero junto a sus pies, leerá el libro que tiene empezado.

Estas dos horas que faltan para dormir son las que más le gustan de todo el día. Allí encerrada ignora todo lo de fuera. No le importa que la montaña de enfrente se queme ni tampoco si los de Chipre andan o no muy acordes; el juicio de Ruby, el asesino del presunto criminal que mató a Kennedy, le tiene sin cuidado. Ella y sus objetos. Ha aprendido que fuera de sí misma todo cojea y falla.

Tenía que escribir dos cartas: una a un maestro de Uclés, que le hacía preguntas sobre el clima, vegetación y húmero de habitantes de la zona escolar de Santa Margarita a Muro —querría seguramente pedir por allí una escuela en el próximo concurso de traslados—; otra, a la Delegación contestando a una circular. Cartas de tipo afectivo o amistoso ya no escribía.

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