Las ilusiones perdidas (20 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Châtelet no creía en tanta inocencia. Espiaba las horas en las que Lucien acudía a casa de la señora de Bargeton y se dejaba caer por ella unos minutos más tarde, haciéndose acompañar siempre por el señor de Chandour, el hombre más indiscreto de toda la región y al que cedía el paso para entrar, esperando siempre una sorpresa y buscando a ciegas un azar. Su papel y el triunfo de su plan eran tanto más difíciles cuanto que tenía que aparentar una neutralidad a fin de dirigir a todos los actores del drama que quería interpretar. Así, para inspirar confianza a Lucien, al que adulaba, y a la señora de Bargeton, la cual no carecía de perspicacia, cortejaba, para cubrir las apariencias, a la celosa Amélie. Para poder espiar mejor a Louise y a Lucien, había logrado, desde hacía algunos días, establecer entre el señor de Chandour y él mismo una controversia acerca de los dos enamorados. Du Châtelet pretendía que la señora de Bargeton se burlaba de Lucien, que era demasiado orgullosa, de muy alta cuna como para rebajarse hasta el hijo de un farmacéutico. Este papel de incrédulo iba muy bien con el plan que se había trazado, ya que deseaba pasar por el defensor de la señora de Bargeton. Stanislas sostenía que Lucien no era un amante desdeñado. Amélie atizaba la discusión, deseando saber la verdad. Todos daban sus razones. Como suele suceder en algunas ciudades, ciertos íntimos de la casa Chandour llegaban en medio de una conversación en la que du Châtelet y Stanislas justificaban a porfía su opinión mediante excelentes observaciones.

Era muy difícil que cada adversario no buscara partidarios, preguntando a su vecino:

—Y a usted, ¿qué le parece?, ¿cuál es su opinión?

Esta controversia mantenía siempre para todos en la actualidad a la señora de Bargeton y a Lucien. Finalmente, un día du Châtelet hizo observar que todas las veces que el señor de Chandour y él se presentaban en casa de la señora de Bargeton y Lucien se encontraba allí, ningún indicio dejaba entrever relaciones sospechosas: la puerta del gabinete estaba abierta y las personas iban y venían; nada misterioso anunciaba los hermosos crímenes del amor, etc. Stanislas, quien no carecía de una buena dosis de estupidez, prometióse aparecer a la mañana siguiente de puntillas, a lo que la pérfida Amélie le animó con todas sus fuerzas.

Aquella mañana fue para Lucien una de esas jornadas en las que los jóvenes se tiran de los pelos jurándose a sí mismos no continuar en el tonto oficio de aspirante. Se había acostumbrado a su situación. El poeta que tan tímidamente había tomado posesión de una silla en el gabinete sagrado de la reina de Angulema, se había metamorfoseado en un enamorado exigente. Seis meses habían bastado para que se creyera el igual de Louise y ahora quería convertirse en su dueño. Salió de su casa prometiéndose ser muy poco razonable, poner su vida en juego y emplear todos los recursos de una elocuencia inflamada, decir que tenía la cabeza nublada y que era incapaz de tener un sólo pensamiento ni de escribir una línea.

En algunas mujeres surge un horror a los lugares comunes que hace honor a su delicadeza, y a las que les gusta ceder al impulso y no a causa de convencionalismos. Generalmente nadie quiere un placer impuesto por la fuerza. La señora de Bargeton observó en la frente de Lucien, en sus ojos, en su fisonomía y en sus ademanes este aire agitado que traiciona una resolución ya decidida; se propuso frustrarla, un poco por espíritu de contradicción, pero también por una noble alianza del amor. Como mujer exagerada, exageraba el valor de su persona. A sus ojos, la señora de Bargeton era una soberana, una Beatriz, una Laura. Se sentaba, como en la Edad Media, bajo el dosel del! torneo literario, y Lucien debía merecerla tras varias victorias, tenía que hacer olvidar al niño sublime, a Lamartine, a Walter Scott, a Byron. La noble criatura consideraba su amor como un principio generoso: los deseos que inspiraba a Lucien debían ser una causa de gloria para él. Este donquijotismo femenino es un sentimiento que da al amor una consagración respetable, lo utiliza, lo engrandece y lo honra. Obstinada en interpretar el papel de Dulcinea en la vida de Lucien durante siete u ocho años, la señora de Bargeton quería, como muchas mujeres de provincias, hacer comprar su persona mediante una especie de servidumbre, por un tiempo de constancia que le permitiera juzgar a su amigo.

Cuando Lucien hubo entablado la lucha mediante uno de esos fuertes enojos de los que se ríen las mujeres aún libres de ellas mismas, y que sólo entristecen a las mujeres amadas, Louise adoptó un aire digno y comenzó uno de esos largos discursos salpicados de palabras altisonantes.

—¿Esto es lo que me prometiste, Lucien? —le dijo al terminar—. No introduzcas en un presente tan dulces remordimientos que más tarde envenenarían mi vida. ¡No estropees el porvenir! Y lo digo con orgullo, ¡no estropees el presente! ¿Acaso no es tuyo todo mi corazón? ¿Qué quieres, pues? ¿Acaso tu amor se dejaría influir por los sentidos, mientras que el más bello privilegio de una mujer amada es imponerles silencio? ¿Por quién me tomas entonces? ¿No soy ya tu Beatriz? Si no soy para ti algo más que una mujer, soy menos que una mujer.

—No dirías otra cosa a un hombre al que no amaras —exclamó Lucien, furioso.

—Si no ves todo lo que hay de verdadero amor en mis ideas, nunca serás digno de mí.

—Pones mi amor en duda para dispensarte de responder a él —dijo Lucien, arrojándose a sus pies y llorando.

El pobre muchacho lloró seriamente al verse durante tanto tiempo a la puerta del paraíso. Fueron lágrimas de poeta que se creía humillado en su poder, lágrimas de niño con la desesperación de verse negar el juguete que exige.

—¡Nunca me has amado! —exclamó él.

—No crees en lo que estás diciendo —replicó ella, halagada por tanta violencia.

—Pruébame entonces que eres mía —dijo Lucien, desgreñado.

En aquel precioso instante Stanislas llegó sin ser oído, vio a Lucien medio derribado, con lágrimas en los ojos y la cabeza apoyada sobre las rodillas de Louise. Satisfecho ante este cuadro suficientemente condenatorio, Stanislas se replegó bruscamente hacia du Châtelet, quien se encontraba en la puerta del salón. La señora de Bargeton se incorporó rápidamente, pero no logró alcanzar a los dos espías, que se habían retirado precipitadamente como personas que eran inoportunas.

—¿Quién ha venido? —preguntó a su servidumbre.

—Los señores de Chandour y du Châtelet —respondió Gentil, su viejo mayordomo.

Volvió a su gabinete, pálida y temblorosa.

—Si te han visto así, estoy perdida —dijo a Lucien.

—¡Tanto mejor! —exclamó el poeta.

Ella sonrió ante este grito de egoísmo lleno de amor. En provincias una aventura semejante se agrava según la manera como es contada. En un instante, todo el mundo supo que Lucien había sido sorprendido de rodillas a los pies de Naïs. El señor de Chandour, feliz ante la importancia que le daba este acontecimiento, se fue a contarlo al Círculo, en primer lugar, y luego de casa en casa. Du Châtelet se apresuró a decir por todas partes que no había visto nada, pero al colocarse de esta forma fuera del hecho excitaba aún más a Chandour para que hablase, le hacía extenderse en detalles; y Stanislas, sintiéndose inspirado, iba añadiendo algunos nuevos cada vez que lo contaba. Por la noche la sociedad afluyó a casa de Amélie, ya que a la noche las versiones más exageradas corrían por entre la Angulema noble, en la que cada narrador había imitado a Stanislas. Mujeres y hombres se sentían impacientes por conocer la verdad. Las mujeres que se cubrían más el rostro y que más gritaban contra el escándalo y la perversidad, eran precisamente Amélie, Zéphirine, Fifine y Lolotte, que más o menos estaban gravadas con dichas ilícitas. El cruel tema se variaba en todos los tonos.

—Vaya, vaya, ¡esta pobre Naïs! —decía una—. ¿Ya os habéis enterado? Yo no acabo de creerlo, tiene tras ella toda una vida irreprochable; es demasiado orgullosa para ser otra cosa que la protectora del señor Chardon. Pero si eso que dicen es cierto, la compadezco con todo mi corazón.

—Es tanto más digna de lástima cuanto que ha caído en un atroz ridículo, ya que podría ser la madre del señor Lulu, como le llamaba Jacques. Este poetastro tiene todo lo más veintidós años, y Naïs, entre nosotras sea dicho, ya ha alcanzado los cuarenta.

—Yo —decía Châtelet— creo que la situación misma en la que se encuentra el señor de Rubempré prueba la inocencia de Naïs. Nadie se pone de rodillas para pedir lo que ya se ha logrado.

—¡Según y cómo! —dijo Francis con aire picante, que le valió una desaprobadora mirada de Zéphirine.

—Pero díganos de una vez lo que ha pasado exactamente —se pidió a Stanislas, formando un comité secreto en un rincón del salón.

Stanislas había terminado por componer un cuentecillo lleno de indecencias y lo acompañaba de gestos y poses que agravaban aún más la cosa.

—¡Es increíble! —repetían.

—¡A mediodía! —decía una.

—Naïs es la última persona de la que yo hubiese tenido la menor sospecha.

—¿Qué va a hacer ahora?

Luego, comentarios e infinitas suposiciones, du Châtelet defendía a la señora de Bargeton, pero la defendía tan torpemente que atizaba aún más el fuego del comadreo en lugar de apagarlo. Lili, desolada con la caída del más bello ángel del Olimpo angulemino, se fue toda llorosa a llevar la noticia al obispado. Cuando la ciudad entera estuvo bien enterada del rumor, el feliz du Châtelet se fue a casa de la señora de Bargeton, en donde no había, ¡ay!, más que una sola mesa de
whist
; pidió diplomáticamente a Naïs que le permitiese hablar con ella en su gabinete. Ambos se sentaron en el pequeño sofá.

—Sin duda ya sabe —dijo du Châtelet en voz baja— de lo que habla toda Angulema…

—No —repuso ella.

—¡Pues bien! —continuó—. Soy demasiado amigo suyo como para permitir que lo ignore. Debo ponerla en situación de que haga cesar las calumnias, sin duda inventadas por Amélie, que tiene la presunción de considerarse su rival. Esta mañana venía a verla con ese mico de Stanislas, que me precedía en algunos pasos, cuando al llegar aquí —dijo, señalando la puerta del gabinete— pretende haberla visto con el señor de Rubempré en una situación que no le permitía entrar; se volvió hacia mí, todo azorado, arrastrándome y sin dejarme tiempo para darme a conocer, y ya nos encontrábamos en Beaulieu cuando me explicó la razón de su retirada. Si yo lo hubiese sabido, no me hubiera movido de su casa con tal de aclarar este asunto para bien de usted; pero retornar a su casa después de haber salido, ya no solucionaba nada. Ahora, tal como están las cosas, tanto si Stanislas ha visto visiones como si está en lo cierto, debe de estar equivocado. Querida Naïs, no arriesgue su vida, su honor, su porvenir por culpa de un imbécil; haga que calle al momento. Conoce mi situación aquí. Aunque tengo necesidad de todo el mundo, la pertenezco por entero. Disponga de una vida que le pertenece. Aunque haya rechazado mis pretensiones, mi corazón será siempre suyo y en cualquier momento le probaré cuánto la amo. Sí, velaré por usted como un fiel servidor, sin esperanza de recompensa, únicamente por el placer que encuentro en servirla, aunque usted lo ignore. Ésta mañana he dicho por todas partes que me encontraba a la puerta del salón y que nada había visto. Si alguien le pregunta quién le ha enterado de lo que sobre usted se dice, cite mi nombre. Me sentiré muy dichoso de poder ser su declarado defensor; pero, entre nosotros, el señor de Bargeton es el único que puede pedir satisfacción a Stanislas… Aunque ese pequeño atolondrado de Rubempré hubiese hecho cualquier locura, el honor de una dama no debe estar a merced del primer atolondrado que se postre a sus pies. Esto es todo lo que tenía que decir.

Naïs dio las gracias a du Châtelet con una inclinación de cabeza y permaneció pensativa. Estaba cansada hasta el asqueamiento de la vida provinciana. A las primeras palabras de du Châtelet había puesto sus ojos en París. EÍ silencio de la señora de Bargeton colocaba a su hábil adorador en una posición violenta.

—Disponga de mí —dijo—, se lo repito.

—Gracias —contestó ella.

—¿Qué piensa hacer?

—Ya veré.

Se hizo un largo silencio.

—¿Tanto quiere a ese pequeño Rubempré?

Ella dejó escapar una soberbia sonrisa y se cruzó de brazos, mirando las cortinas de su gabinete. Du Châtelet salió sin haber podido descifrar aquel corazón de mujer altiva. Cuando Lucien y los cuatro fieles ancianos que habían acudido a hacer su partida, sin tener en cuenta aquellos chismorreos problemáticos, se hubieron marchado, la señora de Bargeton detuvo a su marido, que se disponía a acostarse abriendo la boca para desear las buenas noches a su esposa.

—Ven aquí, querido, tengo que hablarte —le dijo con cierta solemnidad.

El señor de Bargeton siguió a su mujer hasta el gabinete.

—Tal vez —le dijo— he cometido un error al poner en mi protección al señor de Rubempré una pasión tan mal interpretada por la estúpida gente de esta ciudad como por él mismo. Esta mañana Lucien se ha arrojado a mis pies, ahí, mientras me espetaba una declaración de amor. Stanislas ha entrado en el momento en que incorporaba a ese muchacho. Con desprecio de los deberes que la cortesía impone a un caballero con una dama en cualquier circunstancia, ha pretendido haberme sorprendido en una situación equívoca con ese muchacho, a quien en aquel momento trataba como se merecía. Si ese joven loco supiera las calumnias a las que ha dado lugar su locura, le conozco muy bien, iría a insultar a Stanislas y le obligaría a batirse. Esta acción sería como una confesión pública de su amor. No tengo necesidad de decirte que tu esposa es pura, pero comprende que hay algo deshonroso para ti y para mí en que sea el señor de Rubempré el que la defienda. Ve al momento a casa de Stanislas y exígele seriamente una satisfacción por las insultantes palabras que de mí ha dicho; no olvides que no debes tolerar que el asunto se arregle a menos que se retracte en presencia de testigos numerosos y relevantes. De esta manera, conquistarás la estimación de todas las personas honradas; te comportarás como persona de carácter, como hombre galante, y tendrás derecho a mi estima. Voy a hacer que Gentil vaya a caballo al Escarbas, mi padre ha de ser tu testigo; a pesar de su edad, lo sé capaz de pisotear a ese muñeco que mancilla la reputación de una Nègrepelisse. Tienes derecho a escoger las armas; batíos a pistola, tú tiras a las mil maravillas.

—Allá voy —repuso el señor de Bargeton, tomando su bastón y su sombrero.

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