Hacia las dos de la tarde, Sixte du Châtelet se había presentado en el hotel, había hecho despertar a Albertine y había manifestado deseos de hablar con su ama, volviendo un poco después, apenas sin dar tiempo a que la señora de Bargeton hiciese su tocado. Anaïs, cuya curiosidad fue excitada por esta singular aparición del señor du Châtelet, cuando se creía tan bien escondida, le recibió hacia las tres de la tarde.
—La he seguido aun a riesgo de recibir una reprimenda de la Administración —le dijo a guisa de saludo—, ya que preveía lo que iba a suceder. Pero, aunque haya de perder yo mi puesto, al menos usted no será la perdida.
—¿Qué quiere decir? —exclamó la señora de Bargeton.
—Veo que quiere a Lucien —continuó, con un aire tiernamente resignado—, ya que se ha de querer mucho a un hombre para no reflexionar nada y olvidar todas las conveniencias, ¡usted que tan bien las conoce! ¿Cree pues, querida Naïs adorada, que será recibida en casa de la señora de Espard o en un salón de París, cualquiera que sea, en el momento en que se sepa que se ha ido de Angulema como si huyese y con un hombre, y sobre todo después del duelo del señor de Bargeton con el señor de Chandour? La estancia de su marido en el Escarbas tiene todo el aspecto de una separación. En un caso semejante, las personas conforme es debido comienzan por batirse por sus mujeres y las dejan después en libertad. Ame al señor de Rubempré, protéjale, hágale todo lo que le parezca, pero ¡no vivan juntos! Si alguien de aquí llegara a enterarse de que han hecho el viaje juntos en el mismo coche, la pondrían al instante en el índice las mismas personas que desea ver. Además, Naïs, no haga tantos sacrificios por un joven que aún no ha comparado con nadie, que no ha estado sometido a ninguna prueba y que aquí puede olvidarla por una parisiense que juzgue más necesaria para sus intereses. No quiero perjudicar al que usted ama, pero me permitirá que anteponga sus intereses a los de él, y que le diga: «¡Estudíele! Conozca bien toda la importancia de lo que hace». Si encuentra las puertas cerradas, si las mujeres rehúsan recibirla, que al menos no sienta haber hecho tantos sacrificios pensando que aquel por quien los ha hecho será siempre digno de ellos y la comprenderá. Además, la señora de Espard es tanto más severa y moralista cuanto que también ella está separada de su marido, sin que nadie haya podido conocer la causa de esta desunión; pero los Navarreins, los Blamont-Chauvry, los Lenoncourt y todos sus parientes la han rodeado, las señoras de más alto copete van a su casa y la acojen con muestras de respeto, de tal manera que quien tiene la culpa es el marqués de Espard. En la primera visita que le haga, reconocerá lo acertado de mis consejos. Ciertamente, yo puedo predecírselo, yo que conozco París: al entrar en casa de la marquesa, se desesperará si ella sabe que está en el hotel del Gaillard-Bois con el hijo de un boticario, por muy señor de Rubempré que pretenda ser. Tendrá aquí rivales mucho más astutas y ladinas que Amélie, que no dejarán de saber quién es, dónde está, de dónde viene y lo que hace. Ha contado con el incógnito, ya lo veo, pero usted es una de esas personas para las que el incógnito no existe. ¿No encontrará a Angulema en todas partes? Bien sean los diputados de Charente que vienen para la apertura de las Cámaras, bien sea el general que se encuentra de vacaciones en París, pero será suficiente con que la vea un solo habitante de Angulema para que su vida quede decidida de una extraña forma: no sería otra cosa que la amante de Lucien. Si necesita de mí para cualquier cosa, estoy en casa del recaudador general, en la calle del
faubourg
Saint-Honoré, a dos pasos de la casa de la marquesa de Espard. Conozco bastante a la mariscala de Carigliano, a la señora de Sérizy y al presidente del Consejo como para presentarla a ellos, pero conocerá a tanta gente en casa de la señora de Espard que no tendrá necesidad de mí. Lejos de desear ir a este o aquel salón, por el contrario, estará solicitada en todos los salones.
Du Châtelet pudo hablar sin que la señora de Bargeton le interrumpiera: estaba convencida por el acierto y veracidad de sus observaciones. La reina de Angulema, efectivamente, había contado con el incógnito.
—Tiene razón, amigo mío; pero, ¿qué hacer?
—Déjeme —respondió Châtelet— buscarle un piso completamente amueblado y que sea conveniente; de esta forma llevará una vida menos cara que la vida de los hoteles y estará en su casa; y si quiere creerme, dormirá allí desde esta misma noche.
—Pero, ¿cómo se ha enterado de mis señas? —preguntó.
—Su carruaje era fácil de reconocer, y, además, la iba siguiendo. En Sèvres, el postillón que les conducía ha dado sus señas al mío. ¿Me permite que sea su guía? Le escribiré muy pronto para decirle dónde va a alojarse.
—Bien, hágalo —respondió ella.
Esta frase no parecía tener ninguna importancia, y sin embargo lo era todo. El barón du Châtelet había hablado al modo mundano a una mujer de mundo. Se había mostrado en toda la elegancia de un atildamiento parisiense; un bonito cabriolé muy bien enjaezado le había traído. Por casualidad, la señora de Bargeton se acercó a la ventana para meditar sobre su situación y vio marchar al viejo dandy. Unos instantes más tarde, Lucien, bruscamente despertado y bruscamente vestido, apareció ante su mirada con su pantalón de nankín del año anterior, con su pequeña levita de mala calidad. Era guapo, pero ridículamente trajeado. Vestid de aguador al Apolo de Belvedere o al Antinoo, y ¿creéis que podríais reconocer la divina creación del cincel griego o romano? Los ojos comparan antes de que el corazón rectifique! este rápido y maquinal juicio. El contraste entre Lucien y Châtelet fue demasiado brusco para que no hiriera la vista de Louise. Cuando acabaron de comer, hacia las seis, la señora de Bargeton hizo señas a Lucien para que fuera a sentarse a su lado, junto a un mal canapé de sarga roja con flores amarillas, en donde ella se había reclinado.
—Lucien mío —dijo—, ¿no estás de acuerdo conmigo en que si hemos hecho una locura que nos mata a los dos por igual tenemos que hacer lo posible por repararla? No tenemos, querido mío, ni que vivir juntos en París, ni siquiera dejar sospechar que hemos venido juntos. Tu porvenir depende en mucho de mi situación, y no he de estropearla en manera alguna. Así, a partir de esta tarde, voy a alojarme a unos pasos de aquí, pero tú continuarás residiendo en este hotel y podremos vernos todos los días sin que nadie pueda decir nada.
Louise explicó las leyes del mundo a Lucien, quien abrió unos ojos grandes como platos. Sin saber que las mujeres que rectificaban sus locuras rectificaban igualmente su amor, comprendió que ya no era el Lucien de Angulema. Louise sólo le hablaba de ella, de sus intereses, de su reputación, del mundo; y para excusar este egoísmo, trataba de hacerle creer que pensaba en él. No tenía ningún derecho sobre Louise, convertida de nuevo tan rápidamente en señora de Bargeton, y, cosa más grave aún, no tenia ningún poder. Por eso, no pudo retener unas gruesas lágrimas que rodaron de sus ojos.
—Si yo soy tu gloria, tú para mí eres aún más, eres mi única esperanza y todo mi porvenir. Yo había creído que si tú te identificabas con mi triunfo también te identificarías con mi infortunio, y ya veo que nos hemos de separar.
—Juzgas mi conducta —dijo ella—, no me amas. —Lucien la miró con una expresión tan dolorosa, que no pudo por menos que decirle—: Querido mío, si tú quieres me quedaré, nos perderemos juntos y no te podré servir de ayuda. Pero cuando seamos desgraciados por igual y rechazados ambos, cuando el fracaso, ya que se ha de prever todo, nos haya arrojado al Escarbas, acuérdate, amor mío, que yo ya he previsto este final y que en un principio te propuse salir adelante según las leyes del mundo, sometiéndose a ellas.
—Louise —contestó él, abrazándola—, estoy asustado de verte tan prudente. Piensa que soy un niño y que me he abandonado por entero a tu querida voluntad. Yo quería triunfar sobre los hombres y sobre las cosas a la fuerza, pero si puedo llamar al triunfo más rápidamente con tu ayuda que sólo, me sentiré muy feliz de deberte toda mi fortuna. ¡Perdóname! He puesto demasiadas esperanzas en ti para no temerlo todo. Para mí, una separación es el primer paso hacia el abandono, y el abandono es la muerte.
—Pero, querido niño, el mundo no te pide gran cosa —repuso ella—. Se trata únicamente de dormir aquí, pero estarás todo el día en mi casa, sin que nadie tenga nada que decir.
Algunas caricias acabaron por tranquilizar a Lucien. Una hora más tarde, Gentil trajo unas líneas en las que Châtelet le hacía saber que le había encontrado un apartamiento en la calle Neuve-du-Luxembourg. Se hizo explicar la situación de esta calle, que no se encontraba lejos de la calle de l'Échelle, y dijo a Lucien:
—Somos vecinos.
Dos horas más tarde, Louise subió en un coche que le envió Du Châtelet para ir a su casa. El apartamiento, uno de los que los tapiceros llenan de muebles y lo alquilan a los ricos diputados o grandes personajes que vienen por poco tiempo a París, era suntuoso, pero incómodo. Lucien volvió hacia las once a su pequeño hotel de Gaillard-Bois sin haber visto de París más que la parte de la calle Saint-Honoré que se encuentra entre la calle Neuve-du-Luxembourg y la calle de l'Échelle. Durmió en su pequeña y miserable habitación, que no pudo por menos de comparar al magnífico apartamiento de Louise. En el momento en que salía de la casa de la señora de Bargeton, llegaba el barón du Châtelet, después de una recepción en casa del ministro de Asuntos Exteriores, con todo el esplendor de su traje de etiqueta. Venía a explicar todas las gestiones que había hecho por cuenta de la señora de Bargeton. Louise estaba inquieta, ese lujo la asustaba. Las costumbres de la provincia habían terminado por obrar sobre ella y se había vuelto meticulosa en sus compras; tenía tanto orden, que en París iba a pasar por avara. Se había traído casi veinte mil francos en un talón del recaudador general, y destinaba esta suma a cubrir el exceso de sus gastos durante cuatro años; ya temía que no fuera bastante y tener que contraer deudas. Châtelet le explicó que su apartamiento solamente le costaría seiscientos francos al mes.
—Una miseria —dijo al ver el estremecimiento que recorrió a Naïs—. Tiene a su disposición un carruaje por quinientos francos al mes, lo que en total hace cincuenta luises. No tendrá que pensar más que en su vestuario. Una mujer que frecuenta el gran mundo no sabría arreglarse con menos. Si quiere hacer del señor de Bargeton un recaudador general u obtenerle un puesto en la casa real, no puede tener un aire mezquino. Aquí, estos favores sólo los dan a los ricos. Menos mal que tiene a Gentil para que la acompañe y a Albertine para vestirla, ya que los criados son una ruina en París. Comerá pocas veces en su casa, una vez introducida en la alta sociedad.
La señora de Bargeton y el barón hablaron de París. Du Châtelet le contó las noticias del día, las mil naderías que se han de saber, so pena de no ser de París. A continuación aconsejó a Naïs sobre los comercios que debería frecuentar para abastecerse: le indicó Herbault para las tocas, Juliette para los gorros y sombreros; le dio el nombre de la modista que podía reemplazar a Victorine; en una palabra, le hizo sentir la necesidad de
desangulemisarse
. Después, se marchó con el último rasgo de ingenio que tuvo la suerte de encontrar.
—Mañana —dijo negligentemente— tendré sin duda un palco para algún espectáculo; vendré a recogerla a usted y al señor de Rubempré, si me permite hacerles a ambos los honores de París.
«En el fondo es más generoso que lo que yo me imaginaba», pensó la señora de Bargeton al ver que invitaba a Lucien.
En el mes de junio, los ministros no saben qué hacer con sus palcos de los teatros. Los diputados ministeriales realizan sus vendimias o vigilan las cosechas, y sus conocidos se encuentran en el campo o de viaje; así pues, los palcos de los teatros reciben a huéspedes heteróclitos que los habituales no vuelven a ver más y que dan al público un cierto aire de tapicería vieja. Du Châtelet había pensado ya que, gracias a esta circunstancia, podría sin gastar mucho dinero, procurar a Naïs las diversiones que más gustan a los provincianos. A la mañana siguiente, Lucien, que venía por primera vez, no encontró a Louise. La señora de Bargeton había salido para hacer algunas compras indispensables. Había ido a mantener conversaciones y pedir consejo con las graves e ilustres autoridades en materia de tocado femenino que Châtelet le había indicado, ya que había informado de su llegada a la marquesa de Espard. Aunque la señora de Bargeton tuviese aquella confianza en sí misma que proporciona un largo dominio, tenía mucho miedo de parecer provinciana. Tenía el tacto suficiente como para darse cuenta de hasta qué punto las relaciones entre las mujeres dependen de las primeras impresiones; y aunque sabía que por fuerza tenía que colocarse rápidamente al nivel de las mujeres superiores como la señora de Espard, sentía la necesidad de tener una cierta condescendencia en sus comienzos, y sobre todo quería que no le faltara ningún elemento de éxito. Por tal motivo, agradeció infinitamente a du Châtelet el haberle indicado los medios para ponerse al unísono con aquel bello mundo parisiense.
Por un azar singular, la marquesa se encontraba en una situación tal que le encantaría hacer un favor a alguna persona de la familia de su marido. Sin causa aparente, el marqués de Espard se había retirado del mundo; no se ocupaba ni de sus negocios, ni de sus asuntos políticos, ni de su familia, ni de su mujer. Viéndose así completamente libre, la marquesa sentía la necesidad de ser aprobada por la gente; se sentía, por tanto, dichosa de poder reemplazar al marqués en esta circunstancia, al hacerse la protectora de la familia. Iba a dar cierta ostentación a su patronazgo a fin de hacer aún más patente la culpa de su marido. El mismo día, escribió a la señora de Bargeton, de soltera Nègrepelisse, una de esas encantadoras cartitas en las que la forma es tan bonita que hace falta cierto tiempo antes de percibir la falta de fondos.
Se sentía feliz ante una circunstancia que acercaba a la familia a una persona de la que había oído hablar y que anhelaba conocer, ya que las amistades de París no eran lo suficientemente sólidas como para no desear amar a alguien más en la tierra; y si esto no podía suceder, sería una simple ilusión que sepultar junto con las otras. Se ofrecía por entero y quedaba a la disposición de su prima, a la que hubiese ido a visitar de no ser por una indisposición que la retenía en casa, pero que se consideraba en deuda con ella por el solo hecho de haberse acordado de su existencia.