Las ilusiones perdidas (10 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—¿Acaso no es posible contentarse con esta dicha?

El pobre poeta era lo suficientemente necio como para contestar:

—Sí.

Finalmente las cosas llegaron a tal punto que Louise hizo que Lucien cenara en su casa, teniendo como tercero en la mesa al doctor de Bargeton. A pesar de esta precaución, toda la ciudad se enteró del hecho y lo consideró tan excesivo que todos se preguntaron si podía ser verdad. Fue un tremendo rumor. Para muchos, pareció que la Sociedad se encontraba en vísperas de una catástrofe. Otros exclamaron:

—He aquí el fruto de las doctrinas liberales.

El celoso du Châtelet se enteró entonces que la señora Charlotte, que cuidaba a las parturientas, era la señora Chardon, madre del Chateaubriand del Houmeau, según decía él. Esta expresión fue considerada como una frase ingeniosa. La señora de Chandour fue la primera en correr a casa de la señora de Bargeton.

—¿Sabe, querida Naïs, de lo que habla todo Angulema? —le dijo—. Parece ser que ese poetastro tiene por madre a la señora Charlotte, que hace sólo un par de meses cuidaba a mi hermana durante el parto.

—Querida —le repuso la señora de Bargeton, adoptando un aire plenamente majestuoso—, ¿qué hay de extraordinario en eso? ¿No es acaso la viuda de un farmacéutico? Un pobre destino para una señorita de Rubempré. Supongamos que no tenemos ni un céntimo… ¿qué haríamos para vivir nosotras?, ¿cómo mantendría usted a sus hijos?

La sangre fría de la señora de Bargeton calmó las lamentaciones de la nobleza, acallándolas bruscamente. Las almas nobles siempre están dispuestas a transformar una desgracia en una virtud. Además, existen muchos atractivos en la persistencia de hacer un bien que se reprocha: la inocencia tiene el atractivo del vicio. Por la tarde, el salón de la señora de Bargeton se llenó con sus amigos, que iban a amonestarla. Ella desplegó toda la causticidad de su carácter; dijo que si los hidalgos no podían ser ni Molière, ni Racine, ni Rousseau, ni Voltaire, ni Massillon, ni Beaumarchais, ni Diderot, no quedaba más remedio que aceptar a los tapiceros, relojeros o ferreteros, cuyos hijos se convertían en grandes hombres. Añadió que el genio siempre era noble. Reprendió a todos aquellos hidalgos de poca monta por el poco conocimiento de sus verdaderos intereses que demostraban. En resumen, dijo muchas tonterías que hubiesen abierto los ojos a personas menos necias, pero que aquéllas atribuyeron a su originalidad. Conjuró la tormenta a cañonazos.

Cuando Lucien, por orden suya, entró por primera vez en el viejo y marchito salón en donde en cuatro mesas se jugaba al
whist
, le hizo un gracioso recibimiento y lo presentó en su papel de reina que desea ser obedecida. Llamó al director de contribuciones «señor Châtelet», y le dejó anonadado al hacerle comprender que sabía la ilegal agregación de su partícula. A partir de aquella noche, Lucien quedó violentamente introducido en la sociedad de la señora de Bargeton, pero fue aceptado como una sustancia venenosa que cada uno se prometió expulsar sometiéndola al contraveneno de la impertinencia. A pesar de ese triunfo, Naïs perdió parte de su imperio; hubo dos disidentes que intentaron emigrar. Según consejo del señor du Châtelet, Amélie, que era la señora Chandour, resolvió levantar altar contra altar, recibiendo en su casa los miércoles. La señora de Bargeton abría su salón todas las noches y las personas que acudían a su casa eran tan rutinarias y tan bien acostumbradas a encontrarse delante de los mismos tapetes, a jugar en los mismos
trictracs
, a ver la misma gente y las mismas lámparas, a ponerse sus abrigos, sus zapatos de doble suela y sus sombreros en el mismo corredor, que querían los escalones tanto como la misma dueña de la casa. Por lo tanto, todos se resignaron a soportar al poeta, y el presidente de la Sociedad de Agricultura calmó la sedición con una observación magistral.

—Antes de la Revolución —dijo—, los señores más encumbrados recibían a Duelos, Grimm, Crébillon, todas ellas personas que, como este poetilla del Houmeau, carecían de importancia, pero no admitían de ninguna manera a los recaudadores, que es lo que en realidad es Châtelet.

Du Châtelet pagó por Chardon y cada uno le demostró su frialdad. Al verse atacado, el director de contribuciones, quien a partir del momento en que ella le había llamado Châtelet a secas se juró poseer a la señora de Bargeton, siguió el juego a la dueña de la casa; defendió al joven poeta, declarándose su amigo. Este gran diplomático, del que por desgracia se había visto privado el Emperador, aduló a Lucien y se declaró su amigo. Para lanzar al poeta dio una cena a la que asistieron el prefecto, el recaudador general, el coronel del regimiento de la guarnición, el director de la Escuela de Náutica, el presidente del tribunal, y, en una palabra, todas las figuras relevantes de la administración. El pobre poeta fue festejado tan a lo grande que, cualquier otro que no fuese un joven de veintidós años, hubiera sospechado vehementemente una mitificación en las alabanzas con las que se le engañó. A los postres, Châtelet hizo recitar a su rival una oda de Sardanápalo agonizante, la obra maestra del momento. Al oírle, el prefecto del colegio, hombre más bien flemático, aplaudió mientras decía que ni siquiera el propio Jean-Baptiste Rousseau lo hubiese hecho mejor. El barón Sixte Châtelet pensó que el pequeño rimador se asfixiaría tarde o temprano en el invernadero de las alabanzas, o que, en la embriaguez de una gloria anticipada, se permitiría algunas impertinencias que le harían volver a su primitiva oscuridad.

Esperando la muerte del genio, simuló inmolar sus pretensiones a los pies de la señora de Bargeton, pero con la habilidad de los libertinos había trazado su plan y siguió con estratégica atención la marcha de los dos amantes, espiando la ocasión de exterminar a Lucien. A partir de entonces, en Angulema se levantó un sordo rumor que proclamaba la existencia de un gran hombre en la región. La señora de Bargeton era generalmente alabada por los desvelos y cuidados que prodigaba a esta joven águila. Una vez aceptada su conducta, quiso obtener la sanción general. Hizo proclamar por todo el departamento que ofrecería una velada con helados, pastas y té, gran innovación en una ciudad en donde el té se vendía aún en las farmacias como remedio contra las indigestiones. La flor y nata de la aristocracia fue invitada para escuchar una gran obra que tenía que leer Lucien. Louise había ocultado a su amigo las dificultades que había tenido que vencer, pero le dejó entrever algo de la conjuración formada contra él por el mundo, ya que no quería que ignorara los peligros que existen en él camino que han de recorrer los hombres geniales y en donde se encuentran obstáculos infranqueables al valor mediocre. De esta victoria hizo una enseñanza. Con sus blancas manos le mostró la gloria pagada con suplicio continuo, le habló de la hoguera de los mártires que no quedaba más remedio que atravesar, le envolvió con su verbosidad más fecunda y le rebozó con sus más pomposas expresiones. Fue una falsificación de las improvisaciones que deslucen la novela de
Corinne
. Louise se sintió tan grande en su elocuencia, que su amor por el Benjamín que se la inspiraba aumentó; le aconsejó repudiar audazmente a su padre, adoptando el noble nombre de Rubempré, sin que se preocupara de los comentarios que despertaría un cambio, que por otro lado el Rey legitimaría. Emparentada con la marquesa de Espard, de soltera una de Blamont-Chauvry, con bastante influencia en la corte, ella misma se encargaría de obtener este favor. Ante tales palabras, el Rey, la marquesa de Espard, la corte, Lucien vio como un fuego de artificio y quedó convencido de la necesidad de rebautizarse.

—Mi querido pequeño —le dijo Louise, con una voz tiernamente burlona—, cuanto antes se haga, antes será aceptado.

Fue levantando una a una las sucesivas capas del Estado Social e hizo contar al poeta los escalones que de golpe franqueaba mediante esta hábil determinación. En un instante hizo abjurar a Lucien de sus ideas populacheras sobre la quimérica igualdad de 1793, y despertó en él la sed de distinciones que la fría razón de David había calmado, le mostró la alta sociedad indicándole que era la única escena que debía pisar. El furibundo liberal se convirtió en monárquico
in petto
. Lucien mordió la manzana del lujo aristocrático y de la gloria. Juró traer a los pies de su dama una corona, aunque fuese ensangrentada; la conquistaría a cualquier precio,
quibuscumquel viis
. Para demostrar su temple contó sus actuales sufrimientos, que había ocultado a Louise aconsejado por este indefinible pudor que va unido a los primeros sentimientos y que prohíbe al joven exponer sus grandezas, pues gusta en alto grado ver cómo se aprecia su alma en su incógnito. Describió los pesares de una miseria sobrellevada con orgullo, sus trabajos en el taller de David, sus noches dedicadas al estudio. Este ardor juvenil hizo recordar a la señora de Bargeton a su coronel de veintiséis años, y su mirada se humedeció. Al ver como la debilidad se iba apoderando de su admirada amante, Lucien tomó una mano, que se le abandonó, y la besó con la furia de un poeta, de un joven, de un enamorado. Louise llegó hasta permitir que el hijo del farmacéutico alcanzara su frente y dejara impresa en ella la huella de sus palpitantes labios.

—¡Niño, niño! Si alguien nos viera, que ridícula me encontraría yo —dijo, incorporándose con una torpeza estática.

Durante esta velada el carácter de la señora de Bargeton causó grandes estragos en lo que ella llamaba los prejuicios de Lucien. Al oírla, había que creer que los hombres de genio no tenían hermanos, ni hermanas, ni padres, ni madre; la: grandes obras que tenían que llevar a cabo les imponían un egoísmo aparente y les obligaban a sacrificarlo todo a su grandeza. Si en un principio la familia sufría las terribles exacciones forzosas para un gigantesco cerebro, más tarde recibiría, centuplicado, el premio a los sacrificios de toda índole exigidos por las primeras luchas de una realeza contrariada, al compartir los frutos de la victoria. El genio sólo dependía de sí mismo, era el único juez de sus medios, ya que sólo él conocía el fin y debía, por lo tanto, situarse por encima de las leyes, ya que estaba llamado a rehacerlas y mejorarlas; además, el que se adueña de su siglo puede tomarlo todo, arriesgarlo todo, ya que todo es de él. Citaba los comienzos de la vida de Bernard de Palissy, de Luís XI, de Fox, de Napoleón, de Cristóbal Colón, de César, de todos los jugadores ilustres, acribillados de deudas en un principio y sumidos en la miseria, incomprendidos, tomados por locos, por malos hijos, por malos padres, por malos hermanos, pero que más tarde se convertían en el orgullo de la familia, del país y del mundo entero. Estos razonamientos abundaban en los secretos vicios de Lucien e iban adelantando la corrupción en su corazón, ya que, en el ardor de sus deseos, admitía los medios a priori. Pero no triunfar es un crimen de lesa majestad social. ¿Acaso un vencido no ha asesinado todas las virtudes burguesas sobre las que reposa la sociedad que aleja con horror a los Mario sentados ante sus ruinas? Lucien, eme no se sabía entre la infamia de la prisión y la palma del genio, planeaba sobre el Sinaí de los profetas sin ver, allá abajo, el mar Muerto, el horrible sudario de Gomorra.

Louise desnudó de forma tan perfecta el corazón y el ánimo de su poeta de los pañales con que le habían envuelto las costumbres de la provincia, que Lucien quiso hacer una prueba con la señora de Bargeton a fin de saber si podía, sin arriesgarse a la vergüenza de una negativa, conquistar esta gran presa. La anunciada velada le proporcionó la ocasión de intentarlo. La ambición se mezclaba con su amor. Amaba y quería medrar, un doble deseo muy natural entre los jóvenes que tienen un corazón que satisfacer y la indigencia que combatir.

Al convidar hoy a todos sus hijos al mismo festín, la Sociedad despierta sus ambiciones desde la aurora de la vida. Arrebata a la juventud de sus encantos y vicia la mayor parte de sus sentimientos generosos al mezclar en ellos los cálculos. La poesía desearía que las cosas sucedieran de otra forma, pero los hechos desmienten con harta frecuencia la ficción en la que se quisiera creer para que se pudiera permitir representar al joven de manera distinta a como es en el siglo XIX. El cálculo de Lucien le pareció hecho en provecho de un sentimiento bueno, su amistad con David.

Lucien escribió una larga carta a su Louise, ya que se sentía más atrevido con la pluma en la mano que con la palabra en los labios. En doce cuartillas, copiadas tres veces, contó la genialidad de su padre, sus perdidas esperanzas y la horrible miseria en la que estaba a punto de caer. Describió a su querida hermana como a un ángel, a David como a un futuro Cuvier que, antes que ser un gran hombre, era como un padre y un hermano para él; se creería indigno de ser amado por Louise, su primera gloria, si no le pedía que hiciera por David lo que estaba haciendo por él mismo. Renunciaría a todo antes que traicionar a David Séchard, quería que David presenciara su éxito. Escribió una de esas cartas locas en las que los jóvenes oponen la pistola a una negativa, en las que flota el casuismo de la infancia, en donde habla la insensata lógica de las almas bellas; delicioso charloteo adornado con esas ingenuas escapadas del corazón a espaldas del escritor y que tanto gustan a las mujeres. Después de haber entregado esta misiva a la doncella, Lucien había pasado el día corrigiendo pruebas, dirigiendo algunos trabajos y poniendo en orden los pequeños asuntos de la imprenta, sin decir nada a David. En la época en que el corazón aún es niño, la juventud tiene estas sublimes discreciones. O, tal vez, Lucien comenzaba a temer el hacha de Podón, que David sabía manejar; tal vez temía la claridad de una mirada que penetraba hasta el fondo del alma. Tras la lectura de Chénier, su secreto había pasado de su corazón a sus labios, alcanzado por un reproche que le hizo el mismo efecto que el dedo que el médico coloca sobre la herida.

Ahora, imaginad los pensamientos que se apoderaron de Lucien mientras bajaba de Angulema al Houmeau. ¿Se habría enfadado esta gran dama?, ¿recibiría a David en su casa?, ¿ni sería precipitado el ambicioso a su foso del Houmeau? A pesa de que antes de besar a Louise en la frente Lucien había podido medir la distancia que separa a una reina de su favorito no dudaba que tal vez David pudiera franquear en un abrir y cerrar de ojos la distancia que a él le había costado recorrer cinco meses. Ignorante de lo absoluto que suele ser el ostracismo al que se condena a las personas de poca categoría, no se daba cuenta de que una segunda tentativa en este aspecto sería la pérdida de la señora de Bargeton. Convicta y confesa de haberse encanallado, Louise se vería obligada a abandonar su ciudad, en donde su casta la evitaría como en la Edad Mediad se evitaba a un leproso. El clan de la alta aristocracia y el mismo clero defenderían a Naïs contra todos y contra todo en el caso de que se permitiera cometer un desliz; pero el crimen de frecuentar malas compañías nunca le sería perdonado; ya que si las faltas del poder son excusadas, se las condena tras su abdicación. Y en consecuencia, el recibir a David ¿no era abdicar? Si Lucien no se percataba de este aspecto de la cuestión, su instinto aristocrático le hacía presentir muchas otras dificultades que le aterraban. La nobleza de sentimientos no proporciona inevitablemente la nobleza en los modales. Si Racine tenía el aspecto de uno de los más nobles cortesanos, Corneille parecía más bien un tratante en ganado. Descartes presentaba una figura de buen comerciante holandés. Muchas veces, al encontrar a Montesquieu con su azada a la espalda y su gorro en la cabeza, los visitantes de La Brède le tomaron por un vulgar jardinero. La desenvoltura mundana, cuando no es un don del alto linaje, una ciencia mamada con la leche o transmitida por la sangre, constituye una educación que el azar ha de secundar mediante una cierta elegancia de formas, mediante una distinción en los rasgos o mediante un timbre de voz adecuado. Todas esas grandes pequeñas cosas faltaban a David mientras que, por el contrario, la Naturaleza se las había proporcionado a su amigo. Noble por parte de su madre, Lucien tenía incluso el pie alto y curvo del franco, mientras que David poseía los pies planos del galés y el cuello de su padre el prensista.

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