Las ilusiones perdidas (11 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Lucien creía oír las burlas que lloverían sobre David y ya le parecía ver la sonrisa que la señora de Bargeton intentaría reprimir. En resumen, sin que precisamente tuviese vergüenza de su hermano, se prometió no volver a ser más víctima de su primer impulso y pensárselo mejor en el futuro. Así pues, tras la hora de la poesía y de la abnegación, tras una lectura que venía a mostrar a ambos amigos los campos literarios iluminados por un nuevo sol, la hora de los cálculos y de la política había sonado para Lucien. Al regresar al Houmeau, se iba arrepintiendo de haber escrito aquella carta y hubiera querido poder recuperarla, ya que en una intuición se daba cuenta de las despiadadas leyes del mundo. Adivinando cuánto favorecía la ambición la fortuna adquirida, le costaba retirar el pie del primer peldaño de la escala por la que debía subir al asalto de la grandeza. Luego, las imágenes de su vida, simple y tranquila, adornada con las más vivas flores del sentimiento; este David, lleno de inteligencia, que tan noblemente le había ayudado, que si fuera necesario le daría hasta su vida; su madre, tan serena y tan gran dama en su desgracia, y que le creía tan bueno y con tanto talento; su hermana, esta graciosa muchacha, tan alegre en su resignación, su infancia tan pura y su conciencia aún impoluta; sus esperanzas, que aún río había deshojado ningún vendaval, todo ello florecía de nuevo en su recuerdo. Entonces se decía que era más bello atravesar los batallones de la turba aristocrática o burguesa a golpes de triunfo que alcanzar el éxito mediante la ayuda y los favores de una mujer. Su genio triunfaría tarde o temprano, como el de tantos otros, sus predecesores que habían dominado a la sociedad; ¡entonces le amarían las mujeres! El ejemplo de Napoleón, tan fatal al siglo XIX por las pretensiones que inspira a tantas personas mediocres, se apareció ante Lucien, que arrojó sus cálculos al viento, mientras se reprochaba su proceder. Lucien tenía ese carácter, iba del bien al mal y del mal al bien con igual facilidad. En lugar del amor que el sabio siente por su retiro, Lucien experimentaba desde hacía un mes aproximadamente una especie de vergüenza al ver la tienda en donde se leía en letras amarillas sobre fondo verde:

«Farmacia de Postel, sucesor de Chardon».

El nombre de su padre, escrito así, en un lugar por el que pasaban todos los coches, le hería la vista. La tarde en que franqueó su puerta, adornada con una pequeña verja de mal gusto, para exhibirse por Beaulieu, entre los jóvenes más elegantes de la ciudad alta, dando el brazo a la señora de Bargeton, había deplorado con extrañeza el desacuerdo que reconocía existir entre aquella morada y su buena suerte.

«¡Amar a la señora de Bargeton, poseerla pronto tal vez, y tener que vivir en esta ratonera!», se decía, desembocando por la senda al pequeño patio en donde numerosos paquetes de hierbas hervidas se apilaban a lo largo de las paredes, donde el aprendiz fregaba los matraces del laboratorio, donde el señor Postel, ceñido con un delantal de preparador y una varilla en la mano, examinaba un producto químico sin perder de vista la tienda y, si se fijaba con un poco más de atención en su droga, mantenía el oído atento a la campanilla.

El olor de la camomila, de la menta y de otras plantas destiladas, llenaba el patio y el modesto piso adonde se subía por una de esas escaleras rectas, llamadas escaleras de molinero, sin otro pasamanos que dos cuerdas. Encima se encontraba la única habitación o buhardilla en donde vivía Lucien.

—Buenos días, muchachos —le dijo el señor Postel, verdadero tipo del comerciante de provincias—. ¿Cómo va la salud? Acabo de hacer un experimento con la melaza, pero hubiese sido necesario que su padre se encontrara aquí para dar con lo que yo busco. ¡Él sí que era un gran hombre! Si yo hubiese conocido su secreto contra la gota, hoy en día los dos iríamos en carroza.

No pasaba una semana sin que el farmacéutico, tan tonto como buena persona, no diese una puñalada a Lucien, hablándole de la fatal discreción que su padre había guardado acerca del invento.

—Es una gran desgracia —respondió brevemente Lucien, quien comenzaba a encontrar bastante simple al alumno de su padre, después de haberle bendecido a menudo, ya que más de una vez el honrado Postel había socorrido a la viuda y a los hijos de su amo.

—¿Qué le sucede? —preguntó el señor Postel, colocando su probeta sobre la mesa del laboratorio.

—¿Ha llegado alguna carta para mí?

—Sí, una que es más fragante que un perfume; está en mi pupitre, junto al mostrador.

¡La carta de la señora de Bargeton mezclada con los tarros de la farmacia! Lucien se lanzó hacia la tienda.

—Date prisa, Lucien, tu comida te espera desde hace más de una hora, ya debe estar fría —gritó dulcemente una bonita voz a través de una ventana entreabierta y a la que Lucien no prestó atención.

—Su hermano está sonado, señorita —dijo Postel, levantando la nariz.

Este solterón, semejante a un pequeño tonel de aguardiente sobre el que la fantasía de un pintor hubiese colocado una gruesa faz salpicada de viruela y rojiza, adoptó, al mirar a Ève, un aire ceremonioso y agradable, que probaba que pensaba casarse con la hija de su predecesor sin poder poner fin al combate que el amor y el interés libraban en su corazón. Con tal motivo, a menudo decía a Lucien, sonriendo, la frase que le volvió a repetir cuando el joven pasó cerca de él:

—Su hermana es muy guapa, y usted no está tampoco mal del todo. Su padre lo hacía todo bien.

Ève era una muchacha alta, morena, de pelo negro y ojos azules. A pesar de que tenía cierto aspecto viril en su carácter, era dulce, tierna y afable. Su candor, su ingenuidad, su tranquila resignación a una vida laboriosa, su prudencia, que ninguna maledicencia atacaba, era lo que había seducido a David Séchard.

Con tal motivo, a partir de su primer encuentro, una sorda y simple pasión se había establecido entre ellos, a la alemana, sin ruidosas manifestaciones ni apresuradas declaraciones. Cada uno de ellos había pensado en el otro secretamente, como si hubiesen estado separados por un celoso marido al que hubiese ofendido este sentimiento. Ambos se escondían de Lucien, al que tal vez creían causar algún perjuicio. David tenía miedo de no gustar a Ève, quien, a su vez, se refugiaba en las timideces de la pobreza. Una verdadera obrera hubiese sido más desenvuelta, pero una muchacha bien educada y venida a menos se conformaba con su triste suerte. Modesta en apariencia, pero orgullosa en la realidad, Ève no quería ir detrás del hijo de un hombre que pasaba por tener cierta fortuna.

En aquel tiempo, las personas al corriente de creciente valor de las propiedades estimaban en más de ochenta mil francos la posesión de Marsac, sin contar las tierras que el viejo Séchard, rico en ahorros, con suerte en las cosechas, hábil en la venta, iba añadiendo aprovechando las ocasiones. Seguramente David era la única persona que nada sabía de la fortuna de su padre. Para él, Marsac era una ganga comprada en 1810 en quince ó dieciséis mil francos, adonde iba una vez al año, en tiempo de la vendimia, y donde su padre le paseaba por entre las viñas, ensalzándole cosechas que el impresor nunca veía y que muy poco le importaban.

El amor de un sabio, acostumbrado a la soledad y que hizo crecer aún más a los sentimientos, exagerando sus dificultades, quería ser alentado; ya que para David Ève era una mujer que le infundía más respeto que una gran dama a un simple empleado. Torpe e inquieto cuando se encontraba junto a su ídolo, tan apresurado por marcharse como por llegar, el impresor contenía su pasión en lugar de expresarla. Muchas veces, al anochecer, tras de haber buscado un pretexto para consultar a Lucien, bajaba desde la plaza du Murier hasta el Houmeau, por la puerta Palet; pero al llegar a la cancela de verdes barrotes de hierro volvía atrás, temiendo llegar demasiado tarde o de parecer inoportuno a Ève, quien sin duda ya se habría acostado. A pesar de que ese amor sólo se había revelado en pequeños detalles, Ève lo había comprendido muy bien; se sentía halagada, sin orgullo al verse tratada con un profundo respeto que se traslucía en las miradas, las palabras y los gestos de David; pero la mayor seducción del impresor era su fanatismo por Lucien; había adivinado el mejor medio de gustar a Ève. Para decir en qué se diferenciaban las mudas delicias de este amor de las tumultuosas pasiones, sería preciso compararlo a las flores silvestres, opuestas a las soberbias flores de los jardines. Eran miradas dulces y delicadas como los lotos azules que nadan sobre las aguas, fugitivas expresiones como el suave perfume de la gavanza, tiernas melancolías como el terciopelo de los musgos; flores de dos bellas almas que nacen en una tierra rica, fecunda e inmutable. Ève había adivinado ya muchas veces la fuerza que se ocultaba bajo esa debilidad; agradecía tanto a David todo lo que él no se atrevía a hacer o decir, que de este modo el más ligero incidente podía conducir a una unión más íntima de sus almas.

Lucien encontró la puerta abierta por Ève y se sentó sin decirle nada ante una pequeña mesa colocada sobre una X, sin mantel, y donde habían colocado su cubierto. El pobre hogar no tenías más que tres cubiertos de plata y Ève los utilizaba todos para su hermano adorado.

—¿Qué estás leyendo? —le dijo, tras de colocar sobre la mesa una fuente que retiró del fuego, y tras de apagar su hornillo portátil y haberlo tapado con una funda.

Lucien no contestó. Ève cogió un pequeño plato, coquetonamente adornado con hojas de viña, y lo colocó sobre la mesa con una gran cucharada de crema.

—Toma, Lucien, te he puesto fresas. Lucien prestaba tanta atención a su lectura, que ni siquiera oyó. Ève, entonces, se sentó junto a él, sin dejar escapar ni un solo murmullo, ya que en los sentimientos de una hermana por su hermano también cabe el placer de ser tratada sin miramientos.

—Pero, ¿qué es lo que te sucede? —exclamó al ver brillar unas lágrimas en los ojos de su hermano.

—Nada, nada, Ève —repuso él, atrayéndola por el talle y depositando un beso en su frente y en su pelo, y luego en el cuello con sorprendente ímpetu.

—Tú me ocultas algo.

—Pues bien, sí. ¡Ella me ama!

—Ya sabía yo muy bien que no era a mí a quien tú besabas —dijo en tono burlón la pobre hermana, ruborizándose.

—Todos seremos felices —exclamó Lucien, comiéndose la sopa a grandes cucharadas.

—¿Todos? —repitió Ève. Inspirada por el mismo presentimiento que se había apoderado de David, añadió—: ¡Ahora nos querrás menos!

—¿Cómo puedes decir tal cosa, conociéndome como me conoces?

Ève le tendió la mano para apretar la suya; luego quitó el plato vacío, la sopera de oscura cerámica y colocó el plato que acababa de cocinar. En vez de comer, Lucien releyó la carta de la señora de Bargeton, que la discreta Ève no pidió ver, hasta tal punto sentía respeto por su hermano; si él quería comunicársela, tenía que esperar; y si él no quería, ¿podía exigirlo ella? Esperó. He aquí la carta:

«Amigo mío, ¿por qué iba a rehusar yo a su hermano en ciencia el apoyo que a usted le he prestado? A mis ojos, todos los talentos tienen los mismos derechos; pero ignora los prejuicios de las personas que componen mi sociedad. No podemos hacer reconocer la nobleza del espíritu a aquellos que son la aristocracia de la ignorancia. Si no tengo el suficiente poder como para imponerles al señor David Séchard, le sacrificaré con mucho gusto esas pobres gentes. Será una especie de antigua hecatombe. Pero, querido amigo, usted, sin duda alguna no desea hacerme aceptar la compañía de una persona cuyo carácter o modales podrían disgustarme. Sin halagos me han enseñado lo fácilmente que la amistad se ciega; ¿se molestaría si pongo una restricción a mi consentimiento? Quiero ver a su amigo, saber por mí misma, en interés de su futuro, si no se engaña. ¿No es acaso uno de esos cuidados maternales que ha de tener por usted, mi querido poeta?

Louise de Nègrepelisse».

Lucien ignoraba con cuánto arte se emplea el sí en el gran mundo para llegar al no y el no para llegar al sí. Esta carta fue un triunfo para él. David iría a casa de la señora de Bargeton y allí brillaría con la majestad del genio. En la embriaguez que le causaba una victoria que le hizo pensar en su poderoso ascendiente sobre los hombres, adoptó una actitud tan altiva y tantas esperanzas se reflejaron en su rostro, dándole un aspecto tan radiante, que su hermana no pudo por menos de decirle que estaba muy guapo.

—Si es inteligente, esta mujer no puede por menos de quererte mucho, y entonces esta noche se va a sentir desgraciada, pues todas las mujeres te van a hacer mil coqueterías. Estarás muy guapo, leyendo tu San Juan en Patmos. Me gustaría ser un ratoncillo para poderme deslizar hasta allí. Ven, he preparado tus ropas en el cuarto de nuestra madre.

Esta habitación era de una decente miseria. Había una cama de nogal, con cortinas blancas y bajo la que se extendía un raída alfombra verde. Una cómoda de madera, con un espejo y unas sillas de nogal, completaban el mobiliario. Sobre la chimenea, un reloj recordaba los tiempos de la antigua abundancia, ahora desaparecido. La ventana tenía cortinas blancas. Las paredes estaban recubiertas por un papel gris con flores grises. El suelo, encerado y frotado por Ève, brillaba muy limpio. En el centro de esta habitación había una mesita, con una fuente roja con adornos dorados que contenían tres tazas y un azucarero de porcelana de Limoges. Ève dormía en un gabinete contiguo que contenía una cama estrecha, un viejo sillón y una mesita de labores junto a la ventana. La exigüidad de esta cabina de marino exigía que la puerta de cristales estuviese siempre abierta para que entrara el aire. A pesar de la estrechez que se adivinaba en todas las cosas, allí se respiraba la modestia de una vida trabajadora. Para aquellos que conocían a la madre y a los dos hijos, este espectáculo ofrecía armonías conmovedoras.

Lucien se estaba arreglando la corbata, cuando el paso de David se oyó en el patio y el impresor apareció de improviso con el aspecto de persona que tenía prisa por llegar.

—Pues bien, David —exclamó el ambicioso—, ¡triunfamos! ¡Ella me ama y tú irás!

—No —dijo el impresor, con aire confuso—, vengo a darte las gracias por esta bella prueba de amistad sobre la que me he hecho serias reflexiones. Mi vida propia, Lucien, se ha detenido. Soy David Séchard, impresor del Rey, en Angulema, y cuyo nombre se lee en todas las paredes al pie de los pasquines. Para las personas de esa casta, soy un artesano, un negociante si quieres, pero un industrial establecido en una tienda, en la calle de Beaulieu, en la esquina de la plaza du Murier. No tengo aún ni la fortuna de un Keller ni la fama de un Desplein, dos clases de poder que los nobles intentan aún ignorar, pero que, y en esto estoy de acuerdo con ellos, no son nada sin los modales y el refinamiento de los gentilhombres. ¿A causa de qué puedo legitimar esta súbita elevación? Se burlarán de mi, tanto los burgueses como los nobles. Tú estás en una situación diferente. Un regente no se compromete a nada. Trabajas para adquirir los conocimientos indispensables para triunfar, tu actual ocupación puede ser explicada en función de tu futuro. Además, si tú quieres, puedes emprender otra cosa, estudiar Derecho, la Diplomacia, entrar en la Administración del Estado. En una palabra, no estás colocado ni comprometido. Aprovéchate de tu virginidad social; adelántate solo y acapara los honores. Saborea alegremente todos los placeres, incluso aquellos que la vanidad produce. Sé feliz, yo disfrutaré con tus triunfos, serás una especie de segundo yo para mí. Sí, mi pensamiento me permitirá vivir tu vida. Para ti las fiestas, el brillo mundano y los rápidos resortes de sus intrigas. Para mí la vida oscura y laboriosa del comerciante y los lentos afanes de la ciencia. Serás nuestra; aristocracia —dijo él, mirando a Ève—. Cuando vaciles, siempre encontrarás mi brazo, presto a sostenerte. Si has de quejarte de alguna traición, siempre podrás refugiarte en nuestros corazones, donde encontrarás un amor inalterable. La protección, el favor, el bien querer de las personas, repartidos en dos cabezas, podría cansarte, nos perjudicaríamos ambos; ve tú delante, si es preciso ya me remolcarás. En vez de envidiarte, me consagro a ti. Lo que acabas de hacer por mí, arriesgándote a perder a tu bienhechora, a tu amada tal vez, antes que abandonarme, que renegar de mí, esta simple cosa tan grande, pues bien, Lucien, me ligaría a ti para siempre si no fuésemos ya como dos hermanos. No tengas remordimientos ni preocupaciones de parecer la parte más fuerte. Este reparto a la Montgommery es de mi agrado. Finalmente, cuando me causes algún perjuicio, ¿quién sabe si continuaré estándote agradecido? —Al decir estas palabras, lanzó la más tímida de las miradas en dirección a Ève, quien tenía los ojos llenos de lágrimas, ya que lo adivinaba todo—. En resumen —continuó diciendo a Lucien, sorprendido—, tú eres atractivo, tienes buen porte, los trajes te caen muy bien, tienes todo el aspecto de un gentilhombre con tu traje azul de botones amarillos y un simple pantalón de nankín; yo tendría todo el aspecto de un obrero en medio de toda esa gente, estaría torpe, preocupado, diría tonterías, o no despegaría los labios; tú puedes, para obedecer al prejuicio de los apellidos, adoptar el de tu madre y hacerte llamar Lucien de Rubempré; yo soy y seré siempre David Séchard. Todo te sirve y todo me perjudica en el mundo a donde tú vas. Estás hecho para triunfar en él. Las mujeres adorarán tu cara angelical. ¿No es verdad, Ève?

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