Las ilusiones perdidas (7 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—¡Es uno del Houmeau!

Dibujando la posición de la nobleza en Francia y dándole esperanzas que no podían realizarse sin un trastorno general, la Restauración aumentó la distancia moral que separaba, aún más que la distancia local, a Angulema del Houmeau. La sociedad noble, unida entonces en el gobierno, se hizo más exclusivista que en cualquier otro lugar de Francia. El habitante del Houmeau se parecía bastante a un paria. De ahí procedían esos sordos odios, tan profundos y arraigados que dieron su espantosa unanimidad a la insurrección de 1830 y destruyeron los elementos de un duradero Estado social en Francia. El orgullo y vanidad de la nobleza de la corte hizo que la nobleza provinciana se desentendiera del trono, del mismo modo que ésta se enemistó con la burguesía al herir todas las vanidades. Un habitante del Houmeau, hijo de un farmacéutico, introducido en la casa de la señora de Bargeton era, por lo tanto, una pequeña revolución. ¿Quiénes eran sus autores? Lamartine y Víctor Hugo, Casimir Delavigne y Canalis, Béranger y Chateaubriand, Villemain y M. Aignan, Soumet y Tissot, Étienne y d'Avrigny, Benjamín Constant y La Mennais, Cousin y Michaud, y en una palabra, tanto las viejas como las jóvenes glorias literarias, los liberales como los monárquicos. La señora de Bargeton era aficionada a las artes y a las letras, gusto extravagante, manía muy deplorada en Angulema, pero que es necesario justificar al esbozar la vida de esta mujer, nacida para ser célebre, mantenida en la oscuridad por fatales circunstancias y cuya influencia determinó el destino de Lucien.

El señor de Bargeton era biznieto de un jurado de Burdeos llamado Mirault, ennoblecido bajo Luis XIII en premio al largo tiempo en el ejercicio de sus funciones. Bajo Luis XIV, su hijo, Mirault de Bargeton, fue oficial de los Guardias de Palacio e hizo un excelente matrimonio de interés, lo cual permitió que en tiempos de Luis XV su hijo fuese llamado pura y simplemente señor de Bargeton. Este señor de Bargeton, nieto del señor Mirault-le-Jurat, puso tanto empeño en comportarse como perfecto gentilhombre, que se comió todos los bienes de la familia y dilapidó su fortuna. Dos de sus hermanos, tíos abuelos del actual Bargeton, se hicieron negociantes, por lo que se pueden encontrar Mirault en el comercio de Burdeos. Como la tierra de Bargeton, situada en el Angoumois en el feudo dependiente de La Rochefoucauld, había subsistido, así como una casa en Angulema, llamada el palacio de Bargeton, el nieto del señor Bargeton el derrochador heredó estos dos bienes. En 1789 perdió sus derechos útiles y sólo contó con las rentas de la tierra, que estaba valorada en unas diez mil libras. Si su abuelo hubiese seguido los gloriosos ejemplos de Bargeton y de Bargeton II, Bargeton V, al que puede darse el sobrenombre de el Mudo, hubiese sido marqués de Bargeton, y si se hubiese aliado a cualquier gran familia se hubiese encontrado duque y par como tantos otros; mientras que en 1805 se sintió muy halagado por contraer matrimonio con la señorita Marie-Louise Anaïs de Nègrepelisse, hija de un gentilhombre olvidado desde hacía mucho tiempo en su casa solariega, a pesar de que pertenecía a la rama menor de una de las más antiguas familias del mediodía de Francia.

Ya hubo un Nègrepelisse entre los rehenes de San Luis; pero el jefe de la rama mayor lleva el ilustre nombre de Espard, adquirido en tiempos de Enrique IV, a raíz de un matrimonio con la heredera de esta familia. Este gentilhombre, hijo menor a su vez de un hijo menor, vivía de la fortuna de su mujer, consistente en una pequeña propiedad situada cerca de Barbezieux que explotaba a las mil maravillas, llevando a vender su trigo al mercado, quemando él mismo su vino y burlándose de las chanzas de los demás, siempre y cuando pudiera embolsarse unos escudos y ampliar sus posesiones de vez en cuando.

Circunstancias bastante raras en el fondo de las provincias, habían inspirado a la señora de Bargeton el gusto por la música y una inclinación hacia la literatura. Durante la Revolución, un abate Niollant, el mejor alumno del abate Roze, se escondió en el pequeño castillo de Escarbas llevándose su bagaje de compositor. Pagó con creces la hospitalidad del viejo hidalgo, educando a su hija, Anaïs, a la que para abreviar se llamaba Naïs, y que sin esta aventura hubiese quedado abandonada a sí misma o en el peor de los casos, a cualquier doncella. El abate no sólo era músico, sino que poseía además conocimientos bastante extensos de literatura y sabía italiano y alemán. Así pues, enseñó estos dos idiomas y el contrapunto a la señorita de Nègrepelisse; le explicó las grandes obras literarias de Francia, de Italia y de Alemania, descifrando junto con ella la música de todos Jos grandes maestros. Finalmente, para combatir la inactividad de la profunda soledad a la que le condenaban los acontecimientos políticos, le enseñó griego y latín y le dio un cierto barniz de ciencias naturales. La presencia de una madre no modificó en absoluto esta educación tan masculina en una joven, ya de por sí inclinada a la independencia debido a la vida campestre. El abate Niollant, alma entusiasta y poética, era sobre todo digno de tenerse en cuenta por su carácter, peculiar de los artistas, que encierra varías cualidades notables, pero que se eleva por encima de las ideas burguesas por la libertad de los juicios y el alcance de sus opiniones.

Si en el mundo este carácter se hace perdonar sus temeridades a causa de su original profundidad, en la vida privada puede parecer perjudicial por los extravíos que provoca. Al abate no le faltaba corazón, y sus ideas, por tanto, fueron contagiosas para una muchacha en quien la natural exaltación de los jóvenes se encontraba corroborada por la soledad del campo. El abate Niollant comunicó su agudeza de examen y su facilidad en enjuiciar las cosas a su alumna, sin pensar que estas cualidades, tan necesarias en un hombre, se convierten en defectos en una mujer destinada a las humildes ocupaciones de una madre de familia. A pesar de que el abate continuamente recomendaba a su alumna ser tanto más graciosa y modesta cuanto iba aumentando su saber, la señorita de Nègrepelisse adquirió una excelente opinión sobre sí misma y concibió un sólido desprecio por la humanidad. No viendo a su alrededor más que personas presurosas por obedecerla y gente de rango inferior, adquirió la altanería de las grandes damas, sin tener las suaves astucias de su cortesía. Halagada en todas sus vanidades por un pobre cura que se recreaba en ella como un autor en su obra, tuvo la desgracia de no hallar ningún punto de comparación que le ayudara a juzgarse a sí misma.

La falta de compañía es una de las mayores desgracias en la vida del campo. A falta de tener para los otros la consideración de los pequeños sacrificios que exige la urbanidad y el tocado, se acaba por adquirir la costumbre de no preocuparse por los demás. Todo se vicia entonces en nosotros, la forma y el ingenio. Al no ser reprimido por el trato de la sociedad, el atrevimiento de las ideas de la señorita de Nègrepelisse pasó a su comportamiento y a su mirada; tenía aquel aire desenvuelto que en un principio parece original, pero que solamente se ve en las mujeres de vida aventurera. De tal forma, esta educación, cuyas asperezas se hubiesen ido puliendo en las altas regiones sociales, debía ridiculizarla en Angulema en cuanto sus adoradores dejaran de divinizar errores, que solamente son graciosos en la juventud. En cuanto al señor de Nègrepelisse, hubiese dado todos los libros de su hija con tal de salvar a un buey enfermo; ya que era tan avaro que no le hubiese concedido ni un ochavo más de su pensión, aunque se hubiese tratado de comprarle la bagatela más necesaria para su educación El sacerdote murió en 1802, antes de la boda de su querida niña, boda que sin duda hubiese desaconsejado.

El anciano gentilhombre se encontró muy embarazado con su hija tras la muerte del clérigo. Se sentía demasiado débil para sostener la lucha que iba a estallar entre su avaricia y el espíritu independiente de su desocupada hija. Como todas las jóvenes que se han salido del camino trazado por el que deben de caminar las mujeres, Naïs había juzgado el matrimonio y se preocupaba muy poco por él. Le repugnaba someter su inteligencia y su persona a hombres sin valor y sin grandeza personal, como los que hasta entonces había conocido. Quería mandar y debería obedecer. Entre obedecer a groseros caprichos y a espíritus sin indulgencia por sus gustos, o huir con un amante que le gustara, no habría dudado.

El señor de Nègrepelisse era aún lo suficientemente hidalgo como para temer un matrimonio desigual. Como muchos otros padres, resolvió casar a su hija, más que por ella misma, por su propia tranquilidad. Le era preciso un noble o un gentilhombre corto de luces, incapaz de discutir sobre las cuentas de tutela que quería presentar a su hija, lo bastante carente de talento y de voluntad como para que Naïs pudiera obrar a su antojo y lo bastante desinteresado para que se casara sin dote. Pero, ¿cómo encontrar un yerno que conviniera por igual al padre y a la hija? Un hombre parecido debería ser el fénix de los yernos. Con este doble interés, el señor de Nègrepelisse estudió a los hombres de la provincia, y el señor de Bargeton le pareció ser el único que respondía a su programa. El señor de Bargeton, cuarentón bastante dañado por las disipaciones amorosas de su juventud, era acusado de una seria impotencia intelectual; pero, precisamente, le quedaba el suficiente buen juicio para administrar su fortuna y los suficientes modales para convivir en Angulema sin cometer errores ni tonterías. El señor de Nègrepelisse explicó crudamente a su hija el negativo valor del marido-modelo que le proponía y le hizo ver las ventajas que podía sacar de tal situación para su propia dicha: se casaba con un nombre y un blasón con más de doscientos años de antigüedad, los Bargeton «cuartelan de oro en tres cabezas descarnadas de ciervo de gules, dos y unos cruzados por tres cabezas de buey de sable, uno y dos y fajado de azur y plata de seis piezas, con el azur cargado con seis conchas de oro, tres, dos y uno». Provista de una «carabina», podría disponer de su fortuna a su antojo, al abrigo de una razón social y con la ayuda de las relaciones que en París le proporcionarían su inteligencia y su belleza. Naïs quedó seducida ante la perspectiva de una libertad semejante. El señor de Bargeton pensó que realizaba un brillante matrimonio, estimando que su suegro no tardaría en dejarle tierras que con tanto esmero cuidaba; pero en aquel momento el señor de Nègrepelisse parecía tener que escribir el epitafio de su yerno.

La señora de Bargeton se encontró entonces con que tenía treinta y seis años y su marido cincuenta y ocho. Esta disparidad chocaba tanto más cuanto que el señor de Bargeton aparentaba setenta años, mientras su mujer podía impunemente hacer el papel de jovencita, vestirse de rosa o peinarse de un modo infantil. A pesar de que su fortuna no excedía de doce mil libras de renta, se encontraba clasificada entre las seis fortunas más considerables de la ciudad antigua, exceptuando a los negociantes y a los administradores. La necesidad de cultivar a su padre, de quien la señora de Bargeton esperaba la herencia para trasladarse a París, y que le hizo esperar tanto que su yerno murió antes que él, éste obligó al señor y a la señora de Bargeton a vivir en Angulema, en donde las brillantes cualidades del ingenio y las riquezas en bruto escondidas en el corazón de Naïs deberían perderse sin dar fruto, para irse cambiando con el transcurrir del tiempo en ridiculeces. Efectivamente, nuestras ridiculeces son causadas en su mayor parte por un bello sentimiento, por las virtudes o por facultades llevadas a sus últimos extremos. El orgullo, que no modifica en nada la forma de obrar del gran mundo, se convierte en algo mezquino al desplegarse en pequeñas cosas en lugar de ampliarse en un círculo de sentimientos elevados. La exaltación, esta virtud en la virtud que engendra a las santas, que inspira los ocultos sacrificios y las brillantes poesías, se convierte en una exageración al aplicarla a las naderías de provincias. Lejos del centro en donde brillan los espíritus preclaros, en donde el aire está cargado de pensamientos, en donde todo se renueva, la instrucción envejece, el gusto pierde su naturaleza como si de agua estancada se tratara. A falta de ejercicio, las pasiones se achican al aumentar las mínimas cosas. Ahí es donde se ha de buscar la razón de la avaricia y del comadreo que infestan la vida de provincias. Bien pronto la imitación de las ideas estrechas y de los comportamientos mezquinos se adueña de la persona más distinguida. De este modo perecen los hombres nacidos para ser grandes, las mujeres que, educadas por las enseñanzas del mundo y formadas por espíritus superiores, hubiesen sido encantadoras. La señora de Bargeton tomaba la lira a propósito de una bagatela, sin distinguir las poesías personales de las poesías públicas. Hay efectivamente ciertas sensaciones incomprendidas que deben reservarse para uno mismo. Indudablemente una puesta de sol es un gran poema, pero una mujer, ¿acaso no es ridícula al describirla con frases enfáticas ante un público de personas materialistas? Existen esa clase de voluptuosidades que sólo pueden saborearse entre dos, de poeta a poeta, de corazón a corazón. Tenía el enorme defecto de emplear aquellas inmensas frases recargadas con palabras enfáticas y tan ingeniosamente llamadas en la jerga del periodismo tartinas, de las que todas las mañanas ofrece una buena ración a sus abonados, quienes se las tragan a pesar de ser bastante poco digeribles. Prodigaba desmesuradamente superlativos que recargaban su conversación y en donde las cosas más pequeñas adquirían dimensiones gigantescas.

En esta época es cuando todo se comenzaba a tipificar, individualizar, sintetizar, dramatizar, superiorizar, analizar, poetizar, prosaizar, colosificar, angelizar, minimizar y personificar; ya que es preciso violar por un momento el lenguaje a fin de describir nuevos defectos que comparten algunas mujeres. Su manera de ser se inflamaba entonces tanto como su lenguaje. El ditirambo se encontraba en su corazón y en sus labios. Palpitaba, desfallecía y se entusiasmaba con cualquier acontecimiento: por el sacrificio de una hermana gris, por la ejecución de los hermanos Faucher, por el
Ipsiboé
del señor de Arlincourt, como por el
Anaconda
de Lewis, por la evasión de Lavalette, como por una de sus amigas que había logrado poner en fuga a unos ladrones imitando una voz de hombre.

Para ella todo era sublime, extraordinario, extraño, divino, maravilloso. Se animaba, se enojaba, caía en el abatimiento, se elevaba, volvía a caer, miraba el cielo o la tierra; sus ojos se llenaban de lágrimas. Consumía su vida en perpetuas admiraciones y se consumía en medio de extraños desdenes. Se imaginaba al bajá de Janina y hubiese querido luchar con él en su serrallo, y encontraba algo de grandeza en ser cosida en un saco y lanzada al agua. Tenía envidia de lady Esther Stanhope, aquella literata del desierto. Sentía ganas de hacerse hermana de Santa Camila e ir a morir de fiebre amarilla en Barcelona, cuidando enfermos: ¡eso sí que era un objetivo grande y noble! En una palabra, se sentía sedienta de todo lo que no fuera el agua clara de su vida, escondida entre las hierbas. Adoraba a Lord Byron, a Jean-Jacques Rousseau y a todas las existencias poéticas y dramáticas. Tenía lágrimas para todas las desgracias y fanfarrias para todas las victorias. Simpatizaba con Napoleón vencido y simpatizaba con Mehemet-Alí, asesinando a los tiranos de Egipto. En resumen, envolvía a las personas con una aureola y creía que vivían en medio de luz y perfumes. Para mucha gente daba la impresión de ser una loca cuya locura no era peligrosa; pero, con toda seguridad, a un observador perspicaz estas cosas hubiesen parecido los restos de un magnífico amor desmoronado tan pronto como fue construido, los escombros de una Jerusalén celestial, en fin, el amor sin el amante. Y era verdad.

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