Las ilusiones perdidas (41 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—Sí, pero usted me mira al decir tal cosa como cuando ensaya su papel, y esto me da miedo —replicó el droguero.

—Muy bien, entonces miraré a mi pequeño Lousteau.

Una campanilla resonó en los pasillos.

—Idos todos —dijo Florine—, dejadme leer mi papel y tratad de entenderlo.

Lucien y Lousteau se fueron los últimos. Lousteau besó los hombros de Florine y Lucien oyó que la actriz decía:

—Imposible esta noche. Este viejo animal ha dicho a su mujer que se iba al campo.

—¿La encuentra bonita? —preguntó Étienne a Lucien.

—Pero, querido amigo, este Matifat… —exclamó Lucien.

—¡Ah!, hijo mío, usted no sabe aún nada de la vida parisiense —repuso Lousteau—. Hay necesidades que se han de aguantar. Es como si amara a una mujer casada, eso es todo. Uno se busca una razón.

Étienne y Lucien entraron en un palco de proscenio de la planta baja, en donde encontraron al director del teatro con Finot. Enfrente, Matifat se encontraba en el palco opuesto con uno de sus amigos, llamado Camusot, un sedero que protegía a Coralie y al que acompañaba un honrado viejecillo, su suegro. Estos tres burgueses limpiaban los cristales de sus impertinentes y observaban el patio de butacas, cuya agitación les inquietaba.

Los palcos ofrecían el abigarrado conjunto de una primera representación: periodistas y sus amantes, mujeres de posición y sus queridos, algunos viejos incondicionales de los teatros, aficionados a los estrenos, personas de alta posición que gustan de esta clase de emociones. En un primer palco se encontraba el director general y su familia, que había situado a Du Bruel en una administración financiera en la que el creador de variedades cobraba una verdadera sinecura. Lucien, desde la comida, iba de sorpresa en sorpresa. La vida literaria, tan pobre desde hacía dos meses, tan desnuda ante sus ojos, tan horrible en la habitación de Lousteau, tan humilde e insolente en las Galerías de Madera, se desarrollaba con extrañas magnificencias y bajo singulares aspectos. Esta mezcla de altibajos, de compromisos con la conciencia, de supremacías y cobardías, de traiciones y placeres, de grandezas y servidumbres, le tenían aturdido, como una persona atenta a un espectáculo insospechado.

—¿Cree que la obra de Du Bruel le proporcionará dinero? —preguntó Finot al director.

—La obra es una comedia de intriga en donde Du Bruel ha querido hacer de Beaumarchais. El público de los bulevares no gusta de este género, quiere ser atiborrado de emociones. La agudeza de ingenio aquí no es apreciada. Esta noche todo depende de Florine y Coralie, que son encantadoras en gracia y belleza. Estas dos criaturas tienen faldas muy cortas, bailan un paso español y pueden conquistar al público. Esta representación es una mano de cartas. Si los periódicos me hacen algunos artículos con gracia en caso, de triunfo, puedo ganar cien mil escudos.

—Bueno, ya lo veo —dijo Finot—; esto no será más que un éxito de estima.

—Hay tramada una conjura por los tres teatros vecinos. De todos modos se va a silbar; pero estoy en condiciones de echar por tierra estas malas intenciones. He dado una prima a los alborotadores enviados contra mí; silbarán, pero torpemente y de mala manera. Ahí están tres negociantes que para procurar un triunfo a Florine y a Coralie han comprado cada uno cien entradas y las han repartido entre conocidos capaces de poner a los conjurados en la calle. Éstos, pagados dos veces, se dejarán despachar, y esta maniobra siempre predispone al público.

—¡Doscientas entradas! ¡Qué gente tan generosa! —exclamó Finot.

—Sí, con otras dos bonitas actrices tan ricamente mantenidas como Florine y Coralie, no tendría problemas.

Desde hacía dos horas, en presencia de Lucien todo se resolvía con dinero. En el teatro como en la librería, en la librería como en el periódico, no se trataba del arte y de la gloria. Estos golpes de la gran máquina de la Moneda, repetidos sobre su cabeza y su corazón, se los martilleaban. Mientras la orquesta interpretaba la obertura, no pudo impedirse oponer a los aplausos y a los silbidos del patio de butacas en alboroto las escenas de calmosa poesía pura de que había gozado en la imprenta de David, cuando ambos contemplaban las maravillas del Arte, los nobles triunfos del genio, la Gloria de blancas alas. Al recordar las reuniones del cenáculo, una lágrima brilló en los ojos del poeta.

—¿Qué le sucede? —le preguntó Étienne Lousteau.

—Veo que la poesía está sumida en un cenagal —contestó.

—¡Ah, querido! aún tiene ilusiones.

—Pero, ¿es necesario sufrir y soportar aquí a esos dos gordos Matifat y Camusot de la misma manera que las actrices soportan a los periodistas y como nosotros aguantamos a los libreros?

—Mi querido amigo —le dijo Lousteau al oído, señalándole a Finot—, ya ve a ese pesado muchacho, sin ingenio ni talento, pero ávido, deseando la fortuna a cualquier precio y hábil en los negocios, que en la tienda de Dauriat se me ha quedado con un cuarenta por ciento, dando la impresión de que me hacía un favor… Pues bien, tiene cartas en las que muchos genios en embrión se arrodillan ante él por cien francos.

Una contracción de repugnancia atenazó el corazón de Lucien, recordó: «Finot, ¡mis cien francos!», aquel dibujo dejado en el verde tapete de la redacción.

—Antes vivir —le repuso Lousteau.

Cuando el telón se levantó, el director salió y se dirigió al escenario para dar algunas órdenes.

—Amigo mío —dijo entonces Finot a Étienne—, tengo la palabra de Dauriat, poseo un tercio del semanario. He aportado treinta mil francos con la condición de ser nombrado redactor jefe y director. Es un negocio soberbio. Blondet me ha asegurado que se preparan unas leyes restrictivas contra la prensa y que sólo se permitirá la publicación de los periódicos y publicaciones existentes. Dentro de seis meses se necesitará un millón para lanzar un nuevo diario. Escúchame. Si puedes hacer comprar la mitad de mi parte, una sexta parte, a Matifat, por treinta mil francos, te daré el cargo de redactor jefe de mi pequeño diario, con doscientos cincuenta francos al mes. Serás mi portavoz. Quiero poder dirigir siempre la redacción, conservar allí todos mis intereses, sin aparentar que intervengo en lo más mínimo. Todos los artículos se te pagarán a razón de un franco la columna; de este modo, te puedes agenciar una ganancia extra de quince francos diarios, pagándolos sólo a tres francos y aprovechándote de la redacción gratuita. Son cuatrocientos cincuenta francos mensuales más. Pero quiero quedar dueño para hacer atacar o defender a los hombres y los asuntos en el periódico, según mi voluntad, dejándote siempre satisfacer los odios y las amistades que no perjudiquen a mi política. Tal vez reciba algún cargo ministerial o monárquico, aún no lo sé, pero quiero conservar bajo mano mis relaciones liberales. Te lo digo sinceramente porque eres un buen muchacho. Tal vez pueda dejarte las Cámaras para tu periódico, como ahora las hago yo, pues seguramente no podré quedarme con ellas. Así pues, utiliza a Florine para esta pequeña maquinación y dile que apriete los tornillos al droguero; sólo tengo cuarenta y ocho horas para rehusar si no puedo pagar. Dauriat ha vendido el otro tercio a su impresor y a su fabricante de papel. Él conserva su tercio gratis y gana diez mil francos, ya que el total sólo le ha costado cincuenta mil francos. Pero de aquí a un año, el negocio valdrá doscientos mil francos, y se podrá vender a la Corte si, como dicen, tiene la buena idea de amortizar los periódicos.

—Tienes mucha suerte —exclamó Lousteau.

—Si hubieses pasado por los momentos miserables que yo, no dirías eso. Pero en la actualidad, ya ves, disfruto de una desgracia sin remedio: soy hijo de un sombrerero que vende sombreros en la calle de Coq. Sólo una revolución puede hacerme triunfar; y a falta de una hecatombe social, es necesario que me agencie millones. No sé si de estas dos cosas, lo más fácil es la revolución. Si yo llevara el apellido de tu amigo, me encontraría en una bonita situación. Silencio, aquí llega el director. Hasta luego —dijo Finot, levantándose—. Me voy a la Ópera, tal vez mañana tenga un duelo: redacto y firmo un artículo fulminante contra dos bailarinas que tienen por amigos a dos generales. Ataco y desafío a la Ópera.

—¡Ah, bah! —exclamó el director.

—Sí, todo el mundo escatima conmigo —dijo Finot—. Éste me cierra su palco, aquél duda en aceptarme cincuenta suscripciones. Ya he dado mi ultimátum a la Opera: quiero cien suscripciones y cuatro palcos por mes. Si aceptan, mi periódico tendrá entonces ochocientos suscriptores servidos y mil que pagan. Y conozco los medios para tener doscientas suscripciones más: en enero llegaremos a los mil doscientos…

—Acabará por arruinarnos —dijo el director.

—Usted sí que está mal con sus diez suscripciones. Le he hecho hacer dos buenos artículos en el
Constitutionnel
.

—¡Oh!, no me quejo de usted —exclamó el director.

—Hasta mañana por la noche, Lousteau —dijo Finot—. Ya me darás una respuesta en los Franceses, donde hay un estreno; y como no me será posible hacer el artículo, cogerás mi palco en el periódico. Te doy la preferencia, te has deslomado para mí y te estoy muy reconocido por ello. Félicien Vernou me hace el ofrecimiento de restituirme los honorarios de todo un año y me propone veinte mil francos por un tercio en la propiedad del periódico; pero allí quiero seguir siendo el dueño absoluto. Adiós.

—Éste no se llama Finot
[5]
porque sí —dijo Lucien a Lousteau.

—¡Oh!, es un ahorcado que logrará lo que se propone —le replicó Étienne, sin preocuparse de poder ser oído por aquel hábil hombre que cerraba en aquel preciso momento la puerta del palco.

—¿Éste? —dijo el director—. Será millonario, disfrutará de la consideración general y hasta, tal vez, tendrá amigos…

—¡Dios mío, vaya cueva! —dijo Lucien—. ¿Y usted va a entablar una negociación tal a causa de una muchacha tan deliciosa? —dijo, señalando a Florine que les lanzaba miradas.

—Y dará resultado. No conoce la abnegación y la astucia de estas queridas criaturas —repuso Lousteau.

—Redimen todos sus defectos, borran todas sus faltas mediante la amplitud y lo infinito de su amor, cuando aman —contestó el director—. La pasión de una actriz es una cosa tanto más bella cuanto mayor contraste produce con su medio ambiente.

—Es como encontrar en medio del barro un diamante digno de adornar la corona más orgullosa —añadió Lousteau.

—Pero —replicó el director— Coralie está distraída. Nuestro amigo está conquistando a Coralie sin darse cuenta de ello, y va a hacerle estropear la escena; no se fija en sus contestaciones, y ya van dos veces que no oye al apuntador. Caballero, se lo ruego —dijo a Lucien—, colóquese en este rincón. Si Coralie se ha enamorado de usted, voy a decirle que se ha marchado.

—¡Ah, no! —exclamó Lousteau—. Dígale que este caballero irá a la cena, que allí hará lo que ella quiera, y actuará como la señorita Mars.

El director se fue.

—Amigo mío —dijo Lucien a Étienne—, ¿cómo es eso? ¿No tiene ningún escrúpulo en hacer pedir por medio de la señorita Florine a ese droguero treinta mil francos por la mitad de una cosa que Finot acaba de comprar a ese precio?

Lousteau no dio tiempo a que Lucien terminara su razonamiento.

—¿Pero de dónde sale usted, hombre? Este droguero no es un hombre, es una caja de caudales ofrecida por el amor.

—¿Y su conciencia?

—La conciencia, mi querido amigo, es uno de esos bastones que todo el mundo coge para apalear a su prójimo, pero del que nadie se sirve para sí mismo. ¡Vaya, vaya! ¿Contra quién demonios está? ¡La suerte hace para usted un milagro que yo he estado esperando durante dos años, y usted se entretiene discutiendo los medios! ¿Cómo es eso? Usted, que parece ser inteligente, que llegará a la independencia de las ideas que han de profesar los aventureros intelectuales en el mundo en que nos encontramos, ¿cae en los escrúpulos de monja que se acusa de haber comido su huevo con concupiscencia?… Si Florine triunfa, me convierto en redactor jefe, gano doscientos cincuenta francos de fijo y me encargo de los principales teatros; dejó a Vernou los teatros de variedades y usted pone el pie en el estribo, sucediéndome en todos los teatros de los bulevares. Entonces tendrá tres francos por columna y escribirá una por día, treinta al mes, que le darán un producto de noventa francos; tendrá sesenta francos de libros para vender a Barbet; además, puede pedir a sus teatros diez entradas mensuales, cuarenta entradas en total, que venderá por cuarenta francos al Barbet de los teatros, una persona con la que le pondré en contacto. De este modo le veo con doscientos francos al mes. Podrá, haciéndose útil a Finot, colocar un artículo de cien francos en su nuevo periódico semanal, en el caso en que despliegue un talento trascendental; ya que allí se firma y no es preciso dejar nada abandonado como en un pequeño periódico. De este modo, tendrá cien escudos al mes. Amigo mío, existen personas de talento, como ese pobre D'Arthez, que todas las noches cenan en casa de Flicoteaux y que necesitan ver pasar diez años antes de ganar cien escudos. Con su pluma se ganará cuatro mil francos al año sin contar los ingresos de la librería, si escribe para ella. Y sin embargo, un subprefecto sólo tiene mil francos de sueldo y se aburre soberanamente en su distrito. Ya no le hablo del placer que se experimenta al ir a un espectáculo sin tener que pagar, ya que ese placer pronto se convertirá en una fatiga, pero tendrá entrada libre en los bastidores de los cuatro teatros. Sea duro e ingenioso durante uno o dos meses, estará abrumado por las invitaciones, reuniones con las artistas, será cortejado por sus amantes, cenará en casa de Flicoteaux el día que no tenga treinta sueldos en el bolsillo y ni una invitación a cenar. Se encuentra en vísperas de convertirse en una de las cien personas privilegiadas que imponen sus opiniones en Francia. Dentro de tres días, si triunfamos, puede, con treinta frases buenas impresas, a razón de tres por día, hacer maldecir la vida a un hombre; puede crearse rentas de placer con todas las actrices de sus teatros, puede desprestigiar a una buena obra y hacer que todo París acuda a una mala calidad. Si Dauriat rehúsa publicar vuestras Margaritas sin darle nada a cambio, puede hacerle acudir humildemente a su casa para que se las compre por dos mil francos. Mantenga su talento y coloque en tres periódicos diferentes tres artículos que amenacen terminar con algunas de las especulaciones de Dauriat o con algún libro en el que él confía; entonces le verá trepar hasta su buhardilla y alojarse en ella como un parásito. En una palabra, los libreros, que en la actualidad le pondrían de patitas en la calle más o menos educadamente, harán cola en su casa, y el manuscrito que el rico Doguereau valoró en cuatrocientos francos será estimado en cuatro mil. Éstas son las ventajas de la profesión de periodista. Por lo tanto, tratamos de impedir la aproximación de los recién llegados hasta los periódicos; no solamente es preciso un inmenso talento, sino también suerte para poder entrar. Y usted discute su suerte… ¿se da cuenta? Si hoy no nos hubiéramos encontrado en Flicoteaux, seguiría papando moscas durante tres años más o se hubiese muerto de hambre como D'Arthez en una buhardilla. Cuando D’Arthez se haya hecho tan instruido como Bayle y tan gran escritor como Rousseau, nosotros ya habremos hecho nuestra fortuna y seremos dueños de la suya y de su gloria. Finot será diputado y propietario de un gran periódico y nosotros seremos aquello que nos hubiese gustado ser: pares de Francia o detenidos por deudas en la prisión de Sainte-Pélagie.

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