—Caballero, no tengo la costumbre de tener rivales —contestó Lucien.
—No le repita esa idea —exclamó el director, mirando al autor—. Coralie es una muchacha dispuesta a arrojar a Camusot por la ventana y se arruinaría. Este digno propietario del Capullo de Oro da a Coralie dos mil francos al mes y paga toda su ropa y su claque.
—Como su promesa no me compromete a nada, salve su obra —dijo sultanescamente Lucien.
—Pero, por favor, no adopte usted el aire de rechazar a esta muchacha tan encantadora —dijo el suplicante Du Bruel.
—Vamos, vamos, que es preciso que escriba el artículo sobre su obra y sonría a esta chica, de acuerdo —dijo el poeta.
El autor desapareció tras de haber hecho una señal a Coralie, que a partir de entonces interpretó maravillosamente. Bouffé, que interpretaba el papel de un viejo alcalde y en el que se reveló por primera vez su talento para interpretar a un anciano, se acercó al proscenio en medio de un estruendo de aplausos para decir: «Caballeros, la obra que acabamos de representar es de los señores Raoul y De Bruel».
—Vaya, Nathan está metido en eso —dijo Lousteau—; entonces no me sorprende de su presencia.
—¡Coralie, Coralie! —clamaba el auditorio, excitado.
Desde el palco en el que se encontraban los dos negociantes, una voz de trueno se alzó y gritó:
—¡Y Florine!
—¡Florine y Coralie! —repitieron entonces algunas voces.
El telón se levantó; Bouffé apareció con las dos actrices, a las que Matifat y Camusot arrojaron sendas coronas. Coralie recogió la suya y se la tendió a Lucien. Para Lucien aquellas dos horas pasadas en el teatro fueron como un sueño. Los bastidores, a pesar de sus horrores, habían comenzado la obra de esta fascinación. El poeta, inocente aún, había respirado allí el aire del desorden y de la voluptuosidad. En aquellos sucios pasillos, en los que se amontonan aparatos y en donde humean aceitosos quinqués, reina una especie de peste que devora el alma. La vida allí ya no es ni santa ni real. Allí se burlan de todas las cosas serias y hasta las cosas imposibles parecen verdaderas. Para Lucien fue como una especie de narcótico, y Coralie terminó por sumergirle en una alegre embriaguez.
Se apagaron las luces. No quedaban entonces en la sala más que las acomodadoras, que hacían un ruido muy particular, apartando los pequeños asientos y cerrando las puertas de los palcos. Las luces de la escena, apagadas de golpe, dejaron en el ambiente un olor infecto. Se levantó el telón. Un farol descendió de las alturas. Los bomberos comenzaron su ronda de inspección junto con los tramoyistas de servicio. A la magia de la escena y el espectáculo de los palcos repletos de bellas mujeres, a las deslumbrantes luces, al espléndido espectáculo de los decorados y de los vestidos nuevos, sucedían el frío, el horror, la oscuridad y el vacío. Era espantoso.
Lucien se encontraba preso de una indecible sorpresa.
—Bien, pequeño, ¿vienes? —dijo Lousteau desde las tablas.
—Salta del palco, aquí.
De un salto, Lucien se encontró en el escenario. Apenas si reconoció a Florine y a Coralie, despojadas de su ropaje de escena y envueltas en unas batas ordinarias, con sus mantones sobre los hombros y la cabeza cubierta con un sombrero de velo negro, semejantes, en una palabra, a mariposas encerradas en sus larvas.
—¿Me hará el honor de darme su brazo? —le dijo Coralie, temblorosa.
—Con mucho gusto —dijo Lucien, sintiendo como el corazón de la actriz palpitaba sobre el suyo, al igual que el de un pajarillo, en cuanto la hubo sujetado.
La actriz, apretándose contra el poeta, demostró la voluptuosidad de una gatita que se restrega contra la pierna de su amo con delicado ardor.
—Así pues, vamos a cenar juntos —le dijo ella.
Los cuatro salieron y vieron dos coches a la puerta de los artistas que daba a la calle de Fossés-du-Temple. Coralie hizo subir a Lucien al carruaje, en el que ya se encontraba Camusot y su suegro, Cardot. El cuarto lugar se lo ofreció a Du Bruel. El director salió con Florine, Matifat y Lousteau.
—Estos
fiacres
son infames —exclamó Coralie.
—¿Por qué no tiene un coche propio? —preguntó Du Bruel.
—¿Por qué? —exclamó ella humorísticamente—. No lo quiero decir delante del señor Cardot, quien sin duda ya ha aleccionado a su yerno. Acaso no creerá que, pequeño y viejo como es, el señor Cardot no da más de quinientos francos por mes a Florentine, lo justo para poder pagar su alquiler, su comida y su calzado. El viejo marqués de Rochegude, que tiene seiscientas mil libras de renta, me ofrece un cupé desde hace más de dos meses. Pero yo soy una artista y no una cortesana.
—Pasado mañana tendrá usted un coche, señorita —dijo gravemente Camusot—; pero nunca me lo había pedido.
—¿Acaso se pide tal cosa? ¿Cómo, cuando se quiere a una mujer, se la deja caminar por entre el barro, a riesgo de romperse una pierna? Sólo a esos caballeros de Aune les puede gustar el fango adherido en los bajos de un Vestido femenino.
Mientras decía estas palabras, con un enfado que destrozaba el corazón de Camusot, Coralie buscaba la pierna de Lucien y la apretaba entre la suya, le cogió su mano y se la apretó. Se calló entonces y pareció concentrada en uno de esos goces infinitos que recompensan a esas pobres criaturas de todas sus penas pasadas, de sus desgracias, y que desarrollan en su alma una poesía desconocida para las demás mujeres a las que, por fortuna, les faltan esos violentos contrastes.
—Al final ha logrado representar tan bien como la señorita Mars —dijo Du Bruel a Coralie.
—Sí —afirmó Camusot—, la señorita, al principio, tenía algo que le preocupaba, pero a partir de la mitad del acto segundo ha estado soberbia. Le debe usted la mitad de su triunfo.
—Y ella a mí la mitad del suyo —dijo Du Bruel.
La actriz aprovechó los momentos de oscuridad para llevar a sus labios la mano de Lucien, y la besó, mojándola con sus lágrimas. Lucien se sintió conmovido hasta la médula de sus huesos. La humildad de la cortesana enamorada lleva consigo una nobleza que hace remontar el espíritu a lo más alto.
—Este caballero va a hacer un artículo —dijo Du Bruel, refiriéndose a Lucien—; puede escribir un párrafo encantador sobre nuestra querida Coralie.
—¡Oh!, háganos ese pequeño favor —dijo Camusot, con la voz de un hombre que se arrodilla ante Lucien—. En mí tendrá un servidor bien dispuesto hacia usted en cualquier momento.
—Deje a este caballero su independencia —exclamó la artista, rabiosa—; escribirá lo que le dé la gana. Tío Camusot, cómpreme carruajes y no elogios.
—Los tendrá, y a muy bajo precio —repuso cortésmente Lucien—. Nunca he escrito nada en los periódicos, no estoy al corriente de sus costumbres; tendrá usted la virginidad de mi pluma…
—Eso será gracioso —añadió Du Bruel.
—Ya hemos llegado a la calle de Bondy —dijo el viejecillo Cardot, a quien la frase de Coralie había aterrado.
—Si yo tengo las primicias de tu pluma, tú tendrás las de mi corazón —dijo Coralie en el breve momento en que permaneció a solas con Lucien dentro del carruaje.
Coralie fue a reunirse con Florine en su habitación, para recoger la ropa que allí había enviado.
Lucien no conocía el lujo que, en casa de las artistas o en casa de sus amantes, despliegan los negociantes enriquecidos que desean disfrutar de la vida. A pesar de que Matifat, quien no tenía una fortuna tan considerable como la de su amigo Camusot, había hecho las cosas un tanto mezquinamente, Lucien quedó sorprendido al ver un comedor decorado artísticamente, tapizado con paño verde, adornado con clavos de cabezas doradas e iluminado por bellas lámparas, amueblado con divanes y tiestos llenos de flores, y un salón cubierto por seda amarilla, festoneada con adornos marrones en donde resplandecían los muebles a la moda por aquel entonces, una araña de Thomire y una alfombra de dibujos persas. El reloj, los candelabros y la chimenea, todo era de un gusto exquisito. Matifat lo había dejado todo en manos de Grindot, un joven arquitecto que le estaba construyendo una casa y que, conocedor del destino de aquel piso, puso en él un cuidado especial. De este modo, Matifat, siempre negociante, tenía especial cuidado en vigilar hasta los menores detalles y parecía tener constantemente ante él las cifras de las facturas y consideraba todo aquel lujo como joyas escapadas imprudentemente de un estuche.
«Esto es a lo que me veré obligado a hacer por Florentine», era el pensamiento que se podía leer en los ojos del tío Cardot.
Lucien comprendió inmediatamente que el estado de la habitación en la que Lousteau vivía no inquietaba lo más mínimo al periodista amado. Rey secreto de aquellas fiestas, Étienne disfrutaba de todas aquellas bellas cosas. De este modo, adoptaba el aspecto de anfitrión y dueño de la casa, ante la chimenea, mientras discutía con el director, quien felicitaba a Du Bruel.
—¡El original, el original! —exclamó Finot, entrando—. No hay nada en el buzón del periódico. Los cajistas tienen mi artículo y pronto lo habrán terminado.
—Acabamos de llegar —dijo Étienne—. Encontraremos una mesa y fuego en la habitación de Florine. Si el señor Matifat quiere proporcionarnos, papel y tinta, redactaremos el periódico mientras Florine y Coralie se visten.
Cardot, Camusot y Matifat desaparecieron, presurosos por encontrar las plumas, los cortaplumas y todo lo que necesitaban los dos escritores. En aquel momento, una de las más bellas bailarinas de la época, Tullia, se precipitó en el salón.
—Mi niño querido —dijo a Finot—, se te conceden tus cien suscripciones, no costarán nada a la Dirección; ya han sido colocados, impuestos al coro, a la orquesta y al cuerpo de baile. Tu periódico es tan ingenioso que nadie se va a quejar. Tendrás tus palcos. Bueno, aquí tienes el importe del primer trimestre —dijo tendiéndole dos billetes de banco—. De esta manera, no me muelas a golpes.
—Estoy perdido —exclamó Finot—. Ya no tengo artículo editorial para mi número, ya que es preciso suprimir esa infame diatriba…
—¡Qué bello movimiento, mi divina Laïs! —exclamó Blondet, quien seguía a la bailarina junto con Nathan, Vernou y Claude Vignon, conducidos por él—. Te quedarás a cenar con nosotros, amor mío, o te aplasto como una frágil mariposilla que eres. En tu calidad de bailarina, no excitarás aquí ninguna rivalidad de talento. En cuanto a la belleza, todas sois lo suficientemente inteligentes como para ser celosas en público.
—¡Dios mío! Amigos míos, ¡Du Bruel, Nathan, Blondet, salvadme! —exclamó Finot. Necesito cinco columnas.
—Yo haré dos sobre la obra —dijo Lucien.
—Mi artículo llenará una —añadió Lousteau.
—Bien; entonces, Nathan, Vernou, Du Bruel, hacedme las bromas del final. Este simpático Blondet podría solucionarme las dos pequeñas columnas de la primera página. Corro a la imprenta. Menos mal que tú, Tullia, has venido con tu coche.
—Sí, pero el duque está dentro con un embajador alemán.
—Invitemos al duque y al embajador —dijo Nathan.
—Un alemán sabe beber, escucha, y le diremos cosas tan atrevidas que las escribirá a su corte —exclamó Blondet.
—¿Quién de entre nosotros es el personaje más serio para bajar a hablarle? —dijo Finot—. Vamos, Du Bruel, tú eres un burócrata, trae al duque de Rhétoré, al ministro, y da el brazo a Tullia. ¡Dios mío! ¿No está Tullia hermosísima esta noche?…
—Vamos a ser trece —dijo Matifat, palideciendo.
—No, catorce —rectificó Florentine, llegando—; yo voy a vigilar (
mai lort querdotte
), ¡milord Cardot!
—Además —dijo Lousteau—, Blondet está acompañado por Claude Vignon.
—Lo he traído para beber —repuso Blondet, cogiendo un tintero—. ¡Ah, vosotros, tened suficiente ingenio para las cincuenta y seis botellas de vino que nos vamos a beber! —dijo a Nathan y a Vernou—. Sobre todo animad a Du Bruel, es un verdadero cómico y es capaz de hacer alguna frase un tanto dañina, llevadle por el buen camino.
Lucien, deseoso de lucirse ante personajes tan señalados, escribió su primer artículo sobre la mesa redonda de la habitación de Florine, a la luz de velas rosas, alumbradas por Matifat.
«Panorama dramático.
»Primera representación de
Los apuros de un alcalde
, enredo en tres actos. Debut de la señorita Florine. La señorita Coralie. Bouffé.»Se entra, se sale, se habla, se pasea, se busca algo y no se encuentra nada; todo son rumores. El alcalde ha perdido a su hija y encuentra su sombrero; pero el sombrero no le vale, debe de ser el sombrero de un ladrón. ¿Dónde está el ladrón? Se entra, se sale, se habla, se pasea, se sigue buscando afanosamente. El alcalde acaba por encontrar a un hombre sin su hija y a su hija sin un hombre, lo cual ya satisface al magistrado, pero no al público. Renace la calma y el alcalde quiere interrogar a su hombre. Este anciano alcalde se sienta en un gran sillón de alcalde, arreglándose sus mangas de alcalde. España es el único país en donde se puede encontrar alcaldes sujetos a grandes y amplísimas mangas y en donde se ven alrededor del cuello de los alcaldes esas gorgueras que en los teatros de París son la mitad de sus funciones. Este alcalde, que tanto ha trotado con un pasito breve de viejo asmático, es Bouffé, Bouffé, el sucesor de Potier, un actor que interpreta tan bien a los viejos que ha hecho reír a los más ancianos. Hay un porvenir de cien ancianos en esa frente calva, en esa voz cascada, en esas canillas temblorosas bajo un cuerpo de Geronte.
»Es tan viejo ese joven actor, que asustarse teme que su vejez no se extienda como una enfermedad contagiosa. Y ¡qué alcalde tan admirable! ¡Qué encantadora sonrisa inquieta, qué importante estupidez, qué dignidad tan estúpida!, ¡qué duda tan judicial! Lo bien que este hombre sabe que todo puede convertirse sucesivamente en verdadero y falso. Qué digno es de ser ministro de un rey constitucional. A cada una de las preguntas del alcalde, el desconocido interroga; Bouffé responde de modo que, preguntado por medio de la respuesta, el alcalde lo esclarece todo con sus preguntas.
»Esta escena eminentemente cómica, en la que se respira el perfume de Molière, ha llenado de alegría al auditorio. Sobre la escena todo el mundo ha parecido estar de acuerdo, pero yo me encuentro en situación de deciros la verdad, lo que está claro y lo que está oscuro: la hija del alcalde se encontraba allí representada por una verdadera andaluza, una española, de ojos españoles, de tez española, de talle español, de andares españoles, una española de pies a cabeza, con la navaja en la liga, su amor en el corazón y su cruz pendiente de una cinta negra sobre su pecho. Al final del acto, alguien me ha preguntado cómo iba la obra y yo le he respondido: «Tiene medias rojas con talones verdes, un pie así de grande dentro de zapatos barnizados, y la pierna más bonita de Andalucía». ¡Ah, esta hija de alcalde!, os pone el amor a flor de boca, os atenaza con horribles deseos, se sienten impulsos irrefrenables de saltar sobre el escenario y ofrecerle la choza y el corazón, o treinta mil libras de renta y la pluma. Esta andaluza es la más bella actriz de París. Coralie, ya que hay que llamarla por su nombre, es capaz de ser condesa o modistilla. No se sabe bajo qué aspecto gustaría más. Será lo que desee ser, ha nacido para ser lo que le venga en gana, ¿y acaso no es esto lo mejor que se pueda decir de una actriz de bulevar?
»Durante el acto segundo ha llegado una española de París, con su cara de camafeo y sus ojos asesinos. A mi vez he preguntado de donde salía, y se me ha respondido que de entre bastidores y que se llamaba señorita Florine; pero a fe mía, nada había que me pudiese convencer de tal cosa, hasta tal punto tenía fuego en sus ademanes y furor en su amor. Esta rival de la hija del alcalde es la mujer de un señor tallado a imagen y semejanza de Almaviva, en donde hay paño para cien grandes señores de bulevar. Si bien Florine no tenía medias rojas con talones verdes ni zapatos barnizados, disponía de una mantilla, un velo del que se servía admirablemente, como gran dama que era. Ha hecho ver de forma maravillosa que la tigresa puede convertirse en gatita. En seguida me he dado cuenta que allí había un drama de celos ante las frases punzantes que estas dos españolas se han dicho. Luego, cuando todo parecía que iba a arreglarse, la estupidez del alcalde lo ha complicado todo. Todo aquel mundo de faroles, de ricos, de! criados, de Fígaros, de señores, de alcaldes, de hijas y de esposas, se ha puesto a buscar por todos los lados y a removerlo todo, a ir, a venir y a dar vueltas. La intriga se ha anudado de nuevo, y yo la he dejado anudarse, ya que estas dos mujeres, Florine la celosa, y la dichosa Coralie, me han vuelto a envolver en los pliegues de su falda, de su mantilla, y me han metido sus delicados piececillos en el ojo.
»He podido llegar al tercer acto sin haber cometido desgracia alguna, sin haber necesitado la intervención del comisario de policía, ni escandalizado la sala, y a partir de entonces he comenzado a creer en el poder de la moral pública y religiosa de la que se ocupa tanto la Cámara de Diputados, que se diría que ya no hay moral en Francia. He podido comprender que se trata de un hombre que ama a dos mujeres sin ser amado por ellas, o que es amado por ellas sin él amarlas, que no quiere a los alcaldes o que los alcaldes no le quieren; pero que a buen seguro es un honrado señor que quiere a alguien, sea a él mismo o a Dios, en el peor de los casos, ya que se hace monje.
»Si queréis saber más cosas, corred al Panorama Dramático. Estáis ya lo suficientemente prevenidos para que sepáis que hay que ir una primera vez para acostumbrarse a esas triunfantes medias rojas con talones verdes, a ese pequeño pie lleno de promesas, a esos ojos por los que se filtra un rayo de sol, a esas finuras de mujer parisiense disfrazada de andaluza, y de andaluza disfrazada de parisiense; y luego, una segunda vez para disfrutar de la obra que os hará morir de risa bajo la forma de anciano y llorar bajo la forma de señor enamorado. La obra ha triunfado en los dos aspectos. El autor, de quien se dice que tiene como colaborador a uno de nuestros más grandes poetas, ha acertado en el triunfo con una muchacha enamorada en cada mano, y al mismo tiempo ha estado a punto de matar de placer a su auditorio emocionado. Las piernas de estas dos muchachas parecían tener más ingenio que el autor. Sin embargo, cuando las dos rivales desaparecían, el diálogo se encontraba ingenioso, lo cual prueba bastante victoriosamente la excelencia de la obra. El autor, cuya presencia ha sido reclamada en medio de aplausos que han creado cierta inquietud en el arquitecto del teatro, acostumbrado a los movimientos del Vesubio ni siquiera se ha inmutado: es el señor Du Bruel. En cuanto a las dos actrices, han bailado el famoso bolero de Sevilla, que ha sido del agrado de los padres conciliares de antaño y que la censura ha permitido a pesar de lo lascivo de sus movimientos. Este bolero es suficiente para atraer a todos los viejos que no saben qué hacer el resto de su amor, y tengo el deber moral de advertirles que mantengan bien nítidos los cristales de sus impertinentes».