Las ilusiones perdidas (51 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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«Se anuncia una segunda edición del libro del señor Nathan. Pensábamos guardar silencio sobre esta obra, pero esta apariencia de éxito nos obliga a publicar un artículo, más que sobre la obra, sobre la tendencia de la joven literatura».

A la cabeza de las bromas para el número del día siguiente, Lousteau colocó esta frase:

«¿El librero Dauriat publica una segunda edición del libro del señor Nathan? No conoce, por tanto, el aforismo del Palacio de Justicia:
Non bis in idem
! ¡Honor al valor desgraciado!».

Las palabras de Étienne habían sido como una antorcha para Lucien, en quien el deseo de vengarse de Dauriat fue cuestión de conciencia y de inspiración. Tres días más tarde, durante los cuales no salió de su habitación en casa de Coralie, en donde trabajaba junto al fuego, servido por Bérénice y acariciado en los momentos de descanso por la atenta y silenciosa Coralie, Lucien pasó en limpio un artículo de unas tres columnas, en el que se había remontado a una sorprendente altura. Corrió al periódico; eran las nueve de la noche, encontró allí a los redactores y les leyó su trabajo. Fue escuchado gravemente. Félicien no dijo nada, tomó el original y se lanzó escaleras abajo.

Lucien preguntó:

—¿Qué le pasa?

—Se lleva tu artículo a la imprenta —dijo Héctor Merlin—; es una obra maestra en la que no hay ni una sola palabra que tachar, ni una sola línea que añadir.

—Sólo hay que mostrarte el camino —dijo Lousteau.

—Quisiera ver la cara que pondrá mañana Nathan al leer esto —dijo otro redactor, en cuyo rostro se podía leer una dulce satisfacción.

—Es preciso ser amigo de usted —dijo Héctor Merlin.

—¿Está bien, pues? —preguntó vivamente Lucien.

—Blondet y Vignon van a encontrarse mal —dijo Lousteau.

—He aquí —continuó Lucien— un artículo que he redactado para ustedes y que en caso de éxito puede suministrar una serie de composiciones semejantes.

—Léanos eso —dijo Lousteau.

Lucien les leyó entonces uno de esos deliciosos artículos que hicieron la fortuna de aquel pequeño periódico, y en el que en dos columnas describía uno de los pequeños detalles de la vida parisiense, una figura, un tipo, un acontecimiento prosaico o algunas singularidades. Esta muestra, titulada Los viandantes de París, estaba escrita en aquella forma nueva y original en la que el pensamiento era el resultado del choque de las palabras y en la que el crujido de los adverbios y de los adjetivos despertaba la atención. Este artículo era tan diferente del artículo serio y profundo sobre Nathan, como las Cartas Persas difieren de El Espíritu de las Leyes.

—Has nacido periodista —le dijo Lousteau—; esto saldrá mañana, haz tantos como quieras.

—¡Ah, vaya! —dijo Merlin—. Dauriat está furioso por los dos obuses que hemos lanzado contra su tienda. Vengo de su casa; lanzaba imprecaciones, echaba las culpas a Finot, quien le decía que te había vendido su periódico. Yo lo he llevado aparte y le he deslizado al oído estas palabras: «¡
Las Margaritas
van a costarle caras! Se le presenta un hombre de talento y usted le envía a paseo cuando nosotros lo recibimos con los brazos abiertos».

—Dauriat caerá fulminado por el artículo que acabamos de oír —dijo Lousteau a Lucien—. Ya ves, muchacho, lo que es un periódico. ¡Pero tu venganza sigue adelante! El barón Châtelet ha venido a pedir esta mañana tus señas, pues esta mañana se ha publicado un artículo sangriento contra él; el ex guapo tiene una cabeza poco sólida y está al borde de la desesperación. ¿No has leído el periódico? El artículo tiene mucha gracia. ¿Ves?
Entierro de la garza llorado por la jibia
. La señora de Bargeton recibe ya de forma definitiva el apodo de
hueso de jibia
en la alta sociedad, y a Châtelet sólo se le conoce bajo la denominación del
barón Garza
.

Lucien tomó el periódico y no pudo contener la risa al leer aquella pequeña obra maestra de la broma, debida a la pluma de Vernou.

—Van a capitular —dijo Héctor Merlin.

Lucien participó alegremente en algunas de las frases ingeniosas con las que terminaba el periódico, hablando y fumando, contando las aventuras del día, las ridiculeces de los compañeros o algunos nuevos detalles sobre su carácter. Esta conversación, eminentemente burlona, ingeniosa y sarcástica, puso a Lucien al corriente de las costumbres y del personal de la literatura.

—Mientras se compone el periódico —dijo Lousteau— me voy a dar una vuelta contigo, para presentarte a todos los porteros y en todos los camerinos de los teatros para los que tienes entradas; luego nos iremos a buscar a Florine y a Coralie al Panorama Dramático, en donde pasaremos un rato con ellas en sus camerinos.

Así pues, del bracete, ambos se fueron de teatro en teatro, en donde Lucien fue entronizado como redactor, cumplimentado por los directores y observado insistentemente por las actrices, todas las cuales sabían la importancia que uno sólo de sus artículos había dado a Coralie y a Florine, contratadas, la una en el Gimnasio por doce mil francos al año, y la otra en el Panorama Dramático por ocho mil. Fueron otras tantas pequeñas ovaciones que engrandecieron a Lucien a su propio ojo y le dieron la medida de su poder. A las once, ambos amigos llegaron al Panorama Dramático, en donde Lucien adoptó un aire desenvuelto que causó sensación. Nathan se encontraba allí y alargó la mano a Lucien, quien la tomó y se la estrechó.

—Vaya, mis queridos dueños —dijo, mirando a Lucien y a Lousteau—, ¿queréis hundirme?

—Espera pues a mañana, querido; y verás cómo te acogota Lucien. ¡Palabra de honor que vas a estar contento! Cuando la crítica es tan seria, un libro sólo sale ganando con ella.

Lucien estaba colorado de vergüenza.

—¿Es duro? —preguntó Nathan.

—Es grave —repuso Lousteau.

—¿No habrá pues perjuicio? —continuó Nathan—. Héctor Merlin decía en el salón del Variedades que esto acababa conmigo.

—Déjele hablar y espere —exclamó Lucien, deslizándose en el camerino de Coralie, siguiendo a la actriz en el momento en que abandonaba la escena con su atractivo vestido.

Al día siguiente, en el momento en que Lucien desayunaba en compañía de Coralie, oyó el ruido de un cabriolé, cuyo rumor, llegado con nitidez de la calle solitaria, anunciaba un elegante carruaje y cuyo caballo tenía la estampa peculiar y la forma de parar que denotaba la pura raza. Desde la ventana, Lucien vio, efectivamente, el caballo inglés de Dauriat, y a Dauriat que entregaba las riendas a su cochero antes de apearse.

—Es el librero —gritó Lucien a su amante.

—Hágalo esperar —dijo inmediatamente Coralie a Bérénice.

Lucien sonrió ante el aplomo de esta muchacha, que tan bien se identificaba con sus intereses, y la abrazó con verdadera efusión: había tenido ingenio.

La prontitud del impertinente librero, aquel súbito rebajarse del príncipe de los charlatanes, se debía a circunstancias casi enteramente olvidadas, hasta tal punto el comercio de la librería ha variado de forma tan violenta en los últimos quince años. De 1816 a 1827, época en que los gabinetes literarios, establecidos en un principio para la lectura de los periódicos, se decidieron a facilitar los libros recién aparecidos mediante una cuota, y cuando la agravación de las leyes fiscales sobre la prensa diaria hicieron nacer el anuncio, la librería no tenía otros medios de publicación que los anuncios insertados en los folletines o en el cuerpo de los periódicos. Hasta 1822, los periódicos franceses aparecían en hojas de tamaño tan reducido, que apenas si los grandes diarios superaban las dimensiones de los pequeños periódicos de hoy en día.

Para resistir a la tiranía de los periodistas, Dauriat y Ladvocat fueron los primeros en inventar los carteles, mediante los que captaron la atención de París, desplegando en ellos caracteres de fantasía, sorprendentes coloridos, viñetas y más tarde hasta litografías que hicieron del cartel un poema para los ojos y muy a menudo una decepción para la bolsa del aficionado. Los carteles llegaron a ser tan originales, que uno de esos maniáticos llamados coleccionistas posee una colección completa de los carteles parisienses. Este medio de anuncio, limitado en un principio a las vitrinas de las tiendas y a los escaparates de los bulevares, pero más tarde extendido por toda Francia, fue abandonado por el anuncio. Sin embargo, el cartel, que aún llama la atención cuando ya el anuncio y a veces la obra han sido olvidados, subsistirá siempre, sobre todo después de haber encontrado el medio de fijarlo en las paredes. El anuncio, accesible a todos mediante la finanza y que ha convertido la cuarta página de los periódicos en un campo tan fértil para el fisco como para los especuladores, nació bajo los rigores del timbre, del correo y de las garantías. Estas restricciones, inventadas en tiempos del señor de Villèle, que entonces hubiese podido matar a todos los periódicos, vulgarizándolos, crearon por el contrario cierta especie de privilegio haciendo la fundación de un periódico casi imposible.

Por tanto, en 1821 los periódicos tenían derecho de vida o muerte sobre los conceptos del pensamiento y sobre las empresas libreras. Un anuncio de pocas líneas insertado en los
sucesos de París
se pagaba horriblemente caro. Las intrigas se multiplicaban de tal forma en el seno de las oficinas de redacción, y a la noche en el campo de batalla de las imprentas, a la hora en que la compaginación decidía la admisión o el rechazo de uno u otro articulo, que las casas fuertes de librerías tenían a sueldo un literato para redactar estos artículos en los que era preciso incluir muchas ideas en pocas palabras. Estos periodistas oscuros, pagados únicamente después de la inserción, se quedaban muy a menudo en las imprentas durante la noche para ver incluir en las prensas los grandes artículos obtenidos Dios sabe cómo, o esas escasas líneas que más adelante recibieron el nombre de reclamos.

Hoy en día, las costumbres de la literatura y de la librería han cambiado de forma tan radical, que muchas gentes tratarían de fábulas los inmensos esfuerzos, las seducciones, las bajezas, las intrigas que la necesidad de obtener esos reclamos inspiraban a los libreros, a los autores, a los mártires de la gloria, a todos los forzados condenados al éxito a perpetuidad. Cenas, sobornos, regalos, todo se estilaba ante los periodistas. La anécdota que ahora vamos a narrar explicará mejor que todas las aseveraciones la estrecha alianza de la critica con la librería.

Un hombre de alto rango y que ambicionaba llegar a estadista, joven en aquella época, galante y redactor de un gran periódico, se convirtió en el bien amado de una famosa casa de librería. Cierto domingo, en el campo, donde el opulento librero festejaba a los principales redactores de los periódicos, la señora de la casa, joven y guapa por aquel entonces, condujo al parque a su ilustre escritor. El primer dependiente, un alemán frío, grave y metódico, pensando únicamente en los negocios, se paseaba dando el brazo a un folletinista, hablando de un asunto sobre el que le consultaba, la charla les llevó fuera del parque y llegaron al bosque. Al fondo de la espesura el alemán ve algo que se parece a su patrona; toma sus impertinentes, hace señas al joven redactor de que se calle, de que se vaya, y él mismo vuelve cautelosamente sobre sus pasos.

—¿Qué es lo que ha visto? —le preguntó el escritor.

—Casi nada —responde—. Nuestro gran artículo va a salir. Mañana tendremos al menos tres columnas en los
Débats
.

Otro hecho explicará este poder de los artículos.

Un libro del señor de Chateaubriand sobre el último de los Estuardos se encontraba en un almacén en estado ya de maula. Un solo artículo escrito por un joven en el
Journal des Débats
hizo que el libro se vendiera en una semana. En un tiempo en el que para leer un libro era preciso comprarlo y no alquilarlo, se vendían diez mil ejemplares de ciertas obras liberales ensalzadas por todos los diarios de la oposición; pero, de igual modo, la piratería belga no existía aún. Los ataques preparatorios de los amigos de Lucien y su artículo tenían la virtud de detener la venta del libro de Nathan. Nathan sólo sufría en su amor propio, nada tenía que perder, pues estaba pagado por Dauriat; pero éste podía perder treinta mil francos. Efectivamente, el comercio de la librería, llamado de novedades, se resume en este teorema comercial: una resma de papel vale quince francos; impresa vale, según el éxito, o cien sueldos o cien escudos. Un artículo a favor o en contra, en aquellos tiempos decidía a menudo esta cuestión financiera. Dauriat, que tenía quinientas resmas que vender, corría pues para capitular ante Lucien. De sultán, el librero pasaba a ser esclavo. Después de haber esperado algún tiempo rezongando, haciendo el mayor ruido posible y parlamentando con Bérénice, logró hablar con Lucien. El orgulloso librero adoptó el aire sonriente de los cortesanos cuando entran a la corte, pero mezclado con suficiencia y campechanía.

—¡No se molesten, mis queridos amigos! ¡Qué amables son estos dos tórtolos, me dan la impresión de ser dos palomitas! Quién diría, señorita, que este joven, que casi parece una muchacha, es un tigre de garras de acero que os destroza una reputación como debe destrozar las batas de usted cuando tarda en quitárselas. —Y se echó a reír sin acabar la broma—. Amigo mío… —continuó, sentándose junto a Lucien—; señorita, soy Dauriat —dijo interrumpiéndose.

El librero juzgó necesario dejar caer el pistoletazo de su nombre, al no verse bien recibido por Coralie.

—Caballero, ¿ha desayunado ya? ¿Quiere acompañarnos? —preguntó la actriz.

—Pues sí, hablaremos mejor sentados a la mesa —contestó Dauriat—. Además, aceptando su desayuno tendré el derecho de invitarla a cenar con mi amigo Lucien, ya que ahora hemos de ser amigos como el guante y la mano.

—¡Bérénice! Ostras, limones, mantequilla fresca y champán —dijo Coralie.

—Es usted un hombre demasiado inteligente como para ignorar lo que me trae aquí —dijo Dauriat, mirando a Lucien.

—¿Viene a comprar mi libro de sonetos?

—Precisamente —contestó Dauriat—; pero, antes de todo, bajemos las armas por un lado y por otro.

Sacó de su bolsillo una elegante cartera, extrajo tres billetes de mil francos, los puso sobre un plato y se los ofreció a Lucien con aire cortesano, diciendo:

—¿El señor está contento?

—Sí —dijo el poeta, quien se sintió inundado por una felicidad desconocida al ver aquella suma inesperada.

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