Las ilusiones perdidas (75 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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David se echó a reír tan francamente de sí mismo, que Ève tomó su mano y se la besó santamente. Fue un momento delicioso, una de esas rosas de amor y de ternura que florecen al borde de los caminos más áridos de la miseria y algunas veces en el fondo de los precipicios.

Ève redobló su energía al ver cómo la desgracia redoblaba su furia. La grandeza de su marido, su ingenuidad de inventor, las lágrimas que algunas veces sorprendió en los ojos de este hombre de corazón y poesía, todo ello desarrolló en su interior una fuerza insospechada. Una vez más recurrió al medio que tan buen resultado le había dado otras veces. Escribió al señor Métivier para que anunciara la venta de la imprenta, ofreciéndole pagar el precio que por ella se obtuviera y rogándole no arruinase a David con gastos inútiles. Ante esta sublime carta, Métivier se hizo el sordo, y su primer dependiente repuso que, en ausencia del señor Métivier, no podía aceptar la responsabilidad de detener la demanda, ya que no era ésa la costumbre que su patrón tenía respecto a los negocios. Ève propuso renovar los efectos, pagando todos los gastos, y el dependiente aceptó, siempre y cuando el padre de David Séchard lo garantizara con su aval. Ève fue entonces a pie hasta Marsac, acompañada por su madre y Kolb. Se enfrentó con el viejo viñador, estuvo encantadora, logró hacer sonreír a aquella máscara; pero cuando con el corazón tembloroso habló del aval, vio un cambio completo y repentino en este rostro borrachográfico.

—Si dejara a mi hijo en libertad de poner la mano en mis labios, al borde de mi caja, la metería hasta el fondo de mis entrañas y lo vaciaría todo —exclamó—. Los hijos comen todos lo mismo en la bolsa paterna. ¿Y cómo lo he hecho yo? Nunca he costado ni un céntimo a mis padres. Vuestra imprenta está vacía. Las ratas y los ratones son los únicos que hacen allí alguna impresión… Usted es guapa… y yo la quiero; es una mujer trabajadora y cuidadosa, pero mi hijo… ¿Sabe lo que es David?… Pues bien, es un sabio holgazán. Si le hubiese criado como me criaron a mí, sin saber de letras, y hubiese hecho de él un oso como su padre, hoy tendría rentas… ¡Oh!, ese muchacho es una cruz para mí, ¡ya ve! Y por desgracia nunca se enmendará. Finalmente, la hace desgraciada… —Ève protestó con un gesto de absoluta negativa—. Sí —continuó, respondiendo a este gesto—, se ha visto obligada a tomar una nodriza, la pena le ha agriado la leche. Yo lo sé todo, ¡vamos!, están en el tribunal y voceados por toda la ciudad. Yo no era más que un simple oso, no soy un sabio, no he sido regente en casa de los señores Didot, la gloria de la tipografía, pero nunca he tenido que recibir ¡papel timbrado! ¿Sabe lo que me digo a mí mismo, yendo a mis viñas, cuidándolas y cosechándolas, y realizando mis pequeños negocios?… Me digo: «Pobre viejo, te preocupas demasiado, amontonas escudo sobre escudo, dejarás bienes sustanciosos, y serán para los notarios, los procuradores… o para las quimeras… las ideas…». Mira, hija mía, eres madre de este muchachito que me dio la impresión de tener la nariz de su abuelo, cuando lo bautizamos con la señora Chardon, ¡pues bien!, piensa menos en Séchard que en ese pequeñuelo… Sólo en ti tengo confianza… Tú podrías impedir la disipación de mis bienes… de mis pobres bienes…

—Pero, querido papá Séchard, su hijo será su gloria y un día llegará a verle rico gracias a sus esfuerzos y con la Legión de Honor en el ojal…

—¿Qué es lo que hará para esto? —preguntó el viñador.

—Ya lo verá… Pero, mientras espera, ¿le arruinarían mil escudos?… Con mil escudos haría cesar las diligencias judiciales… Además, si no tiene confianza en él, préstemelos a mí, se los devolveré, los puede hipotecar sobre mi dote, sobre mi trabajo…

—¿Está perseguido David Séchard? —exclamó el labrador, sorprendido al enterarse de que lo que él creía una calumnia era verdad—. A esto es a lo que conduce, sabe escribir su nombre… ¡Y mis alquileres!… ¡Oh!, hija mía, es preciso que vaya a Angulema para enterarme y consultar a Cachan, mi procurador… Has hecho muy bien en venir… ¡Hombre prevenido vale por dos!

Tras un forcejeo de dos horas, Ève se vio obligada a marcharse, vencida por este invencible argumento: «Las mujeres no entienden nada de negocios». Llegada con una esperanza de triunfar, Ève desanduvo el camino de Marsac a Angulema casi desalentada. Al llegar, se encontró con la notificación de la sentencia que condenaba a Séchard a pagarlo todo a Métivier. En provincias, la presencia de un alguacil a la puerta de una casa es un acontecimiento; pero Doublon iba demasiado a menudo desde hacía algún tiempo como para que la vecindad no hablara de ello. Por tal motivo, Ève no se atrevía a salir de su casa y tenía miedo de oír comentarios murmurados a su paso.

—¡Oh, mi hermano!, ¡mi hermano! —exclamó la pobre Ève, precipitándose en el patio y subiendo las escaleras—. No he podido perdonarte que se tratara de tu…

—¡Ay! —le dijo Séchard, que la precedía—, se trataba de evitar su suicidio.

—No hablemos nunca más de ello —dijo ella dulcemente—. La mujer que le ha arrastrado a ese abismo de París es una criminal, y tu padre, David querido, es despiadado… Suframos en silencio.

Un discreto golpe detuvo alguna palabra cariñosa en los labios de David, y Marion se presentó, arrastrando por la habitación al grueso y hercúleo Kolb.

—Señora —dijo ella—, Kolb y yo hemos sabido que los señores tenían muchos problemas, y como entre los dos tenemos mil cien francos de ahorros, hemos pensado que en ningún lugar podrían estar mejor colocados que en las manos de la señora.

—De la señora —repitió Kolb con entusiasmo.

—Kolb —exclamó David Séchard—, no nos separaremos nunca; lleva mil francos a cuenta a casa de Cachan, el procurador, pero exige un recibo, guardaremos el resto. Kolb, que ningún poder humano te arranque una palabra sobre lo que hago, sobre mis horas de ausencia, sobre lo que me puedas ver traer; y cuando te envíe a buscar hierbas, sabes, que ningún ojo humano te vea… Tratarán, mi buen Kolb, de seducirte, tal vez te ofrezcan miles, decenas de miles de francos para hacerte hablar…

—Ya pueden ofrecerme millones, que yo no diré una palabra. ¿Acaso no conozco bien la consigna militar?

—Ya estás advertido. Anda, y ve a rogar al señor Petit-Claud que asista a la entrega de estos fondos al señor Cachan.

—Sí —dijo el alsaciano—, espero ser de algún día más
dico
para darle su merecido a ese
hompre
de
jusdicia
. No me gusta su cara.

—Es un buen hombre, señora —dijo la gruesa Marion—, es fuerte como un turco y dócil como un cordero. Haría dichosa a cualquier mujer. Y, sin embargo, ha sido él quien ha tenido la idea de colocar así nuestros ahorros, que él llama «
ajoros
». ¡Pobre hombre! Si habla mal, piensa bien y yo le entiendo lo mismo. Tiene la idea de irse a trabajar con otros para así no costamos nada…

—Uno quisiera ser rico únicamente para ayudar y recompensar a estas personas tan honradas —dijo Séchard, mirando a su mujer.

Ève encontraba todo eso muy natural y no se sorprendía al encontrar almas a la altura de la suya. Su actitud hubiese explicado toda la belleza de su carácter a los seres más estúpidos, incluso a un indiferente.

—Será rico, señor, tiene el riñón cubierto —exclamó Marion—; su padre acaba de comprar una granja y tendrá usted rentas…

En las actuales circunstancias, estas frases dichas por Marion para disminuir en cierto modo el mérito de su acción, ¿acaso no traicionaban una delicadeza exquisita?

Como todas las cosas humanas, el procedimiento francés tiene vicios; sin embargo, al igual que un arma de dos filos, sirve lo mismo para la defensa que para el ataque. Por otro lado, tiene de gracioso que si dos procuradores se entienden (y pueden entenderse sin tener necesidad de cambiar ni una palabra, ¡se entienden según la marcha de su proceso!), un proceso se parece entonces a una guerra como la hacía el primer mariscal de Biron, a quien su hijo proponía en el cerco de Ruán un medio para tomar la ciudad en dos días.

—Tienes mucha prisa —le dijo— por ir a plantar nuestras coles.

Dos generales pueden eternizar la guerra sin llegar a nada decisivo y dirigiendo sus topas según el método de los generales austríacos que el Consejo Áulico nunca censura por haber fallado una combinación, debido a que tenían que dejar comer el rancho a sus soldados. El abogado Cachan, Petit-Claud y Doublon se comportaron aún mejor que los generales austríacos; tomaron como modelo a un austríaco de la antigüedad, Fabius Cunctator.

Petit-Claud, astuto como un mulo, pronto se dio cuenta de las ventajas de su posición. Desde el momento en que el pago de los gastos estaba garantizado por Cointet el mayor, se prometió aliarse astutamente con Cachan, y hacer brillar su ingenio a los ojos de Métivier. Pero, desgraciadamente para ese joven Fígaro de los procuradores, el historiador tiene que pasar sobre el terreno de sus hazañas como si caminara sobre carbones al rojo vivo. Una sola relación de gastos como la hecha en París es suficiente, sin duda, para la historia de las costumbres contemporáneas. Imitemos pues el estilo del Gran Ejército, ya que, para el buen entendimiento del relato, será más rápida la enumeración de los hechos y gestos de Petit-Claud y mejor se comprenderá esta página, exclusivamente jurídica.

Emplazado el 3 de julio ante el Tribunal de Comercio de Angulema, David no compareció; la sentencia le fue notificada el 8. El 10, Doublon interpuso un recurso e intentó el 12 un embargo, al que se opuso Petit-Claud, citando de nuevo a Métivier para dentro de quince días. Por su parte, Métivier halló que ese plazo era demasiado largo e interpuso una nueva citación con carácter urgente para el día siguiente, obteniendo el 18 una sentencia que denegó a Séchard su oposición. Esta sentencia, que quedó firme el 21, autorizó un mandamiento el 22, una notificación de apremio corporal el 23 y un proceso verbal de embargo el 24. Este furor de embargo fue paliado por Petit-Claud, que se opuso interponiendo un recurso ante el Tribunal Real. Esta apelación, confirmada el 15 de julio, emplazaba a Métivier en Poitiers.

«Bueno —se dijo Petit-Claud—, ahora nos quedaremos allí durante algún tiempo».

Una vez dirigida la tormenta sobre Poitiers, a un procurador del Tribunal Real a quien Petit-Claud dio sus instrucciones, este defensor de doble intención notificó a David Séchard, con carácter de urgencia y por cuenta de la señora Séchard, la separación de bienes. Según la expresión forense, diligenció de forma que obtuviese su sentencia de separación el 28 de julio y lo insertó en el
Correo del Charente
, lo legalizó debidamente, y el primero de agosto, ante notario, se realizaba una liquidación de bienes de la señora Séchard que le constituía acreedora de su marido por la pequeña suma de diez mil francos, que el enamorado David le había reconocido como dote según el contrato de matrimonio, y para cuyo pago le cedía el mobiliario de su imprenta y el del domicilio conyugal.

Mientras Petit-Claud colocaba a salvo de esta forma los bienes del matrimonio, en Poitiers hacía triunfar la pretensión en la que había basado su apelación. Según él, David debía de ser tanto menos responsable de los gastos hechos en París contra Lucien de Rubempré cuanto que el Tribunal civil del Sena los había cargado, según su sentencia, a Métivier. Este sistema, adoptado por el Tribunal, fue confirmado por una disposición que dejó firmes las condenas dependientes del juicio del Tribunal de Comercio de Angulema contra Séchard hijo, distrayendo una suma de seiscientos francos de los gastos de París, a cargo de Métivier, compensando algunos gastos entre las partes, teniendo en cuenta el incidente que motivaba la apelación de Séchard. Esta disposición, notificada el 17 de agosto a Séchard hijo, se convirtió el 18 en un mandamiento de pago de capital, intereses y gastos originados, seguido de un proceso verbal de embargo el día 20. Entonces Petit-Claud intervino en nombre de la señora Séchard y reivindicó el mobiliario como perteneciente a la esposa, debidamente separada. Además, Petit-Claud hizo comparecer a Séchard padre, convertido en su cliente. He aquí por qué.

Al día siguiente de la visita que le hizo su nuera, el viñador fue a ver a su procurador de Angulema,
maître
Cachan, al que preguntó la forma en que podría recuperar y asegurar sus alquileres, comprometidos en la batalla en que su hijo estaba metido.

—No me puedo ocupar del padre si tengo que perseguir al hijo —le dijo Cachan—, pero vaya a ver a Petit-Claud; es muy hábil, y tal vez le sirva mejor que lo que yo podría hacerlo…

En la audiencia, Cachan dijo a Petit-Claud:

—Te he enviado al padre de Séchard, ocúpate de él por mí, y espero que estarás a la recíproca.

Entre procuradores esta clase de favores se hacen tanto en provincias como en París.

Al día siguiente a aquel en que Séchard padre hubo dado su confianza a Petit-Claud, Cointet el mayor fue a ver a su cómplice y le dijo:

—Trate de dar una lección al Séchard. Es un hombre capaz de no perdonar a su hijo que le cueste mil francos, y este desembolso secaría en su corazón todo pensamiento generoso, si arraiga.

—Vuelva a sus viñas —dijo Petit-Claud a su nuevo cliente—; su hijo no es feliz, no le arruine comiendo en su casa. Ya le llamaré cuando sea el momento oportuno.

Así pues, en nombre de Séchard, Petit-Claud pretendió que las prensas, al estar selladas, se convertían en muebles por destino tanto más cuanto que, desde el reinado de Luis XIV, la casa había servido de imprenta. Cachan, indignado por cuenta de Métivier, quien, después de haberse encontrado en París con que los muebles de Lucien pertenecían a Coralie, se encontraba ahora en Angulema con que los muebles de David pertenecían a la mujer y al padre (se dijeron cosas muy curiosas en la audiencia), emplazó al padre y al hijo para destruir tales pretensiones.

—Queremos —exclamó— desenmascarar los fraudes de aquellos hombres que despliegan las mayores y más temibles fortificaciones de la mala fe, que de los artículos más inocentes y claros del Código hacen caballos de frisa para defenderse, ¿y de qué?, ¡de pagar tres mil francos!, tomados ¿dónde?, en la caja del pobre Métivier. ¡Y se atreven a acusar a los banqueros!… ¿En qué tiempos vivimos? Finalmente, lo pregunto, ¿no anda todo el mundo detrás del dinero de su vecino?… ¡No sancionaréis una pretensión que introduciría la inmoralidad en el corazón de la justicia!…

El Tribunal de Angulema, conmovido por la bella requisitoria de Cachan, emitió una sentencia contradictoria entre todas las partes, que dio la propiedad de los bienes muebles únicamente a la señora Séchard, rechazó las pretensiones de Séchard padre y le condenó a pagar cuatrocientos treinta y cuatro francos con sesenta y cinco céntimos de gastos.

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