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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (77 page)

BOOK: Las ilusiones perdidas
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Ève se fue a ver a su madre. Por un azar favorable, la señora Chardon cuidaba a la mujer del primer sustituto, la cual acababa de dar un presunto heredero a los Milaud de Nevers. Ève, desconfiando de todos los oficiales ministeriales, había tenido la idea de consultar acerca de su situación con el defensor legal de las viudas y los huérfanos y preguntarle si podía liberar a David, obligándose, vendiendo sus derechos; pero esperaba también conocer la verdad sobre la conducta ambigua de Petit-Claud.

El magistrado, sorprendido por la belleza de la señora Séchard, la recibió, no solamente con las consideraciones debidas a una mujer, sino también con una especie de cortesía a la que Ève no estaba acostumbrada. La pobre mujer vio en fin, en los ojos del magistrado, aquella expresión que, desde su matrimonio, sólo había encontrado en Kolb, y que para las mujeres guapas y bellas como Ève es el
criterium
con el que juzgan a los hombres.

Cuando una pasión, el interés o la edad enturbian en los ojos de un hombre el resplandor chispeante de la absoluta obediencia que ya brilla en la juventud, una mujer entonces desconfía de este hombre y comienza a observarlo. Los Cointet, Petit-Claud, Cérizet, todos los hombres a los que Ève había considerado como enemigos, la habían mirado con ojos fríos y escrutadores; se sintió pues a gusto con el sustituto, quien, a pesar de recibirla con gracia, destruyó en pocas palabras todas sus esperanzas.

—No es seguro, señora —le dijo—, que el Tribunal Real reforme la sentencia que restringe a los bienes muebles el abandono que le ha hecho su marido de todo lo que poseía para compensarle de sus bienes dótales. Su privilegio no ha de servir para cubrir un fraude, Pero, como será admitida en calidad de acreedora al reparto de los precios de los objetos embargados, y como su suegro debe ejercer igualmente su privilegio por la suma de los alquileres debidos, habrá, una vez dada la notificación del tribunal, materia para otras evidencias a propósito de lo que en términos jurídicos nosotros llamamos una contribución.

—¿Entonces, el señor Petit-Claud nos está llevando a la ruina? —exclamó ella.

—La conducta de Petit-Claud —continuó el magistrado— está de acuerdo con las instrucciones de su marido, que quiere, según dice su procurador, ganar tiempo. A mi parecer, valdría más desistir de la apelación y presentarse como compradores en la subasta, usted y su suegro, de los utensilios más necesarios para su explotación, usted hasta el límite de lo que se le ha de devolver y él por la suma total de sus alquileres… Pero eso sería ir demasiado rápidamente hasta el final. ¡Los procuradores les arruinan!…

—En tal caso me encontraré entre las manos del señor Séchard, padre, a quien deberé el alquiler de los útiles y el de la casa; por ello mi marido no dejará de estar bajo la influencia de la demanda del señor Métivier, que apenas ha percibido nada…

—Sí, señora.

—Entonces nuestra posición será peor que la actual…

—La fuerza de la ley, señora, pertenece en definitiva al acreedor. Han recibido ustedes tres mil francos, es preciso devolverlos…

—¡Oh, caballero! Nos cree capaces de…

Ève se contuvo, dándose cuenta del peligro que su justificación podía hacer correr a su hermano.

—Oh, sé muy bien —continuó el magistrado— que este asunto es oscuro, tanto por el lado de los deudores, que son probos, delicados, hasta grandes, como por parte del acreedor, que no es más que un testaferro… —Ève, asustada, miraba al magistrado con aire aturdido—. Se dan cuenta —añadió, lanzándole una mirada llena de educación— que tenemos para reflexionar sobre lo que sucede ante nosotros el tiempo que estamos sentados, escuchando las requisitorias de los señores abogados.

Ève volvió a su casa con la desesperación de su fracaso. Por la tarde, a la siete, Doublon trajo el mandamiento en el que se notificaba la orden de detención. A esa hora, la persecución llegaba a su apogeo.

—A partir de mañana —dijo David—, sólo podré salir de noche.

Ève y la señora Chardon estallaron en llanto, Para ellas, esconderse era un deshonor. Al enterarse de que la libertad de su amo estaba amenazada, Kolb y Marion se alarmaron, tanto más cuanto que desde hacía mucho tiempo le habían considerado desprovisto de cualquier género de malicia; y temblaron por él de tal forma, que fueron a ver a la señora Chardon, Ève y David, con el pretexto de saber hasta qué punto les podría ser útil su abnegación. Llegaron en el momento en que aquellos tres seres, para los que hasta entonces la vida había sido tan sencilla, lloraban al ver la necesidad de tener que ocultar a David. Pero, ¿cómo escapar a los espías, invisibles que, desde aquel momento, estarían observando los menores movimientos de este hombre, por desgracia tan distraído?

—Si la señora
buete
esberar
un
begueño
guardo
de hora,
foy
a
evecduar
un
begueño
negonocimiendo
en el
gambo
enemico
—dijo Kolb—, y
ferán
que sé
pien
oprar
, ya
gue aungue deneo el asbecdo
de un alemán,
opraré
como un
fertatero
francés que
diene
malicia.

—¡Oh, señora! —dijo Marion—. Déjele ir, no piensa en otra cosa que en defender al señor, no tiene otras ideas. Kolb no es un alsaciano. Es… ¡qué!…, un verdadero perro de Terranova.

—Vaya, mi buen Kolb —le dijo David—; aún tenemos tiempo de tomar una decisión.

Kolb corrió a la casa del notario, en donde los enemigos de David, reunidos en consejo, trataban de la forma de apoderarse de él.

El arresto de los deudores es en provincia un hecho anormal y monstruoso si los hay. En primer lugar, todo el mundo se conoce muy bien como para que nadie emplee un método tan odioso. Los deudores y acreedores se han de encontrar cara a cara durante toda la vida. Además, cuando un comerciante, un quebrado, para servirse de las expresiones provincianas, que no transige en absoluto en esta especie de robo legal, medita una gran quiebra, París le sirve de refugio.

París, en cierto modo, es la Bélgica de la provincia: allí hay escondites casi impenetrables, y el mandato del notario perseguidor expira en los límites de su jurisdicción. Por otro lado, hay impedimentos casi dirimentes. Así pues, la ley que consagra la inviolabilidad de domicilio reina sin excepción en provincias; el alguacil no tiene derecho, como en París, de penetrar en una casa ajena para allí apresar al deudor.

El legislador ha creído un deber exceptuar a París, a causa de la reunión constante de diversas familias en la misma casa. Pero en provincias, para violar el domicilio del propio deudor, el alguacil tiene que requerir la asistencia del juez de paz. Y el juez de paz, que tiene bajo su jurisdicción a los agentes ejecutivos es en realidad el dueño de conceder o negar su colaboración. En loor de los jueces de paz se ha de decir que esta obligación se les hace pesada y no quieren servir a ciegas pasiones o venganzas.

Hay además otras dificultades menos graves y que tienden a modificar la crueldad, por completo inútil, de la ley sobre el encartamiento mediante la acción de las costumbres, que cambia a menudo las leyes hasta el punto de anularlas. En las grandes ciudades existe un número bastante elevado de miserables, gente depravada, sin fe ni ley, para que hagan el oficio de espías; pero en las pequeñas ciudades todo el mundo se conoce demasiado como para ponerse a las órdenes de un alguacil judicial. Cualquiera que perteneciendo a la capa más baja de la sociedad, se prestara a ese género de degradación, se vería obligado a abandonar la ciudad. Así pues, al no ser la detención de un deudor, como sucede en París o en los grandes centros urbanos, el objeto de la industria privilegiada de los agentes ejecutivos, se convierte en una obra de difícil procedimiento, un combate entre el deudor y el ejecutor, lleno de astucia y cuyos incidentes algunas veces han hecho las delicias en los sucesos en los periódicos.

Cointet el mayor no había querido dar la cara; pero Cointet el gordo, que se decía encargado por Métivier para este asunto, se había presentado en casa de Doublon acompañado de Cérizet, convertido en su regente y cuya cooperación había sido adquirida mediante un billete de mil francos. Doublon disponía de dos de sus agentes; por tanto, los Cointet contaban con tres espías para vigilar a su presa. En el momento de la detención, pedía además, emplear la gendarmería, que por indicación de la sentencia ha de prestar ayuda al alguacil que la requiera. Esas cinco personas se encontraban, pues, reunidas en el despacho de
maître
Doublon, situado en la planta baja de la casa, al lado de su estudio.

Se entraba al estudio a través de un largo pasillo embaldosado que era una especie de sendero. La casa tenía una simple puerta falsa, y a ambos lados podían verse las placas ministeriales doradas, en el centro de las cuales se leía en letras negras: «alguacil». Las dos ventanas del estudio que daban a la calle estaban protegidas por gruesos barrotes de hierro. El despacho daba a un jardín en el que el alguacil, amante de Pomona, cultivaba él mismo, con gran éxito, árboles frutales. La cocina estaba situada enfrente del estudio, y tras la cocina comenzaba la escalera por la que se subía al piso superior.

Esta casa se encontraba en una pequeña calle tras el nuevo Palacio de Justicia, en construcción por aquel entonces, y que no se terminó hasta después de 1830. Estos detalles no son inútiles para mejor darse cuenta de lo que sucedió a Kolb. El alsaciano había tenido la ocurrencia de presentarse al notario bajo el pretexto de traicionar a su amo, a fin de enterarse de ese modo de cuáles serían las trampas que le iban a tender y poderle preservar de ellas. La cocinera acudió a abrir y Kolb le manifestó su deseo de hablar con el señor Doublon acerca de negocios. Contrariada por haber sido molestada mientras fregaba los platos, esta mujer abrió la puerta del estudio diciendo a Kolb, que le era desconocido, que esperara allí al señor, por el momento en conferencia en su despacho; luego fue a prevenir a su amo de que un hombre le quería hablar.

Esta expresión, un hombre, significaba claramente un aldeano, por lo que Doublon dijo:

—¡Qué espere!

Y Kolb se sentó junto a la puerta del despacho.

—Entonces, ¿cómo piensa cazarlos? Ya que si pudiéramos echarle mano mañana por la mañana sería tiempo ganado —dijo Cointet el gordo.

—Desde luego, es digno de su nombre de ingenuo; nada será más fácil —exclamó Cérizet.

Al reconocer la voz de Cointet el gordo, pero sobre todo al oír estas dos frases, Kolb adivinó inmediatamente que se trataba de su amo y su extrañeza fue creciendo cuando reconoció la voz de Cérizet.

—Un muchacho que ha
gomito
su
han
—exclamó, lleno de horror.

—Amigos míos —dijo Doublon—, he aquí lo que tenemos que hacer. Escalonaremos a nuestra gente a grandes distancias, desde la calle de Beaulieu y la plaza du Murier, en todos los sentidos, de forma que sigamos al ingenuo, ese apodo me gusta, sin que se pueda dar cuenta; no lo abandonaremos ni un momento hasta que entre en su casa, en donde se creerá escondido; le dejaremos unos días de seguridad, y luego lo encontraremos cualquier día antes de la salida o la puesta de sol.

—¿Y qué hará en ese momento? Puede escarpársenos —dijo Cointet el gordo.

—Estará en su casa —dijo
maître
Doublon—; si saliera, lo sabría. Tengo uno de mis escribanos en la plaza du Murier, en observación; otro en la esquina del Palacio y un tercero a treinta pasos de mi casa. Si nuestro hombre llegara a salir, silbarían y no habría dado treinta pasos sin que yo lo supiera rápidamente por medio de esta comunicación telegráfica.

Los alguaciles dan el sonoro nombre de escribanos a sus ayudantes.

Kolb no había contado con tan inesperada suerte; salió silenciosamente del estudio y dijo a la criada:

—El señor Douplon
depe esdar ocubado
en
asundo
largo e
imbortante
.
Folveré
mañana
bor
la mañana
demprano
.

El alsaciano, por haber servido en la caballería, tuvo una idea que puso inmediatamente en ejecución. Corrió a casa de una persona conocida suya que alquilaba caballos, escogió uno, lo hizo ensillar y volvió apresuradamente a casa de su amo, en donde encontró a la señora Ève sumida en la más profunda desolación.

—¿Qué hay, Kolb? —preguntó el impresor, viendo en el alsaciano un aire asustado y divertido a la vez.


Esdán roteatos
de sinvergüenzas. Lo más
securo
es
gue
se
esgonda
, amo. ¿La señora ha
bensado tonte poter esconter
al señor?

Cuando el honrado Kolb hubo explicado la traición de Cérizet, las circunvalaciones trazadas alrededor de la casa, la parte que Cointet el gordo había tomado en aquel asunto, e hizo presentir las astucias que aquellos hombres meditaban contra su amo, los resplandores más fatales iluminaron la posición de David.

—Son los Cointet los que te persiguen —exclamó la pobre Ève, anonadada—, y ahí tienes la razón de por qué Métivier se mostraba tan duro… Son papeleros y quieren tu secreto.

—Pero, ¿qué vamos a hacer para burlarlos? —preguntó la señora Chardon.

—Si la señora puede
dener
un
pegueño
lugar para
esgonter
al señor —dijo Kolb—,
brometo llefarlo hasda
allí sin que
natie
se entere.

—Entrad solamente de noche en casa de Basine Clerget —repuso Ève—; iré a ponerme de acuerdo con ella. En las actuales circunstancias, Basine es como si fuera yo misma.

—Los espías te seguirán —dijo finalmente David, que empezaba a recobrar cierta presencia de ánimo—. Hay que encontrar un medio para poder prevenir a Basine sin que ninguno de nosotros vaya.

—La señora
pítete
ir —dijo Kolb—. He
aguí
mi plan:
hoco
salir al señor
conmico
, y haremos que los espías
sican
nuestras huellas. Mientras tanto, la señora irá a casa de la señorita Clerchct y a ella no la seguirán. Tengo un caballo, pongo al señor a la
crupa
, y ¡
tiaplo
, si nos acarran!

—Bien; entonces, ¡adiós, amor mío! —exclamó la pobre mujer, arrojándose en los brazos de su marido—; nadie de nosotros irá a verte, ya que podríamos ser causa de que te detuvieran. Es preciso que nos digamos adiós por todo el tiempo que pueda durar esta prisión voluntaria, Nos escribiremos, Basine enviará tus cartas y yo te escribiré a su nombre.

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