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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

Las ilusiones perdidas (76 page)

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—El viejo Séchard es bueno —se dijeron, riendo, los procuradores—. Ha querido meter la mano en la fuente… ¡Qué pague!

El 26 de agosto, esta sentencia quedó firme, de modo que se pudieran ya embargar las prensas y los accesorios de la imprenta el 28 de agosto. ¡Se colocaron pasquines!… Se obtuvo, por demanda, una sentencia para poder vender en los mismos lugares. Se insertó el anuncio de la venta en los periódicos y Doublon se pavoneó de poder proceder a la verificación y a la venta el 2 de septiembre. En aquellos momentos, David Séchard debía, según sentencia y por ejecutoria firme, legalmente a Métivier la suma total de cinco mil doscientos setenta y cinco francos y veinticinco céntimos, sin contar los intereses. Debía a Petit-Claud mil doscientos francos, y los honorarios se habían dejado, siguiendo la noble confianza de los cocheros que os han guiado ampliamente, a su generosidad. La señora Séchard debía a Petit-Claud alrededor de trescientos cincuenta francos y los honorarios. Séchard padre debía sus cuatrocientos treinta y cuatro francos y sesenta y cinco céntimos, y Petit-Claud le pedía cien escudos de honorarios. De este modo, el total debía rondar los diez mil francos.

Aparte de la utilidad de estos documentos para las naciones extranjeras, que podrán ver allí el juego de la artillería judicial en Francia, es necesario que el legislador, si alguna vez el legislador tiene tiempo de leer, conozca hasta dónde puede llegar el abuso del procedimiento, ¿No se podría establecer una pequeña ley que, en ciertos casos, prohibiese a los abogados superar en gastos la suma que es objeto del proceso? ¿No es algo ridículo someter la propiedad de una centiárea a las formalidades que rigen la tierra de un millón? Se comprenderá, por esta exposición un tanto parca de todas las fases por las que pasa el debate, el valor de estas palabras: ¡la forma, la justicia, los gastos!, de las que no sospechan la inmensa mayoría de los franceses. He aquí lo que en la jerga judicial se llama prender fuego a los asuntos de una persona.

Los caracteres de la imprenta, que pesaban cinco mil libras, valían, al precio de fundición, dos mil francos. Las tres prensas valían seiscientos francos. El resto del material tuvo que ser vendido como madera y hierro viejo. El mobiliario del matrimonio hubiese producido, a lo más, mil francos. Así pues, de valores pertenecientes a Séchard hijo y que representaban una suma de alrededor de cuatro mil francos, Cachan y Petit-Claud habían pretextado siete mil francos de gastos sin contar el futuro, cuya flor prometía muy bellos frutos, tal como vamos a ver. Ciertamente, los alguaciles de Francia y de Navarra, incluso los de Normandía, concederán su estima y su admiración a Petit-Claud; pero las personas de buen corazón, ¿no concederán además una lágrima de simpatía a Kolb y Marion?

Durante esta guerra, Kolb, sentado a la puerta del patio, en una silla, mientras David no necesitaba de él, cumplía con los deberes de un perro guardián. Recibía las actas judiciales, siempre revisadas, además, por un pasante de Petit-Claud. Cuando los pasquines anunciaban la venta del material de la imprenta, Kolb los arrancaba tan pronto como el empleado los había pegado a la pared, y corría por toda la ciudad para quitarlos, mientras exclamaba:

—¡Los muy
tesalmados
!…, ¡
adormendar
a un
hompre
dan bueno! ¡Y a eso
chaman jusdicia
!

Marion ganaba durante la tarde una moneda de diez sueldos haciendo girar una máquina en una fábrica de papel, y la empleaba en los gastos cotidianos de la casa. La señora Chardon había recomenzado, sin protestar, las cansadas tareas de su empleo de cuidar enfermos y llevaba el salario a su hija al final de cada semana. Había hecho ya dos novenas y se extrañaba por encontrar a Dios sordo a sus rezos y ciego a la claridad de las velas que le encendía.

El 2 de septiembre, Ève recibió la única carta que Lucien escribió después de aquella en la que anunciaba la puesta en circulación de las tres letras a su cuñado, y que David había ocultado a su mujer.

«Ésta es la tercera carta que he tenido de él desde que se marchó», se dijo la pobre hermana, vacilando en rasgar el sobre. En aquellos momentos estaba alimentando a su bebé; le daba biberón, ya que se había visto obligada a despedir a la nodriza para hacer economías. Se puede juzgar en qué estado le puso la lectura de la siguiente carta, así como a David, a quien hizo levantarse. Después de haberse pasado toda la noche trabajando en el papel, el inventor se había acostado al amanecer.

«París, 29 de agosto.

»Mi querida hermana: Hace dos días, a las cinco de la mañana, he recibido el último suspiro de una de las más bellas criaturas de Dios, la única mujer que podía amarme como tú me amas, como me quieren David y mi madre, uniendo a esos sentimientos tan desinteresados lo que una madre y una hermana no pueden proporcionar: ¡todas las felicidades del amor! ¡Después de habérmelo sacrificado todo, tal vez la pobre Coralie ha muerto por mi causa! Por mí, que en estos momentos no tengo ni con qué enterrarla… En vida, ella era la única que podría haberme consolado. Ahora sois vosotros, mis queridos ángeles, los únicos que podéis consolarme de su muerte. Esta inocente muchacha ha sido, lo creo firmemente, absuelta por Dios, ya que ha muerto cristianamente. ¡Oh, París!… Ève mía, París es a la vez toda la gloria y toda la infamia de Francia, en él he perdido ya muchas ilusiones y voy ha perder muchas más al mendigar el dinero que necesito para enterrar el santo cuerpo de un ángel!

»Tu desgraciado hermano,

Lucien».

«P. S. He debido causarte muchos disgustos a causa de mi ligereza; lo sabrás todo un día y me perdonarás. Por otra parte, puedes estar tranquila; al vernos tan atormentados, a Coralie y a mí, un honrado comerciante, a quien he causado muchas preocupaciones, el señor Camusot, se ha encargado, según él dice, de solucionar este asunto».

—¡La carta aún está húmeda por sus lágrimas! —dijo a David, mirándole con tanta lástima que en sus ojos brillaba algo de su antiguo cariño por Lucien.

—Pobre muchacho, ha tenido que sufrir mucho si era tan amado como dice —exclamó el feliz esposo de Ève.

Y el marido, al igual que la mujer, olvidaron todos sus dolores ante el grito de este supremo dolor. En ese instante, Marion se precipitó, diciendo:

—Señora, ¡aquí están, aquí están!…

—¿Quiénes?

—Doublon y sus hombres, el diablo; Kolb lucha con ellos, van a venderlo todo.

—¡No, no, nada se va a vender, estad tranquilos! —exclamó Petit-Claud, cuya voz sonó en la habitación que precedía al dormitorio—. Acabo de presentar una apelación, no podemos quedar bajo una sentencia que nos acusa de mala fe. No he querido defenderme aquí. Para ganar tiempo, he —dejado charlar a Cachan, estoy seguro de que en Poitiers triunfaré una vez más…

—¿Pero cuánto costará este triunfo? —preguntó la señora Séchard.

—Honorarios, si ganan, y mil francos si perdemos.

—¡Dios mío! —exclamó la pobre Ève—. ¿Pero no es peor el remedio que la enfermedad?

Al oír este grito de la inocencia iluminada por el fuego judicial, Petit-Claud quedó desconcertado, hasta tal punto le pareció bella Ève. Séchard padre, avisado por Petit-Claud, llegó mientras tanto. La presencia del anciano en el dormitorio de sus hijos, en donde su nieto sonreía a la desgracia, hizo que la escena quedara completa.

—Señor Séchard —dijo el joven procurador—, me debe setecientos francos por mi intervención, pero los cargará a su hijo, añadiéndolos al conjunto de los alquileres que le debe.

El viejo viñador captó la ironía picante que Petit-Claud puso en su acento y en su ademán, al dirigirle esta frase.

—Menos le hubiera costado avalar a su hijo —dijo Ève, apartándose de la cuna para acercarse a abrazar al anciano…

David, abrumado por la aglomeración que se había formado ante su casa, en donde la lucha de Kolb y los hombres de Doublon había atraído a la gente, tendió la mano a su padre sin darle los buenos días.

—¿Y cómo es que le debo setecientos francos? —preguntó el viejo a Petit-Claud.

—Pues porque en primer lugar me he ocupado de usted. Como se trata de sus alquileres, frente a mí es solidario con su deudor. Si su hijo no me paga esos gastos, será usted quien me los tenga que pagar… Pero esto no es nada; dentro dé unas horas, meterán a David en la cárcel. ¿Dejará que le encarcelen…?

—¿Cuánto debe?

—Algo así como cinco o seis mil francos, sin contar lo que le debe a usted y lo que debe a su mujer.

El viejo, muy desconfiado, miró el cuadro conmovedor que a su vista se presentaba en esta habitación azul y blanca: una bella mujer llorosa junto a una cuna, David tambaleándose al fin bajo el peso de sus problemas, el procurador, que tal vez le había traído hasta allí como a una trampa; el oso creyó entonces que se especulaba con su paternidad y tuvo miedo de ser explotado. Se acercó a mirar y acariciar al niño, que le tendió sus manitas. En medio de tantos problemas, el niño, cuidado como el de un par de Inglaterra, tenía en la cabeza un gorrito bordado, forrado de rosa.

—¡Bah! Que David se arregle como pueda, yo sólo pienso en este niño —exclamó el abuelo—, y su madre estará de acuerdo conmigo. David es tan listo, que tiene que saber cómo pagar sus deudas.

—Le voy a traducir en buen francés sus sentimientos —dijo el procurador con aire burlón—. Mire, señor Séchard, está celoso de su hijo. ¿Quiere saber la verdad? Ha colocado usted a David en la situación en que se encuentra, al venderle su imprenta por el triple de su valor y arruinándole al obligarle a pagar este precio usurario. No, no tuerza la cabeza; el periódico vendido a los Cointet, y cuyo precio usted se embolsó completamente, era todo el valor de su imprenta… Odia a su hijo, no solamente porque le ha despojado, sino también porque de él ha hecho un hombre que está por encima de usted. Se da el lujo de amar prodigiosamente a su nieto para ocultar la bancarrota de sentimientos en relación a su hijo y su nuera, que le costarían dinero
hic et nunc
, mientras que su nieto no necesita afecto más que
in extremis
. Quiere a ese pequeñuelo para aparentar que quiere a alguien de su familia y no ser, en caso contrario, tachado de insensible. Ése es el fondo de su saco, Séchard…

—¿Para oír tales cosas me ha hecho venir? —dijo el viejo con tono amenazador, mirando alternativamente a su hijo, a su nuera y al procurador.

—Pero caballero —exclamó la pobre Ève, dirigiéndose a Petit-Claud—, ¿quiere usted nuestra ruina? Nunca mi marido se ha quejado de su padre… —El labrador miró a su nuera con aire desconfiado—. Me ha dicho cien veces que usted le quería a su manera —dijo al viejo, dándose cuenta de su falta de confianza.

Según las instrucciones del mayor de los Cointet, Petit-Claud acababa de enemistar al padre y al hijo a fin de que el padre no salvase a David de la apurada situación en que se encontraba.

—El día en que tengamos a David en la cárcel —había dicho la víspera Cointet el mayor a Petit-Claud—, será usted presentado en casa de la señora de Sénonches.

La inteligencia que proporciona el cariño había iluminado a la señora Séchard, que adivinaba esta enemistad ordenada, como ya se había percatado de la traición de Cérizet. Todos podrán imaginar la sorpresa de David, que no podía comprender que Petit-Claud conociera tan bien a su padre y sus asuntos. El leal impresor no sabía nada de las relaciones entre su defensor y los Cointet, y, además, ignoraba que los Cointet estuvieran tras Métivier. El silencio de David era una injuria para el viejo viñador; y por lo tanto, el procurador aprovechó la sorpresa de su cliente para abandonar el lugar.

—Adiós, mi querido David, ya estás advertido; el apremio corporal no es susceptible de ser invalidado por una apelación, es el único camino que queda a tus acreedores, y van a tomarlo. Así pues, ¡sálvate!… O mejor aún, si quiere creerme, ve a ver a los hermanos Cointet, tienen capital, y si tu descubrimiento ha sido realizado, si es como que dices, asóciate con ellos; después de todo, no son mala gente.

—¿Qué secreto? —preguntó el viejo Séchard.

—¿Pero, cree a su hijo lo suficientemente tonto como para haber abandonado su imprenta sin pensar en otra cosa? —exclamó el procurador—. Está en camino, según me ha dicho, de encontrar el medio de fabricar a tres francos la resma de papel, que hoy en día tiene un coste de diez francos…

—¡Otra manera astuta de querer engañarme! —exclamó el viejo Séchard—. Están aquí todos puestos de acuerdo como ladrones en una feria. Si David ha encontrado eso, ya no tiene necesidad de mí, ya es millonario. Adiós, amigos míos, buenas tardes.

Y el viejo comenzó a bajar las escaleras.

—Piensa en esconderse —dijo Petit-Claud a David, mientras corría tras el viejo Séchard para exasperarle más todavía.

El procurador encontró al viñador murmurando en la plaza du Murier, le acompañó hasta el Houmeau y le dejó, amenazándole con pedir un ejecutivo para los gastos que le debía si no era pagado en una semana.

—¡Le pagaré si me encuentra el medio de poder desheredar a mi hijo sin perjudicar a mi nieto ni a mi nuera!… —dijo el viejo Séchard, dejando bruscamente a Petit-Claud.

«¡Qué bien conoce su mundo Cointet el mayor!… Ya me lo decía: estos setecientos francos que tiene que dar impedirán al padre pagar los siete mil de su hijo —pensaba el procurador, subiendo hacia Angulema—. Sin embargo, no nos dejemos enredar por ese papelero embaucador; ya ha llegado el momento de que le pidamos algo más que palabras».

—Y bien, David, querido mío, ¿qué piensas hacer? —preguntó Ève a su marido, cuando Séchard padre se hubo marchado junto con el procurador.

—Pon tu marmita más grande en el fuego, muchacha —exclamó David, dirigiéndose a Marion—. Ya tengo mi asunto.

Al oír esta frase, Ève tomó su sombrero, su chal y sus zapatos con una febril vivacidad.

—Vístase, amigo mío —dijo a Kolb—; tiene que acompañarme, pues quiero ver si hay un medio de salir de este infierno…

—Señor —dijo Marion, cuando se hubo marchado Éve—, sea razonable, o la señora se morirá de pena. Gane dinero para pagar lo que debe, y después buscará sus tesoros a sus anchas…

—Calla, Marion —repuso David— venceré la última dificultad. Tendré a la vez una patente de invención y una patente de perfeccionamiento.

El problema de los inventores en Francia es la patente de perfeccionamiento. Un hombre dedica diez años de su vida a buscar un secreto industrial, una máquina, un descubrimiento cualquiera; saca la patente y se cree dueño de su casa; pero es seguido por un competidor que, si él no lo ha prevenido todo, le perfecciona la invención con un tornillo y se la quita de las manos. Así pues, al inventar una pasta para fabricar papel a bajo precio, no quedaba todo dicho. Otros podían perfeccionar el procedimiento. David Séchard quería preveerlo todo a fin de no dejarse arrebatar una fortuna buscada en medio de tantas contrariedades. El papel de Holanda (este nombre ha quedado para el papel fabricado enteramente con trapo de hilo de lino, a pesar de que Holanda no lo fabrica) está ligeramente encolado; pero se encola hoja a hoja en un proceso que encarece el papel. Si fuera posible encolar la pasta dentro del depósito y con una cola barata (lo que en realidad se hace hoy en día, aunque tampoco de forma perfecta), ya no habría que buscar ningún perfeccionamiento. Desde hacía un mes, por tanto, David trataba de encontrar la forma de encolar la pasta. Apuntaba a la vez a dos secretos.

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