Las intermitencias de la muerte (13 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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Mucho más que una hecatombe. Durante siete meses, que fueron tantos los que duró la tregua unilateral de la muerte, se fueron acumulando en una nunca vista lista de espera más de sesenta mil moribundos, para ser exactos sesenta y dos mil quinientos ochenta, que descansaron en paz por obra de un instante único, de un segundo de tiempo cargado de una potencia mortífera que exclusivamente encontraría comparación en ciertas reprobables acciones humanas. A propósito, no nos resistiremos a recordar que la muerte, por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha matado mucho menos que el hombre. Tal vez algún espíritu curioso se esté preguntando cómo hemos conseguido obtener la precisa cantidad de sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que cerraron los ojos al mismo tiempo y para siempre. Fue muy fácil. Sabiéndose que el país donde todo esto pasa tiene alrededor de diez millones de habitantes y que la tasa de mortalidades es más o menos de diez por mil, dos simples operaciones de aritmética, de las más elementales, la multiplicación y la división, a la par de una cuidadosa ponderación de las proporciones intermedias mensuales y anuales, nos han permitido obtener, cifra arriba o cifra abajo, una estrecha horquilla numérica en la que la cantidad indicada se presenta como media razonable, y si decimos razonable es porque también hubiéramos podido adoptar los números colaterales de sesenta y dos mil quinientas setenta y nueve o de sesenta y dos mil quinientas ochenta y una personas si la muerte del presidente de la corporación de funerarias, por inesperada y a última hora, no hubiera introducido en nuestros cálculos un factor de perturbación. De todos modos, confiamos en que la verificación de los óbitos, iniciada en las primeras horas del día siguiente, confirme la exactitud de las cuentas hechas. Otro espíritu curioso, de los que siempre interrumpen al narrador, se preguntará cómo podían saber los médicos a qué direcciones deberían acudir para ejecutar una obligación sin cuyo cumplimiento un muerto no está legalmente muerto, aunque sea indiscutible que muerto está. En ciertos casos, excusado sería decirlo, fueron las propias familias del difunto las que llamaron a su médico asistente o de cabecera, pero ese recurso forzosamente tendría un alcance muy reducido, dado que lo que se pretendía era oficializar en tiempo récord una situación anómala, para que no se confirmara, una vez más, el dicho que asevera que una desgracia nunca viene sola, lo que, aplicado a la situación, significaría que tras la muerte súbita, putridez en casa. Fue entonces cuando se demostró que no es por casualidad por lo que un primer ministro llega a tan altas funciones, y que, como no se ha cansado de afirmar la infalible sabiduría de las naciones, cada pueblo tiene el gobierno que se merece, debiendo con todo observarse, en este particular, y para completa clarificación del asunto, que si es verdad que los primeros ministros, para bien o para mal, no son todos iguales, tampoco es menos verdad que los pueblos no son siempre lo mismo. En una palabra, tanto en un caso como en otro, depende. O es según, si se prefiere decirlo en dos palabras. Como se verá, cualquier observador, incluso uno no especialmente propenso a la imparcialidad de los juicios, no tendría la menor duda en reconocer que el gobierno supo estar a la altura de la gravedad de la situación.

Todos recordaremos que en la alegría de aquellos primeros y deliciosos días de inmortalidad, al final tan breves, a que este pueblo inocentemente se entregó, una señora, viuda de poco tiempo, tuvo la ocurrencia de celebrar esa felicidad nueva colgando del florido balcón de su comedor, ese que daba a la calle principal, la bandera nacional. También recordaremos cómo el abanderamiento, en menos de cuarenta y ocho horas, como un reguero de pólvora, como una nueva epidemia, se extendió por todo el país. Pasados estos siete meses de continuas y mal sufridas desilusiones, pocas banderas habían sobrevivido, e, incluso ésas, reducidas a melancólicos harapos, con los colores comidos por el sol y deslucidos por la lluvia, además de lamentablemente descompuesta la arquitectura del emblema. Dando prueba de un admirable espíritu previsor, el gobierno, entre otras medidas de urgencia destinadas a suavizar los daños colaterales del inopinado regreso de la muerte, recuperó la bandera de la patria como indicativo de que allí, en aquel piso tercero izquierda, había un muerto a la espera. Así industriadas, las familias que habían sido heridas por la odiosa parca mandaron a la tienda a uno de los suyos para comprar el símbolo, lo colocaron en la ventana y, mientras apartaban las moscas de la cara del fallecido, se pusieron a esperar al médico que vendría a certificar el óbito. Reconózcase que la idea, además de eficaz, era de la más extrema elegancia. Los médicos de cada ciudad, villa, aldea o simple lugar, en coche, a bicicleta o a pie, sólo tenían que recorrer las calles con el ojo atento a la bandera, subir a la casa señalada y, habiendo comprobado la defunción a vista desarmada, sin ayuda de instrumentos, porque otros exámenes del cuerpo más profundos eran imposibles debido a la urgencia, dejaban un papel firmado con que tranquilizar a las funerarias acerca de la naturaleza específica de la materia prima, es decir, que si a esta enlutada casa venían en busca de liebre, no sería gato lo que se llevarían. Como ya se habrá percibido, la buena ocurrencia de utilizar la bandera nacional tiene una doble finalidad y una doble ventaja. Habiéndole servido de guía a los médicos, ahora iba a ser farol para los empaquetadores del difunto. En el caso de las ciudades mayores y sobre todo en la capital, metrópolis desproporcionada en relación al pequeño tamaño del país, la división del espacio urbano en cantones, para establecer las cuotas proporcionales de participación en la tarta, como con fino espíritu dijo el desafortunado presidente de la asociación de funerarias, facilitó enormemente la tarea de los portadores de carga humana en su carrera contra el tiempo. Otro efecto subsecuente de la bandera, no previsto, no esperado, pero que demostró hasta qué punto podemos estar equivocados cuando nos dedicamos a cultivar el escepticismo de tipo sistemático, fue el virtuoso gesto de unos cuantos ciudadanos respetuosos de las más arraigadas tradiciones de esmerada conducta social y que todavía usaban sombrero, de descubrirse al pasar ante las engalanadas ventanas, dejando en el aire la duda admirable de si lo hacían por el fallecido o por el símbolo vivo y sagrado de la patria.

Los periódicos, no es necesario decirlo, fueron muy solicitados, más todavía que cuando apareció la noticia de que se había dejado de morir.

Claro que un gran número de personas habían sido informadas por la televisión del cataclismo que se les venía encima, muchas de ellas incluso tenían parientes muertos en casa a la espera del médico y banderas llorando en el balcón, pero es fácil de comprender que existe cierta diferencia entre la imagen nerviosa de un director general hablando ayer noche en la pequeña pantalla y estas páginas convulsas, agitadas, manchadas de titulares exclamativos y apocalípticos que se pueden doblar, guardar en el bolsillo y llevar a casa para leer con toda atención y que, como muestra, nos contentaremos con respigar aquí unos cuantos pero expresivos ejemplos, Tras el paraíso, el infierno, La muerte dirige el baile, Inmortales por poco tiempo, Otra vez condenados a morir, Jaque mate, Aviso previo a partir de ahora, Sin apelación y con agravantes, Un papel color violeta, Sesenta y dos mil muertos en menos de un segundo, La muerte ataca a medianoche, Nadie escapa de su destino, Salir del sueño para entrar en la pesadilla, Regreso a la normalidad, Qué hemos hecho para merecer esto, etcétera, etcétera. Todos los periódicos, sin excepción, publicaban en primera página el manuscrito de la muerte, pero uno, para hacer más fácil la lectura, reprodujo el texto en un recuadro con letra de cuerpo catorce, corrigió la puntuación y la sintaxis, concordó las declinaciones verbales, puso las mayúsculas donde faltaban, sin olvidar la firma final, que pasó de muerte a Muerte, una diferencia inapreciable para el oído, pero que provocará ese mismo día una indignada protesta de la autora de la misiva, también por escrito y en el mismo papel color violeta. Según la opinión autorizada de un gramático consultado por el periódico, la muerte, simplemente, ni siquiera dominaba los primeros rudimentos del arte de escribir. De entrada, la caligrafía, dijo, es extrañamente irregular, parece que se han reunido todos los modos conocidos, posibles y aberrantes de trazar las letras del alfabeto latino, como si cada una hubiese sido escrita por una persona diferente, pero eso todavía podría perdonarse, todavía podría ser considerado como un defecto menor ante el espectáculo de la sintaxis caótica, la ausencia de puntos finales, del no uso de paréntesis absolutamente necesarios, de la eliminación obsesiva de los puntos y aparte, de las comas a voleo y, pecado sin perdón, de la intencionada y casi diabólica abolición de la letra mayúscula, que, fíjense, llega a ser omitida en la propia firma de la carta y sustituida por la minúscula correspondiente. Una vergüenza, una provocación, seguía el gramático, y preguntaba, Si la muerte, que en el pasado tuvo el impagable privilegio de asistir a los mayores genios de la literatura, escribe de esta manera, cómo no lo harán mañana nuestros niños en caso de darle por imitar semejante monstruosidad filológica, bajo el pretexto de que, andando la muerte por aquí desde hace tanto tiempo, sabrá todo de todas las ramas del conocimiento. Y el gramático terminaba, Los disparates sintácticos que atestan la lamentable carta me inducirían a pensar que estamos ante una gigantesca y grosera mistificación de no ser por la tristísima realidad, la dolorosa evidencia de que la terrible amenaza se ha cumplido.

En la tarde de ese mismo día, como ya anticipamos, llegó a la redacción del periódico una carta de la muerte exigiendo, con los términos más enérgicos, la inmediata rectificación de su nombre, Señor director, escribía, yo no soy la Muerte, soy simplemente la muerte, la Muerte es algo que ni por sombra les puede pasar por la cabeza qué es, ustedes, los seres humanos, sólo conocen, tome nota el gramático de que yo también lo sabría por ustedes, los seres humanos, sólo conocen esta pequeña muerte cotidiana que soy, esta que hasta en los peores desastres es incapaz de impedir que la vida continúe, un día llegarán a saber qué es la Muerte con letra mayúscula, en ese momento, si ella, improbablemente, les diese tiempo para eso, comprenderían la diferencia real que existe entre lo relativo y lo absoluto, entre lo lleno y lo vacío, entre el ser todavía y el no ser ya, y cuando hablo de diferencia real me refiero a algo que las palabras jamás podrán expresar, relativo, absoluto, lleno, vacío, ser todavía, no ser ya, qué es esto, señor director, porque las palabras, si no lo sabe, se mueven mucho, cambian de un día a otro, son inestables como sombras, sombras ellas mismas, que tanto están como dejan de estar, pompas de jabón, caracolas que apenas dejan oír la respiración, troncos cortados, ahí le dejo la información, es gratuita, no cobro nada por ella, entre tanto preocúpese en explicarles bien a sus lectores los comos y los porqués de la vida y de la muerte, y ya puestos, regresando al objetivo de esta carta, escrita, tal como la que fue leída en la televisión, de mi puño y letra, lo invito instantemente a cumplir las honradas disposiciones de la ley de prensa que manda rectificar en el mismo lugar y con la misma valorización gráfica el error, la omisión o el lapso cometidos, arriesgándose en este caso usted, si esta carta no es publicada en su integridad, a que yo le despache, mañana mismo, con efectos inmediatos, el aviso previo que no tengo reservado para usted hasta dentro de algunos años, no le diré cuántos para no amargarle el resto de la vida, sin otro asunto, se suscribe con la atención debida, muerte.

La carta apareció puntualísima al día siguiente con rebosadas disculpas del director y también en duplicado, es decir, manuscrita y en letra de imprenta, cuerpo catorce y recuadrada. Sólo cuando el periódico salió a la calle el director se atrevió a salir del bunker en que se había encerrado con siete llaves desde el momento en que leyó la conminatoria carta. Y tan asustado estaba todavía que se negó a publicar el estudio grafológico que un importante especialista en la materia le entregó personalmente. Ya basta con los problemas que me he causado por la firma de la muerte con mayúscula, dijo, lleve su análisis a otro periódico, dividimos el mal entre las aldeas y a partir de aquí que sea lo que Dios quiera, todo menos tener que sufrir otro susto como el que he pasado.

El grafólogo fue a un periódico, fue a otro, y a otro, y sólo en el cuarto, a punto de perder las esperanzas, consiguió que le recibieran el fruto de las no pocas horas de laberíntico trabajo a que, con lupa diurna y nocturna, se había dedicado. El sustancioso y suculento informe comenzaba recordando que la interpretación de la escritura, en sus orígenes, era una de las ramas de la fisiognomía, siendo las otras, para información de quien no esté a la par de esta ciencia exacta, la mímica, los gestos, la pantomima y la fonognomonia, tras lo cual sacó a colación a las mayores autoridades en la compleja materia, como fueron, cada una en su tiempo y lugar, camillo baldi, johann caspar lavater, édouard auguste patrice hocquart, adolf henze, jean-hippolyte michon, william thierry preyer, cesare lombroso, jules crépieux-jamin, rudolf pophal, ludwig klages, wilhelm helmuth müller, alice enskat, roben heiss, gracias a quienes la grafología había sido reestructurada en su aspecto psicológico, demostrándose la ambivalencia de las particularidades grafológicas y la necesidad de concebir su expresión como un conjunto, dado que, una vez expuestos los datos históricos y esenciales de la cuestión, nuestro grafólogo avanzó por el campo de la definición exhaustiva de las características principales de la escritura sub judice, a saber, el tamaño, la presión, el ajuste, la disposición en el espacio, los ángulos, la puntuación, la proporción entre trazos altos y bajos de las letras, o, dicho con otras palabras, la intensidad, la forma, la inclinación, la dirección y la continuidad de los signos gráficos, y, finalmente, habiendo dejado claro el hecho de que el objetivo de su estudio no era un diagnóstico clínico, ni un análisis del carácter, ni un examen de aptitud profesional, el especialista concentró su atención en las evidentes muestras relacionadas con el foro criminológico que la escritura iba revelando a cada paso, No obstante, escribía frustrado y pesaroso, me encuentro ante una contradicción que no veo ninguna forma de solucionar, que incluso dudo que tenga resolución posible, y es que si es cierto que todos los vectores del metódico y minucioso análisis grafológico a que he procedido apuntan a que la autora del escrito es eso que se llama una serial killer, una asesina en serie, otra verdad igualmente irrefragable, igualmente resultante de mi examen y que de algún modo desbarata la tesis anterior, ha acabado imponiéndose, o sea, la verdad de que la persona que escribió esta carta está muerta. Así era, de hecho, la propia muerte no tuvo más remedio que confirmarlo, Tiene razón el señor grafólogo, fueron sus palabras después de leer la erudita demostración.

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