Las intermitencias de la muerte (14 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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Pero no se entendía cómo, si estaba muerta, y hecha toda de huesos, era capaz de matar. Y, sobre todo, que escribiera cartas. Esos misterios nunca serán aclarados.

Ocupados en explicar lo que les sucedió después de la hora fatídica a las sesenta y dos mil quinientas ochenta personas que se encontraban en estado de vida suspendida, pospusimos para momento más oportuno, que va a ser éste, las indispensables reflexiones sobre la manera como han reaccionado al cambio de situación los hogares del feliz ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la maphia y la iglesia, especialmente la católica, mayoritaria en el país, hasta el punto de que era creencia común que el señor Jesucristo no elegiría otro lugar para nacer si tuviera que repetir, desde la a hasta la z, su primera y hasta ahora, que se sepa, única existencia terrenal. En los hogares del feliz ocaso, comenzando por ellos, los sentimientos eran los que cabía esperar. Si se tiene en cuenta que la ininterrumpida rotación de los internados, como quedó claramente explicado al principio de estos sorprendentes sucesos, era la propia condición de la prosperidad económica de la empresa, el regreso de la muerte debería ser, como fue, motivo de alegría y de renovadas esperanzas para las respectivas administraciones. Pasado el choque inicial causado por la lectura de la famosa carta en la televisión, los gerentes comenzaron inmediatamente a echarle cuentas a la vida y vieron que todas les salían redondas. No pocas botellas de champagne fueron bebidas a la medianoche para festejar el ya no esperado regreso a la normalidad, lo que, pareciendo ser el cúmulo de la indiferencia y del desprecio por la vida ajena, no era, en resumen, otra cosa que el natural alivio, el legítimo desahogo de quien, colocado ante una puerta cerrada y habiendo perdido la llave, la veía ahora abierta de par en par, despejada, con el sol al otro lado. Dirán los escrupulosos que por lo menos se debería haber evitado la ostentación ruidosa y simplona del champagne, el tapón saltando, la espuma que rebosa, y que una discreta copa de oporto o de madeira, una gota de coñac, un perfume de brandy en el café, serían festejos más que suficientes, pero nosotros, aquí, que bien sabemos con qué facilidad el espíritu deja escapar las riendas del cuerpo cuando la alegría se desmanda, aun cuando no se deba disculpar, perdonar siempre se puede. A la mañana siguiente, los responsables de la gerencia llamaron a las familias para que fuesen a buscar los cuerpos, mandaron airear los dormitorios y cambiar las sábanas, y, tras haber reunido al personal para comunicarle que, por fin, la vida continuaba, se sentaron a examinar la lista de solicitudes de ingreso y a elegir, entre los pretendientes, a aquellos que les parecieran más prometedores. Por razones no en todos los aspectos idénticas, pero de igual consideración, también la disposición anímica de los administradores hospitalarios y de la clase médica había mejorado de la noche a la mañana. Aunque, como ya se dijo antes, gran parte de los enfermos sin cura y cuya enfermedad había llegado a su extremo y último grado, si es lícito decir tal de un estado nosológico que se anunció como eterno, habían sido reencaminados para sus casas y familias, En qué mejores manos podrían estar los pobres diablos, se preguntaban hipócritamente, lo cierto es que un elevado número, sin parientes conocidos ni dinero para pagar la pensión exigida en los hogares del feliz ocaso, se amontonaban por ahí al sabor de lo que tocara, ya sea en los pasillos, como es vieja costumbre de estos establecimientos de asistencia, ayer, hoy y siempre, en trasteros y en rincones, en esconces y en desvanes, donde con frecuencia los dejaban abandonados durante varios días, sin que eso le importara a quienquiera que fuese, pues, como decían médicos y enfermeros, por muy mal que se encontraran, no se iban a morir. Ahora ya estaban muertos, sacados de allí y enterrados, el aire de los hospitales se hizo puro y cristalino, con ese inconfundible aroma de éter, yodo y creolina, como en las altas montañas, a cielo abierto. No se abrieron botellas de champagne, pero las sonrisas felices de los administradores y directores clínicos era un alivio para las almas, y, en lo que a los médicos se refiere, baste con decir que habían recuperado el histórico mirar devorador con que seguían al personal femenino de enfermería. Por tanto, en todos los sentidos de la palabra, la normalidad. En cuanto a las empresas aseguradoras, las terceras de la lista, no hay en estos momentos mucho que informar, porque todavía no acaban de ponerse de acuerdo sobre si la actual situación, a la luz de las alteraciones introducidas en las pólizas de seguros de vida a que antes hicimos referencia pormenorizada, las perjudica o beneficia. No darán un paso sin estar bien seguras de la firmeza del suelo que pisan, pero, cuando finalmente lo den, allí mismo implantarán nuevas raíces bajo la forma de contrato que consigan inventar más adecuada para sus intereses. Mientras tanto, como el futuro a Dios pertenece y porque no se sabe lo que nos traerá el día de mañana, seguirán considerando muertos a todos los asegurados que alcancen la edad de ochenta años, este pájaro, por lo menos, ya lo tienen bien atrapado, sólo falta ver si mañana encuentran la manera de hacer caer dos en la red. Habrá quien adelante, sin embargo, que, aprovechando la confusión que reina en la sociedad, ahora más que nunca entre la espada y la pared, entre escila y caribdis, entre martillos y tenazas, quizá no fuese mala idea aumentar hasta los ochenta y cinco o incluso los noventa años la edad de la muerte actuarial. El razonamiento de los que defienden la alteración es transparente y claro como el agua, dicen que, alcanzadas esas edades, las personas, por lo general, además de no tener ya parientes para auxiliarles en una necesidad, o tenerlos tan mayores que da lo mismo, sufren serias rebajas en el valor de sus pensiones de jubilación como consecuencia de la inflación y de los crecientes aumentos del costo de la vida, causa de que muchísimas veces se vean forzadas a interrumpir el pago de sus primas de seguros, dándole a las compañías el mejor de los motivos para considerar nulo y sin efecto el respectivo contrato. Es una inhumanidad, objetaron algunos. Negocios son negocios, respondieron otros. Veremos cómo acaba esto.

Donde también a estas horas se está hablando mucho de negocios es en la maphia. Tal vez por haber sido excesivamente minuciosa, lo admitimos sin reserva, la descripción hecha en estas páginas de los negros túneles por donde la organización criminal penetró en la explotación funeraria, algún lector habrá podido pensar qué mísera maphia era esta que no tenía otras maneras de ganar dinero con mucho menos esfuerzo y más pingües beneficios. Las tenía, y variadas, como cualquiera de sus congéneres diseminados por las siete partes del mundo, sin embargo, habilísima en equilibrios y mutuas potenciaciones de las tácticas y de las estrategias, la maphia local no se limitaba a apostar prosaicamente por el lucro inmediato, sus objetivos eran mucho más vastos, visaban nada menos que la eternidad, o sea, implantar, con la derivación tácita de las familias para con la bondad de la eutanasia y con las bendiciones del poder político, que fingiría mirar a otro lado, el monopolio absoluto de las muertes y los entierros de los seres humanos, asumiendo en un mismo paso la responsabilidad de mantener la demografía en los niveles que en cada momento más convienen al país, abriendo o cerrando el grifo, según la imagen ya antes usada, o, empleando una expresión con más rigor técnico, controlando el fluxómetro. Si no pudiera, al menos en esta primera fase, estimular o demorar la procreación, al menos estaría en sus manos acelerar o retardar los viajes a la frontera, no a la geográfica, sino a la de siempre. En el preciso instante en que entramos en la sala, el debate se centraba en la mejor manera de reaplicar en actividades similarmente remunerativas la fuerza de trabajo que se había quedado sin ocupación con el regreso de la muerte, y, siendo cierto que no faltan sugerencias sobre la mesa, más radicales unas que otras, se acabó prefiriendo lo que ya tiene un largo historial de pruebas dadas y que no necesita dispositivos complicados, es decir, la protección. Nada más empezar el día siguiente, de norte a sur, por todo el país, las funerarias vieron entrar por la puerta casi siempre a dos hombres, a veces a un hombre y a una mujer, raramente dos mujeres, que preguntaban educadamente por el gerente, al que, después, con los mejores modos, le explicaban que su establecimiento corría el riesgo de ser asaltado o incluso destruido, con una bomba, o incendiado, por activistas de unas cuantas asociaciones ilegales de ciudadanos que exigían la inclusión del derecho a la eternidad en la declaración universal de los derechos humanos y que, ahora frustrados, pretendían desahogar su ira haciendo caer sobre inocentes empresas el pesado brazo de la venganza, sólo porque eran las encargadas de llevar los cadáveres hasta la última morada. Estamos informados, decía uno de los emisarios, de que las acciones destructivas concertadas, que podrán llegar, en caso de resistencia, hasta el asesinato del propietario y del gerente y sus familias, y en su ausencia de uno o dos empleados, comenzará mañana mismo, tal vez en este barrio, tal vez en otro, Y qué puedo hacer, preguntaba temblando el pobre hombre, Nada, usted no puede hacer nada, pero nosotros podemos defenderlo si nos lo solicita, Claro que sí, claro que lo solicito, por favor, Hay condiciones que satisfacer, Las que sean, por favor, protéjanme, La primera es que no hable de este asunto con nadie, ni siquiera con su mujer, No estoy casado, Da lo mismo, ni con su madre, ni con su abuela, ni con su tía, Mi boca no se abrirá, Mejor así, porque de lo contrario se arriesga a que se cierre para siempre, Y las otras condiciones, Una sola, pagar lo que le digamos, Pagar, Tendremos que montar los operativos de protección, y eso, querido señor, cuesta dinero, Entiendo, Podríamos defender a la humanidad entera si estuviera dispuesta a pagar el precio, pero, como después de un tiempo siempre viene otro tiempo, todavía no hemos perdido la esperanza, Me doy cuenta, Menos mal que es de percepción rápida, Cuánto deberé pagar, Está anotado en este papel, Tanto, Es lo justo, Y esto es por año, o por mes, Por semana, Es demasiado para mis recursos, con el negocio funerario uno no se enriquece fácilmente, Tiene suerte con que no le pidamos lo que, en su opinión, debe valer su vida, Es natural, no tengo otra, Y no la tendrá, por eso el consejo que le damos es que trate de protegerla, Voy a pensarlo, necesito hablar con mis socios, Tiene veinticuatro horas, ni un minuto más, a partir de ahí nos lavamos las manos, la responsabilidad será toda suya, si llega a sufrir algún accidente, casi estamos seguros de que, por ser el primero, no será mortal, en esa altura tal vez volvamos a hablar con usted, pero el precio se doblará, y entonces no tendrá otra solución que pagar lo que le pidamos, no imagina lo implacables que son esas asociaciones de ciudadanos que reivindican la eternidad, Muy bien, pago, Cuatro semanas por adelantado, por favor, Cuatro semanas, Su caso es de los urgentes, y, como ya le hemos dicho, cuesta montar los operativos de protección, En efectivo, en cheque, En efectivo, cheque sólo para transacciones de otro tipo y de otros montantes, cuando no conviene que el dinero pase directamente de una mano a otra. El gerente abrió la caja fuerte, contó los billetes y preguntó mientras los entregaba, Me dan un recibo, un documento que me garantice la protección, Ni recibo ni garantías, tendrá que contentarse con nuestra palabra de honor, De honor, Exactamente, de honor, no imagina hasta qué punto honramos nuestra palabra, Dónde podré encontrarlos si tengo algún problema, No se preocupe, nosotros lo encontraremos a usted, Los acompaño hasta la salida, No merece la pena, ya conocemos el camino, doblar a la izquierda después del almacén de ataúdes, sala de maquillaje, pasillo, recepción, la puerta de la calle enseguida se ve, No se perderán, Tenemos un sentido de la orientación muy afinado, nunca nos perdemos, por ejemplo, en la quinta semana después de ésta vendrá alguien para realizar el cobro, Cómo sabré que se trata de la persona adecuada, No tendrá ninguna duda cuando la vea, Buenas tardes, Buenas tardes, no tiene que agradecernos nada.

Finalmente, last but not least, la iglesia católica, apostólica y romana tenía muchos motivos para estar satisfecha consigo misma. Convencida desde el principio de que la abolición de la muerte sólo podría haber sido obra del diablo y de que para ayudar a Dios contra las obras del demonio nada es más poderoso que la perseverancia en las preces, puso de lado la virtud de la modestia que con no pequeño esfuerzo y sacrificio ordinariamente cultivaba, para felicitarse, sin reservas, por el éxito de la campaña nacional de oraciones cuyo objetivo, recordémoslo, fue rogar al señor Dios que providenciase el regreso de la muerte lo más rápidamente posible para ahorrarle a la pobre humanidad los peores horrores, fin de la cita. Las preces tardaron casi ocho meses en llegar al cielo, pero hay que pensar que sólo para llegar al planeta marte necesitamos seis, y el cielo, como es fácil de imaginar, deberá estar mucho más allá, a trece mil millones de años luz de distancia de la tierra, en números redondos. En la legítima satisfacción de la iglesia había, sin embargo, una sombra negra. Discutían los teólogos, y no se ponían de acuerdo, acerca de las razones que indujeron a Dios a mandar regresar súbitamente a la muerte, sin ni siquiera dar tiempo de llevar la extremaunción a los sesenta mil moribundos que, privados de la gracia del último sacramento, habían expirado en menos que cuesta decirlo. La duda de que Dios tendría autoridad sobre la muerte o, por el contrarío, la muerte sería el superior jerárquico de Dios, torturaba en sordina las mentes y los corazones del santo instituto, donde aquella osada afirmación de que Dios y la muerte eran las dos caras de la misma moneda fue considerada, más que una herejía, abominable sacrilegio. Esto era lo que se vivía por dentro. A los ojos del mundo lo que le preocupaba realmente a la iglesia era su participación en el funeral de la reina madre. Ahora que los sesenta y dos mil muertos comunes ya descansaban en sus últimas moradas y no entorpecían el tráfico de la ciudad, llegaba la hora de llevar a la veneranda señora, convenientemente encerrada en su ataúd de plomo, al panteón real. Como los periódicos no se olvidaron de escribir, se pasaba una página de la historia.

8

Es posible que sólo una educación esmerada, de esas que ya son raras, a la vez, quizá, que el respeto más o menos supersticioso que en las almas timoratas suele infundir la palabra escrita, haya llevado a los lectores, aunque motivos no les falten para manifestar explícitas señales de mal contenida impaciencia, a no interrumpir lo que tan profusamente venimos relatando y querer que se les diga qué estuvo haciendo la muerte desde la noche fatal en que anunció su regreso. Dado el importante papel que desempeñaron en estos antes nunca vistos sucesos, bien está que explicáramos con abundancia de pormenores cómo respondieron al súbito y dramático cambio de situación los hogares del feliz ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la maphia y la iglesia católica, sin embargo, a no ser que la muerte, teniendo en cuenta la enorme cantidad de difuntos que era necesario enterrar en las horas inmediatas, hubiera decidido, en un inesperado y loable gesto de simpatía, prolongar su ausencia durante algunos días más a fin de dar tiempo a que la vida girara en sus antiguos ejes, otra gente fallecida de fresca data, es decir, en los primeros días de la restauración del régimen, a la fuerza tendría que juntarse a los infelices que durante meses habían malvivido entre aquí y allí, y de esos nuevos muertos, como impone la lógica, deberíamos tener que hablar. Pero no sucedió tal, la muerte no fue tan generosa. El motivo de la pausa de ocho días, en la que nadie murió y que empezó creando la falaz ilusión de que nada había cambiado, resultaba simplemente de las actuales pautas de relación entre la muerte y los mortales, o sea, que todos recibirían aviso de antemano de que aún disponían de una semana de vida hasta el vencimiento de la libranza, por decirlo de alguna manera, para resolver sus asuntos, hacer testamento, pagar los impuestos atrasados y despedirse de la familia y de los amigos más cercanos. En teoría parecía una buena idea, pero la práctica no tardaría en demostrar que no lo era tanto. Figúrense una persona, de esas que gozan de espléndida salud, de esas que nunca han tenido un dolor de cabeza, optimistas por principio y por claras y objetivas razones, y que, una mañana, al salir de casa para el trabajo, encuentra en la calle al diligente cartero de su zona, que le dice, Menos mal que lo veo, señor fulano, traigo una carta para usted, e inmediatamente ve aparecer en sus manos un sobre de color violeta al que en principio tal vez no le diera especial atención, ya que podría tratarse de una impertinencia más de los señores de la publicidad directa, de no ser por la extraña caligrafía con que su nombre está escrito, igualita a la del famoso fax publicado en el periódico. Si el corazón le da un salto del susto, si lo invade el presentimiento lúgubre de una desgracia sin remedio, y quiere, por eso, negarse a recibir la carta, no lo conseguirá, será entonces como si alguien, sujetándolo suavemente por el codo, lo estuviera ayudando a bajar el escalón, a evitar la piel del plátano en el suelo, a doblar la esquina sin tropezar con los propios pies. Tampoco merece la pena romperla en pedazos, ya se sabe que las cartas de la muerte son por definición indestructibles, ni un soplete de acetileno funcionando a máxima potencia sería capaz de entrar en ellas, y el ardid ingenuo de fingir que se le cae de la mano sería igualmente inútil porque la carta no se deja soltar, queda como pegada a los dedos, y si, por un milagro, lo contrario pudiera suceder, de más es sabido que aparecería enseguida un ciudadano de buena voluntad para recogerla y correr tras el falso distraído diciéndole, Creo que esta carta le pertenece, tal vez sea importante, y él debería responder melancólicamente, Sí, es importante, muchas gracias por su atención. Aunque esto sólo podía haber sucedido al principio, cuando todavía pocos sabían que la muerte estaba utilizando el servicio postal público como mensajero de sus fúnebres situaciones. En pocos días, el color violeta se iba a convertir en el más execrable de todos los colores, más todavía que el negro, pese a que éste signifique luto, lo que es fácilmente comprensible si pensamos que el luto se lo ponen los vivos y no los muertos, incluso cuando a éstos los entierren vestidos de traje negro. Imagínense la perturbación, el desconcierto, la perplejidad de quien iba a su trabajo y ve de repente cómo le salta la muerte en la figura de un cartero que nunca llamará dos veces, éste tiene suficiente, si la casualidad no lo lleva a encontrarse con el destinatario en la calle, con introducir la carta en el buzón del inquilino en cuestión o pasarla, deslizándola, por debajo de la puerta. El hombre está allí inmóvil, en medio de la acera, con su estupenda salud, su sólida cabeza, tan sólida que ni siquiera ahora le duele a pesar del terrible choque, de repente el mundo ha dejado de pertenecerle o él de pertenecer al mundo, pasaron a estar prestados el uno al otro durante ocho días, nada más que ocho días, lo dice esta carta color violeta que resignadamente acaba de abrir, los ojos nublados de lágrimas, apenas consigue descifrar lo que está escrito, Querido señor, lamento comunicarle que su vida acabará en el plazo irrevocable e improrrogable de una semana, aproveche lo mejor que pueda el tiempo que le queda, su atenta servidora, muerte. La firma viene con inicial minúscula, lo que, como sabemos, representa, de alguna forma, su certificado de origen. Duda el hombre, señor fulano le llamó el cartero, luego es de sexo masculino, y más tarde lo confirmamos nosotros, duda el hombre si deberá regresar a casa y desahogar con la familia la irremediable pena, o si, por el contrario, tendrá que tragarse las lágrimas y proseguir su camino, ir hasta donde el trabajo lo espera, cumplir todos los días que le restan, entonces podrá preguntar, Muerte, dónde está tu victoria, sabiendo no obstante que no recibirá respuesta, porque la muerte nunca responde, y no es porque no quiera, es sólo porque no sabe lo que ha de decir delante del mayor dolor humano.

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