Las intermitencias de la muerte (22 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
10Mb size Format: txt, pdf, ePub

En la cartelera de la entrada del teatro se informa al respetable público de que en esa semana se iban a dar dos conciertos de la orquesta sinfónica nacional, uno el jueves, es decir, pasado mañana, otro el sábado.

Es natural que la curiosidad de quien venga siguiendo este relato con escrupulosa y obsesiva atención, en busca de contradicciones, deslices, omisiones y falta de lógicas, exija que le expliquen con qué dinero va a pagar la muerte las entradas para los conciertos si hace menos de dos horas que acaba de salir de una sala subterránea donde no consta que existan cajeros automáticos ni bancos de puertas abiertas. Y, ya que se encuentra en plan de preguntar, también ha de querer que se le diga si los taxistas han pasado a no cobrar lo debido a las mujeres que llevan gafas de sol y tienen una sonrisa agradable y un cuerpo bien hecho.

Ora bien, antes de que la malintencionada suposición comience a echar raíces, apresurémonos a aclarar que la muerte además de pagar lo que el taxímetro marcaba tuvo presente añadir una propina. En cuanto a la procedencia del dinero, si ésa sigue siendo la preocupación del lector, baste decir que salió de donde ya habían salido las gafas de sol, o sea, del bolso que llevaba colgado al hombro, puesto que, en principio, y que se sepa, nada se opone a que de donde ha salido una cosa no pueda salir otra. Lo que sí podría suceder es que el dinero con que la muerte pagó la carrera de taxi y tendrá que pagar las dos entradas para los conciertos, además del hotel donde se hospedará en los próximos días, esté fuera de circulación. No sería la primera vez que nos acostamos con una moneda y nos levantamos con otra. Es de presumir, sin embargo, que el dinero sea de buena calidad y esté cubierto por las leyes en vigor, a no ser que, conocidos como son los talentos mistificadores de la muerte, el taxista, sin darse cuenta de que estaba siendo estafado, haya recibido de la mujer de gafas de sol un billete de banco que no es de este mundo o, por lo menos, no de esta época, con el retrato de un presidente de república en lugar de la veneranda y familiar faz de su majestad el rey. La venta de billetes del teatro acaba de abrirse ahora mismo, la muerte entra, sonríe, da los buenos días y pide dos palcos de primera, uno para el jueves, otro para el sábado. Insiste a la taquillera que pretende el mismo palco para ambas funciones y que, cuestión fundamental, esté situado al lado derecho del escenario y lo más cerca posible. La muerte introdujo sin mirar la mano en el bolso, sacó la billetera y entregó lo que le pareció necesario. La taquillera le dio la vuelta, Aquí está, espero que le gusten nuestros conciertos, supongo que es la primera vez, por lo menos no recuerdo haberla visto por aquí, y mire que tengo una excelente memoria para las fisonomías, ninguna se me escapa, también es verdad que las gafas alteran mucho la cara de las personas, sobre todo si son oscuras como las suyas. La muerte se quitó las gafas, Y ahora qué le parece, preguntó, Tengo la certeza de no haberla visto antes, Tal vez porque la persona que tiene delante, esta que soy ahora, nunca ha necesitado comprar entradas para un concierto, hace pocos días tuve la satisfacción de asistir a un ensayo de la orquesta y nadie notó mi presencia, No lo entiendo, Recuérdeme que se lo explique un día, Cuándo, Un día, el día, el que siempre llega, No me asuste. La muerte sonrió con su preciosa sonrisa y preguntó, Hablando francamente, cree que tengo aspecto de darle miedo a alguien, No, qué cosas, no era eso lo que quise decir, Entonces haga como yo, sonría y piense en cosas agradables, La temporada de conciertos todavía durará un mes, Mire, ésa sí que es una buena noticia, quizá volvamos a vernos la semana próxima, Estoy siempre aquí, ya casi soy un mueble del teatro, Quédese tranquila, la encontraría aunque no estuviera aquí, Entonces la espero, No faltaré. La muerte hizo una pausa y preguntó, A propósito, ha recibido, o alguien de su familia, la carta color violeta, La de la muerte, Sí, la de la muerte, Gracias a dios, no, pero los ocho días de un vecino mío se cumplen mañana, el pobre está con una desesperación que da pena, Qué le vamos a hacer, la vida es así, Tiene razón, suspiró la empleada, la vida es así. Felizmente otras personas llegaron para comprar entradas, de otro modo no se sabe dónde podría haber acabado esta conversación.

Ahora se trata de encontrar un hotel que no esté muy lejos de la casa del músico. La muerte bajó andando hacia el centro, entró en una agencia de viajes, pidió que le dejaran consultar el mapa de la ciudad, situó rápidamente el teatro, de ahí su dedo índice viajó sobre el papel hacia el barrio donde vivía el violonchelista. La zona estaba un tanto apartada, pero había hoteles en los alrededores. El empleado le sugirió uno, sin lujo, pero confortable. El mismo se ofreció para hacerle la reserva por teléfono y cuando la muerte le preguntó cuánto le debía por el trabajo respondió, sonriendo, Póngalo en mi cuenta. Es lo habitual, las personas dicen cosas a lo loco, lanzan palabras a la aventura y no se les pasa por la cabeza pensar en las consecuencias, Póngalo en mi cuenta, dijo el hombre, imaginando probablemente, con la incorregible fatuidad masculina, algún apacible encuentro en un futuro próximo. Se arriesgó a que la muerte le respondiera con una mirada fría, Tenga cuidado, no sabe con quién está hablando, pero ella apenas sonrió vagamente, se lo agradeció y salió sin dejar número de teléfono ni tarjeta de visita. En el aire quedó un difuso perfume en que se mezclaba la rosa y el crisantemo, De hecho, es lo que parece, mitad rosa mitad crisantemo, murmuró el empleado, mientras doblaba lentamente el mapa de la ciudad. En la calle, la muerte paraba un taxi y le daba al conductor la dirección del hotel. No se sentía satisfecha consigo misma. Asustó a la amable señora de la taquilla, se divirtió a su costa, y eso había sido un abuso sin perdón. La gente ya tiene suficiente miedo de la muerte como para necesitar que ella se le aparezca con una sonrisa y diciendo, Hola, soy yo, que es la versión corriente, familiar podríamos decir, del ominoso latín memento, homo, qui pulvis es et in pulverem revérteos, y después, como si fuera poco, estuvo a punto de lanzarle a una persona simpática que le estaba haciendo un favor esa estúpida pregunta con que las clases sociales llamadas superiores tienen la descarada altanería de provocar a las que están debajo, Usted no sabe con quién está hablando. No, la muerte no está contenta con su proceder. Tiene la certeza de que en el estado de esqueleto nunca se le habría ocurrido comportarse de esa manera, A lo mejor es por haber tomado figura humana, esas cosas deben de pegarse, pensó. Casualmente miró por la ventana del taxi y reconoció la calle por la que pasaban, es aquí donde vive el violonchelista, aquél es el bajo donde vive. A la muerte le pareció sentir un choque brusco en el plexo solar, una súbita agitación nerviosa, podía ser el estremecimiento del cazador al avistar la presa, cuando la tiene en la mira de la escopeta, podía ser una especie de oscuro temor, como si comenzase a tener miedo de sí misma. El taxi se detuvo, El hotel es éste, dijo el conductor. La muerte pagó con la vuelta que la taquillera del teatro le había entregado, Quédese con el resto, dijo, sin darse cuenta de que el resto era superior a lo que marcaba el taxímetro. Tenía disculpa, sólo hoy había comenzado a utilizar los servicios de este transporte público.

Al aproximarse al mostrador de recepción recordó que el empleado de la agencia de viajes no le había preguntado cómo se llamaba, se limitó a avisar al hotel, Les mando una clienta, sí, una clienta, ahora mismo, y ella estaba allí, esta clienta que no podía decir que se llamaba muerte, con letra pequeña, por favor, que no sabía qué nombre dar, ah, el bolso, el bolso que lleva colgado al hombro, el bolso de donde salieron las gafas de sol y el dinero, el bolso de donde va a salir un documento de identidad, Buenas tardes, en qué puedo servirla, preguntó el recepcionista, Han telefoneado de una agencia de viajes hace un cuarto de hora para hacer una reserva a mi nombre, Sí señora, he sido yo quien ha atendido, Pues aquí estoy, Puede rellenar la ficha, por favor. Ahora la muerte ya sabe el nombre que tiene, lo dice el documento de identidad abierto sobre el mostrador, gracias a las gafas de sol podrá copiar discretamente los datos sin que el recepcionista se dé cuenta, un nombre, una fecha de nacimiento, un origen, un estado civil, una profesión, Aquí está, dijo, Cuántos días se quedará en nuestro hotel, Pretendo salir el próximo lunes, Permítame que fotocopie su tarjeta de crédito, No la he traído conmigo, pero puedo pagar ya, por adelantado, si quiere, Ah, no, no es necesario, dijo el recepcionista. Tomó el documento de identidad para cotejar los datos pasados a la ficha y, con una expresión de extrañeza en la cara, levantó la mirada. El retrato que el documento exhibía era de una mujer de más edad. La muerte se quitó las gafas de sol y sonrió. Perplejo, el recepcionista miró nuevamente el documento, el retrato y la mujer que tenía delante eran ahora como dos gotas de agua, iguales. Tiene equipaje, preguntó mientras se pasaba la mano por la frente húmeda, No, he venido a la ciudad a hacer compras, respondió la muerte.

Permaneció en la habitación durante todo el día, almorzó y cenó en el hotel. Vio la televisión hasta tarde. Después se metió en la cama y apagó la luz. No durmió. La muerte nunca duerme.

13

Con su vestido nuevo comprado ayer en una tienda del centro, la muerte asiste al concierto. Está sentada, sola, en el palco de primera, y, como hizo durante el ensayo, mira al violonchelista. Antes de que las luces de la sala hubieran sido reducidas, mientras la orquesta esperaba la entrada del maestro, él se fijó en aquella mujer. No fue el único de los músicos en darse cuenta de su presencia. En primer lugar porque era la única que ocupaba el palco, lo que, no siendo raro, tampoco es frecuente. En segundo lugar porque era guapa, quizá no la más guapa de entre la asistencia femenina, pero guapa de un modo indefinible, particular, no explicable con palabras, como un verso cuyo sentido último, si es que tal cosa existe en un verso, continuamente escapa al traductor. Y por fin porque su figura aislada, allí en el palco, rodeada de vacío y ausencia por todos los lados, como si habitase la nada, parecía ser la expresión de la soledad más absoluta. La muerte, que tanto y tan peligrosamente había sonreído desde que salió de su helado subterráneo, no sonríe ahora. Del público, los hombres la habían observado con indecisa curiosidad, las mujeres con celosa inquietud, pero ella, como un águila bajando rápida sobre el cordero, sólo tiene ojos para el violonchelista.

Con una diferencia, sin embargo. En la mirada de esta otra águila que siempre consigue a sus víctimas hay algo como un tenue velo de piedad, las águilas, ya lo sabemos, están obligadas a matar, así se lo impone su naturaleza, pero ésta, aquí, en este instante, tal vez prefiriese, ante el cordero indefenso, abrir rauda las poderosas alas y volar de nuevo hacia las alturas, hacia el frío aire del espacio, hacia los inalcanzables rebaños de las nubes. La orquesta se ha callado. El violonchelista comienza a tocar su solo como si sólo para eso hubiera nacido. No sabe que la mujer del palco guarda en su recién estrenado bolso de mano una carta de color violeta de la que él es destinatario, no lo sabe, no podría saberlo, a pesar de eso toca como si estuviera despidiéndose del mundo, diciendo por fin todo cuanto había callado, los sueños truncados, las ansias frustradas, la vida, en fin. Los otros músicos lo miran con asombro, el maestro con sorpresa y respeto, el público suspira, se estremece, el velo de piedad que nublaba la mirada aguda de águila es ahora una lágrima. El solo ya ha terminado, la orquesta, como un grande y lento mar, avanzó y sumergió suavemente el canto del violonchelo, lo absorbió, lo amplió, como si quisiera conducirlo a un lugar donde la música se sublimara en silencio, la sombra de una vibración que fuera recorriendo la piel como la última e inaudible resonancia de un timbal aflorado por una mariposa. El vuelo sedoso y malévolo de la acherontia Átropos cruzó rápido por la memoria de la muerte, pero ella lo apartó con un gesto de mano que tanto se asemejaba al que hacía desaparecer las cartas de encima de la mesa en la sala subterránea como a un gesto de agradecimiento para con el violonchelista que ahora volvía la cabeza hacia ella, abriendo camino a los ojos en la oscuridad cálida de la sala. La muerte repitió el gesto y fue como si sus finos dedos hubieran ido a posarse sobre la mano que movía el arco. A pesar de que el corazón hizo todo lo que pudo para que tal sucediera, el violonchelista no erró la nota. Los dedos no volverían a tocarle, la muerte había comprendido que no se debe nunca distraer al artista en su arte.

Cuando el concierto terminó y el público rompió en exclamaciones, cuando las luces se encendieron y el maestro mandó que la orquesta se levantara, y después cuando le hizo una señal al violonchelista para que se levantara, él solo, para recibir la parte de aplausos que por merecimiento le correspondía, la muerte, de pie en el palco, por fin sonriendo, cruzó las manos sobre el pecho, en silencio, y miró, nada más, los otros que batieran palmas, los otros que dieran gritos, los otros que reclamaran diez veces al maestro, ella sólo miraba. Después, lentamente, como a disgusto, el público comenzó a salir mientras la orquesta se retiraba.

Cuando el violonchelista se volvió hacia el palco, ella, la mujer, ya no estaba. Así es la vida, murmuró.

Se equivocaba, la vida no es así siempre, la mujer está esperándolo en la puerta de artistas. Algunos de los músicos que van saliendo la miran con intención, pero notan, sin saber cómo, que ella está defendida por una cerca invisible, por un circuito de alto voltaje en que se quemarían como minúsculas mariposas nocturnas. Entonces, apareció el violonchelista. Al verla, se detuvo, incluso llegó a esbozar un movimiento de retroceso, como si, vista de cerca, la mujer fuera otra cosa que mujer, algo de otra esfera, de otro mundo, de la cara oculta de la luna. Bajó la cabeza, intentó unirse a los colegas que salían, huir, pero el estuche del violonchelo, suspendido de uno de sus hombros, dificultó la maniobra de esquive. La mujer estaba ante él, le decía, No me huya, he venido para agradecerle la emoción y el placer de haberlo oído, Muchas gracias, pero soy un músico de la orquesta, nada más, no un concertista famoso, de esos que los admiradores esperan durante una hora para tocarlo o pedirle un autógrafo, Si la cuestión es ésa, yo también se lo puedo pedir, no me he traído el álbum de autógrafos, pero tengo aquí un sobre que puede servir perfectamente, No me ha entendido, lo que quería decirle es que, aunque me sienta halagado por su atención, no creo ser merecedor de ella, El público no parece haber sido de la misma opinión, Son días, Exactamente, son días, y, por casualidad, es éste el día en que yo le aparezco, No querría que viera en mí a una persona ingrata, maleducada, pero lo más probable es que mañana se le haya pasado el resto de la emoción de hoy, y, así como ha venido hasta mí, así desaparecerá, No me conoce, soy muy firme en mis propósitos, Y cuáles son, Uno sólo, conocerlo, Ya me ha conocido, ahora podemos decirnos adiós, Tiene miedo de mí, preguntó la muerte, Me inquieta, nada más, Y es poca cosa sentirse inquieto en mi presencia, Inquietarse no significa forzosamente tener miedo, puede ser apenas una alerta de la prudencia, La prudencia sirve nada más que para retrasar lo inevitable, más pronto o más tarde acaba rindiéndose, Espero que no sea mi caso, Yo tengo la seguridad de que lo será. El músico se pasó el estuche del violonchelo de un hombro a otro, Está cansado, preguntó la mujer, Un violonchelo no pesa mucho, lo malo es la caja, sobre todo ésta, que es de las antiguas, Necesito hablar con usted, No veo cómo, es casi medianoche, todo el mundo ya se ha ido, Ahí hay todavía gente, Esperan al maestro, Podemos conversar en un bar, Me está viendo entrar con un violonchelo a la espalda a un sitio abarrotado de gente, sonrió el músico, imagínese que mis colegas fueran todos y se llevaran los instrumentos, Podríamos dar otro concierto, Podríamos, preguntó el músico, intrigado por el plural, Sí, hubo un tiempo en que toqué el violín, incluso hay retratos míos en que aparezco así, Parece que ha decidido sorprenderme con cada palabra que dice, Está en su mano saber hasta qué punto todavía seré capaz de sorprenderlo, No se puede ser más explícita, Se ha equivocado, no me estaba refiriendo a lo que ha pensado, Y en qué he pensado yo, si se puede saber, En una cama, en mí en esa cama, Perdone, La culpa ha sido mía, si yo fuera hombre y hubiera oído las palabras que le dije, seguramente habría pensado lo mismo, la ambigüedad se paga, Le agradezco la franqueza. La mujer dio unos pasos y dijo, Vamos, Adonde, preguntó el violonchelista, Yo, al hotel donde me hospedo, usted, supongo que a su casa, No volveré a verla, Ya se le ha pasado la inquietud, Nunca he estado inquieto, No mienta, De acuerdo, lo he estado, pero ya no lo estoy. En la cara de la muerte apareció una especie de sonrisa en la que no había sombra de alegría, Precisamente cuando más motivos debería tener, dijo, Me arriesgo, por eso le repito la pregunta, Cuál, Si no la volveré a ver, Vendré al concierto del sábado, estaré en el mismo palco, El programa es diferente, no tengo ningún solo, Ya lo sabía, Por lo visto, ha pensado en todo, Sí, Y el fin de esto, cuál será, Todavía estamos en el principio. Se aproximaba un taxi libre. La mujer hizo una señal para pararlo y se volvió hacia el violonchelista, Lo llevo a casa, No, la llevo yo al hotel y luego sigo a casa, Será como yo he dicho, o entonces toma otro taxi, Está habituada a salirse con la suya, Sí, siempre, Alguna vez habrá fallado, Dios es Dios y casi no ha hecho otra cosa, Ahora mismo podría demostrarle que no fallo, Estoy dispuesto para la demostración, No sea estúpido, dijo de repente la muerte, y había en su voz una amenaza soterrada, oscura, terrible. El violonchelo fue introducido en el portaequipajes. Durante todo el trayecto los dos pasajeros no pronunciaron palabra alguna. Cuando el taxi paró en el primer destino, el violonchelista dijo antes de salir, No consigo entender qué pasa entre nosotros, creo que lo mejor será que no volvamos a vernos, Nadie lo podrá impedir, Ni siquiera usted, que siempre se sale con la suya, preguntó el músico, esforzándose por ser irónico, Ni siquiera yo, respondió la mujer, Eso significa que fallará, Eso significa que no fallaré. El conductor había salido para abrir el portaequipajes y esperaba que retiraran el violonchelo. El hombre y la mujer no se despidieron, no dijeron hasta el sábado, no se tocaron, era como una ruptura sentimental, de las dramáticas, de las brutales, como si hubieran jurado sobre la sangre y el agua no volver a verse nunca más.

Other books

Claimed by the Wolf by Saranna DeWylde
Mother of Purl by Eig, Edith, Greeven, Caroline
Labyrinth Wall (9780991531219) by Girder, Emilyann; Zoltack, Nicole (EDT); Allen, James (EDT)
The King's Chameleon by Richard Woodman
The Three Princesses by Cassie Wright
The Chimera Secret by Dean Crawford
Queer Theory and the Jewish Question by Daniel Boyarin, Daniel Itzkovitz, Ann Pellegrini
Drives Like a Dream by Porter Shreve