Las intermitencias de la muerte (23 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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Con el violonchelo colgado al hombro, el músico se apartó y entró en el edificio. No se volvió atrás, ni siquiera cuando en el umbral de la puerta, durante un instante, se detuvo. La mujer lo miraba y apretaba con fuerza el bolso de mano. El taxi partió.

El violonchelista entró en casa murmurando irritado, Está loca, loca, loca, la única vez en la vida que alguien me espera a la salida para decirme que he tocado bien, y me sale una mentecata, y yo, como un necio, preguntándole si no la volveré a ver, meterme en historias por mi propio pie, hay defectos que todavía pueden tener algo de respetables, por lo menos son dignos de atención, pero la fatuidad es ridícula, la infatuación es ridícula, y yo soy ridículo. Apartó distraído al perro que había corrido para recibirlo en la puerta y entró en la sala del piano.

Abrió la caja acolchonada, sacó con el mayor cuidado el instrumento que todavía tendría que afinar antes de irse a la cama porque los viajes en taxi, incluso cortos, no le hacen ningún bien a la salud. Fue a la cocina para ponerle algo de comida al perro, se preparó un bocadillo para él, que acompañó con una copa de vino. Lo peor de su irritación ya se le había pasado, pero el sentimiento que poco a poco lo iba sustituyendo no era más tranquilizador. Recordaba frases que la mujer había dicho, la alusión a las ambigüedades que siempre se pagan, y descubría que todas las palabras que ella había pronunciado, si bien pertinentes en el contexto, parecían contener otro sentido, algo que no se dejaba captar, algo tantalizante, como agua que se retira cuando la intentamos beber, como la rama que se aparta cuando vamos a tomar el fruto. No diré que está loca, pensó, pero que es una mujer extraña, de eso no cabe duda. Terminó de comer y regresó a la sala de música, o del piano, las dos maneras por las que la hemos designado hasta ahora cuando hubiera sido mucho más lógico llamarla sala del violonchelo, puesto que es con este instrumento con el que el músico se gana el pan, en cualquier caso hay que reconocer que no sonaría bien, sería como si el lugar se devaluase, como si perdiera una parte de su dignidad, basta seguir la escala descendente para comprender nuestro razonamiento, sala de música, sala del piano, sala del violonchelo, hasta aquí todavía sería aceptable, pero imagínense adonde iríamos a parar si comenzamos a decir sala del clarinete, sala del pífano, sala del bombo, sala de los platillos. Las palabras también tienen su jerarquía, su protocolo, sus títulos de nobleza, sus estigmas plebeyos. El perro vino con el dueño y se echó a su lado después de haber dado las tres vueltas sobre sí mismo que era el único recuerdo que le había quedado de los tiempos en que fue lobo. El músico afinaba el violonchelo sirviéndose del diapasón, restablecía amorosamente las armonías del instrumento después del bruto trato que la trepidación del taxi sobre las piedras de la calle le había infligido. Durante unos minutos consiguió olvidarse de la mujer del palco, no exactamente de ella, sino de la inquietante conversación que habían mantenido en la puerta de artistas, si bien el violento intercambio de palabras en el taxi seguía oyéndose detrás, como un lejano redoble de tambores. De la mujer del palco no se olvidaba, de la mujer del palco no quería olvidarse. La veía de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho, sentía que le tocaba su mirada intensa, dura como diamante y como éste radiante cuando le sonrió. Pensó que el sábado la volvería a ver, sí, la vería, pero ella ya no se pondría de pie ni cruzaría las manos sobre el pecho, ni lo miraría de lejos, ese momento mágico había sido engullido, deshecho por el momento siguiente, cuando se volvió para verla por última vez, así lo creía, y ella ya no estaba.

El diapasón había regresado al silencio, el violonchelo ya estaba afinado y el teléfono sonó. El músico se sobresaltó, miró el reloj, casi la una y media. Quién demonios será a estas horas, pensó. Levantó el auricular y durante unos segundos se quedó a la espera. Era absurdo, claro, era él quien debería hablar, decir el nombre, o el número de teléfono, probablemente responderían del otro lado, Es una equivocación, perdone, pero la voz que habló prefirió preguntar, Es el perro quien atiende el teléfono, si es así, que al menos haga el favor de ladrar. El violonchelista respondió, Sí, soy el perro, pero ya hace mucho tiempo que dejé de ladrar, también he perdido el hábito de morder, a no ser a mí mismo cuando la vida me repugna, No se enfade, le llamo para que me perdone, nuestra conversación enseguida tomó un rumbo peligroso, y ya se ha visto el resultado, un desastre, Alguien la desvió, pero no fui yo, La culpa fue toda mía, en general soy una persona equilibrada, serena, No me ha parecido ni una cosa ni otra, Tal vez sufra de doble personalidad, En ese caso debemos ser iguales, yo mismo soy perro y hombre, Las ironías no suenan bien de su boca, supongo que su oído musical ya se lo habrá dicho, Las disonancias también forman parte de la música, señora, No me llame señora, No tengo otro modo de tratarla, ignoro cómo se llama, qué hace, qué es, Lo sabrá a su tiempo, las prisas son malas consejeras, ahora mismo acabamos de conocernos, Va más adelantada que yo, tiene mi número de teléfono, Para eso sirve la información telefónica, en la recepción se han encargado de averiguarlo, Es una pena que este aparato sea antiguo, Por qué, Si fuese de los actuales sabría desde dónde me está hablando, Le hablo desde mi habitación del hotel, Gran novedad, En cuanto a la antigüedad de su teléfono, tengo que decirle que contaba con que fuese así, que no me sorprende nada, Por qué, Porque en usted todo parece antiguo, es como si en lugar de cincuenta años tuviera quinientos, Cómo sabe que tengo cincuenta años, Soy muy buena calculando edades, nunca fallo, Me está pareciendo que presume demasiado de no fallar, Tiene razón, hoy, por ejemplo, he fallado dos veces, le puedo jurar que nunca me había ocurrido, No entiendo, Tengo una carta para entregarle y no se la he entregado, podía haberlo hecho a la salida del teatro o en el taxi, Qué carta es, Asentemos que la escribí después de haber asistido al ensayo de su concierto, Estaba allí, Estaba, No la vi, Es natural, no podía verme, De cualquier manera, no es mi concierto, Siempre modesto, Y asentemos no quiere decir que sea cierto, A veces, sí, Pero en este caso, no, Felicidades, además de modesto, perspicaz, Qué carta es ésa, A su tiempo lo sabrá, Por qué no me la entregó, si tuvo oportunidad para ello, Dos oportunidades, Insisto, por qué no me la entregó, Eso es lo que espero llegar a saber, tal vez se la entregue el sábado, después del concierto, el lunes ya no estaré en la ciudad, No vive aquí, Vivir aquí, lo que se llama vivir, no vivo, No entiendo nada, hablar con usted es lo mismo que haber caído en un laberinto sin puertas, Ésa sí que es una excelente definición de la vida, Usted no es la vida, Soy mucho menos complicada que ella, Alguien escribió que cada uno de nosotros es por el momento la vida, Sí, por el momento, sólo por el momento, Estoy deseando que toda esta confusión se aclare pasado mañana, la carta, la razón de no habérmela dado, todo, estoy cansado de misterios, Eso que llama misterios muchas veces es una protección, hay quienes llevan armaduras, hay quienes llevan misterios, Protección o no, quiero ver esa carta, Si no fallo la tercera vez, la verá, Y por qué iba a fallar la tercera vez, Si eso sucediera sería por la misma razón que fallé las anteriores, No juegue conmigo, estamos como en el juego del ratón y el gato, El tal juego en el que el gato siempre acaba por cazar al ratón, Salvo si el ratón consigue ponerle un cascabel al gato, La respuesta es buena, sí señor, pero no es nada más que un sueño fútil, una fantasía de dibujos animados, aunque el gato estuviese durmiendo, el ruido lo despertaría, y entonces adiós ratón, Yo soy el ratón a quien le está diciendo adiós, Si estamos dentro del juego, uno de los dos tendrá que serlo forzosamente, y yo no lo veo a usted con figura ni astucia para gato, Luego estoy condenado a ser ratón toda la vida, Mientras ésta dure, sí, un ratón violonchelista, Otro dibujo animado, Todavía no se ha dado cuenta de que los seres humanos son dibujos animados, Usted también, supongo, He tenido ocasión de ver lo que parezco, Una mujer guapa, Gracias, No sé si ya ha notado que esta conversación se parece mucho a un flirteo, Si el telefonista del hotel se divierte oyendo las conversaciones de los huéspedes, ya habrá llegado a esa misma conclusión, Aunque sea así no hay que temer consecuencias graves, la mujer del palco, cuyo nombre sigo ignorando, se irá el lunes, Para no volver nunca más, Está segura, Difícilmente se repetirán los motivos que me hicieron venir esta vez, Difícilmente no significa que sea imposible, Tomaré las providencias necesarias para no tener que repetir el viaje, A pesar de todo ha merecido la pena, A pesar de todo, qué, Perdone, no he sido delicado, quería decir que, No se moleste siendo amable conmigo, no estoy habituada, además, es fácil adivinar lo que iba a decirme, aunque, si considera que debe darme una explicación más completa, quizá podamos seguir la conversación el sábado, No la veré hasta entonces, No.

La comunicación fue interrumpida. El violonchelista miró el teléfono que todavía tenía en la mano, húmeda de nerviosismo, Debo de haber soñado, murmuró, esto no es aventura que me pueda pasar a mí. Dejó caer el teléfono en el soporte y preguntó, ahora en voz alta, al piano, al violonchelo, a las estanterías, Qué me quiere esta mujer, quién es, por qué aparece en mi vida. Despertado por el ruido, el perro levantó la cabeza. En sus ojos había una respuesta, pero el violonchelista no le prestó atención, cruzaba la sala de un lado a otro, con los nervios más agitados que antes, y la respuesta era así, Ahora que hablas de eso, tengo el vago recuerdo de haber dormido en el regazo de una mujer, puede que haya sido ella, Qué regazo, qué mujer, habría preguntado el violonchelista, Tú dormías, Dónde, Aquí, en tu cama, Y ella, dónde estaba, Por ahí, Buen chiste, señor perro, hace cuánto tiempo que no entra una mujer en esta casa, en ese dormitorio, venga, dígame, Como deberá saber, la percepción del tiempo que tienen los caninos no es igual que la de los humanos, pero creo que ha pasado mucho tiempo desde que recibiste a la última señora en tu cama, esto dicho sin ironía, claro está, O sea que soñaste, Es lo más probable, los perros son unos soñadores incorregibles, llegamos a soñar hasta con los ojos abiertos, basta que veamos algo en la penumbra para imaginar enseguida que se trata de un regazo de mujer y saltar sobre él, Cosas de perros, diría el violonchelista, Incluso no siendo cierto, respondería el perro, no nos quejamos. En su habitación del hotel, la muerte, desnuda, está delante del espejo. No sabe quién es.

A lo largo de todo el día siguiente la mujer no telefoneó. El violonchelista no salió de casa, a la espera. La noche pasó, y ni una palabra. El violonchelista durmió peor que en la noche anterior. En la mañana del sábado, antes de salir al ensayo, le pasó por la cabeza la peregrina idea de preguntar por los hoteles de alrededor si estaría hospedada una mujer de esta figura, este color de pelo, este color de ojos, esta forma de boca, esta sonrisa, este movimiento de manos, pero desistió del alucinado propósito, era obvio que sería inmediatamente despedido con un gesto de indiscutible sospecha y un seco, No estamos autorizados a dar la información que pide. El ensayo no le fue ni bien ni mal, se limitó a tocar lo que estaba escrito en el papel, sin otro empeño que no errar demasiadas notas. Cuando terminó corrió otra vez a casa. Iba pensando que si ella hubiera telefoneado durante su ausencia no habría encontrado ni un miserable contestador para dejar un recado, No soy un hombre de hace quinientos años, soy un troglodita de la edad de piedra, toda la gente usa contestadores telefónicos menos yo, rezongó. Si necesitaba alguna prueba de que ella no había llamado, se la dieron las horas siguientes. En principio quien telefonea y no tiene respuesta, telefonea otra vez, pero el maldito aparato se mantuvo silencioso toda la tarde, ajeno a las miradas cada vez más desesperanzadas que el violonchelista le lanzaba. Paciencia, todo indica que ella no llamará, quizá por una razón u otra no haya podido, pero irá al concierto, regresarán los dos en el mismo taxi como sucedió después del otro concierto, y, cuando lleguen aquí, él la invitará a entrar, y entonces podrán conversar tranquilamente, ella le entregará por fin la ansiada carta y después ambos le encontrarán mucha gracia a los exagerados elogios que ella, arrastrada por el entusiasmo artístico, escribió tras el ensayo en que él no la había visto, y él dirá que no es ningún rostropovich, y ella dirá no se sabe qué le reserva el futuro, y cuando ya no tengan nada más para decirse o cuando las palabras comiencen a ir por un lado y los pensamientos por otro, entonces se verá si puede suceder algo que valga la pena recordar cuando seamos viejos.

En este estado de espíritu el violonchelista salió de casa, este estado de espíritu llevó al teatro, con este estado de espíritu entró en el escenario y se sentó en su lugar. El palco estaba vacío. Se atrasó, se dijo a sí mismo, estará a punto de llegar, todavía hay gente entrando en la sala.

Era cierto, pidiendo disculpas por la incomodidad de levantar a los que ya estaban sentados los retrasados iban ocupando sus asientos, pero la mujer no apareció. Tal vez en el intermedio. Nada. El palco permaneció vacío hasta el fin de la función. Con todo, aún quedaba una esperanza razonable, la de que, habiéndole sido imposible llegar al espectáculo por motivos que ya le explicaría, estuviera esperándolo fuera, en la puerta de artistas. No estaba. Y como las esperanzas tienen ese destino que cumplir, nacer unas detrás de otras, por eso, pese a tantas decepciones, todavía no se han acabado en el mundo, podría ser que ella le esperase a la entrada del edificio con una sonrisa en los labios y la carta en la mano, Aquí la tiene, lo prometido es debido. Tampoco estaba.

El violonchelista entró en casa como un autómata, de los antiguos, de los de primera generación, de esos que le tenían que pedir permiso a una pierna para mover la otra. Empujó al perro que acudió a saludarlo, dejó el violonchelo de cualquier manera y fue a tumbarse sobre la cama. Aprende, pensaba, aprende de una vez, pedazo de estúpido, te has portado como un perfecto imbécil, pusiste los significados que deseabas en palabras que al fin y al cabo tenían otros sentidos, e incluso ésos no los conoces ni los conocerás, creíste en sonrisas que no pasaban de meras y deliberadas contracciones musculares, te olvidaste de que llevas quinientos años a tus espaldas pese a que caritativamente te lo hubieran recordado, y ahora hete aquí, como un trapo, echado en la cama donde esperabas recibirla, mientras ella se está riendo de la triste figura que hiciste y de tu incurable tontería. Olvidado ya de la ofensa de haber sido rechazado, el perro se acercó a consolarlo. Puso las patas delanteras encima del colchón, levantó el cuerpo hasta llegar a la altura de la mano izquierda del dueño, allí abandonada como algo inútil, inservible, y sobre ella, suavemente, posó la cabeza. Podía haberlo lamido y vuelto a lamer, como suelen hacer los perros vulgares, pero la naturaleza, esta vez benévola, reservó para él una sensibilidad tan especial que hasta le permitía inventar gestos diferentes para expresar las siempre mismas y únicas emociones. El violonchelista se volvió hacia el perro, movió y dobló el cuerpo hasta que su propia cabeza pudo quedar a un palmo de la cabeza del animal, y así se quedaron, mirándose, diciéndose, sin necesidad de palabras, Pensándolo bien, no tengo ninguna idea de quién eres, pero eso no cuenta, lo que importa es que nos queremos. La amargura del violonchelista fue disminuyendo poco a poco, verdaderamente el mundo está más que harto de episodios como éste, él esperó y ella faltó, ella esperó y él no vino, en el fondo, y esto que quede entre nosotros, escépticos e incrédulos que somos, mejor eso que una pierna rota. Era fácil decirlo pero mejor sería haberse callado, porque las palabras tienen muchas veces efectos contrarios a los que se habían propuesto, tanto es así que no es infrecuente que estos hombres o esas mujeres juren y vuelvan a jurar, La detesto, Lo detesto, y luego estallen en lágrimas después de dicha la palabra. El violonchelista se sentó en la cama, abrazó al perro, que le puso las patas en las rodillas en un último gesto de solidaridad, y dijo, como quien a sí mismo se está reprendiendo, Un poco de dignidad, por favor, ya basta de lamentos.

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