Las intermitencias de la muerte (7 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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Se podrá pensar que, tras tantas y tan vergonzosas capitulaciones como fueron las del gobierno durante el toma y daca de las transacciones con la maphia, que llegaron al extremo de consentir que humildes y honestos funcionarios públicos pasaran a trabajar a jornada completa para la organización criminal, se podrá pensar, decíamos, que ya mayores bajezas morales no serán posibles. Desgraciadamente, cuando se avanza a tientas por los pantanosos terrenos de la realpolitik, cuando el pragmatismo toma la batuta y dirige el concierto sin atender lo que está escrito en la pauta, lo más seguro es que la lógica imperativa de la villanería acabe demostrando, a la postre, que todavía quedaban unos cuantos escalones que bajar. A través del ministerio competente, el de defensa, llamado de guerra en tiempos más sinceros, fueron despachadas instrucciones para que las fuerzas del ejército que habían sido colocadas a lo largo de la frontera se limitasen a vigilar las carreteras principales, sobre todo las que conducían a los países vecinos, dejando entregadas a su bucólica paz las de segunda y tercera categoría, y también, por razones de peso, la tupida red de caminos vecinales, de veredas, de sendas, de trochas y de atajos. Como no podía ser de otra manera, esto significó el regreso a los cuarteles de la mayor parte de esas fuerzas, lo que, si es verdad que fue gran motivo de alegría para la tropa rasa, incluidos cabos y furrieles, hartos todos de guardias y rondas diurnas y nocturnas, causó, por el contrario, un encendido disgusto en el nivel de los sargentos, por lo visto más conscientes que el resto del personal de la importancia de los valores del honor militar y del servicio a la patria. Sin embargo, si el movimiento capilar de ese disgusto pudo subir hasta los alféreces, si después perdió un tanto de su ímpetu a la altura de los tenientes, lo cierto es que volvió a ganar fuerza, y mucha, cuando alcanzó el nivel de los capitanes. Claro que ninguno de ellos se atrevería a pronunciar en voz alta la peligrosa palabra maphia, pero, cuando debatían unos con los otros, no podían evitar traer a colación el hecho de que en los días anteriores a la desmovilización habían sido interceptadas numerosas furgonetas que transportaban enfermos terminales, en las que viajaba al lado del conductor un vigilante oficialmente acreditado que, antes incluso de que se lo pidiesen, exhibía, con todos los necesarios timbres, firmas y sellos estampados, un papel en que, por motivo de interés nacional, expresamente se autorizaba el transporte del paciente fulano de tal a destino no especificado, pero determinándose que las fuerzas militares deberían considerarse obligadas a prestar toda la colaboración que les fuese solicitada para garantizar a los ocupantes de la furgoneta la perfecta efectividad de la operación de traslado. Nada de esto podría suscitar dudas en el espíritu de los dignos sargentos si, por lo menos en siete casos, no se hubiera dado la extraña casualidad de que el vigilante hubiera guiñado un ojo al soldado en el preciso momento en que le pasaba el documento para su verificación.

Considerando la dispersión geográfica de los lugares en que estos episodios de la vida de campaña habían ocurrido, fue inmediatamente abandonada la posibilidad de que se tratara de un gesto, digámoslo así, equívoco, algo que tuviera que ver con los manejos de la más primaria seducción entre personas del mismo sexo o de sexos diferentes, para el caso daba lo mismo. El nerviosismo de que los vigilantes dieron entonces claras muestras, unos más que otros, es cierto, pero todos de tal manera que más parecían estar lanzando al mar una botella con un papel dentro pidiendo socorro, indujo a pensar a la perspicaz corporación de los sargentos que en las furgonetas iba escondido ese sobre todos famoso gato que siempre encuentra la manera de dejar la punta del rabo fuera cuando quiere que lo descubran. Después llegó la inexplicable orden de regresar a los cuarteles, luego unos bisbiseos aquí y allí, nacidos no se sabe ni cómo ni dónde, pero que algunos cotillas, en confidencia, insinuaban que podrían nacer en el propio ministerio del interior. Los periódicos de la oposición se hicieron eco del mal ambiente que se respiraba en los cuarteles, los periódicos afectos al gobierno negaron vehementemente que tales miasmas estuvieran envenenando el espíritu de cuerpo de las fuerzas armadas, pero lo cierto es que los rumores de que se estaba preparando un golpe militar, aunque nadie pudiera explicar por qué ni para qué, crecieron por todas partes e hicieron que de momento pasara a segundo plano del interés público el problema de los enfermos que no morían. No es que éste se hubiera olvidado, como probaba una frase puesta en circulación entonces y muy repetida por los frecuentadores de cafés, Por lo menos, se decía, aunque acabe produciéndose un golpe militar, de una cosa podemos estar seguros, por más tiros que se den unos a otros no conseguirán matar a nadie. Se esperaba de un momento a otro un dramático llamamiento del rey en favor de la concordia nacional, un comunicado del gobierno anunciando un paquete de medidas urgentes, una declaración de los altos mandos del ejército y de la aviación, porque, al no haber mar, marina tampoco había, reclamando fidelidad absoluta a los poderes legítimamente constituidos, un manifiesto de escritores, una toma de posición de los artistas, un concierto solidario, una exposición de carteles revolucionarios, una huelga general promovida conjuntamente por las dos centrales sindicales, una pastoral de los obispos llamando a la oración y al ayuno, una procesión de penitentes, una distribución masiva de panfletos amarillos, azules, verdes, rojos, blancos, incluso se llegó a hablar de la convocatoria de una manifestación gigantesca en la que participaran los millares de personas de todas las edades y condiciones que se encontraban en estado de muerte suspendida, desfilando por las principales avenidas de la capital en camillas, sillas de ruedas, ambulancias o en las espaldas de los hijos más robustos, con una pancarta enorme abriendo la manifestación, que diría, sacrificando nada menos que cuatro comas por la eficacia del dístico, Nosotros que tristes aquí vamos, a vosotros felices os esperamos. Al final nada de esto llegó a ser necesario. Es verdad que las sospechas de una participación directa de la maphia en el transporte de enfermos no se disiparon, es verdad que llegaron a reforzarse a la luz de algunos sucesos subsecuentes, pero una sola hora sería suficiente para que la súbita amenaza del enemigo externo sosegase las disposiciones fratricidas y reuniese los tres estados, clero, nobleza y pueblo, todavía vigentes en el país pese al progreso de las ideas, alrededor de su rey y, si bien con ciertas justificadas reticencias, de su gobierno. El caso, como casi siempre, se cuenta en breves palabras.

Irritados por la continua invasión de sus territorios por comandos de enterradores, maphiosos o espontáneos, procedentes de aquella tierra aberrante donde nadie moría, y tras no pocas protestas diplomáticas que de nada sirvieron, los gobiernos de los tres países limítrofes decidieron, en una acción concertada, avanzar sus tropas y guarnecer las fronteras, con orden taxativa de disparar al tercer aviso. Viene a propósito referir que la muerte de unos cuantos maphiosos abatidos prácticamente a quemarropa después de haber atravesado la línea de separación, siendo lo que solemos llamar gajes del oficio, sirvió de pretexto para que la organización subiese los precios de la minuta de servicios prestados en el apartado de seguridad personal y riesgos operativos.

Mencionado este ilustrativo pormenor acerca del funcionamiento de la administración maphiosa, pasemos a lo que importa. Una vez más, sorteando con una maniobra táctica impecable las perplejidades del gobierno y las dudas de los altos mandos de las fuerzas armadas, los sargentos retomaron la iniciativa y fueron, a la vista de todo el mundo, los promotores, y como consecuencia también los héroes, del movimiento popular de protesta que salió de casa para exigir, en masa, en las plazas, en las avenidas y en las calles, el regreso inmediato de las tropas al frente de batalla. Indiferentes, impasibles ante los gravísimos problemas con que la patria de acá se debatía, a brazo partido con su cuádruple crisis, demográfica, social, política y económica, los países del otro lado por fin se quitaron las caretas y mostraron a la luz del día su verdadero rostro, el de duros conquistadores e implacables imperialistas. Lo que pasa es que nos tienen envidia, se decía en las tiendas y en los hogares, se oía en la radio y en la televisión, se leía en los periódicos, lo que pasa es que tienen envidia de que en nuestra patria no se muera, por eso nos quieren invadir y ocupar el territorio, para no morir tampoco. En dos días, a marchas forzadas y con banderas al viento, cantando canciones patrióticas como la marsellesa, el caira, la maría de la fuente, el himno de la carta, el no verán país ninguno, la bandiera rossa, la portuguesa, el god save the king, la internacional, el deutschland über alies, el chant du marais, as stars and stripes, los soldados volvieron a los puestos de donde habían venido, y ahí, armados hasta los dientes, aguardaron a pie firme el ataque y la gloria. No hubo. Ni la gloria, ni el ataque. Poco de conquistas y menos aún de imperios, lo que los dichos países limítrofes pretendían era tan sólo que no les fuesen a enterrar sin autorización esta nueva especie de inmigrantes forzosos, y, todavía si se limitaran a enterrar, vaya, pero igualmente iban a matar, asesinar, eliminar, apagar, ya que era en aquel exacto y fatídico momento en que, con los pies por delante para que la cabeza pudiese darse cuenta de lo que estaba pasando con el resto del cuerpo, atravesaban la frontera, cuando los infelices fenecían, exhalaban el último suspiro. Puestos están frente a frente los dos valerosos campos, pero tampoco esta vez la sangre llegará al río. Y miren que no fue por voluntad de los soldados del lado de acá, porque éstos tenían la certeza de que no iban a morir incluso si una ráfaga de ametralladora los cortase por la mitad. Aunque por más que legítima curiosidad científica debamos preguntarnos cómo podrían sobrevivir las dos partes separadas en aquellos casos en que el estómago se quedara en un lado y los intestinos en otro. Sea como fuere, sólo a un perfecto loco de atar se le ocurriría la idea de disparar el primer tiro. Y ése, a Dios gracias, no llegó a ser disparado. Ni siquiera la circunstancia de que algunos soldados del otro lado hayan decidido desertar hacia el dorado en que no se muere tuvo otra consecuencia que la de ser devueltos inmediatamente al origen, donde ya un consejo de guerra estaba a su espera. El hecho que acabamos de contar es del todo irrelevante para el discurrir de la trabajosa historia que venimos narrando y de él no volveremos a hablar, pero, aun así, no quisimos dejarlo entregado a la oscuridad del tintero. Lo más probable es que el consejo de guerra decida a priori no tener en cuenta en sus deliberaciones la ingenua ansia de vida eterna que desde siempre habita en el corazón humano, Adonde iría a parar esto si todos viviéramos eternamente, sí, adonde iría a parar esto, preguntará la acusación usando un golpe de la más baja retórica, y la defensa, permítasenos que lo adelantemos, no tuvo espíritu para encontrar una respuesta a la altura de la ocasión, tampoco ella tenía ninguna idea de adonde iría a parar todo esto. Se espera que, por lo menos, no acaben fusilando a los pobres diablos. Porque entonces bien se podría decir que fueron a por lana y volvieron trasquilados.

Mudemos de asunto. Hablando de las desconfianzas de los sargentos y de sus aliados alféreces y capitanes acerca de una responsabilidad directa de la maphia en el transporte de los pacientes hasta la frontera, habíamos adelantado que esas desconfianzas se vieron reforzadas por unos cuantos subsecuentes sucesos. Es el momento de revelar cuáles fueron y cómo se desarrollaron. Siguiendo el ejemplo de lo que hizo la familia de pequeños agricultores iniciadora del proceso, lo que la maphia hace es atravesar simplemente la frontera y enterrar muertos, cobrando por esto un dineral. Con otra diferencia, que lo hace sin atender a la belleza de los sitios, y sin preocuparse de apuntar en el cuaderno de operaciones las referencias tipográficas y orográficas que en el futuro podrían auxiliar a los familiares llorosos y arrepentidos de su fechoría a encontrar la sepultura y pedir perdón al muerto. Ora bien, no es necesario estar dotado de una cabeza especialmente estratégica para entender que los ejércitos alineados en el otro lado de las tres fronteras han pasado a constituirse en un serio obstáculo para la práctica sepulcral que hasta ahí había transcurrido en la más perfecta de las seguridades. Pero la maphia no sería lo que es si no hubiera encontrado la solución al problema. Es realmente una lástima, permítasenos el comentario al margen, que tan brillantes inteligencias como las que dirigen estas organizaciones criminales se hayan apartado de los rectos caminos del acatamiento a la ley y desobedecido el sabio precepto bíblico que manda que ganemos el pan con el sudor de nuestra frente, pero los hechos son los hechos, y aunque repitiendo la palabra herida de adamastor, oh, que no sé de enojo cómo lo cuente, dejaremos aquí la desalentadora noticia del ardid de que la maphia se sirvió para obviar una dificultad para la que, según todas las apariencias, no se veía ninguna salida. Antes de proseguir conviene aclarar que el término enojo que el épico colocó en boca del infeliz gigante significaba entonces, y sólo, tristeza profunda, pena, disgusto, pero, desde hace algún tiempo a esta parte, la generalidad de la gente ha considerado, y muy bien, que se estaba perdiendo una palabra estupenda para expresar sentimientos como la repulsa, la repugnancia, el asco, los cuales, como cualquier persona reconocerá, nada tienen que ver con los enunciados arriba.

Con las palabras todo cuidado es poco, mudan de opinión como las personas. Claro que lo del ardid no fue embutir, atar y poner a secar, el asunto tuvo que dar sus vueltas, introdujo emisarios con bigotes postizos y sombreros de ala caída, telegramas cifrados, diálogos a través de líneas secretas, por teléfono rojo, encuentros en encrucijadas a medianoche, billetes debajo de una piedra, todo cuanto más o menos ya conocimos en otras negociaciones, esas en las que, por así decir, se jugaban vigilantes a los dados. Tampoco se puede pensar que se trató, como en el otro caso, de transacciones simplemente bilaterales. Además de la maphia de este país en que no se muere, participaron igualmente en las conversaciones las maphias de los países limítrofes, pues ésa era la única manera de resguardar la independencia de cada organización criminal en el marco nacional en que operaba y de su respectivo gobierno. No tendría ninguna aceptación, incluso sería absolutamente reprensible, que la maphia de uno de esos países entablara negociaciones directas con la administración de otro país. A pesar de todo, las cosas no han llegado hasta ese punto, lo ha impedido hasta ahora, como un último pudor, el sacrosanto principio de la soberanía nacional, tan importante para las maphias como para los gobiernos, lo que, siendo más o menos obvio en lo que a éstos se refiere, sería bastante dudoso en relación a las asociaciones criminales si no tuviéramos presente con qué celosa brutalidad suelen defender sus territorios de las ambiciones hegemónicas de sus colegas de oficio. Coordinar todo esto, conciliar lo general con lo particular, equilibrar los intereses de unos con los intereses de los otros, no fue tarea fácil, lo que explica que durante dos largas y tediosas semanas de espera los soldados se hayan pasado el tiempo insultándose por los altavoces, aunque siempre teniendo cuidado de no traspasar ciertos límites, de no exagerar en el tono, no fuese a ocurrir que la ofensa se subiera a la cabeza de algún teniente coronel susceptible y ardiera Troya. Lo que más contribuyó para complicar y demorar las negociaciones fue el hecho de que ninguna de las maphias de los otros países dispusiera de vigilantes para hacer con ellos lo que entendiesen, faltándoles, consecuentemente, el irresistible medio de presión que tan buenos resultados había dado aquí. Aunque este lado oscuro de las negociaciones no haya llegado a transpirar, a no ser por los rumores de siempre, existen fuertes presunciones de que los mandos intermedios de los ejércitos de los países limítrofes, con el indulgente beneplácito del grado superior de la jerarquía, se han dejado convencer, sólo dios sabe a qué precio, por la argumentación de los portavoces de las maphias locales, en el sentido de cerrar los ojos ante las indispensables maniobras de ir y venir, de avanzar y retroceder, que en eso consistía la solución del problema. Cualquier niño habría sido capaz de tal idea, pero, para hacerla efectiva, era necesario que, alcanzada la edad que llamamos de la razón, se acercara a la puerta de la sección de reclutamiento de la maphia para decir, Me trae la vocación, cúmplase en mí vuestra voluntad.

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