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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad

BOOK: Las islas de la felicidad
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Crónica de un apasionante viaje junto al gran navegante Andrés de Urdaneta

En los tiempos de Juan Sebastián Elcano, cuando las coronas de los reinos se disputaban la supremacía de los mares y de los nuevos territorios conquistados, un joven navegante guipuzcoano, Andrés de Urdaneta, se enroló en una temeraria aventura que duraría once años, y le permitiría descubrir la que iba a convertirse en una de las rutas comerciales más importantes del mundo, la ruta de las especias.

Las islas de la felicidad constituye una crónica de esta magnífica peripecia y relata sus venturas y desventuras de la mano de Martín de Andonegui, un novicio expulsado de su orden por su afición al juego y otros vicios quien, para salvar su pellejo, se vio envuelto este viaje inolvidable.

José Luis Olaizola

Las islas de la felicidad

ePUB v1.0

minicaja
27.08.12

Título original:
Las islas de la felicidad

José Luis Olaizola, 2007.

Editor original: minicaja (v1.0)

ePub base v2.0

A Enrique Santa, que me ha facilitado buena parte de la documentación que he precisado para escribir este libro.

Capítulo 1

ANDRÉS DE URDANETA Y LA LOCURA DE LA MAR.

Yo, Martín Andonegui de Lizarra, corregidor de la región de Ávalos en la Nueva España, paso a relacionar la parte que me tocó en el tornaviaje de Andrés de Urdaneta, que Dios tenga en merecida gloria en compañía de su amado y reverenciado san Agustín, a cuya Orden perteneció por designios inextricables de la Divina Providencia, y en cuyo seno entregó su alma a Dios después de cuanto padeció siempre al servicio de Su Majestad Ilustrísima, a quien dirijo este escrito a fin de que relacionando lo sucedido, muy por menudo, se me reconozcan aquellos derechos a los que me considero acreedor, siempre salvado el mejor juicio de Su Majestad Ilustrísima, y de los sabios consejeros de los que se sirve para esta clase de negocios.

(Observación del transcriptor: Así comienza el relato de Martín Andonegui, obrante en el Archivo General de la Nación de México al que procuraremos ajustamos fielmente, con la advertencia de que lo que inicialmente parecía un memorial de agravios dirigido a Felipe II, deriva a aspectos que poco tienen que ver con tal reclamación, y se convierte en una suerte de
desahogo
de su vida que, incluso en ocasiones, no le hacen favor alguno. La impresión del transcriptor es que Andonegui, hombre culto, capaz de escribir tanto en latín como en castellano, puesto que había estado en el noviciado de una Orden religiosa que no especifica cuál fuera, pero que sí que fue expulsado de ella por su afición al juego, se recrea en el manejo del lenguaje y, en ocasiones, pagado de sí mismo, o más bien de las aventuras que le, tocó correr, no resiste la tentación de contarlas aunque no siempre salga bien parado de ellas. El relato se extiende hasta los mil doscientos pliegos con una letra muy menuda, propia de un pendolista, y se justifica de tanta extensión arguyendo que
«un tal Bernal Díaz del Castillo no lo hizo en menos, y si grande fue la verdadera conquista de la Nueva España, no le va a la zaga a la de aquellas inmensidades de islas que hay en la mar océana del Pacífico, y la manera de ir y volver de ellas».
El trabajo del transcriptor se ha centrado en seleccionar lo más notable del relato y prescindir de las múltiples repeticiones a las que tan dados son quienes piensan que todo lo que les sucede a ellos, es de gran interés para los demás. La relación sigue así):

A Andrés de Urdaneta lo conocí en el año de gracia de 1523 en mi villa natal de Zumaia, que recordarla y asomarse las lágrimas a los ojos todo es uno, pues tras haber dado la vuelta al mundo por tiempo de doce años, pocos lugares hay más gratos que ese pequeño rincón de la costa de Guipuzcoa, que cuando sus aguas están sosegadas no las hay iguales en el mundo entero de suaves y regaladas que son, con una ría que entra hasta bien adentro y hace de ella el mejor de los puertos. Y cuando están bravías nunca llegan a la locura de las del estrecho de Magallanes, que hacen perder el sentido al que se adentra en ellas. Y si te apartas de la costa, cosa de tiro de piedra, te topas con campas que conservan su verdor ya sea invierno o verano, pues ese paraíso no es de nieves ni de otras extremidades, sino bien templado y regado con generosidad por las aguas del cielo. El hambre allá no se conoce pues de la mar se obtiene cuanto se pueda desear, y de la tierra los frutos más regalados. ¡Oh, hados del destino! ¿Por qué hube de abandonar aquel vergel para emprender la más descomunal de las aventuras, que tan poco provecho me reporta en este final de mi vida, salvado el servicio prestado a Su Majestad Ilustrísima y a los que le precedieron en el gobierno de los reinos de España?

Era a la sazón el Urdaneta de edad de quince años, pero en todo parecía más aventajado por la decisión que ponía en cuanto hacía, y por cómo sabía imponerse a los demás, entre otros a mi pobre persona que comencé siendo su preceptor en la lengua castellana, y algo en la latina, y terminé soldado a sus órdenes, fidelísimo en todo. Entonces el Urdaneta se servía sólo del habla de aquellas tierras, pero del modo que lo hacen los del interior, que tiene sus diferencias con el que hablamos los de la costa, que era el que interesaba a Urdaneta pues siendo fiel caserío de Legorreta, en que está hacia la parte de Tolosa, todo su pío era la mar y cuanto con ella trajera relación. Ver las aguas de la mar y encendérsele los ojos todo era uno. Al poco de comenzar las lecciones, cuando todavía no conocía sus hábitos, íbamos un día de buena mañana por el sendero de sirga que une Zumaia con Getaria, él muy distraído de lo que le decía, y al llegar a una parte en la que las rocas se alzan en acantilado, me hizo detener con su mirada prendida en una playita en que la bajamar luce al pie de aquel acantilado donde venían a morir, con suavidad, las olas que se habían estrellado en la rompiente no lejos de allí. Esta costumbre sí la teníamos de hacer las lecciones andando, pues Urdaneta no era de estar encerrado, ya que sin ser inquieto amaba más que nada la naturaleza, y yo no veía nada malo en que nuestra enseñanza fuera peripatética siguiendo el ejemplo de los maestros griegos. Alumno más aprovechado no podía ser por gracia de una memoria prodigiosa, que mucho había de servirle más tarde en su oficio de navegante y cosmógrafo que fue de donde le vino la fama; decirle una palabra y quedarse con ella todo era uno, sin que fuera necesario repetírsela. De ahí que alcanzara a conocer muy bien la lengua de Castilla y en ella escribiera su
Relación,
muy cumplida. De latín también sabía algo y si no aprendió más fue porque yo no se lo enseñé. Pero hasta su muerte, cuando estábamos solos, o con otros navegantes de nuestra tierra, tal don Juan Sebastián Elcano, siempre nos servíamos del euskaldun.

Aquel día, en lo alto del acantilado, comenzó a desprenderse de las calzas, el jubón y cuanto llevaba encima y yo, temeroso de que fuera a hacer algo deshonesto, le di voces para que no siguiera no fuera a ser que apareciese alguien por aquel paraje apartado y nos pusiera en vergüenza. Mas Urdaneta, sin hacer caso de mis gritos, comenzó a dar saltos de roca en roca y desde una de ellas se tiró de cabeza a la mar, con no poco espanto por mi parte. Al poco sacó la cabeza del agua y a grandes brazadas se metió mar adentro mientras que yo a grandes voces le hacía ver que semejante desafío a la mar no era propio de personas cuerdas. Él, sin hacerme caso, siguió con su travesura, cosa de media legua, y cuando llegó a la rompiente se puso a jugar con las olas y luego se retornó a la playita que queda dicha dejándose traer por ellas, algo nunca visto, pues en nuestra tierra eran pocos los que sabían mantenerse sobre las aguas y nunca por tanto tiempo. Digo, los
arrantzales
sabían nadar, y no todos, pero a lo más para salir del agua cuando caían en ella; afición al agua no había y lo que hiciera el Urdaneta en aquella ocasión no lo viera hacer nunca antes, pero éste, como si supiera que su destino había de ser la mar, tenía en mucho el manejarse en ella con soltura y entendía que era de necios el no saber nadar. Años más tarde, sería en el 1526, nos encontrábamos en el
Santi Spiritus,
navío en el que tentábamos en entrar en el estrecho de Magallanes por la parte del cabo de las Once Mil Vírgenes, cuando las aguas se alborotaron de tal manera que nos dimos por muertos. El navío comenzó a garrear pese a tener sus cuatro anclas bien hincadas en la arena y algunos de la tripulación, aterrados, se lanzaron al agua pensando que podían alcanzar la playa que estaba a la vista.

Los que saltaron fueran como doce y sólo uno logró salvarse y no porque alcanzara la playa, sino porque sabía mantenerse sobre las aguas y tiempo dio a que le tiráramos un cabo al que se agarró. Los otros que no sabían nadar se ahogaron todos sin que nada pudiéramos hacer por ellos y el Urdaneta dijo muy sesudo: «Necedad es abandonar un navío mandado por tan buen capitán (este capitán era donjuán Sebastián Elcano por quien Urdaneta sentía una gran devoción y siempre lo tuvo por su maestro), pero mayor aún hacerlo sin saber nadar. Bien merecido se lo tienen por sinsorgos.»

Volviendo a lo del acantilado de Zumaia cuando Urdaneta alcanzó la playita, me bajé a ella y le reprendí haciéndole ver que siendo yo su preceptor si algo le hubiera sucedido mía sería la culpa, a lo que él respondió con risas, como mozuelo que era. Respeto nunca me tuvo mucho, ni yo hacía méritos para ello, pues no acerté a ser un maestro cumplido y, por contra, pronto se enteró de mi afición a la flor del berro, sobre todo en lo que atañía a juegos y apuestas a las que tan dados somos los vascos, pero que en mí era malicia extrema, Dios me lo haya perdonado; esto me lo reprendía, pues él nunca fue dado a juegos de naipes ni dados, ni tampoco a cruzar apuestas. Por mi edad tampoco merecía ese respeto pues si el Urdaneta andaba por los quince o dieciséis años, yo estaba por cumplir los veinte y cuando andábamos juntos más parecíamos amigos que departen, que maestro y discípulo.

Lo de que yo fuera maestro tiene su razón por el tiempo que pasé en el noviciado de una Orden, que no es de fundamento el que la nombre pues aun sin guardar rencor por lo que allí me sucedió, en callar hay más virtud que en hablar, cuando no se va a decir nada de provecho, según reza el Eclesiastés. Mas para que se entienda por qué hube de ingresar en tal noviciado conviene saber que mi padre, Antxon de Andonegui hubo dos hijos de mi madre María de Lizarra, yo el segundo y casi póstumo pues nacer y morir mi madre fue todo uno, y si algo recuerdo con tristeza es aquella infancia casi siempre enfermo como es natural en quien no se ha nutrido con la leche materna, y mirado con despego por la que sucedió a mi madre en el lecho de mi padre, una mujer joven que a ésta sí que no la nombro pues nada bueno recuerdo de ella. Le dio otros dos hijos a mi padre, con los que mejor me hubiera entendido de no ser porque mi madrastra les ponía en mi contra, y les advertía que habían de tener cuidado con mi persona y con mis aficiones.

Esta afición era que cuando cumplí los doce años, siempre corto de salud, mis hermanitos andarían por los nueve y los diez, y les propuse con inocencia hacer juegos para ver quién se quedaba con los dineros de los otros. Estos hermanitos tenían unas alcancías en las que iban guardando las moneditas que les daba la
ama
y también alguna mi padre, y yo sólo tenía las que me daba mi padre con ocasión de alguna fiesta muy señalada. Con los juegos gozaron mucho, pues unas veces eran de correr aver quién llegaba primero, otras de acertijos, o de encontrar cosas escondidas. Cuando les gané su dinero me prometieron que no dirían nada a su madre, y lo cumplieron, pero no acertaron a explicar lo de las alcancías quebradas y por ahí vino el disgusto y los consiguientes recelos.

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