Las llanuras del tránsito (20 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–Eso también confundiría al rastreador.

–¡Oh, ahí están! –exclamó Ayla, al ver las plantas altas, un tanto irregulares, con flores rosadas y hojas que parecían puntas de lanza; eran las mismas que ella había visto antes. Con el palo de cavar ahuecó rápidamente varias raíces y las extrajo.

En el camino de regreso, buscó una piedra lisa y dura, o un pedazo de madera, y una piedra redonda para aplastar la raíz jabonera y liberar la saponina, que formaría espuma y les permitiría lavarse en el agua. En el recodo, río arriba, pero no demasiado lejos del campamento, el riachuelo había formado un estanque en el que el agua les llegaba hasta la cintura. El agua estaba fresca y agradable; después de lavarse, exploraron el río pedregoso, nadando y caminando aguas arriba, hasta que les detuvo una cascada caudalosa y con veloces rápidos allí donde las laderas en pendiente del valle se angostaban y empinaban.

El lugar recordó a Ayla el riachuelo de su valle, con su cascada de aguas inquietas de las cuales se desprendían vapores, y que, además, bloqueaban el avance hacia el curso superior, si bien el resto del lugar evocaba en su mente más bien los declives montañosos que circundaban la caverna en la que había crecido. Allí había una caída de agua, lo recordaba perfectamente; una cascada suave y alfombrada con musgo, que le había permitido llegar hasta una pequeña caverna donde se había instalado, y que más de una vez había sido un refugio para la joven.

Abandonaron sus cuerpos a la corriente para que los llevase de regreso, y en el camino se salpicaron y jugaron. A Ayla le encantaba el sonido de la risa de Jondalar. Aunque él sonreía, no reía a menudo, y tendía en cambio a mostrar un comportamiento más serio; pero cuando reía, era la suya una risa sonora y vibrante, que provocaba sorpresa.

Cuando salieron del agua y se secaron, aún hacía calor. La nube oscura que Ayla había visto antes ya no estaba en el cielo, encima de ellos, pero el sol descendía hacia una masa oscura y amenazadora por el oeste, y el laborioso movimiento de ésta se veía subrayado por una capa irregular que se extendía deprisa en dirección contraria. Apenas la esfera de fuego descendiera bajo las nubes oscuras y se apoyase en el reborde occidental, la temperatura bajaría rápidamente. Ayla buscó con la mirada a los caballos y vio que estaban en un prado abierto, a cierta distancia de la ladera, pero no demasiado lejos del campamento; podrían oír su silbido si les llamaba. A Lobo no se le veía; Ayla supuso que continuaría explorando en el curso inferior del río.

Extrajo el peine de marfil de largos dientes y un cepillo formado por duros pelos de mamut que Deegie le había proporcionado; después retiró de la tienda la piel de dormir, desplazándola para sentarse sobre ella mientras se peinaba. Jondalar se sentó enfrente de Ayla y comenzó a peinar sus propios cabellos con un peine de tres dientes; tenía que esforzarse para alisar algunos mechones enmarañados.

–Jondalar, déjame hacerlo –dijo Ayla, poniéndose de rodillas detrás de él. Aflojó con destreza los nudos que se habían formado en los cabellos amarillos largos y lacios, de un tono un poco más claro que los suyos, y admiró el color. Cuando ella era más joven, tenía los cabellos casi blancos, pero después se habían ido oscureciendo y se asemejaban al pelaje de Whinney, con sus matices dorados y cenicientos.

Jondalar cerró los ojos mientras Ayla trabajaba en sus cabellos, pero tenía conciencia cálida de la joven afanándose a su espalda, y de su piel desnuda que rozaba de vez en cuando la del propio Jondalar; cuando ella terminó de peinarle, él ya sentía un calor que no estaba causado precisamente por el sol.

–Ahora me toca a mí peinarte –comentó Jondalar, y se incorporó para pasar detrás de ella. Durante un momento ella pensó oponerse. No era necesario. Él no tenía que peinarla sólo porque ella le hubiera peinado antes; pero cuando Jondalar apartó del cuello de Ayla los cabellos abundantes y los estiró entre sus dedos, como quien hace una caricia, aceptó de buen grado.

Los cabellos de Ayla tendían a rizarse y se enmarañaban fácilmente, pero él trabajó con cuidado, liberando cada mechón sin tirar demasiado. Después, le cepilló los cabellos hasta que quedaron lisos y casi secos. Ayla cerró los ojos, mientras experimentaba un placer extraño y muy dulce. Iza la peinaba cuando era muy pequeña; tiraba suavemente de los rizos enmarañados con un palo largo, liso y puntiagudo; pero jamás un hombre había hecho eso. Cuando Jondalar la peinaba, Ayla experimentaba un intenso sentimiento de ser cuidada y amada.

Y él estaba descubriendo que le complacía peinar y cepillar los cabellos de Ayla. El color oro oscuro le recordaba el pasto maduro, pero algunas mechas aclaradas por el sol eran casi blancas. Eran bellos y tan abundantes y suaves, que manipularlos era un placer sensual que le provocaba el deseo de sentirlo durante mucho tiempo. Cuando terminó, depositó el cepillo, después levantó las trenzas ligeramente húmedas y, apartándose a un costado, se inclinó para besar los hombros y la nuca de Ayla.

Ayla mantuvo los ojos cerrados y sintió los escalofríos provocados por la respiración tibia y los labios suaves que apenas le rozaban la piel. Él le mordisqueó el cuello y le acarició ambos brazos, y después extendió las manos para sostener los dos pechos, alzándolos y sintiendo el peso agradable y mórbido, y los pezones firmes y erectos.

Cuando él se inclinó para besarle el cuello, Ayla levantó la cabeza y giró apenas, y entonces sintió contra la espalda el órgano caliente y rígido. Se volvió y lo cogió en sus manos, gozando de la suavidad de la piel que cubría el eje tibio y duro. Puso una mano sobre la otra y las movió con firmeza hacia arriba y hacia abajo, y Jondalar experimentó una oleada de sensaciones; pero ese sentimiento alcanzó niveles inconcebibles cuando sintió la tibia humedad de la boca de Ayla que lo encerraba.

Jondalar dejó escapar un suspiro explosivo y cerró los ojos cuando las sensaciones le recorrieron el cuerpo. Después los entreabrió para mirar y tuvo que extender la mano para acariciar los hermosos y suaves cabellos que le cubrían los muslos. Cuando ella le atrajo todavía más hacia sí, Jondalar pensó por un momento que ya no podría soportarlo y que cedería en ese instante. Pero quería esperar, deseaba que el exquisito placer que él recibía también fuese placer para ella. Le encantaba hacerlo, le encantaba saber que podía. Estaba casi dispuesto a renunciar a su placer para complacerla... casi.

Sin apenas saber cómo había llegado allí, Ayla descubrió que yacía sobre la piel de dormir y que Jondalar estaba tendido a su lado. Él la besó. Ayla abrió un poco la boca, apenas lo suficiente para permitir que él le introdujese la lengua, y rodeó al hombre con sus brazos. Le agradaba la sensación que sentía cuando los labios de Jondalar apretaban con firmeza los que ella le ofrecía y la lengua del hombre la exploraba suavemente. De pronto, él se apartó y la miró.

–Mujer, ¿tienes idea de lo mucho que te amo?

Ayla sabía que era cierto. Podía verlo en los ojos de Jondalar, sus ojos brillantes y vívidos, increíblemente azules, que la acariciaban con su mirada, e incluso desde lejos lograban estremecerla. Los ojos de Jondalar expresaban las emociones que él, con mucho esfuerzo, intentaba mantener controladas.

–Sé cuánto te amo –contestó Ayla.

–Por mi parte, todavía no puedo creerlo, creer que estés aquí conmigo, y no en la Reunión de Verano, unida a Ranec.

Cuando recordó cuán cerca había estado de perderla a manos del seductor y moreno tallador de marfil, la acercó bruscamente y la apretó con fuerza, para expresar su fiera necesidad.

Ella también le abrazó, agradecida porque el prolongado invierno del malentendido al fin había terminado. Había amado sinceramente a Ranec –era un buen hombre y había sido un buen compañero–, pero no era Jondalar, y su amor por el hombre alto que ahora la besaba iba más allá de todo cuanto ella podía expresar.

El intenso temor de perderla que experimentaba Jondalar se calmó, reemplazado, cuando sintió contra el suyo el cuerpo tibio de Ayla, por un deseo de poseerla que era igualmente profundo. De pronto, se encontró besándole el cuello, los hombros y los pechos, como si todo lo que ella le daba no pudiera saciarle nunca.

Entonces, Jondalar se interrumpió y respiró hondo. Deseaba que aquello durase, y quería aprovechar su habilidad para ofrecerle lo mejor que él tenía; en efecto, era hábil. Le había enseñado alguien que sabía y con más amor que el que debería haber sentido. Él había deseado complacer y se había mostrado más que dispuesto a aprender. Había aprendido con tal destreza que en su pueblo se comentaba en broma que Jondalar era experto en dos oficios, y que también era un excelente tallador de herramientas de pedernal.

Jondalar miró a Ayla y observó su respiración, disfrutando con la visión de sus formas llenas y femeninas, complaciéndose en el mero hecho de su existencia. La sombra que él proyectaba caía sobre Ayla y bloqueaba el calor del sol. Ayla abrió los ojos y miró a lo alto. El sol brillante detrás de Jondalar resplandecía alrededor de los cabellos rubios y rodeaba la cara en sombras con una aureola dorada. Ayla le deseaba, estaba preparada para recibirle, pero cuando él sonrió y se inclinó para besarle el ombligo, ella volvió a cerrar los ojos y se ofreció al hombre, consciente de lo que él deseaba y de los placeres que podía proporcionarle.

Jondalar sostuvo los pechos de Ayla y después pasó lentamente la mano sobre el costado de la joven, hasta la curva de la cintura y la forma abundante de la cadera, para después descender por el muslo. Ella se estremeció ante el contacto. Jondalar movió la mano hacia la cara interior del muslo de Ayla y sintió la suavidad especial de su piel y los rizos tersos y dorados del pubis. Le acarició el estómago y después se inclinó para besarle el ombligo antes de elevarse nuevamente hacia los pechos y besar ambos pezones. Sus manos eran como un fuego suave, tibias y maravillosas, y le produjeron una ardiente excitación. El hombre volvió a acariciarla; la piel de Ayla registraba cada uno de los lugares que él tocaba.

La besó en la boca, y suave, lentamente, le besó los ojos y las mejillas, el mentón y la mandíbula, y después respiró junto al oído de Ayla. Su lengua encontró el hueco del cuello y continuó descendiendo entre los pechos. Luego cogió sus manos y las mantuvo juntas, complacido por su redondez, por el gusto levemente salado de Ayla y por la sensación de su piel, a medida que su propio deseo se acentuaba. Su lengua acarició un pezón, después el otro, y entonces ella sintió el latido profundo que se avivaba cuando él lo introducía en su propia boca. Jondalar exploró con la lengua el pezón, presionando, tironeando, mordisqueando apenas, y después buscó el otro con la mano.

Ella se apretó contra él y se perdió en las sensaciones que le recorrían el cuerpo, centrándose en la sede del placer en lo más profundo de sí misma. Con su lengua tibia, él volvió a buscar el ombligo de Ayla, y mientras un viento fresco le aliviaba la piel, describía círculos y después descendía más y más, hasta la suave pelambre rizada del pubis, y a continuación, durante un momento fugaz, hasta la abertura tibia y el nódulo duro del placer de Ayla. Ella elevó las caderas hacia Jondalar y lanzó un grito.

Jondalar se refugió entre las piernas de Ayla, y con las manos abrió la tibia flor rosada de pétalos y pliegues para contemplarla. Se inclinó para saborearla –conocía el sabor de Ayla y lo amaba– y después ya no se contuvo y se regodeó explorándola. Su lengua encontró los pliegues conocidos, penetró en la hondura profunda, y seguidamente se elevó en busca del nódulo pequeño y duro.

Mientras él jugueteaba con su lengua, sorbiendo y mordisqueando, ella gritaba y gritaba, y su respiración se aceleraba y el impulso interior se acentuaba. Toda la sensación se desplegaba internamente y ahora no había viento ni sol, sólo la creciente intensidad de sus sentidos. Jondalar sabía que se acercaba el momento, y aunque él apenas podía contenerse, aminoró el ritmo y retrocedió, con la esperanza de prolongar el instante; pero ella le buscó, incapaz de esperar. Cuando se aproximaba la culminación, cada vez más acentuada, más intensa, con una expectativa concentrada, oyó los gemidos de placer de Ayla.

De pronto llegó; oleadas intensas y estremecedoras la dominaron, y después, con un grito convulsivo, notó cómo se desplomaron sobre ella. Ayla estalló en el espasmo de la liberación, y entonces surgió el deseo indescriptible de sentir en su interior la virilidad de Jondalar. Le buscó, tratando de atraerle hacia ella.

Él sintió el fluido húmedo de Ayla, y al percibir que la joven le necesitaba, se irguió, cogiendo su miembro ansioso para introducirlo en el pozo profundo y acogedor de la mujer. Ella lo sintió entrar y se elevó para salir a su encuentro, al mismo tiempo que él se sumergía. El abrazo de los pliegues tibios de Ayla lo envolvió y Jondalar penetró profundamente, sin temor a que su propio tamaño fuese mayor de lo que ella podía recibir. Eso era parte de la maravilla de Ayla... su propia armonía con él.

Se retiró a medias, experimentando el placer exquisito del movimiento, y con total abandono entró otra vez, profundamente, mientras ella elevaba las caderas para apretarlas contra el cuerpo de Jondalar. Él casi alcanzó la culminación, pero la intensidad disminuyó y de nuevo volvió a salir para entrar una y otra vez, y con cada movimiento aumentaba la intensidad. Guiándose por la cadencia del movimiento de Jondalar, ella sintió la plenitud del hombre y después cómo se retiraba y la colmaba de nuevo, y cómo ya había superado la posibilidad de sentir otra cosa fuera de la pasión que le embargaba.

Ayla oyó la respiración intensa de Jondalar y la suya propia, y los gritos de ambos se entremezclaron. Después, él pronunció el nombre de su compañera y ella se alzó para salir a su encuentro; en un supremo estallido y desbordamiento, ambos sintieron una liberación que podía equipararse a la llama resplandeciente del fiero sol, que enviaba sus últimos rayos luminosos al valle y se hundía tras las nubes oscuras y móviles, delineadas con matices de oro bruñido.

Después de unos pocos movimientos más, él se aflojó sobre el cuerpo de Ayla, sintiendo bajo el suyo las curvas redondeadas de la joven. A ella siempre le encantaba ese momento con él, la sensación de su peso sobre ella. Nunca le parecía excesivo; era tan sólo una opresión cómoda y una intimidad que la entibiaba mientras ambos descansaban.

De pronto, una lengua tibia le lamió la cara y una nariz fría comenzó a explorar la intimidad de los dos cuerpos.

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