Las Montañas Blancas (15 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Las Montañas Blancas
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¿Y con complejo de culpabilidad? Era el mayor acto de piratería, —o si se prefiere, robo—, que habíamos cometido hasta el momento. Aún repicaban las campanas por el valle; por la calle principal del pueblo avanzaba una procesión: niños vestidos de blanco seguidos de sus mayores. Seguramente entre ellos estarían el granjero y su mujer, que al volver se encontrarían la despensa vacía. Me imaginé la desolación de mi madre y el desprecio e irritación de mi padre. En Wherton no se permitía que un desconocido se marchara hambriento, pero las normas que delimitaban lo que pertenecía a cada cual eran sacrosantas.

La diferencia estribaba en que nosotros no éramos unos desconocidos; nosotros éramos unos fuera de la ley. A nuestro modo, pobre e insignificante, estábamos en guerra. Esencialmente contra los Trípodes, pero indirectamente contra todos aquellos que, por las razones que fuera, los apoyaban. Incluyendo, —me esforcé por afrontarlo—, a todos cuantos había conocido, y a los cuales había cobrado cariño, en el Château de la Tour Rouge. Todos estaban contra nosotros en el país que cruzábamos. Teníamos que vivir de nuestro ingenio y de nuestros recursos: no valía ninguna de las normas antiguas.

Más adelante vimos a un Trípode que avanzaba por el valle, el primero en varios días. Pensé que Larguirucho se equivocaba y que se dirigía al pueblo, a una Ceremonia de la Placa, pero en lugar de ir hacia allí se detuvo, lejos de todo lugar habitado, aproximadamente a una milla de donde estábamos. Allí se quedó, tan inmóvil y aparentemente inanimado como el del castillo. Avanzamos algo más deprisa que antes y nos mantuvimos ocultos siempre que nos fue posible. Aunque parecía que no tenía mucho sentido: no había razón para suponer que tuviera que ver con nosotros, ni siquiera que nos pudiera ver. No daba muestras de querer seguirnos. Al cabo de una hora o así lo perdimos de vista.

Volvimos a ver al Trípode, o uno parecido, a la mañana siguiente y una vez más se detuvo a cierta distancia y se quedó allí. Nuevamente nos pusimos en marcha y lo perdimos. El cielo estaba más nublado que antes y hacía mucho viento. Se nos había acabado la comida que cogimos en la granja, —Larguirucho quiso que la racionáramos pero por una vez Henry y yo no le hicimos caso—, y no encontramos más en todo el día. Otra vez teníamos hambre, seguramente acentuada por el hecho de haber comido bien el día anterior.

Al atardecer subimos por unos campos en los que había plantas situadas unas muy cerca de otras, sujetas por palos, y que daban racimos de una fruta verde y pequeña. La recolectarían cuando hubieran crecido del todo y estuvieran maduras, y le sacarían el jugo para hacer vino. Cerca del castillo había unos cuantos campos de éstos, pero me asombró ver la gran cantidad que había aquí, así como la manera en que estaban dispuestas las parcelas, —o, más bien, los bancales—, para recibir la lluvia y el sol. Tenía tanta hambre que probé unas cuantas frutas de las más grandes, pero estaban duras y agrias, y tuve que escupirlas.

Habíamos estado durmiendo al aire libre pero pensamos que, ante la posibilidad de que empeorara el tiempo, sería una buena idea procurarse un refugio para la noche. De hecho descubrimos una cabaña, una cosa improvisada, situada en la intersección de tres campos. Nos acordamos de nuestra última experiencia y entramos cautelosamente, pero Larguirucho nos aseguró que se trataba de un lugar que sólo utilizan durante la recolección de la fruta, y lo cierto es que no había ninguna vivienda a la vista, sólo las largas hileras de palos y plantas que se extendían hasta perderse en la oscuridad. Estaba muy vacía, no había tan siquiera una mesa o una sil a, pero el techo, aunque por algunos sitios se veía el cielo, nos preservaría casi totalmente de la lluvia.

Era un alivio haber encontrado un refugio y, después de echar un vistazo, también descubrimos alimentos, aunque casi no se podían comer. Se trataba de unas ristras de cebollas, como las que los hombres de jersey azul traían del otro lado del mar, sólo que éstas estaban secas y marchitas, y en algunos casos podridas. Puede que las trajeran los trabajadores en la última recolección, aunque era raro que las hubiesen dejado allí. Fuera como fuere, aplacaron un tanto las protestas de nuestros estómagos. Nos sentamos a la puerta de la cabaña, masticándolas y viendo cómo se desvanecía la luz tras la línea de las colinas. Reinaba la calma y a pesar de haber cenado cebollas marchitas y rancias, y a la perspectiva de pasar la noche en un suelo que se desmoronaba, era la vez que más contento me sentía desde que salí del castillo. Pensaba menos en las cosas que me conturbaban, sentía que se quedaban atrás, desvaneciéndose. E íbamos bien. Unos cuantos días más y tendríamos las montañas a nuestro alcance.

Entonces Henry se dirigió al otro lado de la cabaña y un momento más tarde nos llamó para que acudiéramos también. No tuvo necesidad de dirigir nuestra atención hacia él. Fijo sobre la hierba se alzaba el Trípode, a una distancia no muy superior a media milla.

Henry dijo:

—¿Crees que es el mismo?

Dije yo:

—No estaba a la vista cuando llegamos a la cabaña. Miré en esa dirección.

Henry dijo con inquietud:

—Desde luego se parecen todos mucho.

—Hemos de seguir, —dijo Larguirucho—. Puede que sea casualidad, pero es mejor no arriesgarse.

Abandonamos la cabaña y subimos afanosamente la colina. Aquella noche nos tumbamos en una zanja y yo no dormí bien, aunque por fortuna no llovió. Pero dudo que hubiera pegado ojo en la cabaña, sabiendo qué monstruoso centinela montaba guardia fuera.

Cuando salimos por la mañana no se veía el Trípode, pero no mucho después de parar a mediodía él, o quizá otro, apareció a nuestra espalda, asomando por detrás de la cima de una colina, y se detuvo a la misma distancia. Sentí que me temblaban las piernas.

Larguirucho dijo:

—Tenemos que perderlo.

—Sí —dijo Henry—, ¿pero cómo?

—Puede que le estemos ayudando, —dijo Larguirucho—, manteniéndonos a cubierto.

Delante de nosotros había campos, algunos con viñedos, otros con cultivos distintos. A la izquierda, un poco desviados de nuestro curso, había árboles; parecía el lindero de un bosque que se extendía a lo lejos, cubriendo los pliegues del terreno.

—Veremos, —dijo Larguirucho—, si es capaz de divisarnos a través de las hojas y las ramas.

Nos encontramos un campo de nabos antes de entrar en el bosque, y llenamos las bolsas, sabedores de que podría haber pocas posibilidades de conseguir comida más adelante. Pero era un inmenso alivio sentirse ocultos: el techo de vegetación era tupido. Sólo de cuando en cuando veíamos fragmentos de cielo, pero nada de sol.

Viajar era más difícil, por supuesto, y más agotador. En ciertos lugares había gran cantidad de árboles y en otros la maleza era tan enmarañada que nos veíamos obligados a dar un rodeo en vez de atravesarlo con esfuerzo. Al principio estábamos medio convencidos de que oiríamos los ruidos del Trípode cuando atravesara el bosque siguiéndonos, pero al ir pasando las horas y ver que sólo se escuchaban los ruidos normales del bosque, —los pájaros, el chillido de una ardilla, unos gruñidos lejanos que con toda probabilidad corresponderían al jabalí— fuimos convenciéndonos de que, tanto si habíamos tenido razón al pensar que nos perseguían como si no, aquella idea ya no tenía sentido.

Pasamos la noche en el bosque; dimos por finalizada la jornada un poco temprano, pues tuvimos la suerte de dar con la cabaña de un leñador. Había leña y yo hice una fogata mientras Henry cogía un par de cepos de alambre que estaban colgados de la pared y los colocaba a la entrada de unas madrigueras de conejo que había cerca. Atrapó uno que salía a hacer su recorrido nocturno; lo despellejamos y lo asamos a la lumbre. Nos comimos el conejo solo. Todavía quedaban algunos nabos, pero a esas alturas ya estábamos hartos de ellos.

A la mañana siguiente nos dirigimos de nuevo hacia campo abierto y llegamos en poco más de una hora. No había rastro del Trípode y empezamos a recorrer con buen ánimo un territorio en el que predominaba lo salvaje sobre lo cultivado; en unos pocos prados había vacas pastando y de cuando en cuando se veían campos de patatas y cosas similares, pero la mayor parte era páramo cubierto de hierbas ralas y arbustos, incluyendo una especie que tenía grandes cantidades de una baya azul de sabor dulce y delicado. Nos atiborramos de éstas y llenamos las bolsas de patatas pequeñas.

Progresivamente se iba elevando el terreno, y de modo igualmente progresivo se iba haciendo más baldío. El bosque quedó al oeste, pero había grupos de pinos que espesaban formando extensas arboledas. Atravesamos el silencio apacible de las mismas, en medio del cual hasta el canto de los pájaros sonaba apagado y distante, y al atardecer llegamos a la cima de una loma bajo la cual había una extensión de cien yardas o más, ocupada por pinos talados no hacía mucho tiempo: aún brillaba el blancor de los tocones heridos por el hacha y muchos de los árboles aún seguían donde habían caído, aguardando a que se los llevaran.

Era una posición privilegiada. Podíamos ver el declive del terreno y, por encima de las copas verde oscuro de los árboles que seguían en pie, otras colinas de más altura. Y aún más allá, tan remotas, tan diminutas en apariencia, y sin embargo majestuosas, con las cumbres blancas que el sol poniente, incrustado en el intenso azul del cielo, teñía de rosa (me maravillé al pensar que aquello era nieve), por fin avistamos las Montañas Blancas.

Henry dijo con voz de asombro:

—Deben tener millas de altura.

—Me imagino que sí.

Me sentí mejor al mirarlas. Parecían por sí solas un desafío a los monstruos metálicos que avanzaban a grandes pasos sin que nada los detuviera, omnipotentes, por las tierras bajas. Ahora sí creía sin reservas que los hombres podrían hallar refugio en ellas y seguir siendo libres. Estaba pensando en esto cuando Larguirucho se movió de repente a mi lado.

—¡Escuchad!

Lo oí y me di la vuelta. Estaba detrás de nosotros, muy lejos, pero supe qué era: la madera que crujía y se astillaba bajo el vigoroso impacto metálico, las pisadas de los grandes pies abriéndose paso por el bosque de pinos. Después cesaron. Pudimos vislumbrarlo a través de una pequeña abertura que dejaban los árboles, recortado contra el cielo.

Larguirucho dijo:

—No se nos ha podido ver en toda la tarde. Ahora no estamos a la vista. Y sin embargo sabe que estamos aquí.

Dije, abatido:

—Podría tratarse de una coincidencia.

—Dos veces, sí. Incluso una tercera. Pero si ocurre lo mismo una y otra vez, no. Nos está siguiendo y no necesita vernos. Al igual que un perro que olfatea un rastro.

Henry dijo:

—¡Eso es imposible!

—Si no es posible explicarlo de ninguna otra manera, lo imposible es cierto.

—¿Pero por qué iba a seguirnos? ¿Por qué no viene y nos coge?

—¿Cómo saber lo que hay en sus mentes? —preguntó Larguirucho—. Puede que les interese lo que hacemos, dónde vamos.

Toda la alegría del minuto anterior se evaporó. Las Montañas Blancas existían. Podían brindarnos refugio. Pero aún quedaban muchos días de viaje que para el Trípode no suponían más que unas cuantas zancadas de gigante.

Henry preguntó:

—¿Qué vamos a hacer?

—Tenemos que pensar, —dijo Larguirucho—. De momento se conforma con seguirnos. Eso nos da tiempo. Pero puede que no mucho tiempo.

Bajamos la pendiente. El Trípode no se movió de su posición, pero ya no nos hacíamos ilusiones al respecto. Bajamos lentamente, en medio de un silencio desilusionado. Traté de pensar en algo para librarnos de él, pero cuanto más me concentraba más negro lo veía. Esperaba que los otros dos tuvieran más éxito. Por lo menos Larguirucho. Seguro que se le ocurría algo.

Pero cuando nos detuvimos por la noche no había dado con nada. Dormimos bajo los pinos. Seguía el tiempo seco y, pese a la altura, la temperatura era bastante suave y el lecho de agujas de pino, con un espesor de varias pulgadas, al parecer acumuladas a lo largo de muchos años, era lo más blando sobre lo que había dormido después del castillo. Pero ninguna de aquellas cosas me proporcionaba un gran consuelo.

CAPÍTULO 9
ENTABLAMOS BATALLA

Hacía una mañana sombría, a tono con nuestro estado de ánimo; los pinos estaban envueltos en una niebla fina y fría que nos hizo despertar entre temblores cuando apenas había suficiente luz para que viéramos por dónde íbamos. Avanzábamos entumecidos por entre los árboles, moviéndonos para entrar en calor al tiempo que roíamos patatas crudas. La noche anterior no habíamos podido ver gran cosa del valle y ahora no lográbamos ver nada. Aumentó la claridad, pero la niebla limitaba la visibilidad a un círculo de unas pocas yardas; más allá los troncos de los árboles se fundían con el monótono entorno.

Por supuesto, no vimos el Trípode para nada. Ni tampoco lo oímos: el único ruido que se percibía era el que hacíamos al avanzar, y como pisábamos sobre la alfombra de agujas de pino, quedaba tan amortiguado que su alcance no debía rebasar en exceso el del campo visual, si es que no era inferior. Un día antes esto habría resultado alentador pero a aquellas alturas no íbamos a fingir que tuviera alguna relevancia el hecho de que estuviéramos fuera del campo visual y auditivo de nuestro perseguidor. Otro tanto había ocurrido por un período superior a veinticuatro horas y después, tras atravesar un bosque de pinos en el que no había ninguna senda, hizo su aparición y ocupó una posición desde la que nos controlaba. Después de salir del pinar marchamos sobre hierba mojada, empapándonos los pies y la parte inferior de las piernas. Hacía mucho frío. Íbamos a paso más rápido de lo normal, pero el ejercicio no nos hizo entrar en calor. Yo temblaba y me castañeteaban los dientes. No hablamos demasiado y lo que decíamos era escueto y desesperanzado. No tenía sentido preguntarle a Larguirucho si se le había ocurrido alguna solución. No había más que mirar su rostro largo y apesadumbrado, aterido de frío, para saber que no.

Al salir del fondo del valle nos dirigimos hacia el oeste. Según el mapa, si nos manteníamos en aquella dirección, encontraríamos una subida más fácil. Seguimos guiándonos por el mapa de modo mecánico, a falta de algo mejor. Oímos un rumor solitario, un murmullo y chapoteo de agua; encontramos un río y lo seguimos. Llevábamos varias horas de viaje y yo me sentía tan helado y abatido como al principio, y mucho más hambriento. Aquí no había rastros de vida ni de alimentos.

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