Las Montañas Blancas (17 page)

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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

BOOK: Las Montañas Blancas
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—¿Crees que nos ha visto? —preguntó Henry.

—No lo sé. Estaba lejos y hay poca luz.

De hecho se había puesto el sol; el cielo que veíamos desde nuestro escondrijo ya no tenía color oro, sino azul más oscuro. Pero aún había una claridad aterradora; había mucha más luz que la mañana en que abandoné el castillo. Traté de consolarme pensando que entonces lo había tenido mucho más cerca. El aullido se hizo más fuerte, estaba más próximo. Debía de haber alcanzado y rebasado el lugar donde Larguirucho me operó. Lo cual significaba…

Sentí estremecerse la tierra bajo mis pies, reiteradamente, cada vez con más fuerza. Entonces una de las patas del Trípode surcó el azul y vi el hemisferio negro, recortado contra la bóveda celeste; quise que me tragara la tierra. En aquel momento se detuvo el aullido. En medio del silencio oí un sonido distinto, el silbido de algo que traspasaba el aire a una velocidad tremenda; lancé una ojeada temerosa y vi que arrancaban dos o tres arbustos y los lanzaban por el aire.

Larguirucho dijo a mi lado:

—Nos tiene. Sabe que estamos aquí. Empezará a arrancar arbustos hasta dejarnos a descubierto.

—O hasta que nos mate al arrancarlos, —dijo Henry—. Si te golpea esa cosa…

Dije:

—Si me dejo ver…

—Es inútil. Sabe que somos tres.

—Podríamos salir corriendo en distintas direcciones, —dijo Henry—. Uno de nosotros podría escapar.

Vi más arbustos volando por el aire como si fueran confeti. Pensé que uno no se acostumbra al miedo; te atenaza con la misma firmeza. Larguirucho dijo:

—Podemos luchar contra él.

Lo dijo con la calma propia de un loco y me entraron ganas de soltar un bufido. Henry dijo:

—¿Con qué? ¿Con los puños?

—Con los huevos de metal, —ya tenía la bolsa abierta y estaba buscando. El tentáculo del Trípode volvió a descender silbando. Arrancaba los arbustos sistemáticamente. Después de unas cuantas pasadas (media docena como máximo) llegaría adonde estábamos—. Puede que esto fuera lo que utilizaban nuestros antepasados para luchar contra los Trípodes. Puede que por eso estuvieran en el Shemand-Fer subterráneo, que salieran de allí para luchar contra ellos.

Dije:

—¡Y perdieron! ¿Cómo crees que…?

Había sacado los huevos. Dijo:

—¿Qué otra cosa hay?

Henry dijo:

—Yo tiré los míos. Me ocasionaba muchas molestias llevarlos.

El tentáculo cayó entre los arbustos y esta vez nos salpicó de tierra al arrancarlos. Larguirucho dijo:

—Hay cuatro, —le pasó uno a Henry y otro a mí—. Yo me quedo con los otros. Cuando tiremos de la anilla contamos tres y los arrojamos. Contra la pata que tengamos más cerca. El hemisferio es demasiado alto.

Esta vez vi el tentáculo a través de los arbustos, cuando arrancó más. Larguirucho dijo:

—¡Ahora!

Tiró de las anillas de los huevos y Henry hizo otro tanto. Yo tenía el mío en la mano izquierda y necesitaba pasarlo a la derecha. Al hacerlo el dolor me desgarró la axila de nuevo y se me cayó. Estaba buscándolo en el suelo cuando Larguirucho dijo nuevamente: «¡Ahora!». Se pusieron de pie y yo cogí el último huevo, haciendo caso omiso del dolor que sentía en aquel momento, y me puse de pie con ellos. Tiré de la anilla en el momento que ellos efectuaban el lanzamiento.

El pie más cercano del Trípode estaba apoyado en la ladera, unas treinta yardas más arriba de donde estábamos. El primer lanzamiento de Larguirucho salió muy desviado, —no quedó ni a diez yardas del blanco—. Pero su segundo lanzamiento y el de Henry llegaron cerca del objetivo. Uno de ellos alcanzó el metal y pudimos oír el estrépito. Estallaron casi al tiempo. Se oyeron tres explosiones casi simultáneas y salieron volando por el aire tierra y polvo.

Pero aquello no oscureció un hecho bien patente: los huevos no habían dañado al Trípode. Seguía en pie, tan firme como antes, y el tentáculo descendió chasqueando, esta vez directamente hacia nosotros. Echamos a correr; en mi caso más bien me dispuse a hacerlo. Porque antes de poder moverme me había rodeado la cintura.

Le di un tirón con la mano izquierda, pero era igual que intentar doblar una roca. Me tenía sujeto con una precisión asombrosa, con firmeza pero sin estrujarme y me levantó como yo hubiera podido hacerlo con un ratón. Sólo que un ratón podía morder y yo no podía hacerle nada a aquella superficie dura y brillante que me tenía sujeto. Cada vez estaba más alto. La tierra empequeñecida a mis pies y con ella las figuras de Larguirucho y Henry. Los vi salir disparados como si fueran hormigas. Yo me encontraba a la altura de un campanario, más alto. Alcé la vista y vi el agujero lateral del hemisferio. Y me acordé que aún tenía en la mano derecha el huevo de hierro.

¿Cuánto tiempo había pasado desde que tiré de la anilla? Con el miedo y la confusión me había olvidado de tirar. Varios segundos. No podía faltar mucho para que estallara. El tentáculo me conducía ahora hacia el interior. El agujero se encontraba a cuarenta pies de distancia, a treinta y cinco, a treinta. Me eché hacia atrás apretándome contra la banda que me rodeaba. Volví a sentir una sacudida de dolor en el brazo, pero no hice caso. Lancé el huevo con todas mis fuerzas y con toda la precisión de que era capaz. Al principio creí haber fallado, pero el huevo golpeó el borde de la abertura y entró de rebote. El tentáculo siguió tirando de mí hacia adentro. Veinte pies, quince, diez…

Aunque me encontraba más cerca de la explosión no fue tan fuerte como las otras, probablemente porque tuvo lugar dentro del hemisferio. Se oyó solamente un estallido sordo, bastante hueco. Volví a desesperarme: había perdido la última oportunidad. Pero en aquel instante sentí que el metal aflojaba la sujeción y caía.

Era una altura tres veces mayor que la de un pino grande; me machacaría los huesos al estrellarme contra el suelo. Me aferré desesperadamente al objeto contra el que luchaba unos segundos antes. Mis manos asieron el metal, pero yo seguía cayendo y cayendo. Miré al suelo y cerré los ojos al ver que me acercaba a él vertiginosamente. Y entonces sentí un tirón que casi me hace soltarme, y la caída se detuvo. Mis pies se agitaban a unas cuantas pulgadas de la superficie. No tuve más que soltarme y caer de pie.

Los otros se acercaron a mí. Levantamos temerosamente la vista y nos quedamos mirando al Trípode. Allí se alzaba, aparentemente intacto. Pero nosotros sabíamos que estaba acabado, destruido, sin vida.

CAPÍTULO 10
LAS MONTAÑAS BLANCAS

Larguirucho dijo:

—No sé si pudo avisar a otros antes de morir, pero creo que más vale que no nos quedemos aquí.

Henry y yo estábamos completamente de acuerdo con él. Por mi parte, aun sabiendo que estaba muerto, seguía, irracionalmente, teniéndole miedo. Me imaginé que se venía abajo y nos aplastaba bajo su peso formidable. Tenía unas ganas desesperadas de alejarme de aquel lugar.

—Si vienen otros, —dijo Larguirucho—, registrarán los alrededores. Cuanto más lejos estemos antes de que suceda eso, tanto mejor para nosotros.

Nos pusimos a correr pendiente arriba. Corrimos hasta quedarnos sin aliento; el corazón nos palpitaba de un modo delirante, los músculos de las piernas nos torturaban a causa de la fatiga; aun así proseguimos con paso vacilante. Me dolía mucho el brazo, pero después de algún tiempo lo noté menos que el resto de los dolores y molestias. Una vez me caí y me pareció un placer exquisito estar tumbado, jadeante pero sin moverme, la cara contra la hierba y la tierra polvorienta. Los otros me ayudaron a levantarme y me sentí tan irritado como agradecido.

Nos llevó una media hora alcanzar la cima. Larguirucho se detuvo entonces y nosotros con él. De todos modos, no creo que hubiera podido avanzar más de unas cuantas yardas sin volver a caerme. Y esta vez ninguna ayuda habría logrado levantarme. Engullía el aire, lo cual me dolía, pero me era necesario. Poco a poco remitió la rigidez que tenía en el pecho y pude respirar sin hacerme daño.

Contemplé la larga pendiente que habíamos subido. Caía la oscuridad, pero aún pude ver al Trípode allí. ¿Sería posible que lo hubiera matado de verdad? Me di cuenta de la enormidad de lo que había hecho, no tan orgulloso como asombrado. Los invencibles e indiscutibles dueños de la tierra… y con mi mano derecha había acabado con él. Me pareció comprender cómo se debió sentir David al ver a Goliat caer sobre el polvo del valle de Elah.

Larguirucho dijo:

—Mirad.

Su voz no solía tener muchos matices, pero esta vez sonaba alarmada. Dije yo:

—¿Dónde?

—Hacia el oeste.

Señaló. Muy lejos se movía algo. Una forma conocida surgió por encima de la línea del horizonte, seguida por una segunda y una tercera. Todavía estaban muy lejos, pero los Trípodes se acercaban.

De nuevo echamos a correr, bajando por la ladera opuesta. Los perdimos de vista enseguida, pero aquello nos brindaba un consuelo escaso, sabiendo que estaban en el valle contiguo y conscientes de cuán insignificante era nuestra velocidad máxima comparada con la de ellos. Yo esperaba que se detuvieran un tiempo junto al Trípode muerto, pero dudaba que lo hicieran. Era más probable que su preocupación inmediata consistiera en vengarse del asesino. Pisé terreno desnivelado, me tambaleé y estuve a punto de caer. Por lo menos había una oscuridad cada vez más intensa. A menos que tuvieran visión de gato nuestras perspectivas mejoraban un poco.

Y necesitábamos toda la ayuda que pudiéramos recabar. No parecía que en este valle hubiera más lugares a cubierto que en el anterior. Menos, porque no podía ver ni un arbusto aislado, no digamos ya una zona de matorral. Todo era hierba desigual entre la que sobresalían piedras. Descansamos apoyándonos en una cuando por fin el agotamiento nos obligó a detenernos de nuevo. Habían salido las estrellas pero no había luna: tardaría unas hora en salir. Aquello nos alegró mucho.

No había luna, pero por encima del borde montañoso se veía una luz en el cielo, una luz que se movía y cambiaba de forma. ¿Varias luces? Le dije a Larguirucho que se fijara en ello. Dijo:

—Sí. Ya lo he visto.

—¿Los Trípodes?

—¿Qué, si no?

La luz se convirtió en unos rayos que surcaban el cielo como tentáculos. Se acortaron y uno de ellos se combó formando un arco penetrante que recorría el cielo apuntando hacia abajo, en lugar de hacia arriba. No podía ver qué había detrás del rayo, pero era bastante fácil de imaginar. El Trípode había rebasado la cima. Los rayos de luz procedían de los hemisferios y les permitían iluminar el camino.

Estaban espaciados unos de otros, a unas cien yardas de distancia, y los rayos de luz barrían el suelo que tenían por delante de sí. Viajaban más lentamente de lo que había visto hacer a los Trípodes, pero aun así iban más rápido que nosotros cuando corríamos. Y por lo que sabíamos, no se cansaban. No hacían ruido, a excepción del golpe sordo de sus pisadas que, no sé por qué, resultaba más terrorífico que el aullido del otro Trípode.

Corríamos, descansábamos, y volvíamos a correr. En lugar de aguantar el esfuerzo extra de descender por la pendiente del fondo, seguimos el valle en dirección oeste. Tropezábamos en la oscuridad y caíamos sobre el suelo abrupto, haciéndonos magulladuras. Por detrás nos seguía la luz, zigzagueando implacablemente en todas direcciones. Al hacer un alto vimos que los Trípodes se habían dividido: uno subía por el lado opuesto del valle y otro avanzaba hacia el este. Pero el tercero venía en nuestra dirección, ganando terreno.

Oímos un arroyo y, a una sugerencia de Larguirucho, nos dirigimos hacia él. Puesto que al parecer los tres buscaban en direcciones distintas, no era probable que se guiaran por el olfato, como los perros, aunque cabía tal posibilidad, así como la de que siguieran las huellas que dejábamos en la hierba y en terreno blando. Nos metimos en el arroyo y avanzamos chapoteando. Sólo tenía unos cuantos pies de ancho y, afortunadamente, muy poca profundidad, y un cauce en su mayor parte liso. A las maravillosas botas de cuero que me hizo el zapatero del castillo no les sentaría demasiado bien el remojo, pero tenía cosas más urgentes en que pensar.

Volvimos a detenernos. La corriente nos daba en las piernas justo por encima del tobillo. Dije:

—No podemos seguir así. Nos alcanzarán antes de un cuarto de hora.

—¿Qué otra cosa podemos hacer?

—Ahora sólo hay un Trípode. Su luz viene a cubrir todo el suelo del valle y puede que parte de las paredes. Si nos desviamos y subimos la pendiente tal vez nos pierda y pase de largo.

—O tal vez encuentre las huellas que dejamos al salir del arroyo y nos siga.

—Deberíamos correr el riesgo. Por aquí no tenemos ninguna posibilidad, —no dijo nada—. ¿Tú qué crees, Larguirucho?

—¿Yo? —dijo—. Creo que ya es demasiado tarde. Mirad al frente.

Recorría el valle una luz que se hizo más intensa y, cuando la estaba observando, se transformó en un rayo. Lo miramos en silencio, desesperados. Entonces apareció otra luz sobre la cima de la pendiente que yo había sugerido subir, describió un giro en el aire y después se arqueó apuntando hacia abajo. Y había otras luces, menos nítidas, por encima de la pendiente opuesta. Ya no se trataba de un Trípode que nos iba ganando terreno implacablemente. Nos rodeaba todo un destacamento.

—¿Conviene que nos dispersemos? —apuntó Henry—. Supongo que separados tendremos alguna posibilidad más que juntos.

Dije:

—No. Las mismas posibilidades. Es decir, absolutamente ninguna.

—Creo que yo me voy a ir, —dijo Henry—. Tal vez como están las cosas, en cuanto enfoquen a uno nos cogen a todos.

Larguirucho dijo:

—Espera:

—¿Para qué? Dentro de unos minutos será demasiado tarde.

—Aquella roca, allí.

La visibilidad había mejorado debido a la luz difusa que originaban los rayos de los Trípodes. Podíamos vernos unos a otros, como si hubiera una tenue luz lunar, y también un poco en derredor nuestro. Larguirucho se alejó chapoteando por el arroyo, y nosotros detrás de él. El arroyo discurría justamente al lado de la roca, la cual pude ver que había desviado su curso un tanto. La roca tendría unos treinta pies de largo. La parte superior era lisa y suave y estaba levemente inclinada hacia atrás; no brindaba la más mínima protección. Pero por la parte inferior…

El arroyo había tenido más fuerza y turbulencia en el pasado y su energía había excavado un hueco en la base de la piedra. Nos agachamos y la exploramos con las manos. La parte más alta no superaba los dos pies y tenía una profundidad equivalente; pero parecía recorrer toda la longitud de la roca. Aparecieron otros dos rayos de luz por la escarpadura norte del valle y uno de ellos se movía lejos pero en línea con nosotros, lanzando destellos que pasaban peligrosamente cerca del lugar que ocupábamos. No podíamos retrasarnos. Nos acurrucamos en la grieta, en fila, los pies de uno tocando la cabeza del siguiente; primero Larguirucho, luego Henry y el último yo. Tenía el brazo derecho contra la roca, pero el izquierdo me quedaba fuera. Intenté meterme más, aunque me lastimara el brazo al hacerlo. Si levantaba la cabeza un ápice tocaba con la frente el techo de piedra. El ruido de mi respiración parecía reverberar en el recoveco.

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