Las mujeres casadas no hablan de amor (23 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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Yo
: Si dividiéramos en dos nuestra habitación principal, nos quedarían dos dormitorios del tamaño de una celda de castigo.

BOBBY
: Ha cambiado nuestra vida. No te miento.

Yo
: (Le toco la mejilla con la palma de la mano.) Me alegro por vosotros, Bobby. De verdad. Pero no creo que lo nuestro vaya a arreglarse con dormitorios separados.

BOBBY
: ¡Lo sabía! ¡Tenéis problemas!

Yo
: ¿Nos estará esperando Asian al otro lado de ese seto?

BOBBY
: Perdóname. No ha sido mi intención parecer entusiasta por vuestros conflictos.

Yo
: No tengo conflictos, Bobby. Estoy despertando. (Me tumbo en el suelo.) Ésta soy yo, despertando.

BOBBY
: (Me mira con preocupación.) Cuando despiertas te pareces mucho a cuando bebes cinco vasos de vino.

Yo
: (Contengo una exclamación.) ¡Bobby B.! ¡Hay tantas estrellas! ¿Desde cuándo hay tantas estrellas? Esto es lo que pasa cuando se nos olvida levantar la vista al cielo.

BOBBY
: Hace mucho que nadie me llama «Bobby B».

Yo
: ¿Estás llorando, Bobby B.?

23.16 - Subiendo a nuestra habitación

Yo
: Se diría que estoy un poco bebida.

WILLIAM
: Cógete de mi brazo.

Yo
: Supongo que éste sería un buen momento para el sexo.

WILLIAM
: Estás algo más que un poco bebida, Alice.

Yo
: (Arrastrando las palabras.) ¿Y me sienta bien la borrachera, o me sienta mal?

WILLIAM
: (Mientras me lleva a la habitación.) Desvístete.

Yo
: No me siento capaz en este momento. Desvísteme tú. Cerraré los ojos y descansaré un poco, mientras tú abusas de mí. Esto también cuenta, ¿no? Para nuestro total mensual, digo. ¿Cuenta si me duermo mientras lo hacemos? Espero no vomitar.

WILLIAM
: (Me desabrocha la blusa y me la quita.) Siéntate, Alice.

Yo
: Espera, no estoy preparada. Dame un segundo para que meta la barriga.

WILLIAM
: (Me pone el pijama, me empuja suavemente para que apoye la cabeza en la almohada y me arropa.) Ya te he visto muchas veces la barriga. Además, las luces están apagadas.

Yo
: Bueno, como está oscuro, puedes imaginar que soy Angelina Jolie. ¡Pax! ¡Zahara! ¡Comeos toda la pasta integral o me enfado! ¡Y vosotros seis! ¡Salid de la cama familiar! ¡Ahora mismo! Eh, ¿por qué tú no eres Brad?

WILLIAM
: No soy el tipo de persona que interpreta papeles.

Yo
: (Con sobresalto.) Se me ha olvidado comprar velas en Ikea. Ahora tendré que volver. Detesto Ikea.

WILLIAM
: Madre mía, Alice. Duerme, anda.

62

Me despierto a última hora de la mañana con un dolor de cabeza, espantoso. El lado de la cama de William está vacío. Miro su estado en Facebook.

William Buckle

15.800 metros

Hace 1 hora

O se ha ido a París o ha salido a correr dieciséis kilómetros. Levanto la cabeza de la almohada y la habitación se mueve. Sigo borracha. Mala esposa. Mala madre. Pienso en todas las cosas embarazosas que hice ayer en la cena y me estremezco. ¿De verdad intenté hacer pasar por mías las albóndigas de Ikea? ¿De verdad me arrastré por debajo de uno de los setos del jardín de Nedra, para ver si encontraba el portal de Narnia? ¿De verdad reconocí delante de nuestros amigos que hacemos el amor solamente una vez al mes?

Vuelvo a quedarme dormida. Dos horas después, me despierto y llamo débilmente:

—Peter.

Y después:

—Caroline.

Y finalmente:

—Zoé.

No me animo a llamar a William. Me siento demasiado humillada y no quiero reconocer que tengo resaca. Finalmente, en mi desesperación, grito:

—¡
Jampo
!

Mi inmediata recompensa es un frenético repiqueteo de uñas diminutas. Entra corriendo en la habitación, se lanza sobre la cama y me jadea en la cara, como diciéndome que soy lo único en el mundo que ama, lo único que le importa y su único motivo para vivir. Después procede a orinarse en las sábanas, de la emoción.

—¡Malo, eres un perro malo! —le grito, pero es inútil, porque no puede interrumpir el chorro, así que me quedo mirando mientras él sigue haciéndose pis. El labio inferior se le ha quedado enganchado de algún modo entre los dientes, lo que le confiere una involuntaria sonrisa burlona al estilo de Elvis, un poco patética, que podría interpretarse como muestra de hostilidad, aunque yo sé que es de vergüenza.

—No importa —le digo.

Cuando termina, me levanto con dificultad de la cama, me quito la ropa, quito el edredón, las sábanas y la funda del colchón, y hago una lista mental de las cosas que tendré que hacer para sentirme mejor:

1. Beber agua templada con limón.

2. Tricotar una bufanda. Una bufanda larga y fina. No, mejor una bufanda fina y corta. No, mejor un posavasos.

3. Llevar a
Jampo
a dar un paseo: treinta-cuarenta y cinco minutos sin gafas de sol y quizá con una blusa muy escotada, para absorber plenamente la dosis diaria óptima de vitamina D a través de las retinas y la delicada piel de mi pecho.

4. Plantar hierbaluisa en el jardín, para empezar a beber infusiones y sentirme ecológica, limpia por dentro y elegante (siempre y cuando siga viva la hierbaluisa que compré en Home Depot hace un mes y que no he regado desde entonces, y a condición de que pueda agachar la cabeza por debajo de la cintura sin vomitar).

5. Poner la lavadora.

6. Preparar salsa boloñesa y dejarla todo el día a fuego lentísimo, para que en toda la casa flote un hogareño aroma a cocina cuando vuelva la familia.

7. Cantar las canciones de
Sonrisas y lágrimas
, o si tengo demasiadas náuseas para cantar, ver la película e imaginar que soy Liesl.

8. Recordar cómo fue tener dieciséis años a punto de cumplir diecisiete.

Es una buena lista. Lo malo es que no hago nada de eso. En su lugar, elaboro otra lista mental de cosas que no debería hacer por nada del mundo y empiezo a hacerlas una tras otra:

1. Cargar la lavadora, pero olvidar encenderla.

2. Comer ocho minibocaditos Reese's de chocolate y mantequilla de cacahuete, tratando de convencerme engañosamente de que equivalen a medio bocadito de tamaño normal.

3. Comer ocho más.

4. Poner una hoja de laurel en agua hirviendo (porque la planta de hierbaluisa claramente está muerta) y obligarme a beber toda la taza.

5. Sentirme genial porque recogí la hoja de laurel durante una excursión al parque Tilden y después la sequé al sol. Bueno, en realidad la sequé en la secadora, pero la habría secado al sol de no habérmela dejado en el bolsillo del polar antes de meterlo en la lavadora.

6. Sentirme muy bien porque ahora soy oficialmente una recolectora, como nuestros ancestros.

7. Considerar un nuevo futuro laboral como recolectora y proveedora de hojas de laurel para los mejores restaurantes del área de la bahía, y fantasear con una entrevista en el número anual del
New Yorker
dedicado a la gastronomía, ilustrada con una foto mía con un pañuelo en la frente y una cesta de mimbre llena de hojas frescas de laurel.

8. Googlear «laurel de California» y descubrir que el laurel utilizado para cocinar es el del Mediterráneo y no el de California, que no es directamente venenoso pero tampoco está recomendado para usos culinarios.

9. Conectarme a internet y repasar toda la correspondencia entre Investigador 101 y yo, hasta leer entre todas sus líneas y absorber hasta el más minúsculo indicio de flirteo en sus palabras.

10. Quedarme dormida al sol en la tumbona, agotada, con
Jampo
acurrucado a mi lado.

—Hueles a alcohol. Te está rezumando por los poros.

Abro lentamente los ojos y veo a William, que me mira desde arriba.

—No es costumbre hablar de repente a una persona cuando está profundamente dormida —digo.

—Una persona no debería estar profundamente dormida a las cuatro de la tarde —contraataca William.

—¿Ahora es buen momento para decirte que me gustaría cambiarme de escuela y matricularme el próximo otoño en la Academia del Coro de Niños del Pacífico? —pregunta Peter, mientras sale al porche con Zoé.

Arqueo las cejas en dirección a William, como diciéndole: «¿Lo ves? Te dije que era gay.»

—¿Desde cuándo te gusta cantar? —pregunta William.

—¿Los otros niños te acosan en el cole? —pregunto yo, mientras siento el Cortisol fluir por todo mi cuerpo ante la sola idea de que maltraten a mi chico.

—¡Qué asco, mamá! Hueles fatal —exclama Zoé, saludándome con la mano.

—Sí, tu padre ya me lo ha informado. ¿Dónde habéis estado todo el día?

—Estuvimos dando una vuelta por Telegraph Avenue —responde Peter.

—¿Telegraph Avenue? ¿Vosotros dos? ¿Juntos?

Zoé y Peter intercambian una mirada furtiva. Zoé se encoge de hombros.

—¿Por qué?

—¡Porque es un lugar peligroso! —digo.

—¿Por qué lo dices? ¿Por toda la gente sin techo? —pregunta Zoé—. Has de saber que nuestra generación es post-sin-techo.

—¿Y eso qué quiere decir? —pregunto.

—Que los vagabundos no nos dan miedo. Hemos sido criados para mirarlos a los ojos.

—Y ayudarlos a mendigar —añade Peter.

—¿Y tú dónde estabas mientras nuestros hijos mendigaban en Telegraph Avenue? —le pregunto a William.

—No es mi culpa. Yo los dejé en el Market Hall de Rockridge. Después, ellos cogieron el autobús a Berkeley —dice mi marido.

—Pedro cantó la
Oda a la alegría
en alemán. ¡A un tipo le dieron veinte dólares gracias a nosotros! —exclama Zoé.

—¿Tú te sabes la
Oda a la alegría
? —pregunto.

—Hay un canal en YouTube que se llama «Tú también puedes cantar a Ludwig Van Beethoven en alemán» —dice Peter.

—William, ¿empiezo con las patatas? —grita Caroline desde la cocina.

—Te ayudaré —digo yo, intentando levantarme de la tumbona.

—No hace falta. Quédate dónde estás. Lo tenemos todo controlado —dice William, antes de desaparecer dentro de la casa.

Mientras los observo a todos muy ocupados en la cocina, pienso que el domingo por la tarde es el día más solitario de la semana. Con un suspiro, abro el portátil.

A John Yossarian

le gusta Suecia.

Hace 3 horas

Lucy Pevensie

necesita su licor mágico, pero parece que se le ha perdido.

Hace 3 horas

Ah, ha vuelto. ¿Ha mirado debajo del asiento trasero del coche, Casada 22?

No, pero he mirado debajo del asiento trasero del trineo de la Bruja Blanca.

¿Para qué sirve el licor?

Cura todas las enfermedades.

Ah, claro. ¿Está enferma?

Tengo resaca.

Lo siento.

¿Su familia es sueca?

No puedo divulgar esa información.

Entonces, ¿puede decirme qué le gusta de Suecia?

Su neutralidad. Es un lugar seguro donde esperar a que acabe una guerra, cuando uno está en guerra, claro.

¿Está usted en guerra?

Posiblemente.

¿Cómo se puede estar «posiblemente» en guerra?

¿No sería evidente?

La guerra no siempre es evidente, sobre todo cuando uno está en guerra consigo mismo. ¿Qué clase de guerra suele tener uno consigo mismo?

Una en la que parte de uno mismo piensa que ha sobrepasado un límite que no debía sobrepasar, mientras la otra parte cree que ese límite estaba pidiendo que lo sobrepasaran.

¿Me está llamando «pedigüeña», Investigador 101?

Nada más lejos de mi intención, Casada 22.

Entonces, ¿me está llamando «límite»?

Quizá.

¿Un límite que usted está en proceso de sobrepasar?

Pídame que me detenga. ¿Casada 22?

¿Es usted sueco?

¿Por qué lo dice?

Porque su forma de hablar es neutral.

No soy sueco.

Entonces es canadiense.
Mejor. Pasó la infancia en una finca ganadera del sur de Alberta. Aprendió a montar cuando tenía tres años. Por las mañanas, estudiaba en casa con sus cuatro hermanos y, por las tardes, robaba vacas con los niños de la vecina colonia huterita.

No sabe cuánto echo de menos a mis amigos huteritas.

Era el mayor, de ahí que todos esperaran mucho de usted, como por ejemplo, que dirigiera la finca cuando creciera. Pero se fue a la universidad en Nueva York y sólo volvía una vez al año, cuando llegaba la época de marcar el ganado, un acontecimiento al que invitaba a todas sus novias, para impresionarlas y también para que vieran lo bien que le sentaban los zahones.

Todavía conservo esos zahones.

Su mujer se enamoró de usted cuando lo vio montando a caballo.

¿Es usted vidente?

Llevan muchos años casados. Puede que ella ya no esté interesada en verlo montando a caballo, aunque imagino que ese tipo de cosas no decaen con el tiempo.

En eso no voy a contradecirla.

Cosas que usted no es: anémico, jugador, golfista, lerdo, propenso a corregir los errores que cometen los demás al hablar, enemigo de los perros.

Tampoco en eso voy a contradecirla.

No se detenga.

¿En qué, Casada 22?

En sobrepasar mi límite.

63

67. Querer que tus seres queridos sean felices. Mirar a los vagabundos a los ojos. No desear lo que no tienes, lo que no puedes tener, lo que no debes tener. No enviar mensajes de texto mientras conduces. Controlar el apetito. Querer estar en el lugar donde estás.

68. Cuando se me pasaron las náuseas matinales con Zoé, disfruté mucho el embarazo, que cambió radicalmente la dinámica de mi relación con William. Me di permiso para ser débil y dejé que él fuera el protector, y todos los días, una voz aturdida, primigenia y epigramática me decía en mi interior: «Así es como tiene que ser, así es como debes vivir, éste es el sentido de tu vida.» William se comportaba con galantería. Me abría las puertas y los frascos de salsa boloñesa. Encendía la calefacción en el coche antes de que yo entrara y me cogía por el codo cuando la acera estaba mojada. Estábamos completos, los tres. Éramos una trinidad mucho antes de que Zoé naciera. Yo habría podido pasar años embarazada. Y entonces llegó ella, con sus cólicos, sus llantos y su enérgica infelicidad. William huía cada día a la cordura de la oficina. Yo me quedaba en casa, de baja por maternidad, y dividía las horas en incrementos de quince minutos: dar el pecho, esperar a que Zoé hiciera el provechito, tumbarme en el sofá con la niña llorando y cantarle con la esperanza de que se durmiera. Fue entonces cuando sentí con más intensidad la ausencia de mi madre. Ella nunca habría permitido que yo pasara sola aquellos desconcertantes primeros meses. Se habría instalado en casa y me habría enseñado las cosas que las madres enseñan a sus hijas: cómo bañar al bebé, cómo quitarle la costra láctea, cuánto tiempo estar enfadada con el padre de la criatura cuando la ata de cualquier manera al columpio y la niña se cae… Lo más importante de todo es que me habría advertido respecto al tiempo. Me habría dicho: «Cariño, es una paradoja. En la primera mitad de la vida, cada minuto parece un año; pero en la segunda mitad, cada año parece un minuto.» Me habría asegurado que es completamente normal y que no merece la pena rebelarse. Es el precio que pagamos por el privilegio de hacernos mayores. Mi madre no tuvo ese privilegio. Once meses después, me desperté una mañana y la confusión se había disipado. Cogí a mi niña en brazos, ella me saludó con un adorable gritito de delfín y yo me enamoré al instante de su carita.

69. Querida Zoé: Ésta es la historia del principio de tu vida. Se puede resumir en una frase: Empecé a quererte, después me asusté muchísimo y después te quise más de lo que jamás hubiese creído que fuera posible querer a una persona. Creo que no somos muy diferentes, aunque estoy segura de que ahora lo parece. Cosas que quizá no sepas o no recuerdes:

1. Siempre has marcado tendencia. Cuando tenías dos años, te pusiste de pie sobre las rodillas de Santa Claus y empezaste a cantar a voz en cuello la canción de
Sonrisas y lágrimas
. Toda la gente empezó a cantar contigo. Organizaste una
flashmob
, antes de que nadie hubiera oído hablar de las
flashmobs
.

2. El primer viaje que hicimos tu padre y yo sin vosotros fue a Costa Rica. Ya sabes que algunas niñas pasan por la etapa de los caballos. Bueno, tú estabas pasando por la etapa de los primates. Estabas convencida de que yo había prometido traerte un monito capuchino. Cuando llegamos a casa y te di tu regalo, que era un chimpancé de peluche llamado Milo, me diste las gracias, te fuiste a tu habitación, abriste la ventana y lo tiraste a la copa de la secuoya del jardín, donde todavía está. De vez en cuando, en días de tormenta, el árbol se balancea y veo fugazmente la cara de Milo, que me sonríe con tristeza, con la boca roja desteñida.

3. Con frecuencia desearía ser un poco más como tú. Zoé, mi niña querida, yo estoy en la etapa «todavía de tu parte, aunque es evidente que tú no me aguantas la mayor parte del tiempo». Es difícil, pero lo estoy consiguiendo. Los cafés con leche de soja ayudan a que el tiempo pase, lo mismo que ver
Lo que el viento se llevó
. Tu madre, que te quiere.

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