7477. Una dictadura donde el dictador cambiara todos los días. No estoy segura de que la democracia sea posible.
78. Bueno, mucha gente aquí en la Tierra y en el siglo XXI cree en el concepto del amor único y verdadero, y cuando uno cree en el amor único y verdadero, por lo general, acaba casándose. Quizá le parezca una institución un poco tonta. Quizá pertenezca a una especie muy avanzada que tiene diferentes compañeros para diferentes etapas de la vida: primera relación, matrimonio, reproducción, crianza de los hijos, jubilación y, por fin, muerte lenta y, con un poco de suerte, poco dolorosa. Si es así, entonces es posible que el amor único y verdadero no entre en su esquema de la vida, pero lo dudo. Probablemente, lo llamará de otra manera.
79. Creo que todos nos vamos turnando en las diferentes funciones: somos utileros entre bambalinas, tenemos un papel sin diálogo, después uno con diálogo, pero secundario, después uno protagónico y, al final, todos acabamos sentados en una butaca, convertidos en uno de los muchos observadores sin cara que miran la obra desde la oscuridad.
80. Días, semanas y meses de miradas, de deseo insatisfecho.
81. Vivir en lo alto de una montaña, en una casa con una colcha hecha a mano y flores frescas en la mesa todos los días. Yo me pondría vestidos blancos de encaje y botitas victorianas, y él tocaría la guitarra. Tendríamos un huerto, un perro y cuatro niños adorables que jugarían en el suelo, construyendo torres con bloques de madera, mientras yo prepararía un caldo de pollo.
82. Lo necesitamos como el aire.
83. Los niños. La compañía. No imagino la vida sin ellos.
84. Poder imaginar la vida sin ellos.
85. Ya conoce la respuesta.
86. Sí.
87. ¡Claro que sí!
88. En algunos sentidos, sí, y en otros, no.
89. Engañarme. Mentir. Olvidarse de mí.
90. Querido William: ¿Recuerdas cuando fuimos de acampada a las montañas Blancas? Hicimos la mayor parte del recorrido el primer día. Nuestro plan era pasar la noche, levantarnos pronto y subir hasta lo alto del barranco Tuckerman. Pero bebiste demasiado y a la mañana siguiente tenías una resaca tremenda, de las que sólo se pasan durmiendo. Entonces te metiste de nuevo en el saco de dormir y yo me fui sola a lo alto del barranco. No te despertaste hasta la tarde. Miraste el reloj y enseguida te diste cuenta de que algo iba mal. Era un recorrido de unas dos horas, pero hacía más de seis que yo me había marchado y tú suponías lo que debía de haber ocurrido: probablemente, había perdido el sendero. Me pasaba continuamente: perdía el sendero y me extraviaba. Tú no lo perdías nunca, pero sin tenerte a ti a mi lado me aparté del sendero sin darme cuenta y me extravié. Esto que te cuento pasó hace mucho tiempo, antes de que existieran internet o los teléfonos móviles. Todavía faltaban años para que empezáramos a hacer búsquedas, a clicar, a navegar y a solicitar amistades. Por eso tuviste que salir a buscarme a la manera tradicional. Te pusiste a agitar la campanilla que llevábamos para ahuyentar a los osos, gritaste mi nombre y corriste como un loco. Al atardecer, cuando por fin me encontraste llorando bajo un pino, me hiciste una promesa que nunca olvidaré: «Vayas a donde vayas, por muy lejos que te extravíes, por mucho tiempo que haya pasado desde que te fuiste, yo iré a buscarte para llevarte de vuelta a casa.» Es lo más romántico que me ha dicho un hombre en toda mi vida. Por eso me cuesta mucho más asimilar el hecho de que veinte años después hayamos vuelto a apartarnos el uno del otro. Hemos interpuesto entre nosotros una distancia sin sentido y poco previsora, como si aún nos quedaran muchísimas horas de luz para llegar a lo alto del Tuckerman. Si esto parece una carta de despedida, lo siento. No estoy segura de que sea una despedida. Creo que es más bien una advertencia. Probablemente deberías mirar el reloj para darte cuenta de que hace demasiado tiempo que me he marchado. Probablemente deberías venir a buscarme.
AB
Me despierta el entrechocar de los tubos de aluminio de las tiendas de campaña sobre el suelo de madera.
—¿Dónde diablos se ha metido vuestra madre? —oigo que William grita en el piso de abajo.
Lo único que quiero es quedarme en la cama. Sin embargo, gracias a mí misma, tendré que olvidarme del sueño, porque nos vamos de acampada a las Sierras. Hace meses, cuando hice la reserva, la perspectiva me pareció idílica: dormir bajo las estrellas rodeados de pinos y abetos, y estrechar un poco los lazos familiares. Caroline y
Jampo
tendrán la casa para ellos solos durante unos días.
—¡Maldición! —grita William—. ¿Hay alguien en esta casa capaz de guardar bien una tienda?
Me levanto de la cama. Ahora la perspectiva me parece un poco menos idílica.
Una hora después, estamos en la carretera y la situación de nuestros lazos familiares es la siguiente: William escucha el audiolibro de la última novela de John Le Carré en su iPhone (yo estoy escuchando el mismo libro en el reproductor de cedes del coche, pero William dice que no puede concentrarse si no se lo leen a él personalmente); Peter juega a Angry Birds en su móvil, murmurando de vez en cuando alguna cosa sobre «piñas» o «bananas», y Zoé envía furtivamente mensajes de texto, Dios sabe a quién.
El viaje sigue así durante dos horas y media, hasta que llegamos al puerto de montaña y se interrumpe la cobertura de los móviles. Entonces, es como si se hubieran despertado de un sueño.
—¡Oh, árboles! —exclama Peter.
—¿Aquí es donde aquella gente se comió a la otra gente? —pregunta Zoé, contemplando el lago.
—Te refieres a la expedición Donner —dice William.
—¿Muslo o pechuga, Zoé? —pregunta Peter.
—Muy gracioso. Por cierto, ¿cuánto tiempo durará esta excursión? —pregunta Zoé.
—Hemos reservado tres noches —digo yo—. Pero no tendremos que trabajar, ni hacer nada. Acamparemos al lado del coche. Y no haremos nada. Hemos venido a relajarnos y a pasarlo bien.
—Sí, esta mañana ha sido sumamente relajante, Alice —dice William, mirando por la ventana. Parece tan poco entusiasta como los niños.
—¿Eso significa que no habrá cobertura? —pregunta Zoé.
—No te preocupes —responde Peter—. Ahora estamos pasando por un punto ciego, pero papá ha dicho que en el camping hay wifi.
—Hum… Se ha equivocado, lo siento. No hay wifi —les digo.
Yo misma lo descubrí ayer, cuando confirmé la reserva. Después, me fui a mi habitación y me entregué a un leve ataque de pánico privado, ante la sola idea de pasar setenta y dos horas sin poder comunicarme con Investigador 101. Ahora estoy resignada.
Se oyen resoplidos en el asiento trasero.
—Alice, no me lo habías dicho —dice William.
—No, no os lo dije a ninguno, porque sabía que entonces no vendríais.
—No puedo creerme que vayas a estar desconectada —me dice Zoé.
—Tendrás que creértelo —replico, mientras alargo el brazo por encima de William y dejo mi teléfono en la guantera—. ¡A ver! ¡Vuestros móviles, niños! Tú también, William.
—¿Y si hay una emergencia? —pregunta William.
—He traído un botiquín de primeros auxilios.
—Otro tipo de emergencia —dice.
—¿Como cuál?
—Como tener que comunicarnos urgentemente con alguien —responde.
—Ésa es la idea: comunicarnos entre nosotros —replico—. IRL.
—¿IRL? —pregunta William.
—In Real Life —digo yo—. En la vida real.
—Me horroriza que sepas lo que significa IRL —dice Zoé.
Quince minutos después, aparentemente incapaces de hacer nada (como fantasear, conversar o tener una sola idea original sin la ayuda de sus dispositivos), los niños se quedan dormidos en el asiento trasero. Y siguen durmiendo hasta que entramos en el camping.
—¿Ahora qué? —dice Peter, cuando hemos montado el campamento.
—¿Cómo qué? ¡Esto! —digo, extendiendo los brazos—. Salir de la ciudad y ver el bosque, los árboles, el río…
—Los osos —dice Zoé—. Estoy con la menstruación. Me voy a meter en mi tienda. El olor de la sangre es como un señuelo para ellos.
—Qué asco —dice Peter.
—Eso es una leyenda sin ningún fundamento —dice William.
—No es cierto. La huelen a kilómetros de distancia —replica Zoé.
—Creo que voy a vomitar —dice Peter.
—Juguemos una partida de cartas —propongo.
Zoé levanta un dedo.
—Demasiado viento.
—Entonces, a decirlo con mímica.
—¿Qué? ¡Estás loca! Todavía no ha oscurecido. La gente nos vería —dice ella.
—De acuerdo. ¿Qué os parece si vamos a buscar leña? —pregunto.
—Pareces enfadada, mamá —dice Peter.
—No, no estoy enfadada. Estoy pensando.
—Es curioso lo mucho que se parece tu cara de pensar a tu cara de enfado —dice Peter.
—Voy a echar la siesta —dice Zoé.
—Yo también —dice Peter—. Tanta naturaleza me da sueño.
—Yo también estoy un poco cansado —dice William.
—Haced lo que queráis. Yo me voy al río —digo.
—Llévate una brújula —dice William.
—¡Pero si está a doscientos metros de aquí! —replico.
—¿Dónde? —pregunta Peter.
—Ahí, al otro lado de los árboles. ¿Lo ves? Donde se está bañando la gente.
—¿Eso es un río? Creí que era un torrente —dice Zoé.
—¡Tucker, no flotes de espaldas en el agua! —oímos que grita una mujer.
—¿Y dónde quieres que flote de espaldas? —replica un niño a voz en cuello.
—¿Hemos venido hasta aquí sólo para nadar con cien personas más? Para eso podríamos haber ido a la piscina municipal —dice Peter.
—Sois patéticos —resoplo, mientras me alejo.
—¿Cuándo piensas volver, Alice? —me grita William.
—¡Nunca! —respondo.
Dos horas después, quemada por el sol y feliz, recojo mis zapatos y emprendo el camino de regreso. Estoy cansada, pero es un cansancio bueno, como el que se siente después de sumergirse en un torrente gélido una tarde de julio. Camino lentamente, porque no quiero romper el encantamiento. Me gusta tener de vez en cuando esta clase de experiencias trascendentales, durante las cuales siento a la vez todas mis encarnaciones anteriores: niña de diez años, joven de veinte, mujer de treinta y mujer de cuarenta y tantos. Todas ellas respiran y ven al mismo tiempo a través de mis ojos. La agujas de pino del sendero crujen bajo mis pies descalzos. Huelo hamburguesas asándose en una barbacoa y el estómago empieza a rugirme. Oigo una radio a lo lejos (¿el programa de Todd Rundgren?).
Me parece raro no llevar el teléfono y todavía más raro no estar en alerta constante, esperando la siguiente emoción: un correo o una nueva publicación de Investigador 101 en Facebook. Lo que siento en su lugar es vacío. Pero no es un vacío doloroso, sino un vacío agradable y feliz, que se disipará —lo sé— en cuanto ponga un pie en nuestro campamento.
Pero no es así. Cuando llego, encuentro a mi familia sentada a la mesa de picnic, hablando. ¡Hablando! Sin ningún teléfono, consola, juego o libro a la vista.
—¡Mami! —exclama Peter—. ¿Estás bien?
Hace por lo menos un año, o quizá dos, que no me llama «mami».
—¡Has estado nadando! —dice William, al notar mi pelo mojado—. ¿En shorts?
—¿Sin mí? —dice Zoé.
—Pensé que no querrías ir. Esta mañana estuviste media hora secándote el pelo.
—Si me lo hubieras dicho, habría ido —dice, haciendo un puchero.
—Podemos ir a nadar otra vez después de la cena. Todavía habrá luz.
—Vamos a dar un paseo —dice Peter.
—¿Ahora? —digo yo—. Iba a echarme un rato a dormir.
—Te estábamos esperando —dice William.
—¿Ah, sí?
Los tres intercambian miradas.
—Bueno, de acuerdo. Me cambio y voy.
—No estamos haciendo suficiente ruido —dice Zoé—. Los osos sólo atacan cuando se sorprenden. O cuando huelen sangre. ¡Ua, ua, ua! ¡Ua, ua, ua, oso!
Llevamos más de cuarenta y cinco minutos caminando por el bosque. Cuarenta y cinco minutos de matar mosquitos, oír el zumbido de los tábanos, aguantar las quejas de los niños y padecer el calor sin un soplo de brisa.
—Pensaba que este sendero era circular. ¿No deberíamos estar de vuelta? —dice Peter—. ¿Por qué nadie ha traído una cantimplora con agua? ¿Quién sale a caminar por el bosque sin una cantimplora?
—Adelántate un poco, Pedro —digo—. Explora por allí delante. Todo esto me resulta muy familiar. Seguro que casi estamos llegando al final del camino. De hecho, me parece que ya oigo el río.
Es mentira. Lo único que oigo es el zumbido de los insectos.
Peter se adelanta y William le grita:
—¡No te alejes demasiado! Canta todo el tiempo y no vayas a donde no podamos oírte cantar. Son las reglas.
—Por favor, no me hagáis esto —dice Zoé.
Oímos a Peter cantando
Raise Your Glass
, de Pink.
Zoé pone los ojos en blanco.
—Es mejor que «¡Ua, ua, ua, oso!» —le digo.
—¿De verdad crees que estamos cerca? —pregunta William.
Peter sigue cantando.
—¿Está cantando la versión con palabrotas? —pregunto.
—¿Qué? —dice William.
—La versión con palabrotas. Ya sabes que hay dos versiones de esa canción: una con palabras feas y otra sin palabras feas.
Caminamos cinco minutos más.
—¿Hay algo más ridículo que un niño de doce años cantando a voz en cuello una canción de Pink?
—¡Chis, Zoé, silencio!
—¿Qué pasa?
Nos quedamos todos en silencio y escuchamos.
—No oigo nada —dice Zoé.
—Eso mismo —digo yo.
William se pone las manos alrededor de la boca, a modo de megáfono, y grita:
—¡Te hemos dicho que no dejes de cantar!
Silencio.
—¡Peter!
Nada.
William echa a correr por el sendero, conmigo y con Zoé detrás. Doblamos un recodo y encontramos a Peter congelado, a no más de metro y medio de distancia de un ciervo. Pero no se trata de un ciervo cualquiera, sino de un ejemplar enorme de más de doscientos kilos, con cuernos largos como barras de pan, que parece estar compitiendo con Peter en una especie de concurso de miradas.
—Retrocede lentamente —le susurra William a Peter.
—¿Los ciervos atacan? —le susurro a mi vez a William.
—Poco a poco —repite mi marido.
El animal resopla, da un par de pasos hacia Peter y yo dejo escapar un gemido. Peter parece hechizado, con una media sonrisa dibujada en la cara. De pronto, entiendo lo que estoy presenciando. Es un rito de paso, como los que Peter ha superado cientos de veces en sus videojuegos, combatiendo toda clase de criaturas fantásticas: ogros, hechiceros y mamuts lanudos. Pero no es muy frecuente que un niño del siglo XXI tenga una oportunidad como ésta en la vida real, la de entrar en contacto físico con un animal salvaje y mirarlo a los ojos. Peter alarga una mano, como para tocar la cornamenta del ciervo, y su movimiento parece despertar al animal, que reacciona de pronto y se pierde entre los matorrales.