Las mujeres casadas no hablan de amor (28 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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—Ha sido increíble —dice Peter, volviéndose hacia nosotros con los ojos brillantes—. ¿Habéis visto cómo me miraba?

—¿No has tenido miedo? —pregunta Zoé sin aliento.

—Olía a hierba —dice Peter—. A roca.

William me mira y sacude la cabeza, maravillado.

Proseguimos el camino por el bosque, en fila india. Peter abre la marcha. Zoé va detrás, después yo y finalmente William. De vez en cuando, los rayos del sol poniente se abren paso entre los árboles, primero de color magenta y después de un naranja encendido. Inclino la cara para recibir el calor. La luz es una bendición.

—Gracias por traernos a este sitio —dice William suavemente, detrás de mí—. Lo necesitábamos —reconoce, mientras me coge de la mano.

75

Me despierta en medio de la noche un grito de Zoé. William y yo nos incorporamos sobresaltados y nos miramos.

—Es una leyenda sin ningún fundamento, ¿verdad? —dice.

En los escasos segundos que tardamos en desenredarnos de los sacos de dormir y abrir la cremallera de la tienda, oímos otros tres sonidos desconcertantes: un alarido de Peter, un ruido de pasos por el suelo de tierra y otro grito, también de Peter.

—¡Dios mío! —exclamo—. ¡Date prisa! ¡Ve a ver qué pasa!

—¡Dame la linterna! —grita William.

—¿Para qué quieres la linterna?

—¡Para matar al oso! ¿Tú qué crees?

—Haz mucho ruido. Grita. Agita los brazos —digo, pero William ya se ha ido.

Inspiro profundamente un par de veces, salgo reptando de la tienda tras él y esto es lo que veo:

Zoé descalza y en pijama, blandiendo una guitarra como si fuera un bate de béisbol. Jude de rodillas, con la cabeza inclinada, como si la tuviera apoyada en el bloque del verdugo. Peter tumbado en el suelo, y William a su lado.

—¡Está bien! —me grita William.

Unos pocos excursionistas de las tiendas vecinas han corrido hacia nosotros y nos miran alrededor de nuestra parcela. Todos llevan linternas frontales encendidas. Parecerían mineros si no fuera por los pijamas.

—¡Todo en orden! —les grita William—. ¡Volved a vuestras tiendas! ¡Lo tenemos todo controlado!

—¿Qué ha pasado?

—Lo siento mucho, Alice —dice Jude.

—¿Estás llorando, Jude? —pregunta Zoé, suavizando la expresión, mientras baja la guitarra.

—¿Dónde está el oso? —grito—. ¿Ha huido?

—No era ningún oso —gime Peter.

—Era Jude —dice Zoé.

—¿Jude ha atacado a Peter?

—Sólo quería darle una sorpresa a Zoé —dice Jude—. Le he compuesto una canción.

Corro al lado de Peter. Tiene la camiseta levantada y veo que tiene una herida abierta en el vientre. Me tapo la boca con la mano.

—Pedro me ha oído gritar y ha corrido a salvarme —dice Zoé—. Con el espetón de asar malvaviscos.

—Ha venido corriendo con el espetón en la mano —dice Jude— y se le ha quedado atascado en el suelo.

—Y él mismo ha tropezado y se lo ha clavado en la barriga —explica Zoé.

—¡Qué dices! —gime Peter—. ¡He caído sobre mi espada por salvarte a ti!

—No se ve casi nada de sangre. No creo que sea buena señal —dice William, mientras ilumina la herida con la linterna.

—¿Qué es eso amarillo que le está saliendo? —pregunto—. Pus.

—Creo que es grasa —responde William.

Peter lanza otro gemido.

—Está bien, no importa, no hay nada de que preocuparse —digo yo, intentando fingir que un poco de grasa rezumando de una herida es algo corriente—. Todos tenemos grasa.

—Esto quiere decir que el corte es bastante profundo, Alice —susurra William—. Va a necesitar puntos de sutura. Tenemos que llevarlo a urgencias.

—Acababa de ver
Un gran amor
, con John Cusack, y me he sentido inspirado —explica Jude.

—La canción de esa película es
In Your Eyes
. Me encanta Peter Gabriel —gruñe Peter—. Espero que tu canción merezca la pena.

—¿Me has compuesto una canción? —pregunta Zoé.

—¿Ese de ahí es tu coche, Jude? —pregunta William, refiriéndose a un Toyota que está aparcado delante de nuestro campamento.

Jude asiente.

William ayuda a Peter a incorporarse.

—Vamos, tú conduces. Peter puede tumbarse en el asiento trasero. Alice, tú síguenos en nuestro coche con Zoé.

—Conduces como una loca. No es necesario que vayas pegada a ellos —me reprende Zoé.

—¿Sabías que Jude iba a venir?

—¡No, claro que no!

—¿A quién le enviabas mensajitos cuando veníamos de camino?

Zoé se cruza de brazos y mira por la ventana.

—¿Qué está pasando entre vosotros dos?

—Nada.

—¿Y por nada ha hecho seiscientos kilómetros de carretera por la noche, para venir a cantarte una serenata?

Aunque estoy furiosa con Jude (¿no podía haber aparecido por sorpresa en pleno día?), lo que ha hecho me parece increíblemente romántico. Me encantó la película
Un gran amor
, sobre todo aquella escena famosa de John Cusack de pie delante del coche, levantando con las dos manos el radiocasete, con aquel abrigo de hombreras enormes. «En tus ojos veo las puertas de mil iglesias», decía la canción de Peter Gabriel. Esas nueve palabras resumen lo que significó ser adolescente en los años ochenta.

—Yo no tengo la culpa de que siga persiguiéndome.

—Te ha compuesto una canción, Zoé.

—Tampoco es mi culpa.

—He visto cómo lo mirabas. Obviamente todavía sientes algo por él. ¡Por fin! —exclamo, cuando salimos del camino de tierra y empezamos a rodar por una carretera asfaltada, por donde Jude ya puede acelerar.

—No quiero hablar de eso —dice Zoé, tapándose la cara con un brazo.

Circulamos por una carretera vacía, entre campos y prados. La luna parece apoyada sobre los postes de las alambradas.

—¿Dónde demonios está el hospital? —exclamo al cabo de diez minutos. Por fin, a mi derecha, veo un conjunto de edificios inundados de luz.

El aparcamiento está casi desierto. Rezo una pequeña oración silenciosa de agradecimiento por estar en medio de la nada. Si hubiéramos ido al hospital de niños de Oakland, tendríamos que esperar cinco horas para que un médico viera a Peter.

Se me había olvidado cómo era que te pusieran puntos. De hecho, se me había olvidado cómo eran los pinchazos de la anestesia que vienen antes de los puntos propiamente dichos.

—Es un buen momento para mirar para otro lado —sugiere el médico, con la jeringuilla en la mano.

Cuando vemos una película por la tele y viene una escena de sexo, Peter me pregunta: «¿Miro para otro lado?» Si sólo aparecen dos personas vestidas besándose y restregándose un poco en la cama, le digo que no. Si tengo la impresión de que en cualquier momento se verán tetas, le digo que sí. Ya sé que ha visto tetas en internet, pero no las ha visto con su madre sentada a su lado en el sofá. No sé quién estaría más incómodo en esa situación, si él o yo. Aún no está preparado para eso. Tampoco está preparado para ver cómo le inyectan lidocaína.

—Mira para otro lado —le digo a Peter.

—En realidad, se lo decía a usted —dice el médico.

—No me impresionan las agujas —le digo.

Peter me agarra la mano con fuerza.

—Ahora voy a distraerme, hablando de tonterías contigo.

Me mira intensamente a los ojos, pero mi mirada se desvía sin querer hacia la aguja.

—Mamá, tengo algo que decirte que quizá te sorprenda.

—¿Ajá? —digo yo, mientras veo cómo el médico le aplica una inyección tras otra alrededor de la herida.

—Soy heterosexual.

—Está muy bien, cariño —respondo, mientras el médico empieza a inyectar lidocaína dentro de la herida.

—Lo estás haciendo muy bien, Peter —dice el médico—. Ya casi hemos terminado.

»¿Se siente bien, señora Buckle? —añade después el doctor.

Estoy mareada. Me agarro a un lado de la cama.

—Siempre pasa igual —le dice el médico a William—. Les decimos a los padres que no miren, pero no pueden evitarlo… y miran. El otro día, aquí mismo, un padre se desplomó cuando le estaba cosiendo el labio a su hija. Cayó fulminado. Un tipo grande. Debía de pesar unos cien kilos. Se partió tres dientes.

—Vamos, Alice —me dice William, agarrándome por el codo.

—¿Has oído lo que te he dicho, mamá?

—Sí, cariño, que eres hetero.

William me obliga a ponerme de pie.

—Tu hijo es hetero, William. Pero ¿quieres dejar de sacudirte? —le digo a mi marido—. Me estoy mareando.

—No soy yo —dice William, mientras me sostiene—. Eres tú, que estás temblando.

—Hay una camilla en el pasillo —dice el médico.

Son las últimas palabras que oigo antes de desmayarme.

76

Al día siguiente, después de seis horas de carretera para volver a casa (dos de ellas atrapados en un atasco), subo para acostarme.

Estoy agotada.

Zoé y Peter vienen conmigo a mi habitación. Peter se acomoda en la cama a mi lado, ahueca una almohada y coge el mando a distancia.

—¿Vemos una peli de Netflix? —dice.

Zoé me mira con preocupación.

—¿Pasa algo? —pregunto. No recuerdo la última vez que me miró con dulzura.

—Quizá te desmayaste porque tienes alguna enfermedad —dice.

—Eres muy amable, pero me desmayé porque me impresionó ver cómo el médico le clavaba una aguja a Pedro en la herida abierta.

—Seis puntos —dice Peter con orgullo, mientras se levanta la camiseta para enseñar el vendaje.

—¿No estás exagerando un poco? El médico dijo que ya estarías bien para hoy —dice Zoé.

—¡Seis puntos! —repite Peter.

—Lo sé, Pedro. Has sido muy valiente.

—¿Qué te apetece que veamos? ¿
Cuando Barry conoció a Wally
? —pregunta Peter.

Cuando Peter reconoció que no tenía ningún deseo de ver
La profecía
, puse fin al «club madre-hijo de películas de miedo». Ahora Peter y yo somos los únicos miembros del «club madre-hijo de comedias románticas», y le prometí que cuando llegáramos a casa, empezaríamos con la serie de Nora Ephron. Primero veremos el clásico
Cuando Harry encontró a Sally
; después,
Algo para recordar
y, finalmente,
Tienes un e-mail
. Espero que ninguna de esas películas le provoque pesadillas, excepto la de darse cuenta de con cuánta frecuencia y hasta qué punto surgen malentendidos entre hombres y mujeres.

—Detesto las comedias románticas —dice Zoé—. Son totalmente predecibles.

—¿Es tu manera de decir que quieres ingresar en nuestro club? —pregunta Peter.

—Ni lo sueñes, niñato —responde ella, mientras sale de la habitación.

—¿Miro para otro lado? —pregunta Peter, cuando aún no ha transcurrido un minuto de película y Billy Crystal está besando a su novia junto al coche de Meg Ryan.

—¿Miro para otro lado? —vuelve a preguntar, durante la famosa escena del orgasmo fingido en el bar—. ¿O mejor me tapo los oídos?

—¿Miro para otro lado? —pregunta cuando…

—¡Por el amor de Dios, Pedro! La gente tiene relaciones sexuales, ¿de acuerdo? La gente disfruta con el sexo. La gente habla de sexo. La gente finge escenas de sexo. Las mujeres tienen vagina y los hombres, pene. Blablablá —añado, con un amplio gesto de la mano.

—He decidido que ya no quiero ser Pedro —dice.

Silencio la película.

—¿En serio? Ahora que nos habíamos acostumbrado…

—Es que ya no quiero.

—Muy bien. ¿Cómo quieres que te llamemos?

¡Por favor, que no diga «Pedro 3.000», o «Dr. P-Dro», o «Archibald»!

—Lo he estado pensando: Peter.

—¿Peter?

—Ajá.

—Es un nombre precioso. Me encanta. Es perfecto para ti. ¿Quieres que se lo diga yo a tu padre o se lo dices tú?

Peter vuelve a ponerle el sonido a la película.

BILLY CRYSTAL
: Hay dos tipos de mujeres, las muy exigentes y las poco exigentes.

MEG RYAN
: ¿Y yo de cuál soy?

BILLY CRYSTAL
: De las peores, eres muy exigente pero crees que eres poco exigente.

Peter vuelve a silenciar la película.

—¿Por qué creías que era gay?

—No creía que fueras gay.

Peter me mira con escepticismo.

—De acuerdo, pensé que podía haber una posibilidad.

—¿Por qué, mamá?

—No lo sé. Me transmitías esas vibraciones.

—¿Por qué?

—Te cambiaste el nombre y te pusiste «Pedro».

—Sí, por supuesto. ¡Hay muchísimos gays que se llaman «Pedro»!

—Odiabas a Eric Haber. Demasiado.

—Porque a él también le gustaba Briana. Era mi rival. Pero ahora está saliendo con Pippa Klein y ya vuelve a caerme bien.

—Hum. El remolino capilar se te forma en sentido antihorario.

Peter me mira, negando con la cabeza.

—Estás grillada.

—Y porque usas palabras como «grillada».

—¡Porque las usas tú! Soy hetero, mamá.

—Ya lo sé, Peter.

—¡Uah! Hacía tiempo que nadie me llamaba «Peter».

—Es bonito, ¿verdad?

—No creas que se me ha olvidado que es otra manera de llamar al pene.

—Claro que no, pero ¿no te parece que eso le añade cierta gracia? —le pregunto, mientras le doy un codazo en las costillas.

—¡Ay!

Suspiro.

—Voy a echar de menos a mi hijo gay, que nunca iba a dejarme por otra mujer. Ya sé que es homofóbico pensar que ibas a permanecer atado a mí, contra todas las tendencias naturales, sólo por ser gay. De una manera o de otra, al final me abandonarás.

—Si te sientes mejor, puedes seguir considerándome tu hijo gay en privado. Además, ¿qué niño hetero de doce años iba a querer ver
Cuando Harry encontró a Sally
con su madre? —pregunta Peter.

Vuelve a ponerle el sonido a la película y se ríe por lo bajo.

—Ésas son exactamente las vibraciones de las que hablaba —digo.

—¿Qué? ¿Soy gay por ser precoz? ¿Listo? ¿Divertido? Los heteros también podemos ser todo eso. Eres demasiado heterofóbica.

Después de la película (los dos lagrimeamos al final), Peter se va a buscar algo de comer y yo me conecto a Facebook. No hay nada de Investigador 101, lo que, en realidad, no me sorprende. Le había dicho que iba a estar unos días incomunicada. Sin embargo, no faltan publicaciones en mi muro.

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Entulínea

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Alice Buckle ha sido etiquetada en una foto de Helen Davies.

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