—Sí, sí. William ya ha subido nuestro equipaje —dice Bunny—. Y una cosa, Alice. Tienes que prometernos que cuando te hartes de nosotros, nos lo dirás. Tenemos billetes de vuelta para dentro de tres semanas, pero como dijo Mark Twain, los huéspedes y el pescado empiezan a oler después de…
—Nunca me hartaré de vosotros —digo—. Podéis quedaros tanto como queráis. ¿Estáis en un paréntesis entre montajes?
Bunny asiente, mientras se dispone a seguir a Jack por la escalera.
—Tengo un montón de manuscritos. Estoy tratando de decidir qué será lo siguiente que haré. Me echarás una mano, ¿verdad? ¿Te gustaría leer alguna de las obras?
—Será un honor. Creo que yo también me iré a la cama. Ha sido un día muy largo —digo, fingiendo un bostezo.
Tengo planeado quedarme dormida antes de que suba William.
—Voy a ver a los niños —dice William, en cuanto Bunny y Jack se meten en el cuarto de invitados.
—Recuerda decirles que apaguen todas las luces cuando termine el programa.
Subo la escalera.
—¿Alice?
—¿Sí?
—¿Quieres que te suba una taza de té?
Me doy la vuelta, totalmente paranoica. ¿Sabrá algo?
—¿Por qué iba a querer té? He pasado toda la tarde bebiendo té con Nedra.
—Ah, sí, claro. Lo siento. Pensé que quizá te apetecía algo caliente.
—Bueno, en realidad sí quiero algo caliente —digo.
—¿De verdad? —pregunta.
¿Es entusiasmo lo que distingo en su voz? ¿Impaciencia? ¿Creerá que me refiero a él cuando digo que quiero «algo caliente»?
—Mi portátil —aclaro.
Parece decepcionado.
Me despierto a las cuatro y bajo la escalera, despeinada y hecha una pena. Entro en la cocina y me encuentro con Bunny. Ha puesto la tetera a calentar y tiene dos tazas preparadas sobre la encimera.
Me sonríe.
—Tenía la impresión de que ibas a bajar a tomar algo conmigo.
—¿Qué haces levantada?
—Para mí son las siete. La pregunta es qué haces tú levantada.
—No lo sé. No podía dormir.
Me abrazo las costillas.
—¿Qué está pasando, Alice?
Resoplo.
—He hecho una cosa muy mala, Bunny. —Hago una pausa—. Creo que me he enamorado de otro hombre.
—¡Oh, no! ¡Alice! ¿Estás segura?
—Estoy segura. Y espera, porque todavía es peor. Ni siquiera lo he visto.
Entonces le cuento a Bunny toda la historia. No dice ni una palabra mientras hablo, pero su expresión me dice todo lo que necesito saber. Como público, es perfecta. Sus ojos se abren o se estrechan a medida que le voy enseñando los mensajes y los chats de Facebook. Murmura, masculla y lanza silenciosas exclamaciones mientras yo le leo mis respuestas al estudio. Pero, sobre todo, recibe lo que le doy, con todo su cuerpo.
—Debes de estar destrozada —dice por fin, cuando termino.
Suspiro.
—Sí, pero también siento muchas cosas más. Es muy complicado.
—A mí me parece bastante simple. Ese hombre, ese investigador… te escuchó. Te dijo exactamente lo que querías oír. Siento decirlo, pero probablemente no eres la primera.
—Lo sé, lo sé. Espera un momento. ¿De verdad lo crees? ¡Dios santo! Yo no lo puedo creer. De verdad que no. Parecía que teníamos algo muy especial, algo sólo entre él y yo…
Bunny niega con la cabeza.
—Crees que soy tonta.
—Tonta no, sólo vulnerable —dice Bunny.
—¡Me siento tan humillada!
Bunny desecha mis palabras con un gesto.
—La humillación es una elección. No la elijas.
—Y muy enfadada —añado.
—Eso sí. La ira es útil.
—Con William.
—¿Estás enfadada con William? ¿Y no con ese investigador?
—No, con William. Él me empujó a esto.
—Eso no es justo, Alice. No es justo. Escucha. Yo no soy ninguna santa y no estoy aquí para juzgarte. Hubo una época en que Jack y yo pasamos por una mala racha. De hecho, llegamos a separarnos por un tiempo cuando Caroline se fue a la universidad. No voy a entrar en detalles, pero lo que quiero decir es que no hay ningún matrimonio perfecto, y que si lo parece, puedes estar segura de que no es cierto. Pero no culpes de esto a William. No seas tan pasiva. Es necesario que te responsabilices de lo que has hecho, o de lo que estuviste a punto de hacer. Lo que suceda con William no es lo importante. Lo importante es que tú no debes permitir que te pase esto.
—¿Esto?
—Esto en tu vida. No es por ponerme lúgubre, Alice, pero no te sobran años de vida como para desperdiciarlos alegremente. A nadie le sobran. Y a mí, menos que a nadie.
Se incorpora y pone la tetera a calentar. Acaba de salir el sol y la cocina se llena momentáneamente de una luz de color albaricoque.
—Por cierto, ¿tienes idea de lo buena narradora que eres? Me has tenido fascinada durante las últimas dos horas.
—¿Narradora? —dice William, entrando en la cocina.
Observa las tazas sobre la mesa y los cuencos de cereales a medio comer.
—¿Cuánto hace que estáis levantadas? —pregunta—. ¿Habéis estado contando historias?
—Desde las cuatro —dice Bunny—. Teníamos que ponernos al día.
—Sobre todo lo sucedido en los últimos quince años —añado yo.
—Ha sido un amanecer precioso —dice Bunny—. El jardín se ha puesto de color melocotón. Al menos por un momento.
William mira por la ventana.
—Ahora está del color del algodón.
—Debe de ser la legendaria niebla del área de la bahía, de la que habla todo el mundo —dice Bunny.
—En un momento, está claro y despejado, y al minuto siguiente, no se ve nada —responde William.
—Como en el matrimonio —digo yo entre dientes.
82John Yossarian añadió un Juego: Excusas.
Lucy Pevensie añadió una Actividad: Buscar la farola.
Por favor, Investigador 101, dígame que tuvo una razón de peso para no venir ayer.
Lo siento, de verdad que lo siento. Ya sé que suena a tópico, pero me surgió un imprevisto, algo ineludible.
Déjeme adivinar. ¿Su mujer?
Podría decirse.
¿Ha descubierto lo nuestro?
No.
¿Cree que lo habría descubierto?
Sí.
¿Por qué?
Porque iba a contárselo después de verla a usted anoche.
¿Ah, sí? Entonces, ¿qué pasó?
No puedo decírselo. Ojalá pudiera, pero no puedo. ¿Está buscando la farola?
Es lo que he dicho.
Entonces, ¿está diciendo que quiere volver a casa? ¿Quiere dejar este mundo, nuestro mundo?
¿Tenemos un mundo usted y yo?
He estado pensando que quizá todo ha sido para bien. Quizá fue cosa del destino que no pudiéramos vernos.
No fue que «no pudiéramos» vernos. Estuve ahí. Usted me plantó.
Habría estado ahí de haber podido, se lo prometo. Pero dígame una cosa, Casada 22. ¿No se sintió al menos un poquito aliviada al ver que yo no aparecía?
No. Me sentí ofendida. Ridícula. Triste. ¿Usted se sintió aliviado?
¿Le sirve de algo saber que desde entonces he estado pensando en usted cada minuto?
¿Y su mujer? ¿También ha estado pensando en ella cada minuto desde entonces?
Por favor, perdóneme. El hombre que no se presentó no es el hombre que quiero ser.
¿Cómo es el hombre que quiere ser?
Distinto del que soy.
¿IRL?
¿Qué?
¿En la vida real?
Ah. Sí, claro.
¿Lo está intentando?
Sí.
¿Lo está consiguiendo?
No.
¿Y su mujer está de acuerdo con esa valoración?
Estoy haciendo un esfuerzo muy grande para no herirlas a ninguna de las dos.
Tengo que hacerle una pregunta y necesito que me responda la verdad. ¿Es posible?
Haré lo que pueda.
¿Ha hecho esto con otras mujeres? Comportarse así. Como se comporta conmigo.
No, nunca. Usted es la primera. Quédese. Sólo un poco más, hasta que encontremos una solución.
¿Me está diciendo que deje de buscar la farola?
De momento, sí.
—Y esto, querida mía, es material —dice Bunny, dándome un codazo—. Podría convertirlo fácilmente en una escena.
Bajo el cartel de EMBUTIDOS, en Boccalone, hay una cola de por lo menos veinte hombres. Un poco más allá, bajo el cartel azul pálido de la pastelería, hay otra cola de por lo menos veinte mujeres. Los hombres compran carne de cerdo salada y ahumada, y las mujeres, dulces.
—De hecho, podría ser una comedia completa —se corrige.
—¿Crees que las mujeres tienen miedo a la mortadela? —pregunta Jack.
—Respeto, quizá —digo yo.
—Asco, más bien —interviene Zoé.
Son las nueve de un sábado por la mañana y la terminal del ferry ya está llena hasta los topes. Cada vez que recibimos huéspedes de fuera de la ciudad, éste es uno de los primeros lugares que solemos visitar con ellos. Es una de las atracciones turísticas más impresionantes de San Francisco: un mercado agrícola desmesurado, como hinchado con anabolizantes.
—Te hace añorar otro tipo de vida, ¿verdad? —dice William, mientras salimos en dirección al muelle, pasando entre ramilletes de relucientes rábanos rojos y pirámides perfectas de puerros. Va haciendo fotos a las verduras con el iPhone. No puede evitarlo. Es adicto al porno alimentario.
—¿Qué tipo de vida? —pregunto.
—Una vida en la que tú te peinarías con trenzas —interviene Peter, refiriéndose a la chica de mejillas sonrosadas que atiende el puesto llamado Dos Chicas y Un Arado—. Bonito delantal —le dice a ella.
—Es de muselina —dice la dependienta—. Mantiene la forma mejor que el algodón. Veinticinco dólares.
—Cuando tienes menos de treinta años, un delantal es sexy —dice Bunny—. Después de los treinta, lo normal es que parezcas una de las alegres comadres de Windsor. ¿Quieres uno, Caroline? Te lo regalo.
—Me tienta la idea, teniendo en cuenta que sólo me quedan cuatro años buenos para usar delantal. Pero no, gracias.
—Así me gusta —dice William—. Las verdaderas cocineras no temen a las manchas.
Bunny y Jack se adelantan ligeramente, cogidos de la mano. Me cuesta verlos juntos. ¡Son tan abiertamente afectuosos! Mi marido y yo vamos por lados opuestos del pasillo. Pienso en que nos hemos convertido en una de esas parejas que mencioné en el estudio, una de esas que ya no tienen nada que decirse. La expresión de William es sombría y cerrada. Abro la app de Facebook en el teléfono. John Yossarian está conectado.
¿Alguna vez siente envidia de otras parejas que ve, Investigador 101?
¿Envidia de qué?
De verlas tan unidas.
A veces.
¿Qué hace entonces?
¿Cuándo?
Cuando le pasa eso.
Miro para otro lado. Soy un experto de la compartimentación.
William me llama desde el otro lado del pasillo.
—¿Te parece que compremos maíz para esta noche?
—De acuerdo.
—¿Quieres elegirlo?
—No, elígelo tú.
William se dirige al puesto de la Granja Barriga Llena y, sin muchas ganas, se pone a revolver una pila de mazorcas. Parece perdido. Su búsqueda de empleo no está yendo bien. Cada semana que pasa, se hunde un poco más. Detesto verlo así. Aunque sus salidas de tono precipitaron su despido, no fueron la única razón. Lo que le ha pasado a William les está pasando a muchos de nuestros amigos, en diferentes ámbitos: están siendo sustituidos en sus puestos por modelos nuevos más baratos. Lo compadezco. De verdad.
¿Será tan sencillo como cogerlo de la mano? ¿Usted qué piensa, Investigador 101?
¿A qué se refiere?
A conectar con mi marido.
No lo creo.
Hace mucho que no lo cojo de la mano.
Quizá debería hacerlo.
¿Usted quiere que coja a mi marido de la mano?
—¿Tendremos suficiente con una docena? —pregunta William.
—Será perfecto, cariño —respondo.
Nunca lo llamo «cariño». Lo digo para que Bunny y Jack lo oigan.
Bunny se vuelve, sonríe y asiente con expresión aprobadora.
No, en realidad no.
¿Por qué no?
Porque no lo merece.
¡Dios santo!
—¿Qué? —pregunta Bunny con un gesto, cuando ve mi cara de asombro.
De pronto, siento deseos de proteger a William. ¿Qué sabrá Investigador 101 de lo que merece William?
Eso ha sido una bajeza, Investigador 101. No creo que pueda seguir con esto.
Lo comprendo.
¿De veras?
Yo estaba pensando lo mismo.
Un momento. ¿Va a darse por vencido tan fácilmente? Me está enviando mensajes contradictorios, o quizá yo se los esté enviando a él.
—¿Tienes un billete de cinco, Alice? —pregunta William.
De pronto, se le ha puesto la cara del color de la leche. Pienso en Jack y en su corazón. Pienso que debería empezar a comprar aspirina infantil y obligar a William a tomarla.
—¿Te encuentras bien? —le pregunto, acercándome al puesto de verduras.
—Sí, claro. Estoy bien —dice William, aunque su aspecto dice todo lo contrario.
Miro la pila de mazorcas que ha acumulado.
—Son pequeñas. Compra media docena más.
—¿Puedes ayudarme? —dice.
—¿Qué te pasa?
Menea un poco la cabeza.
—Estoy mareado.
Tiene mala cara. Lo cojo de la mano y sus dedos se entrelazan automáticamente con los míos. Nos abrimos paso hasta un banco y nos quedamos sentados en silencio unos minutos. Peter y Caroline están probando almendras, Zoé está oliendo un frasco de lavanda, y Bunny y Jack se han puesto a la cola de Rose Pistola, para comprar uno de sus famosos sandwiches de huevo.
—¿Te apetece un sándwich de huevo? —pregunto—. Si quieres, voy a buscarte uno. Quizá te haya dado un bajón de azúcar.