Las mujeres casadas no hablan de amor (14 page)

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Authors: Melanie Gideon

Tags: #Romántico

BOOK: Las mujeres casadas no hablan de amor
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Trampa 22, 1961, Joseph Heller, «Las 100 mejores novelas de todos los tiempos»

El capitán John Yossarian es un piloto de bombarderos que intenta llegar vivo al final de la segunda guerra mundial.

John Yossarian… Perfil de gravatar

Soy John Yossarian. Me fui remando a Suecia para huir de la locura de la guerra.

Capitán John Yossarian: Trampa 22

John Yossarian pasa todo el tiempo en la enfermería, fingiendo estar malo para no tener que pilotar… conservar su vida.

Yo
: (Con una repentina sonrisa.) Buena jugada, Investigador 101.

Yo
: (Pincho en el enlace para confirmar la solicitud de amistad.)

Yo
: (Publico en su muro.) Entonces, ¿Yossarian vive?

38

38. —Desde luego, él no es nada Perezoso.

—¿Tú qué opinas, Alice?

—No lo sé. ¿Te refieres a la cualidad de holgazán o a la marca del sillón? —pregunté yo.

William había ganado un premio Clio por su anuncio del sillón relax Perezoso y los de Peavy Patterson habían organizado una fiesta en Michela's en su honor. Habían reservado todo el restaurante para nosotros y yo me encontraba en una mesa llena de redactores publicitarios.

El sillón era espantoso, pero había supuesto una cantidad enorme de dinero para la agencia, y yo estaba en una fiesta muy elegante y no pensaba quejarme. William parecía todo lo contrario a perezoso. De hecho, parecía la quintaesencia de la energía y el impulso emprendedor, con su traje Hugo Boss azul marino.

Yo lo miraba discretamente. También miraba a Helen, que me miraba a mí, mientras yo miraba a William subrepticiamente, pero no me importaba. Todos lo miraban. La gente se le acercaba temblando, como si fuera un dios. Y lo era. Era el dios de los sillones relax horrendos, el Joven Turco de Peavy Patterson. Todos se arremolinaban a su alrededor, le tocaban el brazo y le estrechaban la mano. Era emocionante estar tan cerca del éxito, porque cabía la posibilidad de que se te pegara un poco. William era cortés. Escuchaba y asentía con la cabeza, pero casi no hablaba. Sus ojos se desviaban hacia mí y, si no lo hubiera conocido, habría pensado que estaba enfadado. ¡Así de intensa era su mirada! Durante toda la velada, me buscó compulsivamente con la mirada de forma descarada. Era como si yo fuera un vaso de vino y como si bebiera un sorbo cada vez que me contemplaba desde la otra punta de la sala.

Bajé la vista hacia el plato. Los
linguine con cozze al sugo rosso
estaban deliciosos, pero casi intactos, porque con todas sus miraditas clandestinas yo empezaba a sentir que me daba vueltas la cabeza.

—¡Que hable! ¡Que hable!

Helen se inclinó hacia William, le susurró algo al oído y, unos minutos después, William permitió que Mort Rich, el director artístico, lo condujera hasta el centro del restaurante. Sacó un papel del bolsillo de la chaqueta, lo alisó y empezó a leer:

—Consejos para dar un discurso.

»En primer lugar, asegúrese de no estar en el cuarto de baño cuando llegue la hora de pronunciar su discurso.

»Agradezca al equipo que lo ha ayudado a ganar el premio.

»Pausa.

»Nunca diga que no es merecedor del galardón, porque eso sería ofender al equipo que ha hecho todo el trabajo para que usted pueda estar ahora delante de todos, acaparando el honor de haber ganado el premio.

»No agradezca a la gente que no ha tenido nada que ver con que usted gane el premio.

»Ahí entran cónyuges, novios, novias, jefes y camareros.

»Pensándolo bien, agradezca a aquel barman que ha tenido tanto que ver con que usted gane el premio.

»Pausa.

»Si tiene tiempo, mencione a cada persona por su nombre y dígale un cumplido. —William echó una mirada al reloj—. Ninguna pausa.

»Sonría e intente parecer humilde y amable.

»Termine el discurso con un comentario inspirador.

William dobló el papel y se lo guardó en el bolsillo.

—Comentario inspirador… Pausa.

La sala estalló en carcajadas y aplausos. Cuando William volvió a sentarse a la mesa, Helen le cogió la cara con las dos manos, lo miró intensamente a los ojos y lo besó en la boca. Hubo aplausos y exclamaciones. El beso duró unos diez segundos. Después, ella se volvió hacia mí y me lanzó una mirada turbada pero triunfal. Desvié la vista, herida, sintiendo que los ojos se me llenaban de involuntarias lágrimas.

—¡Alucina! ¿Están prometidos ya? —preguntó la mujer sentada a mi lado.

—No veo ningún anillo —dijo otro colega.

¿Habían sido imaginaciones mías todo el flirteo entre nosotros? Daba la impresión de que sí, porque durante el resto de la velada William actuó como si yo no existiera. Me sentía tonta. Invisible. Estúpida. Llevaba puestas unas medias color carne, que de pronto ya no me parecieron color carne, sino prácticamente anaranjadas.

Hacia las doce de la noche, me crucé con él por el pasillo, de camino al lavabo. El pasillo era estrecho y nos rozamos las manos al cruzarnos. Había decidido no volver a dirigirle la palabra. Nunca más saldría a correr con él. Pediría que me transfirieran a otro equipo. Pero cuando se tocaron nuestros nudillos, una innegable corriente de electricidad saltó entre nosotros. Él también lo notó, porque congeló el movimiento. Íbamos en direcciones opuestas. Él miraba hacia afuera, en dirección al restaurante, y yo, hacia los lavabos.

—Alice —susurró.

De pronto, me di cuenta de que nunca lo había oído decir mi nombre. Hasta ese momento, siempre me había llamado «Brown».

—Alice —repitió, con voz grave y ronca.

Dijo «Alice», pero no como si estuviera a punto de hacerme una pregunta o decirme alguna cosa, sino como aseverando un hecho, como si después de un largo viaje (un viaje que él no había querido ni se había propuesto hacer), hubiera llegado finalmente a mi nombre, a mí.

Yo miraba fijamente las puertas de los lavabos. «Señoras», leí. «Caballeros», leí. También lo ponía en italiano: «Dona», «Uomo».

Él tendió la mano para tocarme los dedos, pero esta vez no fue accidental. Fue el más fugaz de los contactos, un toque privado destinado a que sólo yo lo notara y nadie más. Apoyé la otra mano en la pared para no caerme, porque sentía que las rodillas se me aflojaban por el efecto combinado del vino, la sensación de alivio y el deseo.

—Sí —dije, y entré tropezando en el baño.

39. Tendrás que aguantarte.

40. No me acuerdo.

41. Aparentemente, somos una pareja que todos envidian.

42. Pregúntemelo más adelante.

39

Lucy Pevensie: Estudió en Oxford - Nació el 24 de abril de 1934 - Trabaja para Asian -
Familia
: Edward, Peter y Susan –
Ocupación
: Tratar de no convertirme en piedra -
Acerca de mí
: Los años parecen minutos.

Sí, me temo que el rumor es cierto, Casada 22. Las noticias sobre mi muerte han sido exageradas.

En mi caso también son ciertos los rumores, Investigador 101. Hay otro mundo al otro lado del armario. Las noticias sobre faunos y brujas blancas no han sido exageradas.

Me ha gustado leer su perfil.

A mí no me ha gustado leer el suyo, Investigador 101. «Trabaja en: Centro Netherfield.» ¿Eso es todo? En cuanto a su foto, me disgusta esa silueta anónima. Podría poner al menos una figura. ¿Una balsa amarilla, quizá?

Ya veremos.

Ahora que somos amigos, quizá deberíamos cambiar la configuración de la privacidad para que la gente no pueda buscarnos.

Ya he bloqueado las búsquedas. Pronto le mandaré más preguntas, pero por correo electrónico. Me niego a hacerle las preguntas por el chat.

Gracias por bajar a la madriguera para encontrarme.

Es mi trabajo. ¿Creía que no lo iba a hacer?

No estaba segura. Ya sé que Facebook es un poco raro al principio. Pero le sorprenderá y es posible que le acabe gustando. Tiene una inmediatez que el correo no tiene. Puede que muy pronto el correo electrónico se extinga, lo mismo que las cartas en papel.

Sinceramente, espero que no. El correo electrónico me parece civilizado, en comparación con los SMS y las publicaciones en Twitter. ¿Qué vendrá después? ¿Comunicarse en tres palabras o menos?

Excelente idea. Lo llamaríamos «Twi». Las frases de tres palabras pueden tener mucha fuerza.

Eso es falso.

Insisto en ello.

No insista más.

No es usted muy bueno en esto.

¿Cómo lleva su marido su situación? ¿Hay algo que yo pueda hacer?

Conseguir que le devuelvan su antiguo empleo.

¿Alguna otra cosa?

¿Le puedo hacer una pregunta?

Sí, claro.

¿Está casado?

Las normas me impiden revelar información personal.

Eso explica su perfil, o más bien la ausencia de éste.

Sí, lo siento. Pero sabemos por experiencia que cuanto menos conozca de su investigador, más dispuesta estará a expresarse.

Entonces, ¿quiere que lo trate como a la voz del GPS?

Ya me han tratado así

¿Quién, Investigador 101?

Otros sujetos de nuestros estudios, obviamente.

¿También algún miembro de su familia?

No puedo confirmarlo ni negarlo.

¿Es usted un programa de ordenador? Dígame, ¿le estoy escribiendo a un ordenador?

No puedo responder. Batería baja.

¿Está practicando para el Twi? ¡Sabía que tenía talento para esto!

¿Tengo que avisarla de que me tengo que ir o es suficiente con decir «adiós»? No quisiera ser grosero. ¿Qué marca el protocolo?

Basta con decir «a2» («adiós»). Y lo bueno de chatear es que no hay necesidad de prolongar las despedidas.

Una pena, porque me gustan mucho las despedidas prolongadas.

¿Casada 22?

¿Casada 22?

¿Se ha desconectado?

Estoy prolongando la despedida.

40

Alice Buckle: Estudió en Universidad de Massachusetts - Nació el 4 de septiembre - Trabaja en Escuela Primaria Kentwood -
Familia
: William, Peter y Zoé - 
Ocupación
: Tratar de no convertirme en piedra -
Acerca de mí
: Los minutos parecen años.

Henry Archer > Alice Buckle

Calla. Sabemos que no llueve en California desde hace meses.

Hace 4 minutos

Nedra Rao > Kate O'Halloran

Me tienes en el bote.

Hace 13 minutos

Julie Staggs

¿Se considera maltrato infantil atar a tu hija de pies y manos a los barrotes de la cama con cintas de Hello Kitty? ¡¡¡Es broma!!!

Hace 23 minutos

William Buckle

Libre.

Hace 1 hora

SEGUNDA PARTE
41

Han despedido a William. No está amonestado, ni advertido, ni rebajado de categoría, sino despedido. En medio de una recesión. En medio de nuestras vidas.

—Pero ¿qué has hecho? —grito.

—¿Cómo que qué he hecho?

—¿Qué has hecho para que te despidan?

Parece horrorizado.

—Gracias por tu apoyo, Alice. No he hecho nada. Al parecer, mi presencia era redundante.

Sí, claro, la redundancia de montar una escena en el trabajo. La de decir disparates hasta que te despiden.

—Llama a Frank Potter. Dile que trabajarás por menos. Dile que aceptarás lo que sea.

—No puedo hacer eso, Alice.

—El orgullo es un lujo que no podemos permitirnos, William.

—No es cuestión de orgullo. No encajo en KKM. Ya no me siento en mi elemento. Quizá todo sea para mejor. Quizá éste sea el toque de atención que estaba necesitando.

—¿Estás de broma? Tampoco podemos permitirnos prestar atención.

—No estoy de acuerdo. Lo que no podemos permitirnos es no prestar atención.

—¿Has estado leyendo a Eckhart Tolle? —exclamo.

—Claro que no —responde él—. Hemos hecho específicamente el pacto de no vivir el momento.

—Hemos hecho un montón de pactos. Baja la ventanilla. Me estoy asando de calor aquí dentro.

Estamos sentados en el coche, en la entrada del garaje. Es el único lugar donde podemos hablar en privado. Pone en marcha el coche para bajar las ventanillas. Se enciende el reproductor de cedes y Susan Boyle suena a todo volumen por los altavoces:
Dreamed a Dream
.

—¡Por Dios! —dice William, mientras lo quita.

—Es mi coche. No puedes censurar mi música.

Vuelvo a poner el cede. Susan Boyle cuenta que soñó con un amor que no muriera nunca. ¡Por Dios! Lo quito.

—Me estás matando con esa mierda —gruñe William.

Quiero correr a mi ordenador y hacer más proyecciones presupuestarias, por lo menos hasta 2040; pero ya sé lo que revelarán: que con todos nuestros gastos, incluido el de enviar a nuestros respectivos padres sendos cheques todos los meses para suplementar sus míseras pensiones, tenemos para sobrevivir unos seis meses antes de que las cosas se pongan feas.

—Tienes cuarenta y siete años —digo.

—Y tú cuarenta y cuatro —replica—. ¿Qué pretendes decir?

—¿Qué pretendo decir? Lo que pretendo decir es que tendrás que teñirte el pelo —digo, mirando sus sienes cada vez más grises.

—¿Por qué demonios voy a teñirme el pelo?

—Porque va a ser increíblemente difícil que encuentres trabajo. Eres demasiado mayor. Cuestas demasiado. Nadie querrá contratarte. Querrán contratar a un tipo de veintiocho años, sin hijos y sin la mitad del sueldo hipotecado, que sepa usar Facebook, Tumblr y Twitter.

—Yo tengo una cuenta en Facebook —dice—, pero no vivo en Facebook.

—No, claro. Sólo lo usas para anunciarle al mundo que te han despedido.

—«Libre» se puede interpretar de muchas maneras. Mira, Alice, siento mucho que estés asustada, pero hay momentos en la vida en que hay que dar el salto. Y si no tienes el valor de saltar tú mismo, pues bien, al final vendrá alguien que te empujará por la puta ventana.

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